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NúM 6
7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
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7.5 · GARCÍA LORCA, Federico (2018), Comedia sin título (seguida de El sueño de la vida de Alberto Conejero), edición deEmilio Peral Vega, Madrid, Cátedra, 2018.


Por Alain Iñiguez Egido
 

 

Ilustración


GARCÍA LORCA, Federico (2018), Comedia sin título (seguida de El sueño de la vida de Alberto Conejero), edición deEmilio Peral Vega, Madrid, Cátedra, 2018.

Alain Iñiguez Egido
Universidad Complutense de Madrid

 

La historia de la literatura es un diálogo entre autores. Estos, como lectores, reciben lo ya escrito y aportan nuevas visiones de la realidad a través de sus lecturas y de sus propias obras. En algunos casos insólitos, este trasvase puede llegar a ser de vital importancia por cuanto supone la finalización de algo que estaba inconcluso. Como tal recibimos El sueño de la vida, la interlocución que un experimentado Alberto Conejero nos ofrece con el único fin de dar rotundidad a lo que el genio de Federico García Lorca dejó esbozado en el único acto de Comedia sin título.

No es primerizo Conejero en estas empresas. Baste con aludir a la que ha sido una de sus más reconocidas obras, La piedra oscura, aquella en la que ficcionaliza el recuerdo de un periclitado Rafael Rodríguez Rapún. Conejero supo dar cuenta de los testimonios de los que disponía para llevar a cabo su obra, alternando las palabras de Federico con las propias, en un baile donde, como lectores, no podemos zafarnos del tono desgarrado de algunas escenas protagonizadas, únicamente, por Sebastián, un joven militar del bando nacional, Rafael y la voz de Lorca evocada a través de cartas, versos y entrevistas.

En este caso, lo que nos ofrece el autor son dos actos que culminan lo apuntado por Lorca en Comedia sin título. La edición, elaborada por Emilio Peral Vega, cuenta con una sólida introducción contextual en la que se apuntan los datos históricos más relevantes para situar la obra del poeta donde corresponde. Entre 1935 y 1936, Federico comienza la redacción de un «drama social» (p. 11). De esta forma, tal y como apunta el editor, “situar a Lorca en la redacción de un «drama social» nos lleva, de forma irremediable, a preguntarnos en qué posición estética e ideológica se encontraba en los últimos años de su vida” (p. 11). Eso es lo que justifica una introducción como esta: en tiempos de crisis social, lo estético y lo ideológico son difícilmente discernibles, más aún, si cabe, cuando afecta a una figura como la de Federico.

El posicionamiento ideológico del poeta ha suscitado el interés de la crítica y la historia literarias, hasta el punto de que se le ha incluido entre los más diversos sectores del espectro social y político. A pesar de que “García Lorca siempre pretendió mantener La Barraca al margen de ideologías partidistas” (p. 14), algunas de las decisiones que tomó al mando de la organización –como el estreno de Fuenteovejuna (p. 16) o el auto sacramental de La vida es sueño (p. 12)– motivaron las críticas de la izquierda y de la derecha, “tan necios unos y otros en sus planteamientos restrictivos como negados en sus capacidades para entender que Calderón era patrimonio de todos” (p. 14). Esto fue reforzado por otras determinaciones, como la de no asistir al homenaje a Maxim Gorki organizado por la Asociación de Amigos de la Unión Soviética y la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura en el Teatro Español –seguramente, como apunta Peral Vega, por la asistencia de la Pasionaria, entre otros motivos (p. 30)–, o la de leer la dedicatoria escrita por Rubén Darío para Voces de Gesta, de Valle-Inclán, en el homenaje organizado por María Teresa León con motivo de la muerte del gallego (p. 24). La imagen de Federico que ofrecen los testimonios es la de alguien que “[i]ntentó, en la medida en que se lo permitieron las turbulentas circunstancias de una España cada vez más dividida, nadar y guardar la ropa, razón por la cual despertó ciertos recelos entre los círculos más ortodoxos de la izquierda” (p. 24).

Sin embargo, conviene atender a la renovación teatral que planteara García Lorca desde una dimensión más próxima a lo formal. Así, se remozan elementos clásicos del teatro como el prólogo, en “un proceso generalizado de reteatralización” (p. 39) que motiva una alteración de los patrones tradicionales a los que el espectador de la época estaba acostumbrado. En Comedia sin título, el prólogo lo encontramos en la primera alocución del Autor, con la que este apela directamente al público para evidenciar sus intenciones: “El poeta, con todos sus cinco sentidos en perfecto estado de salud, va a tener, no el gusto, sino el sentimiento de enseñaros esta noche un pequeño rincón de realidad” (p. 75).
Federico apuntó en este primer acto lo que él mismo definió como un “drama social y religioso” (p. 46), dotado de un considerable componente metaficcional o, si se quiere, como un “auto sacramental de carácter metadramático” (p. 52). El poeta, nos dice el editor, “hace suyo el procedimiento velazqueño de Las Meninas, […]. El Autor observa a los espectadores ficticios, pero también a nosotros –los reales–, que somos incluidos en las dimensiones ficcionales de la obra de arte, pues que compartimos con unos y otros la sala del teatro” (p. 47). Pero no queda ahí: a modo de trasunto del poeta, el Autor vierte en sus discursos consideraciones al respecto del teatro y de la farándula coincidentes con las opiniones que el propio García Lorca dejó testificadas en la prensa o en otras de sus obras. Varios son los ejemplos, pero de entre todos ellos destaca, quizá, el que nos brinda en el tercer acto, todo un ejemplo de poética en boca de un personaje:

AUTOR.– ¡Protesto, protesto, protesto! Hay que resistir toda la violencia de este mundo con la violencia de la poesía. ¿Qué hay fuera de este teatro? La luz es sepultada por cadenas y ruidos, por los barrios hay gentes que vacilan insomnes como recién salidas de un naufragio de sangre. Ningún hombre verdadero cree ya en esta zarandaja del arte puro, arte por el arte mismo. Ni una línea más para el piso principal. Eso es lo más triste del mundo. Hay que escribir para estos pisos. Yo espero para el teatro la llegada de la luz desde arriba, desde el paraíso. En cuanto los de aquí bajen al patio de butacas todo estará resuelto. Lo de la decadencia del teatro me parece una estupidez. Cuando me hablan de ella yo pienso en los millones de hombres que esperan en los campos y en los arrabales de las ciudades con sus ojos nuevos de asombro el idilio con ruiseñor de Romeo y Julieta, la panza llena de vino de Falstaff o el lamento de nuestro Segismundo luchando cara a cara con el cielo. ¡Para estos el teatro! (p. 133)

Otros juicios o críticas las encontramos indirectamente en los parlamentos del resto de los personajes, como ocurre con el Leñador –“Lorenzo, abre los ojos. Quiero estrenar un traje de primavera. Me gusta tener veintitrés años. Y para eso necesito que se levante el telón” (p. 105), claro ejemplo del actor que atenta contra la capacidad rectora del autor– o el Silfo –“Porque siempre tengo los pies helados. Por eso me dieron este papel” (p. 108), algo que, según el editor, constituye una “[a]lusión malévola a la concesión de papeles por las semejanzas físicas y psicológicas de los personajes respecto a los actores que los encarnaban” (p. 108)–. Estas reflexiones vienen acompañadas por alusiones a sucesos biográficos del autor, como el recuerdo de La Barraca encarnado en el personaje del Obrero o algunas referencias a la actividad de la compañía por parte del Leñador –“¡Los trajes no! Con ese de ahí muere el caballero bajo la luna de Medina y con ese otro se abrasa Tisbea en la orilla del mar. ¡Quitad las manos de los trajes!” (p. 103)–.

La dimensión metadramática se manifiesta también en el recurso intertextual: no olvidemos que algunos personajes de la Comedia, clasificados en la introducción como “personajes shakespeareanos” (p. 57), pertenecen a la compañía que quiere representar El sueño de una noche de verano. El diálogo que plantea Conejero no olvida esta cuestión, y la retoma al final para recordar su verdadero sentido, el único que puede representarse mediante una estética como el que plantea el Autor: “Que yo podría enamorarme esta noche de un tigre, de un oso o de un asno. Porque el amor es tan solo una casualidad terrible” (p. 132), una verdad admisible en un teatro que busca “[t]an solo trasplantar la vida como es” (p. 132).

Los personajes de Comedia sin título constituyen “encarnaciones de ideas” (p. 50), y, como tal, conviene entender la obra como un proceso reflexivo por el que el discurrir de la acción implica la confrontación de diversas dimensiones de la realidad que evolucionan y confluyen a medida que se aproxima el final. Fruto de esto, y en línea con el “auto barroco” (p. 59), los personajes no presentan una profundidad psicológica digna de mención: destacan el Espectador 2º, un individuo violento, de aire militar y actitud inquisitiva apuntalada por algunas acotaciones certeras y minuciosas –“Para denunciarlo después. (Escribe en una libretita.)” (p. 92)– que dan cuenta del carácter obsesivo del personaje; y el Joven, que representa a ese individuo de moral incierta cuyo máximo exponente fue aquella sociedad que, parafraseando a George Steiner, era capaz de deleitarse con la poesía de Rilke al amanecer y torturar al anochecer.
Dos personajes reciben la mirada amable de Federico y Alberto Conejero: el Obrero, por parte del primero, ya que, “[n]o en vano, con su aparición «todo el teatro se ilumina», pues que aquellos «obreros» de la farándula habían constituido uno de los episodios más brillantes y esperanzadores de la historia cultural reciente” (p. 56); y la Espectadora 2ª, del segundo, puesto que la caracterización timorata e inocente en lo que respecta al teatro se debe más al yugo de su marido que a una falta de interés artístico. Ello explica la pregunta que plantea el editor a este respecto: “si se podría invitar a esa mesa del tercer acto a la Espectadora 2ª, en una mirada no marcada políticamente, pues que, quizás liberada de las ligaduras ideológicas de su marido, pudiera seguir caminando en los brotes liberales que adornaban su discurso” (p. 61).

La Actriz, no obstante, merece una mención aparte. Se muestra en un primer momento como estandarte de la superficialidad –“A mí me gusta también la verdad, un momento nada más. La verdad es fea, pero si la digo, me arrojan del teatro. Me dan ganas de dirigirme al público y en la escena más lírica gritarles de pronto una palabrota […]. Pero yo quiero mis esmeraldas y me las quitarían” (p. 85)–, hasta el punto de que llega a corregir a una madre la forma en que lamenta la ausencia de su hijo –“Estoy harta de oírla gritar mal. No lo puedo sufrir. Su voz tiene un aire falso que no logrará conmocionar nunca. No, así, es así: ¡mis hijos, mis hijos, mis niños pequeños! ¿Lo ha oído? ¡Mis niños pequeños! Y las manos hacia delante, imprimiéndoles temblor, como si fueran dos hojas en una fiebre de viento” (p. 95)–. En cambio, en El sueño de la vida se despoja de la máscara para ofrecer al Autor su verdadero rostro: “Una vez besó una pequeña máscara que llevaba mi nombre. […] Pero no era yo, no era yo. Tan solo un camisón vacío y un montón de raicillas. Has de creerme, vida mía. Yo te he dado algo más importante que la oscura pesadilla de mi cuerpo” (p. 102).

Conviene, así, no soslayar la más que acertada lectura de los textos lorquianos que Alberto Conejero ha llevado a cabo. No solo acude a la producción poética y teatral del poeta granadino, sino que tiene en cuenta un buen número de entrevistas que este concedió a la prensa e incluso remeda varios de sus versos para componer textos de indudable calidad artística –sirva de ejemplo la extensa intervención de la Actriz al final del segundo acto (pp. 126-128)–, cuyo origen es señalado con precisión por el editor en las notas al pie. Como hilo conductor de los tres actos se erige la incorruptible voluntad del Autor por revolucionar la escena y recuperar el sentido original del intelectual, atender al compromiso con la sociedad y proponer, a un tiempo, una estética renovada que lo sustente. Esto explica la estructura circular adoptada, clara emulación de lo que ya llevó a cabo García Lorca con El público. De este modo, la acción adquiere el estatus de una suerte de eterno retorno por medio del cual no solo se reivindica un “drama social”, sino que da comienzo, una y otra vez, a un diálogo entre dos autores que no hace sino rescatar del olvido una más de las obras de Federico, y, con ella, a su autor, dando fe de verdad a lo que apuntaba Conejero en La piedra oscura: “Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?”.

 

 

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