Antonio Linage Conde
Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Iuri Tinianov1, tratando de caracterizar la revolución copernicana en los estudios literarios que, desde principios del siglo pasado, comenzó con el formalismo ruso, sentó la tesis, basada en una analogía con la también revolución lingüistica de Saussure, de que «el estudio inmanente de una obra literaria no es posible fuera de la relación que guarda con el sistema literario». De ahí el planteamiento, que haría correr ríos de tinta, de la definición de la misma literatura.
Yo ni pretendo ni tengo competencia para entrar en esta materia, ni siquiera intento opinar sobre ella, no sólo desde dentro, lo que literalmente sería imposible, sino tampoco desde fuera. Si la saco aquí a relucir es a fin de obviar un hipotético reproche a mi falta de capacitación para intervenir en este acto. Si en cualquier contexto, hablar de literatura ante especialistas podría parecer por mi parte una osadía, ¿qué decir a la vista de la urdimbre esotérica de las nuevas teorías y construcciones?
Llegado a este interrogante, sólo pido la venia para citar a un semiólogo, Angelo Marchese, según el cual, si el texto literario consiste en la comunicación, la tarea ante él consistirá en averiguar lo que comunica2. Una cita que sólo hago de paso, pues donde verdaderamente encuentro una absolución a este mi tributo a Alberto Blecua, es en la frase de Arthur Nisin3, de que «un libro no se concibe sin lectores», y en todos los postulados de la bautizada Estética de la recepción de Hans-Robert Jauss y la Escuela de Constanza4.
En cuanto al mismo Blecua me complace citar esta confesión: «Nunca he creído demasiado en la teoría literaria de los modernos. Es un defecto grave, y lo sé, pero siempre me he movido en la praxis. Quiero decir que siempre he procurado ir a los textos y no a las grandes categorías críticas que todo lo explican sin matizar con los detalles5.
Y perdón por una digresión aparentemente lejana. Robert Koch publicó su tratado sobre la Etiología de la tuberculosis el año 1882. En 1924 salió La montaña mágica de Thomas Mann, o sea la novela de esa enfermedad. Y yo me preguntó si, para escribirla, le habría sido necesario estar al tanto del descubrimiento bacteriológico de su compatriota. Como a tantos que, en otro orden de cosas, hubieron de convivir con los enfermos víctimas del mismo y tratar de aliviarlos, antes y después, comenzando por las mismas enfermeras del sanatorio de Davos Platz donde la novela se desarrolla. Porque el fenómeno humano de cada tuberculoso era independiente de la localización y actuación de su maligno bacilo6. Pasando del fondo a la forma, tengo que dar una explicación del título de esta mi audacia. Puede parecer extraño e incluso quizás de intentada presunción enigmática a estas alturas, pero a pesar de ello responde literalmente a la realidad.
Yo fui estudiante de Literatura en mis años de bachillerato. Regulado entonces por el plan de 19387. Cuando entré en la Facultad de Derecho, lamenté la supresión del primer curso común con la de Filosofía y Letras que hasta hacía poco había regido. Una de sus tres asignaturas era la Literatura Española.
Lo que puedo asegurar es que, después de dejar las aulas de la Enseñanza Media, me he sentido y sigo sintiéndome estudiante de Literatura8. Espero que vitaliciamente. Por eso desearía que Alberto Blecua y todos los participantes de esta entrañable tribuna alcalaína tomaran este tributo no sólo como el de un lector sino también cual el de un escolar, aunque no haya tenido la suerte de asistir a las aulas de sus clases ni a las de su padre. Siendo esta mi postura una consecuencia ineludible de aquellos años discipulares, a los que de algún modo tengo que aludir.
Al hablar de un maestro hay que comenzar haciéndolo de los maestros que él tuvo. Aunque sólo fuera por eso, la primera mención al homenajear a Alberto Blecua habría de ser la de José-Manuel Blecua Teijeiro (1913-2003). Sin él «no se entendería la tradición literaria medieval y áurea», se ha escrito, añadiéndose que «tampoco sin su magisterio»9. Magisterio para Manuel Alvar y Fernando Lázaro en el Instituto Goya de Zaragoza, Francisco Rico en la Universidad Autónoma de Barcelona; para Alberto Blecua Perdices en ambas etapas de cátedra y en el seno del hogar10.
De Blecua Teijeiro a guisa de lector, me permito evocar la índole inmaculada del papel y la nitidez vigorosa de la tinta que me evocan los veinte años de labor que le costó la edición de la poesía de Quevedo. Y las ilustraciones de Eduardo Vicente a los cuatro periplos de su Antología del mar en la poesía española, pintiparadas para aliviar las nostalgias desde la tierra adentro.
Quiero apuntar también otro dato de su biografía. Que a su cátedra zaragozana antecedió la que este maestro aragonés, de Alcolea de Cinca, desempeñó en otro Instituto, el de Cuevas de Almanzora. Ha tenido mucha fortuna la frase de Unamuno, definidora de las felices ciudades que tenían obispado y no tenían gobierno civil, a la que yo me he permitido sugerir la inversa, la de las ¿desenfadadas? ciudades que tenían gobierno civil y no obispado. De las que, también sin esta última posesión capitalina de provincia, contaban con instituto, también podría decirse11.
Y no resisto la mención de una estampa jubilosa cuyo recuerdo me inunda y desborda12. La de los «Clásicos Ebro», una empresa tan útil como dulce que habría dicho el mismo Horacio. El suave color de su portada, portador de serenidad, no de una sobriedad hosca, que ahí estaba el aroma floreal de su geometría; familiar su papel mate, el contenido una magistral ordenación del enjambre de posibles cuestiones, de ventanas abiertas, de enlaces inagotables que cualquier texto de otro tiempo lleva consigo. Para nosotros en aquellos años incipientes una ayuda digna. Pero también un mensaje para seguir recordando a lo largo de todo el futuro, que un clásico de la literatura es una promesa perenne13.
Cuando no puede faltarme mucho para dejar este mundo, yo todavía lamento, a veces agudamente, mi mala suerte en el Instituto de Segovia, por no haberme tocado el aula de don Ángel Revilla Marcos14. Era un salmantino que, en el centenario de don Miguel de Unamuno, jubilado ya, le rindió el tributo de haber aprendido de él su oficio docente. Escribió un libro sobre Gabriel y Galán, y otro titulado Dionisio y otras dos novelas. De éste tuve ocasión de acordarme al cursar Derecho Penal, pues la primera de esas novelas cortas podría haber sido citada en la clase de esta disciplina, al ocuparse de Cesare Beccaria, el autor de la clásica disertación humanizadora De los delitos y de las penas. No sé si tendría noticia de ella don Luis Jiménez Asúa, por cierto citado en la Historia de la Literatura de Valbuena, raro honor en cualquier obra del género para los juristas.
Lo que a pesar de todo creo un deber consignar de aquel tiempo, por significativo para una composición de lugar, es que, por propia iniciativa, nosotros estudiábamos la Literatura con un afecto particular. Y a veces nos ejercitábamos «tomándonos» unos a otros los escritores que constaban en el libro de texto. Incluso recuerdo la pregunta concreta de uno de aquellos condiscípulos: «-¿A qué sociedad literaria perteneció Alarcón?». No exagero. Por mucho que, a la vista de tan singular ejemplo, haya que preguntarse con asombro que donde se quedaron de las nieves de antaño. En todo caso, esa pregunta tiene vigor bastante para caracterizar todo un ambiente y tiempo.
En ese ambiente afectuoso y de alguna manera apasionado, evidentemente que los tomitos de los «Clásicos Ebro» habían de llovernos cual un diluvio generoso. Pero ya hemos llegado a otro apartado de nuestro argumento. Otra fase, otra manera de enfrentarse a los textos de la Literatura, la que ha merecido los mejores desvelos de Alberto Blecua, en ese ámbito también heredero y continuador de su padre.
Al poco de haber sido elegido Papa el bibliotecario Aquiles Ratti, confesó Pío XI a dom Henri Quentin, creador enseguida del neologismo "Ecdótique15, que se había propuesto tres cosas a realizar en su pontificado. Una era el arreglo de la llamada cuestión romana, lo que llevó a cogüelmo siete años después, firmando con Italia el año 1929 el Tratado de Letrán por el que se creaba el nuevo Estado de la Ciudad del Vaticano.
Emparejados con esa tremendamente ambiciosa aspiración de alta política internacional, los otros dos empeños pontificios eran asuntos de crítica textual. Uno fue la eliminación en el Evangelio de San Juan del llamado Comma Iohanneum16, unos versículos17 que eran una glosa tardía. Algo por lo tanto que gracias a esa crítica el Sumo Pontífice daba ya por resuelto, quedando sólo la promulgación de su decisión magisterial.
El otro designio fue de más envergadura, la edición crítica de toda la Biblia Vulgata, y se venía arrastrando desde el Concilio de Trento. Para ello el Papa hizo construir de nueva planta en Roma un monasterio, San Jerónimo, sede de la comunidad benedictina a la que encargó esa misión cual dedicación exclusiva. Los trabajos de esa que se tituló Colectanea Biblica Latina llegaron hasta el pontificado de Juan Pablo II, cuando se les dio fin renunciando a editar el Nuevo Testamento18. Síntoma decisivo de una decadencia.
Pero a lo que íbamos era a subrayar la trascendencia en ese ejemplo tan a la vista de la crítica textual y sus métodos. O sea de la reconstrucción de la obra literaria, tal y como fuera escrita por su autor, mediante la clasificación, el cotejo y la depuración de las versiones en que se ha ido transmitiendo.
Que el método aceptado se siga llamando lachmaniano puede chocarnos a la primera impresión, ya que viene de Karl Lachmann, un erudito que nació a los cuatro años de la Revolución Francesa, y editó su obra modélica, el De rerum natura de Lucrecio, cuando aún faltaba mas de un cuarto de siglo para el nacimiento de Menéndez y Pelayo. Mas reflexionando en el tema, lo que debería sorprendernos es que el antecedente enjundioso que ha servido para esa denominación no fuese más remoto, puesto que su primera mención histórica sea la de los estudiosos de la Biblioteca de Alejandría en el siglo III antes de Cristo.
En definitiva, lo que Lachmann hizo fue plantearse integralmente el problema y extremar en su tarea las consecuencias de esa toma de conciencia. Había pasado definitivamente a la historia la elección de la edición aparentemente mejor para conformarse con enmendarla. Y cuando se disponía de la edición primera, había que recordar lo que hizo Francisco Rico a propósito del Quijote, la observación en 1863 de don Juan-Eugenio Hartzembusch de que los textos que iban por primera vez a la imprenta no eran autógrafos casi nunca.
Tanto es así que las críticas al criticismo textual, si son serias se quedan en quejas de su utilizacion defectuosa. Tal la de Bédier, el autor de Las leyendas épicas, por la presunta vía muerta a la que según él se llegaba al aplicarse a los textos medievales; y la del citado benedictino Quentin, de tomarse por meta lo que debía ser sólo punto de partida, la recogida de los errores.
Otra cuestión que sólo nos atrevemos a rozar es la de la crítica material o bibliográfica, la que se propone el mismo fin pero intenta llegar a él por caminos diferentes. Blecua ha reconocido sus dificultades y la tiene por complementaria de la otra que es la suya. Sin que se pueda pasar de ahí19. Pues es evidente que, antes de estudiar cualesquiera aspectos de un libro, hace falta preguntarse cuál es el libro a estudiar, qué libro es.
Pero lo inquietante es la sospecha latente de si para algunos, el hallazgo del texto que salió de la pluma o incluso la boca del autor, no es lo decisivo, admitiendo incluso posibles mejoras posteriores al mismo. Claro está que éstas pueden existir, al menos para algunos lectores. Pero aquí nos sale al paso la tremenda cuestión de no ser ya la obra exclusiva propiedad espiritual de su creador, sino también de sus receptores20. Mas de esa manera nos hemos salido del argumento, y no tenemos derecho aquí a extraviarnos por otros que no podrían sino ser imaginativos. Pues el hecho de que haya o pueda haber de un libro versiones mejores que la primera, no priva de valor a la búsqueda de ésa21.
Otro problema que suscita una reflexión en profundidad es la existencia de textos en el tiempo anterior a la imprenta cuyos autores no los estimaban definitivamente concluidos y cerrados, es más, en ciertos casos hacía parte de su empeño dejarlos asequibles a algunas modificaciones o continuaciones. Incluso se ha dicho que algunos escritores se sintieron un tanto perturbados por la innovación de Gutenberg, ante lo que estimaban una capitidisminución de su obra. Lo que por supuesto no se puede ni exagerar ni generalizar22.
Esa apertura parece fue el caso de la mayoría de los libros de la Biblia, lo cual hay que tener en cuenta a la hora de valorar la crítica literal de los mismos.
Ahora bien, incluso en ese contexto, hay que dar importancia a la depuración del resultado al que llegó primero el autor, deslindándolo de los avatares posteriores, con independencia de la posición suya hacia estos hados librarios. Por otra parte la crítica textual también actúa sobre textos cuya edición fue preparada por el propio autor, siempre que de ella haya otra u otras versiones aunque sean de él mismo.
Pero llegado aquí sólo me queda rendir tributo al Manual de crítica textual que Blecua publicó el año 2001. Desde luego modélico desde el punto de vista del plan y el desarrollo, pedagógicamente un arquetipo. Desde las tareas que sobre todo se presentan cuando la tradición es manuscrita y múltiple –reunión o collatio de los códices, su clasificación en familias o constitutio stemmatis, su crítica propiamente dicha o examinatio y selectio, su corrección o emendatio- hasta su aplicación a novelas del siglo XX, lo que vale tanto como de la actualidad23.
Antes de pasar de la cosechadora a la cosecha, se me viene a la memoria la frase de una persona que no estaba precisamente cerrada a las letras, pero presuponía alguna primacía de las ciencias. Decía que lo único que en las humanidades encontraba apasionante era la Arqueología. Eso se explica porque con la materialidad de la vida cotidiana estaba en contacto, y en cambio no se había parado a meditar en torno al placer y el rendimiento de la lectura. De haberlo hecho habría estado conforme con la aseveración de Alberto Blecua de que lo grande está en lo pequeño. Dando por descontado que no es preciso materializar esto para apreciarlo así.
Aunque la trasposición sea estridente, recuerdo aquí un cuento de un escritor hispanocubano del siglo XX muy afortunado en el género, Alfonso Hernández Catá. Se titulaba 4 libras de felicidad. El argumento es el placer de un fumador de opio. Un placer a través del cual pasan intensificándole todos los riesgos que sus proveedores habían corrido hasta procurarle la droga.
¿Poco que ver con este argumento nuestro? Pero yo os confieso que cuando vuelvo a leer unos versos de Quevedo en la edición del padre de nuestro Alberto Blecua me acuerdo de los veinte años de trabajos y días que la oferta de su texto le costó.
Entre los antes citados benedictinos se ha discutido el valor o la inconveniencia del trabajo intelectual dentro de su vida monástica. Fue famosa la polémica a ese propósito entre el maurista Mabillon y el trapense Rancé. En el centenario de la abadía parisiense de Saint-Germain-des-Prés, el Versalles de la erudición que se dijo, sobre todo por una obra monumental de crítica textual, la edición de San Agustín, un solesmense, dom Jacques Hourlier, dijo que quienes se oponían al cultivo de aquél en los monasterios, no eran conscientes de la ascesis que exigía y el enriquecimiento de alma que llevaba consigo.
En 2012 Alberto Blecua recopiló un volumen de Estudios de crítica textual. Nuestra única pretensión en torno a su temario es subrayar la variedad a que esa dedicación se presta24.
Uno de los trabajos se titula Sobre la (no) puntuación de los textos dramáticos del siglo de oro25. A simple vista, para los no avezados, la materia podría parecer árida y de mera curiosidad formal. Yo sólo me acordaré aquí de las enconadas batallas clericales y claustrales en torno al jansenismo. La colocación, antes o después de cierta palabra, de un signo de puntuación bastaba, por ejemplo en ciertos textos de san Agustín, para pasar la frontera de uno a otro campo. De las consecuencias que ese paso podía tener se enteraron muy bien en el monasterio de Port-Royal. Ahí está la densidad del libro de Sainte Beuve. Entre la levedad humorística y la austeridad severa está el interrogante de si para un hombre de Iglesia es laudable o no aspirar al episcopado. Hay un texto escriturario que dice: Si quis episcopatum desiderat bonum opus desiderat. Según donde coloquemos una coma la respuesta que soluciona el dilema es diversa, a saber que es bueno el deseo de ser obispo, o que el deseo de ser un buen obispo es la aspiración a una carga.
Sobre Belerofonte/Belorofonte. De Boccaccio a Napoleón es un título cuya seducción no requiere otra ponderación que la que se deriva del mismo, el nombre del jinete en el caballo Pegado del Quijote26, un nombre que infundadamente han enmendado por ignorancia de la tradición anterior los editores de la novela cervantina desde 1603, salvo los más conservadores.
Como vive un soneto: Sobre «Perdido ando, Señora, entre la gente», es un artículo que hasta esta su publicación de había mantenido treinta años en estado latente, en la tesis doctoral del autor sobre Gregorio Silvestre, inédita esperemos que ya por poco tiempo27. Algo también sugestivo, esa permanencia de un tema a través de toda una vida. En este caso rara avis, pues el soneto, a diferencia del romance, ha tenido menos genealogistas y genealogías28.
Un camino por una selva antigua. Así oí a un profesor de Instituto definir una tesis que tenía en curso sobre un tema parejo. Me refiero a Virgilio en España en los siglos XVI y XVII29. Otro aspecto, el mundo literario de un escritor, una inquisición en sus aspiraciones e inspiraciones creadoras: El entorno poético de Fray Luis de León30. En ese mismo ámbito, la indagación en su literatura del tiempo y de los tiempos del hombre que escribe: ¿Signos viejos o signos nuevos? Fino amor y religio amoris en Gregorio Silvestre31.
Se me viene a las mientes el título de un programa de crítica literaria de los primeros tiempos de la televisión en España, «Tengo un libro entre las manos». In angulo cum libro, hemos leído en algún texto monástico de la Edad Media. Mi maestro Díaz y Díaz me dijo al empezar mis investigaciones que siempre que uno se ponía en contacto con un texto antiguo encontraba algo que decir. Muchos libros entre las manos de Alberto Blecua, muchas ofrendas a sus lectores, desde que el año 1967 puso «una nota al Quijote», concretamente A su albedrío y sin orden alguna32; y nos dio Algunas notas curiosas acerca de la transmisión poética española en el siglo XVI33.
Un placer que además enriquece particularmente a los otros, es el escudriñamiento de las gavetas recónditas sin cuidarse de los ajenos desdenes. Tengo a la vista dos separatas recientes de Alberto Blecua, a saber La traducción del «Édilion I», de Teócrito, por Feliciano de Silva34; y Sobre un cancionero inédito de Feliciano de Silva35. Un escritor mirobrigense al que no se le debe definir nada más que como el hazmerreír de Cervantes36 como si no hubiera sido y tenido otras varias cosas, pues precisamente como Blecua nos dice tocaba muchos paños. Comenzando así el segundo de estos artículos: «Fue Cervantes un excelente crítico y el primer gran historiador de la literatura española. Algunas veces, por motivos no bien conocidos, fue injusto con algunos, y Lope de Vega se convirtió en la víctima más cruel de su Némesis vengadora». Pero lo cierto es que «no se habría vuelto loco don Quijote si no hubiera leído eso de la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura, que, por cierto, no está en Silva en esos términos, aunque parecidos». Pero además, ¿acaso esa frase es merecedora de una excomunión? Traducida a otra expresión, resulta irreprochable. Mas también es defendible tal y como queda transcrita. Volvamos a leerla sin prejuicios.
En cuanto a la aplicación de la crítica textual a la propia obra, ha sido fecunda en el caso de Alberto Blecua. Sus ediciones han abarcado todo los géneros. Empezó con un acervo literario injustamente olvidado, los libros de caballerías, acaso aún víctimas de la condena mal interpretada de Cervantes. Oliveros de Castilla y Roberto el Diablo salieron en 1969. Cinco años después el Lazarillo. En la poesía, el Libro de buen amor, en 1983 popular y en 1992 erudita; la obra cervantina en verso en 2004. En la escena, de Lope Peribañez y Fuenteovejuna (1981 y 2002) y La escolástica celosa (1997); avanzando hasta las puertas de nuestros días, El trovador (1972) y Don Álvaro (1974 y 1988). Los Seiscientos Apotegmas de Juan Rulfo en 1972 y 2006; la Política y razón de estado del rey Fernando el Católico, de Saavedra Fajardo, en 1984. Este mismo año ingreso en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona con un discurso titulado Las Repúblicas literarias y Saavedra Fajardo37.
Y reciente aún, tenemos el alto regalo de su Quijote. Cuando todavía saboreamos la de su amigo Francisco Rico38. Sería por mi parte petulante tratar de ambas. Sólo quiero subrayar cómo la edición de Blecua ha tenido en cuenta su predecesor, remitiendo a ella para ciertas materias como una parte de la bibliografía. De la suya diré que se palpa el acierto difícil con que ha sabido abrirse paso a través de un océano, de ese océano que el mundo de Cervantes y el de su ingenioso hidalgo son, para seleccionarnos lo imprescindible y lo mejor. Y en cuanto a sus notas, que desde ahora nadie podrá dejar de leer la novela cervantina bajo el pretexto de dificultades reales o ficticias.
La mención que acabo de hacer de estas dos ediciones de nuestro libro cumbre bastaría para compensarle a uno de la degradación prepotente instalada en otros ámbitos de la cultura de hoy. He empezado estas páginas con nostalgia y con nostalgia las termino. Pero una nostalgia que, gracias por ejemplo a estas aportaciones nuevas, a toda la obra y dedicación de estos dos estudiosos, va hermanada con la consolación de los aromas del presente. Hojeando las antologías de Rico me acuerdo de los ejemplos de métrica que nos hacían aprender en las aulas de antaño, y aún puedo caer en la tentación de ejercitarme todavía alguna rara vez en esa facultad ya tan menguada en este crepúsculo. Veo la Historia de la Literaturaque Rico ha dirigido como la mejor compañía en su estante para las de hace tres cuartos de siglo. Y en esta la Real Alcalá, recordando los días de aquel formidable campeonato que fue «Cesta y Puntos»39, de Daniel Vindel (1932- 1996), en este lugar el de Carmen Juan Lovera, me siento acompañado al lanzar mi grito anhelante, Ne pereant scripta maiorum40.
Cierro estas líneas en Alcalá la Real, con la sensación de haberse llegado en esta ciudad a una serenidad definitiva en la lectura densa pero fluida del Arcipreste. A muy poca distancia de la presentación por Alberto Blecua en la Biblioteca Nacional de una nueva comedia de Lope de Vega, Mujeres y criados. En 1914, fecha que es inevitable nos recuerde lo que pasó hace cien años, mientras tenemos forzosamente a la vista las cosas que pasan ahora. Pero que se exhume una pieza desconocida o casi de Lope es una señal de que no todo está perdido.
Un tributo a Alberto Blecua en Alcalá la Real no podía por menos de traerme a la memoria la frase del abate Bremond sobre los benedictinos de la Congregación de San Mauro, que el polvo de las bibliotecas no seca el corazón.
Post scriptum.-Si cae en vuetras manos un libro cuyas ilustraciones estén firmadas por Alberto Blecua, no investiguéis la identificación del dibujante. Os acabo de hablar de él. ¡Quiera Dios que caiga en la tentación de aceptar la oferta que se le acaba de hacer de ilustrar el Quijote!
Mi querido Antonio*:
Estupendo discurso en la inventio, la dispositio y la elocutio. Te lamentas de tu escasa formación literaria, pero sabes más y mejor que los especialistas, que se limitan a eso: ser especialistas. Tú escribes admirablemente, con una prosa rica e ingeniosa. Lo he pasado muy bien con tus recuerdos en la enseñanza Media y en la facultad, donde con el plan del 38 te quitaron la literatura. Fue una pena, pero tú te has sentido y sientes, como dices, estudiante de literatura. Tendrías que escribir unas memorias porque son magníficos los recuerdos de tus profesores, como don Ángel Revilla Marcos, al que sólo asististe a una clase en la que aprendiste que la cuaderna vía se donominaba «tetrástrofo alejandrino monorrimo» (yo redacté para el Larouse la métrica y puse esa especie de insulto, que me cambiaron rápidamente en cuaderna vía porque ocupaba menos espacio). Ya leeré el libro de José Gaviria Martín don cuenta esa divertida y misógina anécdota de Rogerio Sánchez y el libro del Arcipreste.
Mil gracias por el encomio de mi padre. La verdad es que tuvo mucho mérito porque él había estudiado Derecho e Historia. La colección Ebro fue muy importante, porque sólo existía la Biblioteca del Estudiante, que era poco didáctica. Compró varios cuadros de Eduardo Vicente, que hemos heredado mi hermano y yo.
Mi padre y Riquer eran bederianos y todo eso de los stemmata les horrorizaba. Dom Quentin y Froger llevaban razón en los fines, pero los medios eran lentos y poco económicos. Aquí los siguió Solalinde, con un trabajo inmenso con la General Estoria, que, claro, no pudo concluir (murió muy joven –lo que más le gustaba, dicen, era construir muebles–). Les habría ido mejor seguir el del error común. Ya me contarás qué pasó con la Regula Benedicti y los discípulos de Froger, que me tienen intrigado tus veladas alusiones a posibles hurtos.
Y, en fin, te agradezco infinito que hayas sido capaz de leer mis libros y artículos, incluidos los de Feliciano de Silva. Sentí mucho que no te hubieran enviado el libro de Gredos. Lo dejé dedicado y con el sobre a tu nombre en el seminario de Prolope. Sólo faltaba tu dirección, que me dijeron que la tenían. Vete a saber adónde lo enviaron. Ahora te envío varios homenajes, algunos hechos a última hora. He tenido que acabar dos en abril y un prólogo a la nueva comedia de Lope que presentamos el 22 de mayo en la Biblioteca Nacional. Quería haberte escrito antes, pero el 1 me operaron de hernia inguinal y no había podido leer bien tu artículo. Además, he estado un par de semanas con un mail intermitente, porque me lo han «migrado» al nuevo correo de la UAB. Toqué una tecla y no podía entrar. Y, además, no soy fervoroso seguidor del género epistolar.
Te quiere mucho y te manda un gran abrazo tu agradecidísimo
Alberto
* Carta enviada por Alberto Blecua a Antonio Linage después de leer el artículo anterior.