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Arcipreste de Hita

El Arcipreste en dos siglos de historias de la literatura

Antonio Linage Conde. Correspondiente de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona

La Historia de la literatura española de F. Boutervek fue publicada en Madrid el año 1829 con unas notas de José Gómez de la Cortina y Nicolás Ugalde y Mollinedo, que ocupan algo más de la mitad del texto y las notas del autor, el cual le había publicado en Göttingen en 1804 como una parte de su Historia general de la literatura moderna.

Dicho autor dedica al Arcipreste catorce líneas; sus anotadores llegan a las tres páginas y de letra más menuda.1 Juan Ruiz sonaba todavía a novedad, reciente aún su edición por Tomás-Antonio Sánchez. Boutervek consigna que Nicolás Antonio le ignoró y el benedictino Sarmiento pasó por él como sobre ascuas, habiéndole dedicado más atención, en sus Orígenes de la poesía castellana, Luis-José Velázquez, el marqués de Valdeflores, miembro de la Academia del Trípode, establecida en su casa de Granada por el conde de Torrepalma.

Para Boutervek, el Arcipreste es el «autor ingenioso de una sátira alegórica», en la que supone «una amistad edificante entre don Carnal, doña Cuaresma y don Almuerzo, con don Amor». Opina que esta noticia basta para formarse una idea de todo el poema. No contento con esta cortedad, dice que ése se resiente de la poca cultura de su siglo.

La corrección de sus anotadores ya da una idea de la obra criticada, pues llaman la atención sobre la variedad del contenido, no sólo «satírico y amoroso sino también religioso o sagrado e incluso filosófico», y también sobre su «mucha y hermosa variedad de metros», que señalan «una nueva y ventajosa época en la poesía castellana». Reivindican la extensa y variada cultura del autor,2 e insisten en establecer un paralelo entre esa variedad formal y la de «su invención, estilo, sátira, ironía, agudeza, sales, sentencias, refranes, moralidad», en fin «por todo». El elogio con que concluyen no puede ir más allá: «Podemos casi llamarle el primer poeta castellano conocido y el único de la antigüedad que puede competir en su genio con los mejores de la Europa, y acaso no inferior a los mejores de los latinos».

En 1832, Fernando Wolf,3 llegó a comparar al Arcipreste con Cervantes. Ello se cita en la Historia de la literatura española de M. George Ticknor que apareció en España, traducida por Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia, en 1851, poco después de las ediciones del original en Nueva York y en Londres, cuando ya habían pasado más de treinta años desde el viaje a España del autor, para ampliar sus conocimientos y comprar libros, el año 1818, un tiempo que él definió como sombrío.

Acertadamente reconoce4 que «es difícil encontrar en el inmenso campo de la literatura española un libro de más variedad en los asuntos y en el modo de tratarlos» que el del Buen Amor. Ticknor es penetrante cuando, de su espíritu satírico dominante, opina ser más bien dulce que acre. También cuando plantea ya el cotejo entre Juan Ruiz y Chaucer.5

Su limitación está en la falta de comprensión de la ambivalencia de Juan Ruiz entre el pecado y la devoción, de la compatibilidad de su vena realista con las aspiraciones del ideal. Por eso habla de «la tendencia inmoral de muchas de sus poesías», sintiéndose incapaz de salir del nudo gordiano que le parece implican, incapacidad que achaca al Arcipreste mismo. ¿Una postura la del erudito norteamericano reveladora de toda una mentalidad o su contexto? Lo dejamos pendiente.

Lo cierto es que esta postura había sido la misma del citado editor Sánchez, al que Ticknor cita, pero no la de Jovellanos, a quien la Real Academia de la Historia encargó un informe sobre la censura propuesta por Sánchez mismo.6 La benevolencia sugerida por el último se basaba ante todo en la circunstancia del género mismo del libro, con predominio de «materias de amor, y tratándose éstas en aquel tono libre y sazonado a que naturalmente inclina la poesía satírica y jocosa», lo que de no tenerse en cuenta llevaría consigo lisa y llanamente el veto a la totalidad, y además a la realidad de correr libremente, no sólo entre literatos sino aun en las escuelas, los autores griegos y latinos que tratan las mismas materias de un modo harto más licencioso».7

En 1863 apareció el tomo cuarto de la Historia crítica de la literatura española de José-Amador de los Ríos,8 en el cual trata extensamente de nuestro personaje,9 cuando ya la literatura en torno a él no estaba acorde, mostrándose el autor rigurosamente informado de todos sus representantes, incluso de los que le habían silenciado10 o citado despectivamente y sin detenerse,11 sin olvidarse del alemán Clarus, en su Cuadro de la literatura española de la Edad Media, para quien «por su incomparable ironía que se perdona a sí propio, la verdad del colorido, el acertado manejo del apólogo, la gracia con que promueve el júbilo poético, aparece no sólo superior a los escritores castellanos del siglo xiv, sino a los mejores poetas de la Edad Media en general». También citaba al arabista Dozy, según el cual12 «diseñó con admirable desenfado la sociedad española de sus días en los picantes y variados cuadros que describe, colocándose por tal razón entre los más fecundos ingenios».

De los Ríos despliega al tratar del Arcipreste la erudición variada y abundante que la multiplicidad de registros y fuentes de su libro exigía, pero su mérito estriba en haberse planteado la cuestión esencial que esa índole variopinta e incluso acumulativa planteaba, su definición profesoral, mejor su captación por el lector, el hallazgo de la unidad del conjunto, alejada la tentación de conformarse con el análisis de los elementos yuxtapuestos. En una primera aproximación subraya la trascendencia para ello del «espíritu popular, que sirviendo de vínculo a tan diversos elementos literarios como atesoraba, venía a justificar en algún modo el anhelo de reducirlos a un mismo cuadro, aun reconocida la disparidad de sus multiplicados orígenes». Pero, «¿qué es la obra del Arcipreste de Hita?», se pregunta sin escamotear ni disimular el problema, «¿ofrece algún lazo de unidad artística entre todos esos encontrados elementos? ¿Puede en suma ser considerada un verdadero poema?».

La primera sugerencia que se hace para responderse nos parece demasiado ligada a la circunstancia histórica en que el autor vivió y concibió y escribió su libro. Pero felizmente se aparta enseguida de ese camino contingente y hasta tangencial, enfrentándose con la inspiración creadora en sí, al margen de sus condicionamientos externos. Para ello le sirve el recuerdo comparativo con Dante y su Divina Comedia. Concluyendo que Juan Ruiz «buscó en su imaginación el medio de dar interés y cohesión al libro que meditaba, y coincidiendo con la felícisima idea desarrollada por Dante en el suyo, se ofreció él mismo a servir de vínculo común a las diferentes partes de que lo compuso, estableciendo al par la misma unidad de acción que se refleja en la producción inmortal de Alighieri».

En 1884 se publicó ya la tercera edición de la Historia de la literatura española de Pedro de Alcántara García,13 segundo tomo de los Principios generales de literatura e historia de la literatura española de Manuel de la Revilla. Al ocuparse del Arcipreste14 comienza recordando esas divergencias de sus críticos, desde los que le consideran el Petronio español, frase que hizo fortuna del citado marqués de Valdeflores, hasta los que llegaban a excluirlo del catálogo de los poetas.15 A su juicio ello era una consecuencia de «la variedad y confusión de elementos» de su obra. Por su parte, él se muestra estrictamente descriptivo, subrayando «el desenfado con que desenvuelve el autor sus pensamientos, y la abundancia de chistes y donaires con que embellece la facultad de invención de que estaba dotado tan largamente», y afirmando que «todos los elementos que se habían manifestado en la literatura nacional, desde las tradiciones de ésta hasta la forma oriental y alegórica se reflejan en su obra». No entra a dilucidar la entraña de su inspiración, mentalidad y mensaje. Estamos pues ante un retroceso respecto de la obra anterior.

En 1898 apareció en inglés la Historia de la literatura española de James Fitzmaurice Kelly.16 No nos proponemos, en estas páginas sin pretensiones, hacer la critica de los críticos de quien estamos recordando breves noticias. Pero es evidente que este erudito de Liverpool se caracteriza por la agudeza de sus visiones fugaces, lo cual no implica elevarlas a categoría dogmática. En el caso de Juan Ruiz se atreve a sostener que «ningún hombre nos es mejor conocido», a pesar de la carencia irritante en que nos encontramos de sus datos biográficos, siendo el «primero que da una nota personal en la literatura castellana, marcando su huella en cada página». Una impronta arrolladora de la propia personalidad que de por sí lleva consigo una abrumadora y esencial originalidad, por encima de la mayor o menor utilización de sus fuentes.17 Por eso debió su éxito «a su conocimiento de los hombres y de las interioridades de la vida, al interés que se tomaba por las cosas, raras u ordinarias, a su interés por las costumbres de su tiempo, a su complacencia en el aspecto picaresco de la sociedad y, sobre todo, a sus dotes líricas».

Nuestro hispanista inglés no encuentra acertada la vieja comparación de Juan Ruiz con Petronio, pero sí la que en su misma lengua le había hecho Ticknor con Chaucer. Insiste también en que la dignidad y la ternura de éste faltaban al Arcipreste, pero siendo un genio de la misma familia, también con su leyenda de las mujeres: «Como Chaucer puso la poesía de su tierra en relación con la del mundo entero, y en cuanto maestro en realismo tal vez le sobrepujó, no esforzándose por idealizar sino por reproducir fielmente los elementos panorámicos que tenía a la vista, experimentando un malicioso placer en interpretar la animalidad vulgar. Como Chaucer poseía juguetona fantasía e irrestañable alegría, cualidades que vivificaban su transcripción de la comedia humana».

En cuanto a la forma, si se me permite un desenfadado recuerdo personal, citaré a un profesor de Literatura en el Instituto de Segovia, discípulo que había sido de Unamuno en su Salamanca nativa, Ángel Revilla Marcos. Le oí una vez que tetrástrofo monorrimo, la estrofa de la cuaderna vía, parecía un insulto si a uno se lo decían. A esa manera, aunque saliéndose cuando le placía de ella, permaneció fiel el clérigo de la diócesis primada, pero hay que convenir con Fitzmaurice Kelly, en que la comunicó «una nueva flexibilidad, una variedad, un brío, un movimiento hasta entonces desconocidos».

Lo evidente es que el Libro de buen amor es primariamente universal, en sí mismo e inmediatamente, sin necesidad de ninguna transposición a otros ambientes, como casi siempre ocurre cuando en lo local vemos lo más universal también. De ahí lo feliz de la ocurrencia de De los Ríos al traer a colación para su captación a Dante. El mismo camino sigue Julio Cejador y Frauca en su Historia de la lengua y la literatura castellana.18 Sin arredrarse de principiar su tratamiento con este patetismo retórico: «Nuestra literatura ofrece tres cimas que se yerguen hasta las estrellas y sobresalen entre las obras más excelsas del ingenio humano. El Quijote en el género novelesco, la Celestina en el dramático, el Libro de buen amor en el satírico, en el lírico, en el dramático, en todos los géneros, porque todos los confunde la reventazón creadora de un poeta solitario, pues en reciura de músculos, en volubilidad de meneos, en fuerza de rugiente vida, en desenfadada sinceridad y abertura de pecho, el Arcipreste se adelanta a todos los artistas del mundo».

El contraste entre el sacerdote poeta piadoso y el clérigo libertino y goliardesco que para Ticknor era un callejón sin salida, en Cejador, un clérigo que había sido jesuita, se resuelve sencillamente por los fueros de la realidad: «La idea capital del libro está en que pinta al hombre mundano, sobre todo cristiano y clérigo, el cual conoce el mal que hace y se arrepiente, pero vuelve a caer en los lazos del loco amor, que acaba enseñoreándole.19 La unidad de plan no puede ser más clara. Y así como el ingenio poderoso de Cervantes convirtió en sátira de toda la sociedad de su tiempo y aun de toda la humanidad la que pretendió hacer de los libros de caballería, de la misma manera el ingenio del Arcipreste, tan grande acaso como el de Cervantes y, si menos clásico y en todo mesurado, más primitivo sin duda y montaraz, convirtió la sátira de los clérigos en la sátira de toda la sociedad del siglo xiv y de la humanidad de todos los tiempos».

En cuanto a esa variedad métrica y formal en sentido más amplio, indiscutiblemente el reflejo en la expresión literaria de una vitalidad arrolladora, merece la pena seguir citando a Cejador, cuando glosa su afirmación, desde luego una evidencia, de no haber sido Juan Ruiz poeta de una sola cuerda:20 «A lo aristofanesco de alguna serranilla y de la contienda entre don Carnal y doña Cuaresma, junta el candor de égloga, más natural que el de Teócrito, en otras serranillas; a la vena satírica quevedesca del poder del dinero y de las costumbres de los clérigos talaveranos, caballeros y monjas, la delicada y suave unción de los gozos de la Virgen, en el tono con que los ha cantado siempre el pueblo; a lo dramático y hondamente psicológico de la paráfrasis del Pamphilus, lo sensiblemente trágico de la elegía a la Muerte; a lo tristísimamente endechado en las Cantigas a María, lo triunfalmente pindarico del epinicio cantado a Cristo como venciendo a la muerte misma, reina del universo; a lo sentencioso de los consejos de don Amor y a lo oriental de los apólogos, lo muy occidental y jamás igualado cómico del rezo de los clérigos con sus amigotes golfines y en acecho de dueñas y mujerzuelas».

En la Historia de la literatura española de Juan Hurtado y Ángel González Palencia21 encontramos al tratar de nuestro personaje los materiales abundantes propios de la misma, todavía de interés para su consulta. Destacamos su exposición y análisis de las diversas fuentes del poeta. La latinoeclesiástica e incluso la clásica eran de esperar en un clérigo de la archidiócesis primada y siempre han estado a la vista. La exagerada francesa es bien conocida, como la discutible provenzal. En lo que hay que fijarse sobre todo es en la árabe,22 por evidentes razones entroncadas con lo más decisivo, singular y hondo del libro y el autor.

La Historia de la literatura española, de Ángel Valbuena Prat,23 nos acostumbra a las visiones un tanto personales de un hombre de sensibilidad cultivada y variados campos de interés, disfrute y curiosidad. De su tratamiento del Arcipreste nos quedamos sobre todo con su hincapié definitivo en la trascendencia de la mujer en su obra y naturalmente en su vida. Para enfocarlo, Valbuena relaciona esa primacía con la evolución coetánea de las mentalidades de la sociedad y su reflejo literario, pero no limitándose a lo contingente de la circunstancia, sino ahondando en lo esencialmente humano por encima del lugar y el tiempo.

Sugiere el tránsito que se produce en el siglo xiii de la exaltación de las virtudes varoniles de las leyendas épicas a la entrega al eterno femenino del amor cortés, la ternura de la devoción a la Virgen María y también la sensualidad.24 En los motivos marianos de Juan Ruiz señala el cambio de la épica por la lírica que ya se había iniciado en el Rey Sabio respecto de Berceo. Ello todavía una supervivencvia del siglo anterior. Estando lo esencial, ya plenamente entroncado en el suyo, «en toda la parte del loco amor, en que se pasa desde las galanterías más finas de la nueva época al ardiente erotismo del contemporáneo de Boccaccio», y bien revelada la evolución y clara la escala de valores en Dante: «Ya no es la Virgen, pero es una mujer que está en el paraíso, cerca del trono de la Madre de Dios. Si siguiéramos lo que Augusto Comte llamó ley de los tres estados, Beatriz representaría el momento teológico, la Laura de Petrarca una abstracción, el estado metafísico, y en Boccaccio, el Arcipreste y Chaucer se entra en la etapa positivista». Ahora bien, es la apostilla que sigue la más decisiva, en cuanto nos sitúa al Arcipreste por encima de las corrientes que tenía en torno —aunque fuese hijo de ellas y allí se pueda recurrir en busca de la explicación de su génesis—, y de esta manera nos lo aproxima, le trae a nuestro propio mundo sin necesidad siquiera en su caso, a diferencia de la mayoría de los otros creadores del pasado, lo repetimos, de trasposición ninguna: «Si en el tercer estado, Comte sólo hallaba hechos y relaciones entre los hechos, para estos tres artistas la mujer es cada una de las mujeres en cuanto es placer y compañía siempre nueva».

También hay que notar la llamada de atención de Valbuena hacia el sentido juglaresco del Libro de buen amor. En el que hay que ver la última consecuencia de la exuberante vitalidad de su autor. Tanta que no podía conformarse con la literatura, ni siquiera con su dramatización, exigiendo la consagración suprema de la música. Por lo cual esta dimensión va más allá del aspecto juglaresco de parte del libro, en cuanto está todo él íntimamente ligado a ese género de poesía.

En cuanto a la que podríamos llamar definición literaria del poema, Valbuena tiene el acierto de seguir la postura que veremos de Menéndez y Pelayo. Nos referimos a la condición novelesca de la obra, que «se halla a través de toda ella, aunque mostrándose y ocultándose a tiempos». La distinción de los elementos en ella intercalados es ya una cuestión descriptiva.

Giacomo Prampolini, naturalmente no puede dedicar mucha extensión al Arcipreste, como a ningún otro escritor, en su Storia universale della letteratura,25 pero nos interesa uno de los epítetos que aplica al libro, «ampio per la mole ed eterogeneo e pittoresco per il contenuto». Pues la dimensión pictórica, plástica mejor diríamos, de la literatura26 de Juan Ruiz, es una evidencia que entra a cada momento por los ojos del lector.27

En la Historia general de las literaturas hispánicas dirigida por Guillermo Díaz Plaja,28 el Arcipreste está tratado por Gonzalo Menéndez Pidal.29 Nos interesa su hincapié en la necesidad de diferenciar lo que en el Libro de buen amor es autobiográfico o sencillamente pertenece al género narrativo en que el autor, sea cual sea su expresión gramatical, se mueve en tercera persona. Por cierto una cuestión decisiva para determinar lo que en él hay de ideológico o sencillamente de vital y sensible.30

Destaca como no podía ser menos su originalidad, una peculiaridad y flexibilidad como sólo él las tuvo que sepamos en el Trescientos, la exuberancia natural, de manera que todo parece que le brota de un mananatial caudaloso e inagotable. Desde esta óptica le contrapone a su contemporáneo don Juan Manuel, hombre intelectual y lógico, un polo opuesto, determinante del aprecio que los doctos hicieron de él en los siglos siguientes, frente al silencio en que la memoria de Juan Ruiz cayó.31 Hasta cambiar las tornas a partir del irracionalismo romántico, y llegarse a una estimación de la cual es dato decisivo que Ramón Pérez de Ayala titulara una de sus novelas Troteras y danzaderas.

Emiliano Díez-Echarri y José-María Roca Franquesa, en su Historia de la literatura española e hispanoamericana32 apenas hacen alguna aportación nueva al tratamiento del tema por sus predecesores. Se plantean la cuestión de si el Arcipreste inauguró entre nosotros el género narrativo autobiográfico y, de manera algo superficial, se preguntan dónde habría podido inspirarse en caso afirmativo, descartando que lo fuera en el Satiricón, El asno de oro, el Roman de la Rose o la Divina Comedia. Se muestran en cambio de acuerdo con Menéndez y Pelayo en ser un producto enteramente espontáneo, como el Llibre de les dones, de Jaume Roig, para don Marcelino la otra primera novela picaresca, afirmación que los autores no discuten, aunque ya lo había sido antes.

Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, en su Manual de literatura española,33 manejan la última, abundante y novedosa bibliografía sobre el tema, incluso la que se sale del campo literario, como su salida a la palestra en la polémica entre Américo Castro y Sánchez-Albornoz sobre la interpretación de la historia de España y la relevancia en el acuñamiento del país del elemento islámico. Algunas de las exégesis que recogen tienen que seguir siendo muy meditadas, como la de Joaquín Casalduero —la alegoría de la caída del hombre y su redención—, y la de Lapesa y Waldo Ross —no entre la carne y el espíritu sino entre la vida y la muerte, quedándose Walker entre una y otra—.

Alan D. Deyermond, en la Historia de la literatura española,34 subraya del Libro «la resistencia a adscribirse de modo claro y definitivo a una tradición o a dejarse aprisionar dentro de una interpretación unidimensional», aunque él hace hincapié en su forma autobiográfica. Dejando flotar una sugerencia pintiparada, tanto para la interpretación del conjunto como de sus diversas partes en lo que al margen de ése puedan ser consideradas, cuando escribe que «emociones distintas pueden haber dominado en Juan Ruiz en diferentes momentos (como ocurre en la vida de todos los hombres),35 y puesto que la mayor parte de su obra fue compuesta originariamente como una serie de poemas separados, recibimos una impresión dominante de una parte, mientras que el alegato que la contradice pertenece a otra», pero aceptando que el escritor «dio con una fórmula que casi logró la reconciliación entre elementos irreconciliables».

Hans Flasche, en su Geschichte der spanischen Literatur36 nos parece tomar una senda prometedora y acaso la única capaz de aproximarse al dilema de la concepción, la inspiración, la intencionalidad de Juan Ruiz y su poema. Estamos pensando en su abordaje de la visión y la idea del amor tanto en el cristianismo como en las demás corrientes que aquél pudo tener en cuenta, consciente o inconscientemente. Es revelador que traiga a colación esta cita de San Ambrosio,37 dirigiéndose al mismo Dios: «Tu scis, Domine, quia amo te, in quo uidetur mihi dilectio habere animi caritatem, amor quendam aestum conceptum corporis ac mentis ardore, et Petrum opinor non solum animi sed etiam corporis sui circa dei cultum signare flagrantiam». De esa manera, el Arcipreste, a pesar de adscribirse a una literatura sensualista, habría de ser muy tenido en cuenta por quienes, en el plano intelectual, se preguntan por las profundidades de la postura hacia el amor de los teólogos y de los místicos.38 No vamos a citar aquí autores ni trabajos, salvo la aportación de E. Michael Gerli, de estar la intención polisémica de nuestro poeta en relación con la teoría agustiniana de la enseñanza, como presentación de varias posibilidades al alumno induciéndole a escoger la mejor. En nuestros días, cuando los nuevos soportes del libro están avanzando, es tremendamente actual la opinión de John Dagenais, de no ser apropiados para la lectura de una obra medieval los conceptos modernos de texto fijo y lectura centrada en el autor, contando en cambio la experiencia del lector frente a un objeto físico.39

En la Historia de la literatura española, de José-Luis Alborg40 encontramos, como nos lo esperábamos, no solamente una extensa bibliografía, sino un resumen de la misma. En cuanto a su propia postura, este estudioso, antes de buscar la unidad de la obra del Arcipreste, se plantea el problema de si ella será posible, a pesar de tan tremenda variedad. Concluye afirmativamente, lo cual le parece un portento. Y le explica por dos factores, uno la personalidad del autor, otro la índole predominantemente autobiográfica del conjunto; «es una de las personalidades más vigorosas y originales, no ya de su siglo, sino de toda nuestra literatura. Había en él demasiada fuerza creadora para que todo género de herencias no pasasen de ser mera sustancia de la que en buena parte se nutría, pero que él asimilaba y transformaba en algo intensamente personal». En cuanto al discernimiento en cada caso entre lo vivido en la realidad y lo concebido literariamente, recurre, como ya hizo Dámaso Alonso, empleando la palabra crujido, a la afinada sensibilidad del intérprete. En cuanto a la forma, Alborg destaca que por primera vez Juan Ruiz da en nuestras letras valor artístico al habla viva.

A cargo del citado Deyermond está el volumen dedicado al medievo en la Historia y crítica de la literatura española al cuidado de Francisco Rico.41 Las páginas introductorias son un comentario al estado bibliográfico de la cuestión, pero sin escamotear las tomas de postura, en una dimensión a cual más alejada de los resúmenes descriptivos; «el sentido general del Libro ha sido muy discutido, y la dificultad de los críticos en llegar a un acuerdo puede atribuirse en buena parte al talento que el autor tiene para la parodia, así como a su evidente gusto por la ambivalencia». A continuación se inserta una antología de la literatura erudita sobre la obra, desde Felix Lecoy, que escribió en 1938, hasta Alicia C. de Ferraresi que lo hizo sobre la ambigüedad en 1976, pasando por Leo Spitzer y María-Rosa Lida de Malkiel.

Hay que convenir todavía con Lecoy en que «es posible seguir desde las primeras coplas hasta el final una especie de hilo conductor que anuda entre sí los diferentes episodios, como una fabulación que sirvió de falsilla al autor», mientras hay que atender a Spitzer cuando nos dice que «lo que principalmente sorprende al lector moderno es la manera, impersonal y general, de un poeta, cuya fuerza estriba en la visión viva de lo humano».42 De Jacques Joset no hay que perder de vista la sugerencia a tener en cuenta «los conceptos que estructuran fundamentalmente el Libro: la ambigüedad y lo que he llamado transformismo».

Terminaremos con don Marcelino Menéndez y Pelayo. Subrayando ante todo el acierto, revelador de su captación de la entraña de Juan Ruiz y su Libro, de darle entrada en sus Orígenes de la novela, sin perjuicio de concederle la debida extensión y papel en su Antología de poetas líricos castellanos:43 «De la novela en verso prescindimos en este estudio, aunque una sola excepción hemos de hacer. Suprimir enteramente al Arcipreste sólo porque usó la forma métrica sería dejar sin explicación genealógica futuras formas de la novela».

Precisamente lo que escribe el erudito montañés inmmediatamente equivale a una apología del género novelesco sin más, aunque sólo se refiere a la novela realista, y de su valor como fuente de la historia: «Si él faltara ignoraríamos casi totalmente un aspecto de la vida castellana de los siglos medios, así como sería imposible comprender la Roma imperial sin la novela de Petronio, aunque Tácito se hubiera conservado íntegro. Las Crónicas nos dicen cómo combatían nuestros padres, los Fueros y los Cuadernos de Cortes nos dicen cómo legislaban,44 sólo el Arcipreste nos cuenta cómo vivían».

No podemos sino valorar en lo debido, teniendo en cuenta la mentalidad y circunstancias de don Marcelino, la simpatía con que ve a Juan Ruiz cual un cultivador del arte puro, sin más propósito que el de hacer reir y dar rienda suelta a la alegría que rebosaba en su alma, y a su malicia picaresca, pero en el fondo muy indulgente, aunque contemplaba las ridiculeces y aberraciones humanas, como quien se reconocía cómplice de todas ellas. Le cree inmune de la levadura herética, si bien confiesa que hay pasajes de sus obras que le hicieron cavilar mucho y hasta sospechar en él segundas y muy diabólicas intenciones. Consecuentemente, le reconoce en Juan Ruiz «una influencia clásica más honda, pero más velada, que en rigor no debe llamarse clásica, sino pagana, puesto que trasciende del ideal del arte al de la vida, y viene a ser una especie de rehabilitación de la carne pecadora, una desenfrenada expansión de la alegría del vivir, contrapuesta al ascetismo cristiano».

Sigue admirando Menéndez y Pelayo su intenso poder de visión de las realidades materiales, de manera que en él todo habla a los ojos, todo se traduce en sensaciones. A la vez que esa especie de ironía superior y transcendental, que es como el elemento subjetivo del poema, y que unido al elemento objetivo de la representación, da al total de la obra ese sello especialísimo, el carácter general a un tiempo y personal que le distingue entre todas las producciones de la Edad Media. Y la abundancia despilfarrada y algo viciosa de su estilo, formado principalmente a imitación de Ovidio, de cuyas buenas y malas condiciones participa en alto grado, puesto que la riqueza degenera en prodigalidad, y la idea se anega en un mar de palabras. Lo que nos parece menos feliz, y sobre todo estar un tanto en desacorde con la visión que antecede, son las dos definiciones que don Marcelino da de la obra del Arcipreste, tanto novela picaresca como epopeya cómica.

Esta ojeada nos ha hecho ver, a lo largo de un tiempo tan denso en la erudición, la historia y las mentalidades, alguna constante en la crítica del Arcipreste, salvadas las diferencias hondas entre unos y otros. Todos están acordes en tratarse de un creador excepcional en el panorama de nuestras letras y las universales, no sólo por sus méritos sino por su índole específica. También en que llega a problema la captación de la unidad de un poema como el Libro, por la heterogeneidad de sus elementos. Como el aún de más difícil solución, de dilucidar la visión que nuestro escritor tenía de sí mismo y del mundo, abrirse paso en su ambivalencia y ambigüedad entre la sensualidad y la ascética, el pecado y el arrepentimiento, incluso el amor y la muerte.

Hemos visto también los cambios que han tenido lugar en el género mismo de las historias literarias, una consecuencia de los de la erudición sin más en un mundo tan diverso. Es inevitable que a mí este excursus me haya traído el recuerdo de los libros de texto del colegio y el instituto. Yo tuve sucesivamente dos de ellos, el del vallisoletano Alonso Cortes y el del barcelonés Díaz Plaja. De una objetividad férrea, el manual de Alonso Cortés era tan digno como plúmbeo, tenía algo de ascético, hasta de ayuno cuaresmal. Díaz Plaja era más personal, había en él más jugo, con algún estímulo creativo incluso para los escolares. Le creo parecido al de Blecua en esta dimensión.

La asignatura gozaba de bastantes preferencias. No era raro leer. Con vistas a los exámenes futuros, o sencillamente a las clases, de cuando en vez nos preguntábamos «escritores» unos a otros. Recuerdo las voces y los rostros al venírseme a las mientes, salvadas del naufragio del olvido y el tiempo, ciertos interrogantes de aquel pasado remoto: —«Díme Quiñones de Benavente. ¿A qué asociación literaria perteneció Alarcón?».

Y que un escritor «viniera» en el libro de texto, le daba a nuestros ojos una categoría decisiva. Claro está que, entre los excluidos de nuestro manual, algunos lo estaban por la mera razón del espacio. Lo cual quiere decir que venían en otras «historias». Pero otros no figuraban en ninguna. No podían hacerse presentes en el género. Hace poco oí una discusión a propósito de Julio Verne. No fue de la Academia Francesa. Lo que se diferenciaba es si pudo o no serlo. Una de las novedades de la erudición posterior es que ha dado alguna entrada a aquellos arrojados a las tinieblas de fuera, aunque sólo por parte de algunos de sus cultores.

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NOTAS

  • (1) Pp. 9-10, 66 y 135-7. volver
  • (2) Les parece probable que naciera en Guadalajara. volver
  • (3) En el Anuario de literatura, de Viena (cuaderno 63, 220-225), y después en sus Estudios sobre la literatura nacional española. volver
  • (4) I, pp. 85-92. volver
  • (5) Aunque dice faltar al Arcipreste la «ternura, sublimidad y grandes facultades» del inglés. volver
  • (6) Quintana y Martínez de la Rosa, a quienes cita De los Ríos en la obra de que nos ocupamos inmediatamente, soslayan la espinosa cuestión, haciendo profesión de enfocar el Libro del buen amor desde una óptica meramente artística. volver
  • (7) Sin embargo, esa utilización en la enseñanza de los clásicos paganos sin tales barreras, fue acremente discutida nada menos que entre los católicos de la Francia del siglo xix. El integrista Veuillot dijo que tenía entre los dientes ese problema y no se lo iban a arrancar. volver
  • (8) José-Amador es nombre de pila. Casi siempre que se cita a este autor se tiene Amador por apellido, y no habiendo sido el único erudito de la familia, ello origina discordancias. volver
  • (9) Pp. 156-204 y 581-9. volver
  • (10) Villemain, en su Tableau de la littérature du moyen âge. volver
  • (11) Sismonde de Sismondi, en su Littérature du midi, III, 220i. volver
  • (12) En sus Recherches sur l'histoire politique et littéraire de l'Espagne I, 386. volver
  • (13) Era profesor de las Escuelas Normales Centrales y autor de varios libros pedagógicos. volver
  • (15) Cita a Fernández Espino, por su Curso histórico-crítico de la literatura española (I, 8, p. 39), donde le llamó un pequeño Cervantes, aunque sin su honestidad, su extremada profundidad y su grandeza. volver
  • (16) Citamos por la 2.ª edición en español (Madrid, 1914) 47-53. volver
  • (17) Por eso le parece un tanto irrelevante la respuesta a la cuestión planteada por el profesor Alfred Jeanroy: «Pero, ¿quién ignora que la obra de Hita es una macedonia de imitaciones francesas que, por lo demás, demuestran la mayor originalidad de espíritu?». Notemos que en esa índole secundaria coincide con este historiador de la literatura provenzal Fitzmaurice Kelly, quien sigue afirmando: «El Arcipreste comprendía que el relato sencillo y seco tiene poca importancia, mientras que la originalidad en la manera de tratarlo es casi todo». La dependencia francesa en cuestión fue subrayada por Puymagre, en Les vieux auteurs castillans, pero su conclusión de no tener nuestro poeta, fuera de ella, de español más que la lengua e incluso esta con reservas, no se sostiene. volver
  • (18) Citamos por la 3.ª ed. (Madrid, 1932) I, 297. volver
  • (19) Cfr. Rafael Altamira y Crevea, Historia de España y de la civilización española (Barcelona, 1913) II, 262: «Desorienta a primera vista en Juan Ruiz la mezcla de inmoralidad y fervor religioso, de doctrina ética y cinismo, pero en rigor se explican aquellas encontradas cualidades por el tono realista de la composición y el intento puramente artístico que guió al poeta, ajeno a todo propósito didáctico, a pesar de los pasajes morales y ascéticos en que abunda su obra». De sus muchas y heterógeneas fuentes escribe haberlas fundido «en el molde de su estilo personal y de su lozana fantasía». volver
  • (20) «Como la mayoría de los poetas lo fueron», termina su frase. Discutirla nos llevaría demasiado lejos y sería pedante. volver
  • (21) Utilizamos la 5.ª edición (Madrid, 1949) 125-30. volver
  • (22) Aparte de la genérica oriental de los apólogos. volver
  • (23) Manejamos la 6.ª edición (Barcelona, 1960) I, 141-52. volver
  • (24) Fue el paso de los cantares de gesta a las novelas de caballería, en Italia el dolce stil nuvo y los comienzos de Dante, en España la literatura ofrendada a la Virgen de Alfonso X y Berceo. volver
  • (25) 3 (Turín, 1949) 485-6. volver
  • (26) Se me viene a las mientes la caracterización que Unamuno hizo de mi pueblo, Sepúlveda, al visitarla un domingo de noviembre de 1934: más pintoresco que gráfico. No cabe duda de que la expresión es más tipificadora aplicada a un escritor que a un lugar. volver
  • (27) «Alla sua vasta cultura, pur rovesciandola caoticamente nel poema, seppe dare l'impronta di un'arte originale che conosce l'ironia e l'umorismo e collega il tutto con la finzione d un racconto più o meno autobiografico». volver
  • (28) Éste, en su Antología mayor de la literatura española (1; Barcelona, 1958; pp. 442-80) reconoce que el Libro «sólo tiene la unidad que la recia personalidad del autor le procura», siendo un estupendo prólogo a la picaresca española. José-María Diez Borque pasa por él como sobre ascuas, en su Antología de la literatura española (1, Madrid, 1977; pp. 372-80). volver
  • (30) Nos parece responde a la realidad esta opinión de Ernest Mérimée: «Il nous invite bien, comme Rabelais, a ne pas nous arreter à la lettre, mais a penetrer le sens caché. Cependant nous avons bien briser l'os, la susbstantifique moelle n'apparait pas. Ce qui apparait surtout c'est la glorification de la nature et de la passion, le defilé scandaleux de tableaux parfois lubriques, l'exaltation de la chair, de l'amour, des sens»; Précis d'histoire de la littérature epagnole (París, 1908) 80. volver
  • (31) Notemos este cotejo de Ángel del Río: «Aristocrático don Juan Manuel, eminentemente popular Hita. No es que Juan Ruiz carezca de cultura; la multiplicidad de sus fuentes demuestra lo contrario. Es que el gusto de la vida, lo espontáneo y popular irrumpen con fuerza en la obra y dan el tono total hasta hacernos olvidar su erudición y la delicadeza de que es capaz en algunos pasajes líricos»; Historia de la literatura española (Nueva York, 1948) I, 103. volver
  • (32) (Madrid, 1950) 67-92. volver
  • (33) (3.ª ed., s. l., 1981) 407-50. volver
  • (34) (Esplugues, 1973), pp. 189-207 del volumen que trata la Edad Media. volver
  • (35) Y no perdamos de vista que los protagonistas de las más excelsas obras creadas por la imaginación literaria, no han sido consecuentes precisamente por haber sido vivientes. volver
  • (36) (Munich-Berna; 1977) l, 204-20. volver
  • (37) Expositio evangelii Lucae X (Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum, xxxii, 4, 524). volver
  • (38) Como ha hecho dom Jean Leclercq para los monjes de la Edad Media y particularmente San Bernardo. Las aberraciones en este ámbito sólo se condenan a sí mismas, en cuanto incomunicadas con la gama de posibilidades del resto sano. Recordamos el cierre, en la década de los cincuenta del pasado siglo, del seminario de La Seo de Urgel, por mor de un director espiritual que sostenía que la Virgen había incluso de excitar sexualmente a los jóvenes levitas. volver
  • (39) «Manuscrito glosado o anotado por él mismo; importancia del contexto de las miniaturas y glosas, por ejemplo». El examen de los manuscritos y fragmentos del Libro cree que permiten demostrar actitudes hacia él muy diferentes por parte de los copistas y los lectores. A este propósito, y por cierto que se trata de algo muy actual a esta hora revolucionaria de los soportes de la escritura, hay que recordar el molestar de ciertos escritores que fueron testigos de la introducción de la imprenta, en cuanto ésta daba una fijación poco vital a sus creaciones y les privaba de la colaboración abierta al futuro de los lectores. volver
  • (40) (2.ª ed., Madrid, 1970) Y, 223-79. volver
  • (41) («Páginas de filología»: Madrid, 1979) 213-46 y «Primer suplemento» (ibíd., 1991) 177-92. volver
  • (42) En su colaboración en el suplemento Amor loco, amor lobo; Francisco J. Hernández trató allí de Juan Ruiz, y John K. Walsh del mester de clerecía. volver
  • (43) Orígenes, 1 (Obras completas, 13; ed. E. Sánchez Reyes, 1943) 152-62; Antología 1 (ibíd., 17; 1944) 257-314. volver
  • (44) Sin darse cuenta, don Marcelino rozaba ahí la discusión suscitada en Alemania cuando la historia del Derecho alcanzó rango de disciplina científica. Marx tomó parte en ella. Su posura era la negativa. Para esa facción, el Derecho venía a ser una superestructura secundaria y aparente, ajena a la verdadera realidad. Curiosamente, parece ser la de nuestro erudito, en cuanto niega que las fuentes del Derecho reflejen sin más las realidades de la vida. volver
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