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Los contrastes de Carlos V y Felipe II en la política cultural

Ricardo García Cárcel
Universidad Autónoma de Barcelona

Los historiadores han tendido a contraponer la figura de Carlos V a la de su hijo Felipe II. Al primero, se le han atribuido connotaciones positivas que se le han negado a Felipe II. En el ámbito cultural, el emperador ha sido considerado progresista; Felipe II el reaccionario.

Esta bipolarización no ha sido constante. La figura de Carlos V en los siglos xvi y xvii tuvo la misma leyenda negra que tuvo su hijo. No se hacen distingos por parte de los historiadores, antes del siglo xvii, entre ambos reyes, objeto de críticas duras y homologables en muchos puntos. Serán los ilustrados del siglo xviii los que irán creando el foso de separación valorativa de ambos reyes. Desde los franceses, con Voltaire a la cabeza, que se despacharon acerbadamente contra Felipe II salvaguardando a Carlos V, en nombre de la Europa que presuntamente representaría el emperador, a los anglosajones que discernieron en sendas biografías (Robertson, la de Carlos V; Watson, la de Felipe II) los perfiles políticos de los dos reyes. Pero sería el romanticismo liberal del siglo xix el que marcaría la pauta de la confrontación entre Carlos V y Felipe II. Aun con las simpatías a los comuneros, Carlos V gozó siempre de buena prensa en la historiografía romántica liberal española. En cualquier caso, sus primeras actitudes serían a la postre, disculpables, por su lógico desconocimiento del país, pero la progresiva integración en el país le haría cambiar y lograría la identificación de la sociedad española con él. Felipe II, en cambio, sería la encarnación de la España negra, la España menos deseable, contramodelo para los hombres del xix. Lafuente confrontó abiertamente los perfiles de padre e hijo: «la vivacidad española de Carlos siendo flamenco, la calma flamenca de Felipe siendo español, la movilidad infatigable de aquel, la inalterable quietud de este, el genio expansivo del padre, la fría reserva del hijo»1. Pero la operación de aislamiento de Felipe II en el infierno de la memoria histórica, con un Carlos V preservado en un limbo —cuando no, paraíso— singular, vendrá, sobre todo, de la literatura, más que de la historia. El tema de don Carlos arrastrado desde el Barroco, encontrará en Schiller la culminación de su travesía literaria y el efecto Schiller será demoledor en el siglo xix para Felipe II. Verdi solo le pondría el epitafio musical. Y la Inquisición tendría en la novela gótica su principal plataforma de exhibición de horrores que sensibilizarían a la opinión pública que acabaría vinculando a Felipe II y la Inquisición como si fuera aquel el creador del Santo Oficio. Dostoievski remacharía con el célebre monólogo del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov, el perfil ideológico más perverso de la Inquisición.

La historiografía se dejó llevar por esta literatura. Y los trazos de Felipe II de los Prescott, Motley, Mignet y tantos otros ratificaron las viejas pautas de «Demonio del Mediodía» muy diferentes, insistimos, al discurso atribuido a Carlos V2.

Tras la glaciación de los sentimientos románticos que llevó a cabo el positivismo, en nuestro siglo, la fórmula que los historiadores han utilizado para solucionar el problema de la comparación entre Carlos V y Felipe II ha sido recurrir al concepto de viraje. Carlos V y Felipe II, padre e hijo, tendrían una común posición política pero sus diferencias se producirían a partir de un supuesto viaje involucionista de Felipe II. El problema añadido ha sido determinar la cronología de ese viraje. Marañón lo situó en 1580. Más tarde, Reglá lo localizó en 1568. Hoy, la inmensa mayoría de los historiadores parecen trascendentalizar la fecha de 1559.

No creo en el concepto del viraje. Creo en la evolución, no en el viraje. Como ya he tenido ocasión de subrayar en otro lugar3, asumir el concepto de viraje implicaría otorgar a la monarquía del siglo xvi una capacidad decisionista que las interpretaciones actuales sobre la monarquía absoluta no le reconocen. Esta concepción motora de la monarquía no tiene demasiado sentido. Las opciones estratégicas ebolista o albista se van planteando sucesivamente a lo largo del reinado y Felipe II apoya o relega a los respectivos grupos de presión, sin una apuesta política plenamente asumida4. Por otra parte, puestos a utilizar el concepto de viraje vemos en el reinado otros posibles virajes involucionistas, mucho antes del de Felipe II. En 1527 Carlos V pondrá fin al período de transición que se había iniciado con los Reyes Católicos con lo que Fernández Álvarez ha llamado: «organización del núcleo castellano y fundición de una nueva dinastía». Se termina la represión de las Comunidades y Germanías, se liquidan los sueños erasmistas y se pone en evidencia la imposibilidad de entenderse con Francia —tras el fracaso del tratado de Madrid—; se abren los frentes de cristiandad con los turcos y de catolicidad con los protestantes que marcarán la política exterior de Carlos V... Bien podría hablarse del viraje carolino de 1527 entendido como la asunción de la realidad —una realidad penosa— política por el emperador.

En torno a 1545 asistimos a un segundo viraje, a caballo de nuevos retos exteriores: el cuestionamiento de la idea europea, el impacto de la conquista y colonización americana, la transición de la razón pura, del viejo humanismo liberal a la razón práctica, al humanismo civil. A escala española se produce la emergencia de Siliceo y Valdés, como obispos de Toledo y Sevilla, y la escalada del valdesianismo, con todas sus derivaciones políticas e ideológicas. Hasta 1554 la hegemonía valdesiana es incuestionable.

Y por último, también podría hablarse de viraje en el Carlos V de Yuste, el que nos ha descrito García Simón, como el gran desencantado, que se siente engañado por los que habían sido sus hombres de confianza (de Cazalla a Egidio)5.

Como puede suponerse, demasiados virajes para ser creíbles. La monarquía no deja de evolucionar a lo largo del siglo xvi. Carlos V fue cambiando como Felipe II fue cambiando. La continuidad del cambio en ambos reinados es la primera obviedad detectable.

Pues bien, en contraste con la tendencia tradicional a contraponer los dos reinados, aquí queremos subrayar las continuidades detectadas en la proyección cultural de Carlos V y Felipe II. Por lo pronto, debe recordarse que Felipe II gobierna como regente mucho tiempo antes de que gobernase como rey. En 1539 se incorpora el príncipe Felipe al poder nominal —el auténticamente efectivo lo tendría entonces Tavera— con motivo de la forzosa ausencia del emperador. En 1543, ya asume el poder Felipe II de modo fáctico y lo va a mantener hasta 1555, el momento de la abdicación de su padre. Solo dejaría de tener la regencia directa con motivo de su viaje de 1547 a 1551. Por lo tanto, los reinados de Carlos V y Felipe II se solapan por la condición de permanente ausencia de Carlos V. El reinado de Felipe II empieza mucho antes de la abdicación de su padre.

La continuidad de los perfiles de Carlos V y Felipe II en el ámbito de la cultura me parece patente y analizaremos este continuum a través de tres aspectos:

El erasmismo carolino y su prolongación con Felipe II

Tradicionalmente se ha inscrito a Carlos V en la euforia del erasmismo progresista y a Felipe II en la Contrarreforma que acabará con los mismos erasmistas.

En los últimos años, se ha tendido a romper esta dicotomía subrayando la vinculación de Felipe II al segundo o tercer erasmismo. Especialmente se ha puesto de relieve la educación erasmista del príncipe Felipe.

Sobre la educación del príncipe Felipe II escribieron hace muchos años José M.ª March y Alfonso Iniesta Corredor. Pero el gran estudioso reciente del tema ha sido J. L. Gonzalo Sánchez-Molero en una tesis doctoral recientemente publicada6. Este historiador ha puesto de relieve la importancia del modelo pedagógico propuesto por el grupo erasmista de Alcalá de 1528 a 1534: Bernabé de Busto, Lucio Marineo Sículo, Miguel Carrasco, Francisco de Bobadilla que conectaba con intelectuales cortesanos como los Valdés, el médico Suárez, Diego Gracián de Alderete —al que ha dedicado una tesis Milagros Ezquerra— diseñaron todo un programa educativo para el príncipe Felipe, jurado en las Cortes castellano-leonesas de 1528 como heredero. Un programa en el que la pedagogía erasmiana se considera el referente fundamental.

Pese al grupo de presión erasmista, se escogió inicialmente como maestro a Silíceo, un hombre de Tavera, el hombre fuerte de la situación política en 1534. Martínez Silíceo era catedrático en Salamanca adscrito al grupo de los nominalistas. Juan de Zúñiga fue nombrado ayo del príncipe y Antonio de Rojas, su camarero. En 1541 Zúñiga decidió, con la anuencia del emperador, dar un giro a la dirección de los estudios principescos, reclutando como preceptores a los humanistas Juan Cristóbal Calvete de Estrella, Honorato Juan y Juan Ginés de Sepúlveda, trío al que en 1543 se unió cierto Francisco de Vargas, teólogo complutense, protegido de Silíceo, pero dotado también de una amplia formación humanística. A ellos se debe el amplio espectro de materias en que don Felipe fue instruido, desde la teología a la medicina y la anticuaria o la historia, mientras que en la sombra, desde Salamanca, el comendador y helenista Hernán Núñez de Guzmán diseñaba, junto con su discípulo Calvete, un nuevo plan de estudios que diera cabida al humanismo en su educación. Cuando en julio de 1545 el príncipe enviudó de su primera esposa, María de Portugal, y se dieron por terminados sus estudios, había adquirido según Gonzalo «unos conocimientos enciclopédicos, que aunque no dejó de alimentar durante los años siguientes, sin duda ya en ese momento le conferían el título de príncipe español más ilustrado hasta entonces, comparable a sus antepasados Alfonso X de Castilla o Alfonso V de Aragón. Fue Calvete quien introdujo en la escuela palatina las ideas pedagógicas del humanista holandés, al tiempo que inundó la recámara principesca con libros salidos de la pluma de este o de otros eruditos coetáneos.

De este modo, el nombre de Erasmo —siempre según Gonzalo— no es que fuese conocido por el príncipe, es que se convirtió en un símbolo de autoridad en casi todas las facetas de sus estudios, desde la teológica a la historiográfica. Al mismo tiempo se constata la creación de un cenáculo de humanistas y eruditos, en torno a la corte principesca, que responden a los estereotipos más habituales del erasmismo español. En todo este proceso es fundamental la figura del Pinciano, quien mantiene contactos muy estrechos tanto con los preceptores principescos, como con el resto del entorno intelectual de la corte. No en vano, durante esta época cuatro alumnos del Comendador Griego, Calvete, Zurita, Páez de Castro y Cristóbal de Orozco, residen en la corte o sirven en palacio. De manera paralela al empuje del catedrático salmantino, se constata el cada vez mayor alejamiento de Silíceo de la Corte. El estudio de los cambios acaecidos durante estos años, entre 1541 y 1545, en la educación del hijo del césar Carlos, permite a J. L. Gonzalo presentar a un Felipe II joven, lector de la Moria erasmiana y aprendiz de griego y hebreo, y a un Felipe irenista, gobernador de Castilla o rey de Inglaterra, preocupado por la paz con Francia y por la conversión pacífica de los herejes.

Las conclusiones de J. L. Gonzalo son rotundas. Las exponemos literalmente: «Convertida la Casa del príncipe en un lugar atractivo para el erasmismo, entre 1545 y 1557 convergerán en torno a don Felipe un gran número de humanistas unidos por su carácter de herederos del ideario erasmiano. Este movimiento era ya muy diferente al que Alfonso de Valdés promovió décadas atrás, y aunque conserva el cultivo de una espiritualidad reformada e intimista, muchos de los temas más polémicos son apartados, mientras se incentiva el cultivo de un erasmismo más filológico que polemista. La presencia de humanistas erasmizantes en la corte filipina tuvo, como hemos visto, dos etapas y dos ámbitos bien definidos. El primero se sitúa en la corte de Valladolid, entre 1545 y 1548; el segundo surge a raíz del "felicísimo viaje" del príncipe a los Países Bajos, periplo que puso en contacto a los integrantes de este cenáculo áulico con los círculos humanistas belgas. Cuando Felipe II regrese a los Países Bajos en 1555 será recibido con alborozo por los miembros de varios cenáculos erasmizantes hispano-belgas, constituidos en Amberes, Bruselas y Lovaina, desde los que se planteará un programa político para el nuevo monarca desde la óptica del humanismo cristiano.

El vigor del erasmismo había empezado a debilitarse hacia 1551, su momento histórico ya había pasado, y el recambio generacional en la escena intelectual de la época comenzaba a plantear nuevos interrogantes, nuevas vías religiosas, políticas o artísticas. Y el príncipe, que entonces tenía veinticuatro años, se abrió a las novedades, evolucionando y madurando su educación erasmizante a través de aquellas. Cuando busca en la lectura consejo y consuelo religiosos busca a Erasmo, al Cartujano, a Juan de Ávila, a Granada y a Santa Teresa de Jesús, poniendo de manifiesto su eclecticismo religioso dentro de unas pautas muy definidas de espiritualidad. Erasmo y Vives fueron los autores en cuyas obras bebió durante su infancia y juventud; Mariana y Granada, los autores de su madurez. La influencia de Erasmo está en el interior de las obras de estos últimos. En Fox Morcillo, por ejemplo, encontrará Felipe II un modelo político renovado, acorde con las nuevas necesidades de la segunda mitad del siglo xvi, pero enraizado al mismo tiempo en el espíritu de la Institutio erasmiana. En fray Luis de Granada hallará una espiritualidad ascética y fresca en su modernidad, pero también una fe profundamente influida por el erasmismo».

Personalmente, no creo que la continuidad cultural de Carlos V y Felipe II se fundamente en la prolongación de la adscripción al erasmismo por parte de Felipe II. Mis argumentos intentaré exponerlos lo más claramente posible:

a) Creo que se ha exagerado la trascendencia de la educación de Felipe II. Dejando aparte la huella de Silíceo hasta 1541, la realidad es que todos los testimonios abundan en la idea de un joven poco sensible al interés de sus maestros: «Y aun de dos meses acá tengo más esperanza que solía que ha de gustar más del latín de lo que yo pensaba». Estas palabras de su ayo Juan de Zúñiga, cuando Felipe contaba catorce años revelan su limitado interés por el latín en contraste con su desmesurada pasión por la caza.

b) J. L. Gonzalo maneja demasiado genéricamente el concepto erasmismo. Su distinción entre el erasmismo explícito e implícito no tiene demasiado sentido y es demasiado deudora de la visión de Bataillon hoy cuestionada. El concepto de erasmismo es polémico. Hay un erasmismo producido, que no puede confundirse con el consumido o leído. Hay un erasmismo de contacto directo o relación (amigos o conocidos de Erasmo), un erasmismo de representación o imagen —los que utilizan a Erasmo como emblema protector en período de alza de su valor o como contrarreferente en época de devaluación de su significación—, un erasmismo de los traductores o editores que no siempre quiere decir identificados con Erasmo; un erasmismo de las corrientes espirituales afines, como diría Asensio, que puede llegar a los mismos conceptos de Erasmo desde vías paralelas o muy diferentes... Tampoco hemos de olvidar que hay muchos Erasmos: el religioso o evangelista, filósofo o antiescolástico, el filológico, el didáctico... con vertientes más o menos aceptables para la ortodoxia católica. El erasmismo de la corte tiene muy poco que ver con el de la Universidad; el castellano nada que ver con el catalán o valenciano. Por lo tanto, no se puede denominar con la misma etiqueta de erasmismo el pensamiento prolongado desde 1520 a 1550. De la primera fecha a la última, la distancia es abismal7.

c) Bataillon resolvió la evolución del erasmismo a lo largo del tiempo a través de sus tres famosas etapas: el combativo hasta 1536; discreto de 1536 a 1556; y soterrado de 1556 a 1600, vinculando la evolución del erasmismo a su relación con el poder dominante. Como ya señalé en un trabajo anterior, esa cronología es discutible. El erasmismo soterrado me parece difícil de asumir porque significa hiperdimensionar la trascendencia del erasmismo. Pero incluso, aun asumiendo que el erasmismo militante se prolongue hasta 1536 —ya en 1534 decía Luis Vives aquello de «vivimos tiempos difíciles»—8, ha de reconocerse que desde 1527 se plantean síntomas muy claros de crisis.

La Junta de Valladolid, pese al triunfo oficial de los erasmistas, supuso el comienzo de la derrota, del hundimiento del erasmismo del que hay otros muchos síntomas, como las tensiones entre Erasmo y Vives que revela la correspondencia entre ambos humanistas, o las críticas de Castiglione, Navagero y Andrea a Erasmo de las que se hacen eco las cartas de Pere Joan Oliver9. La fugacidad del erasmismo me parece patente en España, como la precariedad del humanismo que subrayó en su libro sobre los Mendoza Helen Nader10. Los datos que tenemos hoy sobre la formación cultural de Carlos V —particularmente de su conocimiento de lenguas— no parecen tampoco alimentar una imagen demasiado optimista respecto al clima cultural de la corte. La realidad es que el mejor erasmismo español fue el exiliado, espontánea o forzosamente, pero exiliado al fin y al cabo.

El significado de la Contrarreforma y el luteranismo

Hoy parece definitivamente superado el concepto de Contrarreforma adscrito a la estela del Concilio de Trento y a la figura de Felipe II. Desde que Jedin depuró en 1946 la carga ideológica reaccionaria del término se ha impuesto el uso del concepto alternativo de Reforma católica, mucho más positivo, y desde luego con orígenes cronológicos anteriores a Trento11. Pero mi argumentación no va en esta dirección. Lo que me interesa aquí señalar es que la persecución inquisitorial de supuestos luteranos autóctonos data de 1529 (proceso a Diego de Uceda) aunque por lo menos hasta 1532-33 la confusión entre erasmismo, iluminismo y luteranismo es absoluta. Todos han subrayado la profunda beligerancia antiprotestante del Carlos V de Yuste. El emperador, cansado, deprimido, frustrado, lanza dardos de resentimiento contra los protestantes que lo habían traicionado respecto a sus buenas intenciones de concordia, pero Carlos V fue siempre antiprotestante. La lucha contra la herejía fue lema permanente de Felipe II que unía el imperativo religioso al político. Pero Carlos V también esgrimió ese objetivo a lo largo de su vida. En 1539 Carlos V le decía a su hijo: «Encargamos a nuestro hijo que viva en amor y temor de Dios y en observancia de nuestra santa y antigua religión, unión y obediencia a la Iglesia romana y a la Sede Apostólica y sus mandamientos». En las instrucciones dadas a su hijo en 1543, señalaba que un buen príncipe católico ha de vigilar siempre la defensa de la ortodoxia: «... nunca permitáis que herejías entren en vuestros reinos. Favoreced la Santa Inquisición y tened cuidado de mandar a los oficiales della que usen bien y rectamente de sus oficios y administren buena justicia, y en fin, por cosa del mundo no hagáis cosa ni por cosa que os pueda acontecer que sea en su ofensa». Posteriormente, ya desde Yuste, escribía a su hija Juana en 1558 acerca de cuáles debían ser las actuaciones a llevar a cabo respecto al recientemente descubierto foco luterano de Valladolid: «Y assí se debe mirar si se puede proceder contra ellos como contra sediciosos, scandalosos, alvorotadores e inquietadores de la república, y que tenían fin de incurrir en caso de rebellion, porque no se puedan prevaler de la misericordia»12.

¿Cambió Carlos V respecto al luteranismo? Creo que no; cambió más el propio luteranismo que fue rompiendo su estrategia de disimulación en el contexto de los tiempos de progresiva confesionalización. Sobre todo en el período 1538-45 en que según Massimo Firpo se pasó del luteranismo más o menos salvaje a un espiritualismo domesticado y adaptado a paladares sofisticados y ortodoxos de pasado intachable (los Contarini, Morone y Carranza, posiblemente)13. La adaptación nicodemítica de Valdés surtió sus efectos y el luteranismo pasó de la cultura popular a la cultura sabia en los quince años que median de 1520 a 1535. El rearme inquisitorial de Valdés desde 1545 abriendo la etapa de los «tiempos recios» no puede hacernos olvidar los «tiempos difíciles» etiquetados como tales desde 1534. Es cierto que la definitiva ruptura no se producirá hasta 1559 y que los juicios de Enzinas o Pérez de Pineda intentan separar a Carlos V de sus críticas a la Inquisición. Pero no deja de ser ello una muestra de la estrategia de disimulo propia de los tiempos. El juicio privado de Enzinas sobre Carlos V en su carta a Beringer discrepa mucho de los que vierte en su libro de memorias14.

Los autos de fe de 1559 fueron promovidos por un Valdés celoso de la escalada de los ebolistas y que juega fuerte para aferrarse al poder y sentirse imprescindible. El rey Felipe II nada pudo influir pues incluso estaba fuera en pleno proceso de gestación de la operación antiprotestante.

Por último, no puede olvidarse que cuando en 1556 se publican en Amberes las obras de Furió Ceriol, Fox Morcillo o Felipe de la Torre, que contienen críticas al modelo político que había representado Carlos V, se hace porque el grupo de bayonistas de Lovaina, estudiado por Tellechea15, creía todavía en 1556 en las posibilidades de cambio que podía implicar el nuevo rey Felipe II al que todos ellos miran, entonces, con esperanza. Ello nos conduce al último aspecto que quería analizar. ¿Fue Felipe II alguna vez progresista?

El Felipe II progresista y sus límites

En los últimos años estamos asistiendo a un proceso de recreación biográfica de Felipe II que nos ha hecho de él un rey extraordinariamente culto y humanista. Checa, Brown y Bouza, sobre todo, han glosado su imagen de mecenas artístico, promotor de la «modernización de la producción artística de sus dominios». Goodman, López Piñero, Salavert, Maroto-Piñeiro... han aportado también una nueva imagen de Felipe II como protector de las ciencias útiles. En el ámbito mediático también se ha exaltado el papel positivo de Felipe II en la cuestión de los libros y la educación16. En 1553 su biblioteca madrileña contenía 812 volúmenes que ocupaban 23 estantes (entre estos libros se encontraban todos los autores clásicos, los grandes de la Edad Media como Dante y Petrarca y las figuras renacentistas como Erasmo y Maquiavelo, constatándose asimismo la afición a la arquitectura lo que revela la presencia de las obras de Vitruvio entre otros), en 1576 el número había aumentado a 4.545 volúmenes, de ellos 2.000 manuscritos. Un riquísimo fondo que llegaría a convertirse en la mayor biblioteca privada de su época en Occidente. A su muerte, la colección laurentina contaba con 14.000 volúmenes, de ellos 1.150 en griego, 94 en hebreo y poco menos de 500 manuscritos árabes. Un impresionante laberinto por el que se desenvolvía con gran agilidad el rey, pero al que, probablemente, no pudo dedicar mucho tiempo.

Tal cúmulo de reliquias bibliográficas, de gran valor artístico, histórico y filológico, fue fruto de un programa preciso de adquisiciones. Se dieron instrucciones a los embajadores en Venecia y en Roma, a don Juan de Austria, a Ambrosio de Morales, a Arias Montano, etc., y como consecuencia de sus gestiones y expolios el fondo bibliográfico se convirtió en uno de los más numerosos y más preciados de la cristiandad junto a la Biblioteca Vaticana. Con la llegada en 1576 de Arias Montano como bibliotecario y la creación del Colegio, en el que enseñó hebreo, el monasterio adquirió cierta vida cultural que no se prolongó muchos años más después de su renuncia en 1592. El polémico biblista realizó un magnífico trabajo en la Laurentina, continuado después por su discípulo fray José de Sigüenza.

A la librería de las librerías, Felipe II añadió otro inexcusable monumento cultural, una nueva edición del Libro de los libros. Para ello no regateó esfuerzos y ni siquiera quiso constatar si Plantino, el tipógrafo flamenco del que recibió la oferta y al que gustosamente subvencionó, poseía dudosos antecedentes religiosos. Como más tarde haría para ordenar la caótica Biblioteca Laurentina, en esta ocasión también requirió la colaboración de Arias Montano. En 1568 lo envió a los Países Bajos para asumir la supervisión de los trabajos filológicos de la nueva Biblia Políglota. Algunos colaboradores de la empresa rozaban la heterodoxia, los tipos hebreos los proporcionó un protestante exiliado y, para mayor riesgo y en contra de la recomendación del monarca, Arias Montano incluyó junto al texto latino de la Vulgata la polémica versión de Pagnino, no reconocida en Trento. Con estos pasos, dificilmente se podían evitar tropiezos. Ardua tarea tuvo por delante el teólogo español para conseguir una edición canónica de las Sagradas Escrituras que fijara el texto de revelación divina para los católicos romanos, frente a las versiones que habían promovido los protestantes.

Desde Castilla, fray Luis de León avisaba en 1570 a Arias Montano de la campaña de descrédito que ya había iniciado León de Castro, discusiones que dos años más tarde desembocaron en el conocido proceso inquisitorial a fray Luis. A fines de 1571 ya estaba impresa en cinco lenguas y encuadernada en ocho volúmenes la llamada Biblia regia, y se iniciaba el peculiar peregrinaje que llevó a Arias Montano a Roma en 1572 y 1575 en busca de una aprobación papal. Una vez alcanzada por deferencia al monarca hispano —con el que el nuevo papa Gregorio XIII ansiaba fortalecer relaciones— la última palabra quedó reservada a la Inquisición española. El jesuita Juan de Mariana fue el autor del informe que, pese a algunas duras críticas, permitió a partir de 1576 la circulación de esta magna edición.

La Oficina Plantiniana obtuvo gracias a la intermediación de Arias Montano otro sustancioso negocio: la impresión del Nuevo Rezado. El Papa había cedido a Felipe II el monopolio de la venta de este Nuevo Rezado en España y las Indias, y a partir de 1571 el monarca encargó la impresión de dichos libros litúrgicos a Plantino, pero, como ha demostrado Jaime Moll, sin la concesión de ningún privilegio. Hasta fines de 1576 fueron enviados a España unos 18.000 breviarios, 16.000 misales y 9.000 libros de horas, además de 3.000 libros de himnos, 3.000 oficios de San Jerónimo y de Santiago y 1.200 Propium Sanctorum Hispaniae, de los que se hicieron cargo los jerónimos de El Escorial, que desde 1573 poseían el monopolio de la distribución. Muy interesado en las estrategias editoriales, en tanto que estaba en juego el éxito del proceso de confesionalización, Felipe II controló personalmente la composición de los libros litúrgicos que imprimir.

Las relaciones de Felipe II con Plantino son significativas. Plantino publicaría de 1555 a 1567 numerosas obras de autores españoles o portugueses reeditados en español, latín o francés (autores como Cordero, Carranza, Laguna, Vitoria en español; ediciones francesas del Amadis, Vives, Guevara; o bien latinas de Fox Morcillo, Valverde, Ximenes, Villavicencio). Después de 1566 y tras la creación de una imprenta antiespañola en el señorío protestante de Vianen, proponía a Felipe II, a través de su amigo el secretario Gabriel de Zayas, la versión de la Biblia políglota de Alcalá, lo que se aprueba en 1568. La relación de entrañable amistad entre Plantino y Montano se mantuvo incluso después del retorno definitivo a España de este en 1575. Los 8 tomos de la Biblia políglota fueron un fracaso comercial pero a Plantino le aseguró notables rentas por la vía de imprimir las numerosas ordenanzas de la Administración española. Pero el negocio fundamental fue la edición del Nuevo Rezado entre 1571 y 1576, con impresiones por valor de 120.000 florines. En este período áureo de la Oficina Plantiniana se editaron obras del médico Monardes, la historia de España de Garibay, las obras espirituales de fray Luis de Granada (esta última, encargo de la mujer del duque de Alba), la defensa de las ordenanzas de limpieza de sangre de Toledo, la obra del médico Mena (curiosamente dedicada al príncipe don Carlos que fue rápidamente sustituida por el impresor con una glosa de la reina Isabel), la reimpresión de la obra de Azpilcueta, amigo de Carranza, nueve obras de Arias Montano, la reimpresión de la obra de Martín de Ayala y el obispo Simancas. Plantino no solo editó libros, sino que exportó libros editados por otros impresores a través de una red comercial dirigida por el judío Luis Pérez y Martín Pérez de Varron y que abasteció profusamente a libreros como el castellano Blas de Robles, los lioneses Gaspar de Portonario y Benet Boyer o el genovés Bocangelino. Después de 1576 y pese al dominio calvinista en Amberes, seguirá Plantino manteniendo relaciones con los libreros españoles (sobre todo Pablo Ascanio y Jan Poelman) y desde luego editando en latín a autores españoles como fray Luis de Granada (varias obras de 1577 a 1584) y Francisco Sánchez el Brocense.

Pero al mismo tiempo que Plantino hacía negocios suculentos con la España católica, editaba textos claramente al servicio de la causa protestante. En 1579 editó la versión francesa de la obra de Las Casas y los manifiestos del prior Antonio del Crato en 1582-1585.

Cuando Amberes capitulaba en 1585, Plantino, que había ido a Leyden, vuelve a aquella ciudad y se reinstala como impresor oficial de la Monarquía española, especializándose en publicaciones contrarreformistas y litúrgicas. Sigue reimprimiendo a fray Luis de Granada y a Arias Montano, que había ya editado, hace una edición del Atlas de Abraham Ortelius en 1588, de El sitio y la toma de Amberes de Miguel Giner en el mismo año (la obra había sido ya editada en Zaragoza un año antes), reedita también las obras del Padre Ribadeneyra (tanto la Vida de Loyola en latín como la Historia eclesiástica del Cisma de Inglaterra en castellano, una pragmática de Felipe II sobre tratamiento cortesano y la adaptación por el humanista Juan García del ejercicio de gramática de Felipe III en 1588. Los jerónimos le reiterarían el encargo a su heredero, Juan Moretus, del monopolio de la edición del Nuevo Rezado que conservaría la Oficina Plantiniana hasta 176417.

La imagen que emana del «nuevo Felipe II» de la más reciente historiografía es evidentemente positiva. Pero tampoco podemos creer en el extremo opuesto de hacer de Felipe II el humanista que no fue su padre.

Las sombras de la política cultural de Felipe II siguen siendo abundantes. La estrategia respecto a la industria editorial es significativa. La difusión del protestantismo por tierras castellanas hizo intensificar la actividad represiva y de control sobre el libro. Con la pragmática de 1558 se ratificó la centralización de la censura en el Consejo Real, al fijarse los requisitos que debían exigirse para la concesión de las licencias de impresión, con el fin de que no pudiera alterarse después en las impresiones el texto original. Pero lo más novedoso era el extraordinario rigor de las sanciones para aquellos que imprimieran o vendieran libros sin licencia —pérdida de bienes y destierro perpetuo—, o para aquellos que vendieran o imprimieran libros prohibidos —«so pena de muerte y perdimiento de todos sus bienes»—. En 1569 se hizo extensiva la legislación sobre licencias a los misales, breviarios, diurnales, pontificales y libros de horas; y en 1598 se hizo extensiva la obligación de tasar los libros importados y la prohibición de ser vendidos a precios superiores a los tasados. En fin, una legislación que a juicio de Manuel Peña incidió negativamente, no tanto por el rigor de unos castigos que no se aplicaron en sus extremos, sino por la ralentización que imponía la sobrecarga de trabajo entre los funcionarios del Consejo Real por el deseo de fiscalizarlo todo. En los años ochenta la preceptiva corrección de libros por los oficiales públicos provocaba dilaciones que hacían estragos en el negocio editorial18.

Hoy, pese al optimismo de García Oro, parece incuestionable que las estructuras de las imprentas españolas fueron extremadamente débiles por una endémica escasez de capitales, por una anemia de actitudes inversoras, por la carencia de una red distribuidora y por la deficiente calidad del papel. La producción editorial, en cualquier caso, aumentó a lo largo del reinado (salvo en Sevilla). Solo se constata la crisis a fines del reinado. Las causas, según Moll son de tipo económico (escasez de empresarios capaces de emprender proyectos editoriales de envergadura, costes de producción elevados, mala calidad del papel), político (invertebración del Estado) e intelectual (falta de público para determinadas obras, sobre todo, las clásicas). Este último punto ha sido cuestionado por François López que parece depositar toda la responsabilidad en la política de la monarquía19.

También hay hoy un gran debate abierto respecto a la problemática educativa.

La más reciente historiografía considera que las famosas disposiciones prohibitivas de Felipe II respecto a ir a estudiar a universidades extranjeras tendrían, supuestamente, una incidencia muy relativa en el desarrollo cultural. El desarrollo universitario fue notable en España. Las ocho universidades que existían en 1475 se convirtieron en 32 hacia 1624. En esta última fecha, la Corona de Castilla totaliza 18 centros universitarios, la Corona de Aragón cuenta con 11 universidades y en el reino de Portugal existen otras dos. Más concretamente, la expansión universitaria registra su momento álgido entre 1540 y 1575, debido a las favorables condiciones económicas, demográficas, políticas y sociales. En este breve período se erigen 13 nuevas fundaciones universitarias. Por el contrario, decae la expansión entre 1575 y 1600, con la creación del convento-universidad de San Lorenzo de El Escorial como única excepción, y de 1600 a 1625 se erigen solo tres nuevos centros universitarios. Por lo que respecta a la proyección universitaria en la América Hispana, a lo largo del siglo xvi se fundaron seis universidades, tres de ellas entre 1558 y 1586. Las dos últimas décadas del reinado de Felipe II desde luego no fueron muy propicias para el desarrollo de la instrucción superior por las crisis financieras y la disminución general de recursos que, como consecuencia de las guerras endémicas, sufre el país.

El incremento de fundaciones universitarias y el crecimiento sin precedentes de la población estudiantil —que L. Stone calificó como «revolución educativa»— obedecieron a causas complejas. Sin duda, cabe asignar un importante papel a la difusión de la imprenta y a la necesidad de formación de un funcionario eclesiástico y de una burocracia estatal, sobre todo en relación con los estudios jurídicos. Pero no debe olvidarse que la progresiva confesionalización de la monarquía obligó a plantear un ambicioso proyecto de defensa y expansión de la fe católica, vinculado con el reforzamiento de las universidades nacionales frente a las extranjeras y, muy especialmente, con el desarrollo de los estudios teológicos20.

El Consejo Real fue el principal instrumento de la intervención monárquica en las universidades. Este organismo se convirtió en guardián de los estatutos universitarios, promoviendo reformas constitucionales, disciplinarias y de los planes de estudio. Pero, pese a ello, sería discutible atribuirle un programa docente a la monarquía de Felipe II. Habrá que esperar al siglo xviii para encontrar legislación gubernamental concreta sobre docencia a nivel nacional. Por otra parte, el patronato real con respecto a las universidades era poco frecuente, aunque la Corona contribuyera indirectamente al desarrollo universitario mediante privilegios especiales de tipo impositivo. La Universidad de Granada, fundada por Carlos V, los colegios de las órdenes militares en Salamanca, la escuela palatina para los hijos de los sirvientes de palacio, los colegios para refugiados católicos ingleses o irlandeses, y la pequeña universidad de El Escorial fueron las únicas instituciones de fundación puramente real dignas de mención en la época de los Austrias.

La proyección de la Monarquía sobre la educación no puede hacernos olvidar su función ideológica. El 9 de octubre de 1558 se ordena al rector de Salamanca que haga una inspección de las librerías de la Universidad y de los libros que poseían los estudiantes, no fuera que tuviesen libros sospechosos; además, se había de vigilar si se enseñaban errores luteranos, dando cuenta de todo a los inquisidores.

El temor al contagio luterano llevará a la monarquía de Felipe II a implementar un estricto control de la enseñanza para evitar desplazamientos heréticos. Tal es el móvil de la pragmática de 1559 que prohibía a los estudiantes españoles salir a las universidades extranjeras.

En definitiva, la revisión actual de la significación cultural de Felipe II no debe llevarnos al extremo de olvidar el discurso ideológico contrarreformista que late en la política de Felipe II. Dicho esto, reiteramos que la política cultural de Felipe continuaba, en buena parte, la de Carlos V. El rearme inquisitorial que significa la introducción de Valdés como inquisidor general es anterior a Felipe. El índice de libros de 1559 tenía precedentes lejanos en el reinado de Carlos V. La confesionalización que supuestamente representa Diego de Espinosa, inquisidor general desde 1566, tampoco puede calificarse de aportación específica del reinado de Felipe II. La identificación fieles-súbditos en España con la constantinización eclesiástica por parte de la Monarquía es muy anterior. Sí es innegable que con Felipe II se produce una reforma y adaptación de las estructuras inquisitoriales a los nuevos tiempos post-tridentinos. Pero no hay viraje ideológico alguno desde 1545, simplemente la obligada adecuación a los cambios de la coyuntura histórica.

Porque esta sería la conclusión de mi ponencia: las diferencias en el ámbito cultural entre Carlos V y Felipe II son derivadas, no de un perfil ideológico distinto, sino de una coyuntura distinta con los cambios que se registran de la primera a la segunda mitad del siglo xvi. La ideología de los reyes fue similar; la estrategia, obviamente, ante los problemas de signo diverso, tuvo que ser igualmente distinta.

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Notas

  • (1) La Fuente, M., Historia de España, Barcelona, 1879, vol. III, pág. 212. volver
  • (2) Kagan, E., «El paradigma de Prescott: la historiografía norteamericana y la decadencia de España», Manuscrits 16 (1998), págs. 229-255. volver
  • (3) García Cárcel, R., Felipe II y Cataluña, Valladolid, 1997; Belenguer, E., «La problemática el cambio político en la España de Felipe II. Puntualizaciones sobre una cronología», Hispania XL (1980), págs. 529-76. volver
  • (4) Martínez Millán, J., Felipe II. La configuración de la monarquía hispana, Junta de Castilla-León, Salamanca, 1998. volver
  • (5) García Simón, A., El ocaso del emperador, Madrid, 1995. volver
  • (6) Gonzalo, J. L., El erasmismo y la educación de Felipe II (1527-57), Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 1997. volver
  • (7) García Cárcel, R., «Bataillon y las corrientes espirituales periféricas», en Fernández Albaladejo, P., et ál., Política, religión e Inquisición en la España moderna. Homenaje a Joaquín Pérez Villanueva, Madrid, 1996, págs. 331-339. volver
  • (8) Opus epistolorum erasmi, Ed. De Allen, G., Bruselas, 1977, vol. x, pág. 509. volver
  • (9) Ibídem, vol. vi, pág. 564. volver
  • (10) Nader, H., Los Mendoza en el Renacimiento español, Guadalajara, 1986. volver
  • (11) García Cárcel, R., «De la Reforma protestante a la Reforma católica. Reflexiones sobre una transición», Manuscrits 16 (1998), págs. 39-63. volver
  • (12) Vid. las instrucciones de Carlos V en Fernández Álvarez, M., Carlos V, Madrid, 1999, págs. 244-45, 353. volver
  • (13) Firpo, M., Tra alumbrados e spirituali. Studi su Juan de Valdés e il Valdesianismo nelle crisi religiosa del ‘500 italiani, Florencia, 1990. volver
  • (14) De Enzinas, F., Memorias, Madrid, 1992. volver
  • (15) Tellechea, J. L, «Españoles en Lovaina en 1551-1558. Primeras noticias sobre el bayanismo», Revista Española de Teología, XXIII, 1963, pág. 43-44. volver
  • (16) García Cárcel, R., «La significación cultural de Felipe II. El revisionismo actual», en Felipe II y su tiempo, Actas V Reunión Científica de la Asociación Española de Historia Moderna, vol. I, Cádiz, 1999, págs. 375-98. volver
  • (17) Voet, L., Cristopher Plantin et la Peninsula Iberique, en Cristophe Plantin et le monde iberique, Amberes, 1992, págs. 55-82. volver
  • (18) Peña, M., El laberinto de los libros. Historia cultural de la Barcelona del Quinientos, Madrid, 1997. volver
  • (19) García Oro, J., Los reyes y los libros. La política libraria de la Corona en el Siglo de Oro (1475-1598), Madrid, 1995; Moll, J., El libro en el Siglo de Oro. Edad de Oro , I, 1982. Vid.el debate de la crisis en Livre et lecture en Espagne et en France sours l’Ancien Regime, Coloquio Casa de Velázquez, Madrid, 1981. volver
  • (20) Una visión general del tema en Nava, M. T., La educación en la España moderna, Madrid, 1992. volver
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