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Clarín, espejo de una época

De La perfecta casada de fray Luis a la rebeldía de Emma Valcárcel

Por Ricardo Rodrigo Mancho

«No es bueno que el hombre esté solo»

Gén., 2

«Coser y cantar. fr. fig. y fam. con que se denota que aquello que se ha de hacer no ofrece dificultad alguna»

DRAE

A pesar de estar separados por más de trescientos años, hoy podemos establecer el contraste, la comparación y el diálogo entre los textos de fray Luis y Leopoldo Alas. En este largo periodo de tiempo, el universo de la mujer experimenta cambios notables hasta quedar a las puertas de una auténtica revolución social. Precisamente gracias al diálogo y la comparación de estos dos textos literarios, que indagan en el mundo de la mujer, la transformación y los interrogantes se hacen más evidentes. Mientras que La perfecta casada (1583) se articula en torno a la educación de la mujer y el matrimonio —tema, por otra parte, muy frecuente en el Renacimiento y el Siglo de Oro—, Su único hijo (1891) relata la perplejidad moral de un matrimonio tedioso y apático, en el que Emma Valcárcel rompe la imagen tradicional de perfecta casada y siembra con su silencio una semilla de incertidumbres y desconciertos en el lector.1

La situación de la mujer casada es uno de los temas de mayor interés para Leopoldo Alas: los ejemplos de Ana Ozores y Emma Valcárcel son prueba innegable de esta preocupación. Y la utópica búsqueda de la perfección, siguiendo la senda de fray Luis, es otra de las obsesiones que está presente en toda la obra clariniana. Además de ser el propio escritor un adicto a los poemas de fray Luis, especialmente de la Noche serena, también lo serán Víctor Quintanar y Ana Ozores;2 el misticismo de Ana se manifiesta en términos laudatorios hacia el editor de Santa Teresa: «bendito, dulce, triste y tierno fray Luis» .3 También en sus folletos literarios se repite esta fascinación, pues en Apolo en Pafos (1887), Clarín le hace pronunciar a la musa Erato un inequívoco elogio del humanista y profesor salmantino: «le tengo por uno de los míos, porque su misticismo es profundamente humano»;4 en el siguiente folleto, titulado Mis plagios (1888), Clarín lo califica de «profundísimo en su dulzura»;5 y en otro de sus folletos más emotivos, Un discurso (1891), confiesa: «nosotros, los tristes mortales, vivimos sumidos en lo relativo, en este suelo De noche rodeado / En sueño y en olvido sepultado, como dice fray Luis de León a don Oloarte».6 Ana Ozores se declara lectora, admiradora y seguidora de La perfecta casada en los capítulos XXI y XXVI, e incluso recuerda alguno de sus fragmentos preferidos. El narrador nos asegura, en el capítulo III, que «en Vetusta decir la Regenta era decir la perfecta casada».7

Y así mismo el «provinciano universal» escribió dos relatos de clara conexión con el texto didáctico del agustino.8 En 1893 publicó un relato sin apenas argumento, titulado La imperfecta casada, en el que una mujer, en teoría perfecta casada, lee el texto de fray Luis y el examen de conciencia le hace ver su infelicidad, soledad e imperfección. Tras sondar los abismos de su alma comprueba que «tanto esfuerzo de humildad, de perdón de las injurias, de amor a la cruz del matrimonio… era presunción, romanticismo disfrazado de piedad, histerismo, sugestión de sus soledades, paliativos para conllevar la ausencia del esposo, distraído allá en el mundo».9 La protagonista es presentada como «Mariquita Varela, casta esposa de Fernando Osorio»,10 nombre inequívoco que la relaciona directamente con el manual didáctico que fray Luis dedicara a su sobrina, doña María Varela Osorio.

El otro relato clariniano, titulado La perfecta casada, no sabemos cuándo lo escribió puesto que se publicó póstumamente. Narra la historia de don Autónomo Parcerisa, que vive en tan extremo ambiente de paz conyugal y felicidad doméstica que decide suicidarse. Su Serafina es como un ángel (serafín) de virtud que custodia todos los rincones de esta santa familia, «era la perfecta casada de fray Luis, pero a la moderna»;11 y ante tanta beatitud don Autónomo se siente «como en presidio, como en el cepo».12 El final del relato da pie a la aguda aspereza y a la irónica apostilla, lo que ha llevado a pensar a Carolyn Richmond que se trata de una obra temprana:

Sin embargo, cierto solterón empedernido amigo del difunto, decía:

—A la muerte de Autónomo no se le ha sacado toda la filosofía que tiene. No estaba loco. Lo que ha hecho es dejarnos ejemplo con su muerte. La filosofía de ese suicidio es ésta: «Me mato por no aguantar a mi mujer.» Pero su mujer es la mejor del mundo. Luego… la mejor de las mujeres es inaguantable. ¡Lo que serán las otras! ¡Y lo que será el matrimonio! Este Autónomo es el redentor de los célibes.13

Es evidente, por tanto, que Clarín pondera constantemente el modelo de perfecta casada propuesto por fray Luis14 y reflexiona sobre las verdaderas consecuencias de esa vida sujeta a las labores del hogar, el control de la economía doméstica, la obediencia al marido y el servicio a la familia. El pensador agustino concibe el matrimonio perfecto como un esfuerzo mutuo del hombre y la mujer en el que cada uno de ellos tiene un «role» asignado; como un oficio y un estilo de vida en el que la mujer casada se consagra al servicio del marido, el gobierno de la familia y la crianza de los hijos; al mismo tiempo que el marido se ocupa de todo lo concerniente al espacio público, económico y social. De este reparto de papeles, que se dice que surge de la naturaleza y del orden del Creador en un cosmos de perfección, brota la concordia y la armonía, avalada por el carácter sacramental del matrimonio cristiano, imagen de unidad entre Cristo y la Iglesia.

Un lector crítico de La perfecta casada pronto advertirá que esta armonía está fundada sobre la satisfacción de sólo una parte, pues el propio fray Luis, después de advertir sobre lo difícil que es encontrar una perfecta casada, pormenoriza el sinfín de beneficios que le proporciona al hombre:

y [el marido] ha de entender que en tenerla, tiene un thesoro general para todas las diferencias de tiempos, y que es varilla de virtud, como dizen, que en toda sazón y coyuntura responderá con su gusto y le hinchará su deseo, y que en la alegría tiene en ella compañía dulce con quien acrescentará su gozo, comunicándolo, y en la tristeza amoroso consuelo, y en las dudas consejo fiel, y en los trabajos regalo, y en las faltas socorro, y medizina en las enfermedades, acrescentamiento para su hazienda, guarda de su casa, maestra de sus hijos, provisora de sus excesos; y finalmente, en las veras y burlas, en lo próspero y adverso, en la edad florida y en la vejez cansada, y, por el proceso de toda la vida, dulce amor, y paz, y descanso.15

Por lo tanto, el programa que le espera a la perfecta casada es un verdadero ejercicio de mortificación terrena y un más que dificultoso camino de santidad. Mientras que el hombre está obligado a ganar hacienda, el oficio de la casada es guardar y multiplicar el caudal por medio de una administración irreprochable. Y así, en vez de presentar un memorial de gastos en atavíos y comida, saboréase en el trabajo continuo, pues es hacendosa y aprovechada, no conoce la ociosidad y madruga más que nadie; desde el amanecer dirige los preparativos de la casa para los asuntos del día y es la última en irse a dormir, siempre con la labor en la mano, ajena a las lecturas peligrosas, las conversaciones atrevidas, los cortejos y los saraos. Dicho en palabras de fray Luis, la perfecta casada es capaz de convertir en tesoro las barreduras de su portal.

Y además, la virtud de la perfecta casada se acrecienta con razones discretas y un habla dulce y agradable, siempre mesurada y templada. Ni el trabajo diligente, ni la vigilia, ni el desvelo por organizar los distintos espacios de la casa la pueden convertir en un ser áspero y terrible, ni menos desatar el corazón del que trate con ella. La mujer áspera y brava nunca será la gracia de la casa, pues promueve la esquivez del marido y no suscita el amor en sus hijos. Por el contrario, la sabiduría y la dulzura en el habla borran las tristezas del marido, sirven como antídoto de sus preocupaciones, fortalecen la amistad y enmiendan mil males e infidelidades. Fray Luis llega al extremo de recomendar un silencio casi despótico: saber callar es prueba de la sabiduría femenina, puesto que —alega— a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para las dificultades de los negocios, sino para el oficio doméstico; por consiguiente, le tasó las palabras y las razones.

En este programado mundo femenino no queda tiempo ni para la belleza exterior, ni para la seducción, ni para el goce de los días. «Quien busca mujer hermosa camina con oro por tierra de salteadores»,16 advierte fray Luis. Aunque el aseo personal es señal de ánimo concertado y limpio, y cualidad imprescindible para aumentar el amor del marido, la buena proporción y escogido color no son signos de virtud sino de peligro, pues despiertan la codicia y la sospecha de los vecinos. Si bien son tolerables los adornos discretos, conviene suprimir los diamantes, los afeites y los colores postizos que adulteran el color natural y son indicios de dejadez moral.17 En la memoria virtual de este robots hogareño sólo hay espíritu de sacrificio, enajenación y firmeza, sobre todo firmeza y ninguna fisura para la duda o la autocrítica.

Como ya advertíamos, esta imagen idealizada de mujer perfecta queda en entredicho en las obras narrativas de Leopoldo Alas. La historia de Serafina y don Autónomo Parcerisa recoge las consecuencias colaterales de los sueños de santidad. En la gran obra maestra, Ana Ozores siente que el aliento y las palabras del agustino y de Santa Teresa le queman el cerebro; duda entre cumplir sus sueños místicos de perfección o seguir los ecos de un corazón ardiente todavía; su remordimiento y desengaño siniestros se manifiestan en la náusea final, cuando en el beso de Celedonio cree «sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo».18 La protagonista de La imperfecta casada también fracasa en su vía de perfección, pues finalmente comprueba que el proyecto es inasequible y estéril: no logra el amor de Dios ni el de su marido, «El marido por cansado, Dios por ofendido».19 Del contraste entre las aspiraciones y las realidades nace la desolación de estas mujeres.

La indagación de Leopoldo Alas se completa con otro de sus logros narrativos mayores, Su único hijo (1891), una de las novelas que mejor expresa lo que se ha llamado «el inquietante despertar de las mujeres». Ahora la protagonista, Emma Valcárcel, ya no se mira en el espejo de fray Luis, sino que ella misma es la contraimagen de la perfecta casada. Clarín rompe en mil pedazos la antigua imagen idílica y acrítica, pues en esta novela los roles están cambiados, el marido no trabaja, la mujer no tiene hijos y la armonía está en el olvido. Cada segundo que transcurre en la ficción, la protagonista recorre nuevos espacios en este particular vía crucis de indignidad.

Mientras que a la perfecta casada ni se le ocurre contrastar sus deseos con la realidad, Emma Valcárcel, con sólo ocho días de matrimonio, cae en la cuenta de que Bonifacio Reyes no es el hombre que ella ha soñado; bien pronto da por terminada la luna de miel y, mientras convierte a su marido en una figura de adorno, ella se erige en el jefe y el tirano de la familia. Los «roles» tradicionales están destrozados porque suyos son los recursos económicos y nada tiene que explicar de su despilfarro y mala administración. El hogar de los Reyes pasa a ser el de los Valcárcel porque la que tiene el dinero es ella, y es el dinero el que permite —que no legitima— el cambio de papeles. El ejemplo para sus criadas tampoco es edificante, pues duerme mucho y antes de levantarse sueña despierta horas y horas. La perfecta casada de fray Luis se levanta la primera y empieza a disponerlo todo para el resto de la familia, pero Emma Valcárcel se regodea en la pereza —además del despilfarro, arbitrariedad y nefasta administración— como un símbolo más de su despótica ostentación de poder. A las diez y cuarto en punto, Eufemia, su doncella, le sirve el chocolate en la habitación.

Las relaciones con el marido están muy alejadas de aquel trato amoroso y honrado trazado por fray Luis. Tras un mal parto, en el que perdió la flor de la hermosura, Emma comienza a despreciar a su marido porque lo considera culpable de su deterioro físico y su desilusión —él debió estar a la altura de sus caprichos de niña rica y haber sido el amor romántico que ella esperaba que fuese—. De ahí que la muchacha emplee todas sus energías en hacerle expiar las culpas que le adjudica; está decidida a hacerse insoportable, a obligarle a seguir al pie de la letra sus despóticas sesiones de masaje y su caprichosa voluptuosidad de la convalecencia, hasta el extremo que él considere que esta esclavitud bien parece la de un «perro atado al pie de la cama de una loca».20 El narrador nos dirá que aquella flaca criatura, pálida y arrugada «casi todo el día, parecía un animal rabiando, con el instinto de ir a morder siempre en el mismo sitio, en el ánimo apocado y calmoso del suave cónyuge»;21 la antaño niña mimada se había convertido en una mujer aprensiva, irascible, exigente y caprichosa, que curaba las fatigas reales o imaginarias aumentando la fatiga del cónyuge, obligándole a esparcir ungüentos palmo a palmo en aquel ruinoso edificio, en aquella destartalada máquina que sólo servía —pensaba Bonis— para albergue del espíritu sutil de la discordia y de la contradicción.

Los esquemas tradicionales están rotos y la armonía es una ilusión imposible. El corazón idealista de Bonis se halla desterrado de la intimidad conyugal y pronto encontrará la sonrisa seductora y acogedora de Serafina Gorgheggi, la tiple de la compañía de ópera que por aquellos días representa en el teatro de la ciudad. Aquello sí que era felicidad, pues el expulsado del edén hogareño y quimérico, que era un trapo de fregar en casa de su mujer, «el último ciudadano del pueblo más atrasado del mundo»,22 conocerá el amor, la intimidad y la espiritualidad de los artistas. De manera inesperada, también sentirá el acoso sexual de su mujer, que haciendo uso de la prerrogativa regia le obliga a recuperar sus más rudimentarias obligaciones de esposo. Mientras que la Gorgheggi lo está envenenando de placer, él siente que su mujer lo explota sexualmente y que, por tanto, su amor por la cantante también es adúltero.

Aunque fingía sentir achaques y hacía creer que sus carnes se habían derretido entre los desarreglos de madre frustrada, Emma experimenta una especie de otoñada y de inesperados florecimientos que transforman su espíritu. Deseará cambiar de horizontes, salir del insomnio, la tristeza, la rutina y el enclaustramiento de la casa. El renacimiento de sus fuerzas la lanza a nuevos deseos de voluptuosidad y rebeldía. En un abrir y cerrar de ojos cambia la apática monotonía doméstica por la entrega sin freno a la vida material, a los mejores bocados y manjares, las chucherías más caras de la moda en ropa interior, perfumes, lujo y deleite de los sentidos, produciendo un agujero considerable en la hacienda familiar, que ella cree que es un pozo sin fondo. Ahora está dispuesta a comerse el mundo, a frecuentar los paseos, las romerías, las funciones solemnes de la Iglesia y hasta la ópera. La nueva imagen social es diseñada para provocar la admiración y la envidia: acudir al teatro vestida con un magnífico traje, la cara maquillada de polvos de arroz, el peinado más y mejor elaborado y luciendo pulsera de diamantes, collar y pendientes. De loca de la casa ha pasado a ser la envidia de sus conciudadanas.

Fray Luis se alarma sólo con los excesos del maquillaje porque le parecen una desnaturalización y un ensayo para adulterios futuros. En su visión del mundo, la castidad de la casada consiste en estarse en casa y vivir sólo pendiente de agradar al marido. A la perfecta casada no se le pasa por la imaginación la posibilidad de ser deshonesta:

ramo de deshonestidad es en la muger casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo haze algo que le deva ser agradescido. Que, como a las aves les es naturaleza el bolar, así las casadas han de tener por dote natural, en que no puede aver quiebra, el ser buenas y honestas, y han de estar persuadidas que lo contrario es suceso aborrescible y desventurado, y hecho monstruoso, o, por mejor dezir, no han de imaginar que puede suceder lo contrario más que ser el fuego frío o la nieve caliente.23

Sin embargo, Emma Valcárcel pone en tela de juicio los planteamientos idealizados y ahonda en el terreno de la deshonestidad y el adulterio femeninos, ante el cual el teólogo y humanista salmantino hubiese retrocedido horrorizado. En sus meditaciones de alcoba, concibe al hombre como un animal egoísta y de instintos crueles y groseros, que en caso de adulterio se merece una represalia justa, basada en la infidelidad (siempre que una tercera persona le inspirase una gran pasión). La mirada y la sonrisa seductoras del barítono Minghetti le despiertan nuevos deseos de extravíos eróticos. Después de quedar encandilada con el artista de «vozarrón tremendo», aquella misma noche, cuando el matrimonio regresa a casa, Emma hizo uso de la regia prerrogativa en materia erótica, jugando a suplantar las identidades, materializando en cierta forma las fantasías eróticas de ambos cónyuges, pues él hacía de Minghetti y ella de Serafina Gorgheggi. En adelante, Emma decretaría la continuidad de esta luna de miel satánica, de estas noches de Valpurgis de amores inauditos, inesperados y como desesperados. Aquel organismo femenino, repleto, según el narrador, de cansancio y depravación moral, estaba ya presto para buscar el placer en la malicia y el engaño. La intimidad con el barítono Minghetti la arrastra de lleno a una vida desordenada y de bullicio, poniéndose el mundo por montera en conciertos, giras campestres y banquetes. La casa de los Valcárcel que antes era un calabozo inaguantable se había convertido en un burdel, a donde acuden los alemanes, los cómicos y los familiares a buscar diversiones eróticas y despilfarro. Y lo más significativo es que Emma era «feliz en aquella corrupción» con el bohemio artista, librepensador de provincias:

«Emma estaba medio loca, sin sentido para nada que no fuesen sus pasiones, sus alegrías, aquella vida desordenada y de bullicio en que se había metido como en un baño de delicias. Era tan feliz en aquella corrupción que le parecía haber sujetado la rueda de la fortuna».24

Y para colmo de la depravación, Emma Valcárcel perfila rasgos de atracción lésbica hacia Serafina Gorgheggi, la amante de su marido.

Sorprendida en su embarazo tardío, Emma lo toma a mal, lo considera sentencia de muerte disfrazada, atrocidad, catástrofe, derrota y un imposible. Colérica y rabiosa recibe al ingenuo de Bonifacio cuando va hasta el lecho para interesarse por ella: «Emma abrió los ojos, y lo primero que hizo con ellos fue lanzar un rayo de odio y otro de espanto sobre el atribulado esposo».25 Perjura que no está dispuesta a parir y con el viaje a orillas del mar sueña en una especie de milagro natural que deshaga el fruto de sus entrañas: «La Valcárcel deseaba abortar, sin ningún remordimiento»,26 nos dirá el narrador.

Finalmente, la novela se adentra en otro territorio distinto, cercano a la nueva espiritualidad de final de siglo. La lectura espiritualista de la novela se basa en la regeneración moral de Bonifacio, que experimenta el efecto de la gracia divina por medio de la acción salvífica del hijo que va a nacer. El nuevo «sacerdocio de padre»27 le lleva a preocuparse por los problemas económicos, a iniciar una vida de rectitud moral y de virtud ajena al pecado, a cortar las relaciones adúlteras y a alimentar el espíritu del hombre nuevo. Por tanto, no cabe determinar el origen biológico de la criatura, ya que lo importante es que su único hijo es fruto de la acción divina y vehículo de la nueva fuerza redentora.

La clave espiritual explica la transformación de Bonifacio Reyes, sin embargo, la novela no se reduce a la simple exposición de una nueva búsqueda religiosa. Su único hijo también nos ha dejado trazado un esbozo genial de las dudas que traían los tiempos modernos, especialmente en el universo de la mujer, intentado penetrar en sus frustraciones y sus miedos. Tras el periodo de las mangas y capirotes, Emma Valcárcel ha quedado atrapada ante un dilema irresoluble y ante la ruina física de la vejez que le ha venido encima, pues el parto la ha convertido en una «anciana»:

En medio de aquella espuma aparecía, como un náufrago, el rostro demacrado, amarillento, de Emma, que definitivamente había vuelto a desmoronarse en ruina que no admitía ya restauraciones.

«Es una vieja», pensó Bonis resignado, sin amargura; pero triste por amor de su hijo.28

El silencio final e inquietante de la protagonista, la ausencia de ideales religiosos y la extrema amoralidad con que se ha exhibido en todos los episodios de la novela, quizá puedan interpretarse como el silencio de la duda y la frustración. ¿Cuál es ahora la nueva vía que se le abre a la mujer? ¿Cómo puede la mujer compaginar la fantasía y el amor al mundo con un «role» en el que ya no cree? Si bien los relatos anteriores de Clarín giraban en torno a un modelo de perfección irrealizable, en el que la mujer debía tomar una cruz de perfección que más fácilmente conducía a la soledad y la histeria que a la felicidad, ahora Emma Valcárcel ya no oye los ecos de fray Luis ni siente remordimientos por haber descuidado la pureza matrimonial, y sin embargo, también se siente desolada. El narrador nos advierte que, tras los momentos difíciles del parto, Emma ha quedado ensimismada:

Y Emma lloraba, con algún rencor todavía contra el peligro pasado, pero más enternecida por el placer de vivir, de haberse salvado, con el alma llena de un sentimiento que debía ser de gratitud a Dios y no lo era, porque ella no pensaba en Dios, pensaba en sí misma.29

En los momentos del puerperio Emma estuvo sentimental y excitada; incluso «su marido creyó que la maternidad iba a transformarla». Sin embargo, «a la mañana siguiente despertó con bastante calentura y nada tierna».30 Y en adelante, casi desaparecerá del mapa narrativo. Mientras que las iniciativas de Bonifacio, su flujo de conciencia y su diálogo final con la Gorgheggi focalizan la atención del narrador, Emma entra en una fase de silencio casi absoluto (si se exceptúan las exigencias del nombre del niño y la fecha del bautizo) que más parece expresión de vértigo que inconsciencia. Nada dice y ni el narrador sabe lo que piensa. La mirada de Clarín queda abismada ante una serie de dudas femeninas que él intuye y esboza, pero que hábilmente deja inconclusas para que sean respondidas por la historia y el futuro; seguramente el mutismo de Emma Valcárcel sea también una muestra del asombro y los miedos de Clarín ante una rebelión que intuía inminente y ante el que será nuevo discurso de la mujer en el siglo xx.

La raigambre literaria de Emma Valcárcel, su exageradísima imperfección de casada y las connotaciones religiosas que traspasan el texto narrativo nos llevan a pensar que no era precisamente de la técnica del realismo verosímil de la que el narrador se abastece. Y sin embargo, percibimos que Clarín ha cumplido con lo que Galdós definirá como «la soberana ley de ajustar las ficciones del arte a la realidad de la naturaleza y del alma, representando cosas y personas, caracteres y lugares como Dios los ha hecho»,31 pues, en la ya descrita despreocupación con respecto al modelo religioso de perfecta casada y en la reivindicación del silencio y la intimidad, percibimos el territorio de buena parte de mujeres modernas, un terreno movedizo que en futuro sufrirá transformaciones y convulsiones.

Por tanto, el contraste entre las propuestas de fray Luis y la novela de Clarín perfila el trecho que existe entre los ideales y la realidad de la naturaleza de los hombres y mujeres, entre las aspiraciones utópicas espirituales y los propios «caracteres y lugares como Dios los ha hecho». Pero, además, entre líneas se advierte que es posible que la mujer ya no esté dispuesta a cargar ni con la cruz del matrimonio, ni con la del pecado, ni con la de la conciencia.

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  • (1) Ambos libros pueden consultarse en las cuidadas ediciones de Joan Oleza y Javier San José Lera, Leopoldo Alas, Su único hijo, ed. Joan Oleza, 3ª ed., Madrid, Cátedra, 1998; Fray Luis de León, La perfecta casada, ed. Javier San José Lera, Madrid, Espasa-Calpe, 1993. volver
  • (2) Véase Leopoldo Alas, La Regenta, ed. Joan Oleza, 10ª ed., 2 vols., Madrid, Cátedra, 1998, capítulos IV y XXVII. volver
  • (3) La Regenta, II, p. 254. volver
  • (4) La musa tiembla estremecida cuando oye el nombre del agustino: «—¡Luis de León! Si yo te dijera… Yo viví muchos años enamorada de él, y celosa del cielo, de vuestro cielo cristiano. Así como hubo un Fernando de Herrera, estúpido doctor que quiso convertir en religiosas las poesías eróticas de Garcilaso, y donde el cantor de la flor del Gnido había dicho Salicio, él puso Cristo, yo, por el contrario, convierto para mi solaz las poesías religiosas de Fray Luis en profanas, y le tengo por uno de los míos, porque su misticismo es profundamente humano; la tristeza con que mira hacia el suelo rodeado de tinieblas, no le impide ver y sentir la naturaleza tal como es ella, con íntima emoción y conciencia de su belleza y de su realidad. Sí, sí: por multitud de razones que no es del caso explicar ahora, yo sé que Fray Luis, sin dejar de ser poeta cristiano y bien cristiano, es también poeta mío, como apenas los hay ahora. ¿Me entiendes?». Vid. Leopoldo Alas «Clarín», Apolo en Pafos, ed. Adolfo Sotelo Vázquez, Barcelona, Promociones y Publicaciones Universitarias, 1989, pp. 75-76. El lapsus de Clarín le lleva a confundir a Fernando de Herrera con Sebastián de Córdoba, que fue quien vertió a lo divino la obra de Garcilaso. volver
  • (5) Leopoldo Alas «Clarín», Mis plagios. Un discurso de Núñez de Arce, Madrid, Fernando Fe, 1888, p. 80. volver
  • (6) Leopoldo Alas «Clarín», Un discurso, Madrid, Fernando Fe, 1891, p. 99. volver
  • (7) La Regenta, p. 237. volver
  • (8) Véase Leopoldo Alas «Clarín», Treinta relatos, ed. Carolyn Richmond, Madrid, Espasa-Calpe, 1983. volver
  • (9) Leopoldo Alas «Clarín», Treinta relatos, ed. Carolyn Richmond, Madrid, Espasa-Calpe, 1983, p. 176. volver
  • (10) Treinta relatos, p. 174. La opción de fray Luis por la modalidad epistolar, y con un destinatario femenino, refuerza el carácter moral y educativo de La perfecta casada. volver
  • (11) Treinta relatos, p. 181. volver
  • (12) Treinta relatos, p. 183. volver
  • (13) Treinta relatos, p. 184. volver
  • (14) El texto de La perfecta casada se ajusta perfectamente al perfil de fray Luis como teólogo y profesor universitario, y a su preocupación por interpretar y difundir didácticamente el texto de la Biblia, pues, sobre el último capítulo del Libro de los Proverbios de Salomón se teje una verdadera paráfrasis educativa que pormenoriza las costumbres cristianas que la mujer casada debe poner en práctica. Seguramente el debate renacentista sobre el matrimonio (en el que también participaron Erasmo y Luis Vives, entre otros) pretendía reafirmar uno de los pilares básicos de la sociedad: el matrimonio cristiano basado en el amor y caracterizado por establecer un vínculo, a la vez, sagrado y social. En este doble contexto, bíblico y renacentista, fray Luis concibe y propaga su modelo de perfección. volver
  • (15) La perfecta casada, pp. 88-89. volver
  • (16) La perfecta casada, p. 197. volver
  • (17) En la edición de 1586 fray Luis incorpora una larga cita de Tertuliano en que reprueba el culto a la belleza exterior: «Las sienes y frentes de los cristianos, en todo tiempo, y en este principalmente, no el oro, sino el hierro, las traspasa y enclava. Las estolas del martyrio nos están prestas y a punto. Los ángeles las tienen en las manos para vestírnoslas. Salid, salid adereçadas con los afeytes y con los trajes vistosos de los Apóstoles. Poneos el blanco de senzillez, el colorado de la honestidad; alcoholad con la vergüença los ojos, y con el spíritu modesto y callado. En las orejas poned como arracadas las palabras de Dios. Añudad a vuestros cuellos el yugo de Christo. Subjectad a vuestros maridos vuestras cabeças, y quedaréis así hermosas. Ocupad vuestras manos con la lana, encavad en vuestra casa los pies, y agradarán más así que si los cercásedes de oro. Vestid seda de bondad, holanda de sanctidad, púrpura de castidad y pureza, que afeytadas desta manera, será vuestro enamorado el Señor». La perfecta casada, p. 169. volver
  • (18) La Regenta, II, p. 598. volver
  • (19) Treinta relatos, p. 180. volver
  • (20) Su único hijo, p. 427. volver
  • (21) Su único hijo, p. 187. volver
  • (22) Su único hijo, p. 226. volver
  • (23) La perfecta casada, p. 91. volver
  • (24) Su único hijo, p. 404. volver
  • (25) Su único hijo, p. 428. volver
  • (26) Su único hijo, p. 457. volver
  • (27) Su único hijo, p. 467. volver
  • (28) Su único hijo, p. 500. volver
  • (29) Su único hijo, p. 477. volver
  • (30) Su único hijo, p. 480. volver
  • (31) Benito Pérez Galdós. «Prólogo» a Leopoldo Alas (Clarín), La Regenta, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1901, pp. I, V-XIX; recogido en Benito Pérez Galdós, Ensayos de crítica literaria, Barcelona, Península, 1999, pp. 245-255. volver
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