El autor trata de mostrar cómo la mentalidad que hizo posible el positivismo jurídico de la Edad Contemporánea arrancó ante todo desde un vacío afirmado en la vida humana. Pues en el siglo XVII combatieron dos grandes tendencias: la de los conservadores —agrupados en torno a Grocio—, afirmando un orden metafísico inmutable al que debía ceñirse la conducta humana, y la de los innovadores, que arrancaron desde una actitud deliberada y beligerantemente nominalista. La primera tarea de estos innovadores fue destruir la noción romanista de persona jurídica. En el siglo XVIII destruyeron también la noción de persona humana. Un problema de estos planteamientos es que no afirmaron libertades positivas que faculten al ser humano para actuar socialmente, sino simples libertades negativas, esto es, ausencia de jurisdictiones. Negaron el espacio público de las personas, que fue llenado en el siglo XIX por los discípulos de Kant con la ‘lex permissiva originaria’, y algo más tarde con la ‘lex constrictiva originaria’ de deber-ser, Sollen. El hombre quedó perdido entre estas dos dimensiones igualmente absolutas, en las que es muy difícil calcular lo que se le debe a él, o lo que cada uno debe a los otros, pues —como explicaba John Austin a comienzos del siglo XIX, si estamos ante derechos absolutos, inalienables, etc., éste no es el trabajo del jurista.
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