POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

A Epicteto Díaz, amigo también con afición zuñiguesca.

Comienzo este razonamiento acerca del lugar que ocupa Juan Eduardo Zúñiga en un entramado de relaciones personales, querencias políticas e incertidumbres artísticas, copiando un pasaje de la novela En plazo que el olvidado Fernando Ávalos publicó en 1961 en la colección emblemática del realismo social, la Biblioteca Formentor de la editorial Seix Barral. Ángel Hernández, empleado en un taller, lleva varios meses accidentado por culpa del «maestro» de la empresa. Un batallador compañero, el Chato, emprende una colecta para socorrerle. Relata Ávalos:

El Chato le dio la espalda [al maestro] y empezó a recaudar entre los demás compañeros.

—Tú. ¿Cuánto das? —dijo al más cercano.

—Cincuenta pesetas.

—¿Tu nombre?

—Juan Ferres.

El Chato anotó la cantidad y el nombre en el papel y se acercó a otro.

—Tú.

—Cincuenta pesetas.

—Antonio Zúñiga.

—Tú.

—Cincuenta… Juan Hortelano.

— Cincuenta… Jesús Salinas.

— Cincuenta… Armando Pacheco.

— Cincuenta… Feliciano Orquín.

— Cincuenta… Avelino Quevedo.

— Cincuenta… Antonio Groso.

— Cincuenta… Alfonso Bernabéu.

 

No eran los de la dictadura franquista tiempos para bromas y les podría haber costado a los donantes al menos una visita de la brigada político-social porque su identificación resultaba trasparente. En la nómina figura la plana mayor de un sector de la narrativa de oposición al franquismo, el vinculado con la revista del SEU Acento Cultural y con los premios Sésamo. Ni siquiera hoy tendría alguien con alguna información literaria dificultades para descifrar los nombres disimulados. Mucho menos ocurriría entonces entre quienes estaban al tanto de estos asuntos: Juan García Hortelano, Armando López Salinas, Jesús López Pacheco (curioso cruce de los apelativos de pila entre los autores de La mina y Central eléctrica), Alfonso Grosso o Nino Quevedo. Otro aludido, el periodista y narrador valenciano Antonio Bernabéu, no desmerecía entonces de los colegas citados en inquietudes y luego apechugó con el sambenito de haber dinamitado por la vía del descrédito la narrativa comprometida a causa de un artículo de 1969, «De la berza al sándalo». No fue él quien acuñó la despectiva etiqueta sino el crítico cinematográfico César Santos Fontenla (si éste fue su ocurrente padre y no se limitó a airear una malicia de los mentideros culturales). Así lo detalló quien bien lo sabía, el periodista Alberto Míguez, responsable de las páginas culturales del vespertino Madrid donde cobijó el exitoso comentario. (Me permito una digresión entre paréntesis. Contra lo que suele suponerse, el marbete no comparaba la prosa realista y la berza. Se refería al agrio olor que saturaba la escalera de las casas de los obreros en las novelas real-socialistas, algo que, por otra parte, apenas ocurre). En los mismos afanes de buscar un sitio al sol de las letras andaban otros dos contribuyentes igualmente fáciles de reconocer por los avisados: el escritor Juan Eduardo Zúñiga y la pintora Felicidad Orquín.

Pudo deberse el inculpatorio censo de Ávalos a un imprudente desafío juvenil al Régimen, aunque de escaso valor para la policía franquista, que de sobra sabía quién era quién sin su indiscreta ayuda (López Pacheco ya había sido encarcelado con motivo de las revueltas universitarias de 1956). La temeridad, en todo caso, sería muy menor porque el año anterior todos los contribuyentes, menos Grosso, y el mismo Ávalos habían firmado a cara descubierta una declaración pública de solidaridad con Juan Goytisolo a propósito de los ataques que él y su hermano Luis habían sufrido en las páginas del diario sindical Pueblo. El episodio de En plazo guarda, pues, su particular objetivo. Adquiere la dimensión de proclama y reto: aquí estamos, formando bloque, los opositores a la dictadura desde las letras y lo manifestamos con claridad. Sépase, además, que encarnamos el futuro, venía a decir. Y es que el episodio termina con un alegato de optimismo político, propio, por otra parte, de la prosa burocrática del Partido:

—Sí. Todos han dado. Así teníamos que estar de unidos para todo.

—Algún día lo estaremos.

—Sí. Puede ser.

—Será.

 

ENTRE AMIGOS

En cualquier caso, tenemos en esa escena imaginaria a Juan Eduardo Zúñiga dentro de un retrato colectivo que refleja una indisoluble malla amistosa, política y literaria. Podía encajar, por otra parte, y aunque retorciendo algo la realidad, en la estampa épico ideal del escritor-trabajador que agradaba a los mandarines culturales de la disidencia política en el tránsito de los cincuenta a los sesenta. La cubierta de El coral y las aguas le atribuye varias profesiones: repartidor de laboratorios, representante, técnico de radio, fotógrafo industrial y publicitario de una empresa industrial. Cosa semejante ocurría por entonces con varios autores de la nueva oleada realista. La solapa misma de En plazo dice que Fernando Ávalos abandonó los estudios para ponerse a trabajar y enumera oficios que ha ejercido: «operario» de una fábrica de muñecas, dependiente de comercio, actor y administrativo de una empresa (detalle sin más curioso: el solapista desperdició la oportunidad de señalar el modesto empleo en una zapatería). Dichas informaciones biográficas —paratextos cargados de picardía— se deben al anhelo del editor Barral de lograr la cuadratura del círculo, contar un novelista-obrero ejemplar. Tal mirlo blanco creyó haberlo conseguido con Juan Marsé, de quien subrayaba ya en 1962, en Esta cara de la luna, y repetía también en 1966, en Últimas tardes con Teresa, la larga trayectoria laboral: «Desde los trece años y hasta 1961 ha trabajado como operario en un taller de joyería».

Aunque el propio Zúñiga ha impugnado en alguna ocasión la actividad laboral adjudicada en el libro, en sus memorias, Recuerdos de vida, desgrana una buena ristra de ocupaciones a las que le llevó la precariedad laboral de la época bien parecida a la divulgada: trabajo en una fábrica de discos, asesor del gerente de una empresa, repartidor de un laboratorio fotográfico industrial, ayudante en un taller de reparación de radios o empleado en un negocio dedicado a la microfilmación de documentos. Acaso le habló en confianza de estas ocupaciones a Carlos Barral y el editor aprovechó para llevar el agua a su molino. Porque al difundirla encuadraba al autor en un ámbito creativo de raíz obrerista. A pesar de que ese medio familiar, a diferencia de Ávalos o Marsé, fuera falso porque no provenía de orígenes humildes sino de clase media ilustrada.

La red amistosa y literaria de contornos políticos en que En plazo sitúa a Zúñiga parece de firmes hilos y bien definida, pero requiere deslindes. Vayamos primero a lo privado, advirtiendo que no siempre resulta posible hacer un tajo completo con lo literario. Juan Eduardo Zúñiga no fue uno más en el «resistencialismo» cultural, dicho con el sustantivo de moda en la época. Desempeñó, como iremos viendo, un papel relevante en la aglutinación de la gente que formó el núcleo madrileño del realismo comprometido, antes de que Carlos Barral y José María Castellet aterrizaran en la capital para completar la escudería barcelonesa de la editorial Seix Barral y robarle fichajes a Rafael Vázquez Zamora, el comisionado de Josep Vergés en Madrid para alimentar las prensas de Destino. En las Memorias de un hombre perdido, Ferres cuenta que fue Zúñiga quien llevó al círculo de amigos al Partido Comunista y ha recordado, con ese desenfado simpático tan suyo, que en confianza le llamaban, por su entusiasmo activista, «el rojo de Moscú».

El grupo amistoso de afiliación izquierdista recaló en la mencionada Acento Cultural, dirigida por el periodista Carlos Vélez, «un poeta falangista, al que en cierto momento yo creí recuperable», en puntualización de Gabriel Celaya muy reveladora de un contexto. En la publicación del sindicato estudiantil oficial sacaron textos casi todos los donantes de En plazo, Zúñiga, Ferres, López Salinas (estos dos dieron a conocer un libro de viajes testimonial escrito a cuatro manos), López Pacheco, Bernabéu, García Hortelano, Grosso, entre otros nombres significativos, o sea, la vanguardia comprometida de la promoción de los cincuenta (nacido en 1919, Zúñiga les sacaba a sus amigos una decena de años, pero las relaciones personales, las inquietudes literarias y la actitud política aconsejan inscribirlo en la generación del medio siglo). A diferencia de la camarilla ligada con Acento, sus coetáneos neorrealistas Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite o Jesús Fernández Santos, con quienes apenas tenían trato, disfrutaron de casa propia en la nada combativa y en puridad literaria Revista Española.

La política marcaba afinidades electivas artísticas. Lo corroboran otros datos más. Zúñiga acudió a la alternativa española prevista para quienes no pudieran estar en el homenaje antifranquista a Machado organizado en Collioure el 22 de febrero de 1959. Fue en tren a Segovia con un grupo de amigos, cuyos nombres no recuerda. Seguro, pues también se halló en la ciudad castellana, que entre los viajeros iba Antonio Ferres. La concurrencia al acto, tolerado a regañadientes por las autoridades, fue muy nutrida y estuvo marcada por la desafección política, muy plural porque coincidieron desde el militante comunista Gabriel Celaya hasta el incansable disidente, y quizás promotor del encuentro, Dionisio Ridruejo.