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Nunca como ahora ha estado el mundo a nuestra disposición. El mundo o sus imágenes. Porque conocer parece que va a convertirse en nuestra cultura en ver. Los desarrollos de nuestra vida social parecen invitarnos a que nuestros ojos, hechos a la medida de la belleza, se acomoden a los estímulos de las luces que otros encienden, a las imágenes que otros crean. Y, como todos sabemos, para que conocer sea saber (sabiduría: saborear) es preciso, no solo estar abiertos y muy abiertos a estímulos externos, sino hospedar dichos estímulos en una estructura íntima, en una autonomía personal, que sea capaz de construir, desde los datos recibidos, una manera de ser, una forma de actuar. Esta construcción, que tiene que ver con nosotros mismos y, también, con nuestra relación con los demás, la llamaron los antiguos, precisamente, sabiduría. Y esos antiguos no hablaban de una especie de conocimiento que pretendiese instalarse en sublimes e inaccesibles contenidos. El sabio era aquel que sabía habitar con elegancia, porque sabía elegir adecuadamente, los modestos espacios de la vida cotidiana, la jugosa inmediatez de lo real.

Narran también los antiguos que hubo un tiempo, os decía no hace mucho en este mismo medio y no me resigno a evitar la repetición, donde la vida no era la prisa de los relojes. Había espacio para los momentos sagrados, para los grandes rituales, para iluminar sabiamente la vida humana con las gestas, humanas y muy humanas, de los seres humanos, esos que algunos llamamos santos y santas. Un ritmo pausado donde la fiesta, que marcaba los hitos fundamentales de la existencia, era esperada por el niño y el anciano y, preparada, con esmero, por el joven, fuerte, deseoso de vida, lozano.  Ahora, la humanidad carece de ocio: se ha acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción (tener) y, quizá, nosotros, cada uno de nosotros, nos hemos contaminado excesivamente. Parece que todo tiene que estar programado, también el tiempo para estar con la familia, para salir a jugar, para compartir una paella, unas cartas o unos bolos y ese tiempo donde tenemos la posibilidad de recrear la belleza de la compañía, la belleza de lo cotidiano se ha convertido en tiempo programado. 

Porque esos antiguos estaban convencidos, y yo empiezo a convencerme con la edad, de que solo desde la fiesta esperada y vivida tiene sentido esa gran frase que, también, escuché, y con mucha frecuencia, a mis queridos ancianos: “Dios proveerá”. Desinterés, confianza, ausencia de crítica amarga, serenidad en sus estilos de vida, verdadera austeridad reposada en una honda confianza vital. Los hombres y las mujeres que pronunciaban esa frase creían, de verdad, ser hijos de Dios; y el hombre y la mujer que siente semejante filiación puede pasar necesidad, sufrir, pecar, sentirse siervo, esclavo, pero jamás consentirá ser pieza de un engranaje, demoníaco o sagrado, que arruina la belleza del tiempo humano.

Y al hilo de lo escrito, recuerdo la tremenda advertencia de Nietzsche sobre el peligro de que los hombres y las mujeres de su tiempo, que se parece bastante al nuestro, se convirtiesen en agregados humanos. Y, ante tal advertencia, resuena con gran fuerza el principio, que grabado en piedra, Oráculo de Delfos, abrió la posibilidad de ser verdaderamente humano: Conócete a ti mismo.

Es verdad que tal recomendación, quizá por su sencilla clarividencia, no es fácil de ser vivida con naturalidad. Y que a veces cuesta saber qué se entiende por ese sí mismo que ha de desdoblarse en sujeto que mira y en objeto que es mirado, en mirada y espejo de su propia reflexión. Pero sin intentar dar respuesta a este grave problema, creo que es fácil llegar al acuerdo de que son tantos los estímulos, imágenes, llamadas, presiones, manipulaciones… que el ser humano corre el riesgo de convertirse en una vacía e insustancial imagen de su propio ser, en un aglomerado humano, sometido a un peculiar proceso de mediocridad, que siempre será lo contrario a la creatividad.

Siempre tenemos una máscara, nunca la misma, cambia según los lugares donde decimos vivir: máscara de mesías, de profesor, de héroe, de intelectual, de consagrado, de santo, de hermano cariñoso, de todas las respuestas. Y es tanto el esfuerzo que ponemos en la elaboración de este personaje que acabamos engañados por este juego y convencidos de que somos lo que nos esforzamos por aparecer. Mi personaje se ha educado en una máscara engañosa. Mi status social ha acabado por absorber la imagen de mí mismo. Me tomo por otro y, si llego a darme cuenta de ello, me resulta difícil encontrar de nuevo mi verdadero rostro… Y cuando intento, en un esfuerzo desesperado, arrancar la careta pegada a mi piel, el cuerpo entero ruge de malestar, mientras que el rostro impasible, imagen, puede hasta seguir sonriendo.

Llegan las vacaciones. Tiempo de descanso. Y lo que os sugiero, y por eso casi os mando, que este tiempo de descanso sea un tiempo para recuperar los dinamismos de lo humano. No os pido compromisos heroicos, sino la sencilla, y quizá por eso, complicada actitud de disfrutar, sin grandilocuentes adjetivos, de lo verdaderamente humano. Una buena lectura, una tranquila conversación, un paseo en familia, una comida saboreada sin prisas, la contemplación tranquila del mar, la montaña, el río o el valle, la mirada serena de la salida o de la puesta del sol… Y dejar que el goce tranquilo, carnal y muy carnal, vaya quebrando las caretas, que pegadas a nuestra piel, nos impiden disfrutar de la verdadera vida. Se trata de vivir de otra manera, porque estoy convencido de que si lo conseguimos, de que si conseguimos que la gratuidad por unos días defina nuestra manera de vivir, de elegir, nuestras vidas no solo quedarán preparadas para pelear, cuando llegue el momento del trabajo, contra el activismo vacío, sino también, y sobre todo, contra el desenfreno voraz y la conciencia aislada que conduce siempre a perseguir única y exclusivamente el beneficio personal.

Llegan las vacaciones. Tiempo de creatividad. Ocio que engendra vida, vida que engendra ocio, dos polos entre los que gravita el esfuerzo de los seres humanos que quieren vivir de verdad. Y para todos, esta gravitación es vitalicia. El día en que la perdamos dejaremos de ser quienes somos. Porque la vida humana no puede quedar reducida a puros proyectos pragmáticos… Porque mirar, escuchar, hablar, leer, comer, pasear, refrescarse con el agua, sentir que el cuerpo se recupera y que el interior gana en gratuidad afianza la posibilidad de un camino de libertad que abre nuevos modos de humanidad.

Llegan las vacaciones. Tiempo para recuperar sueños de santidad. Porque las vacaciones pueden ser un tiempo privilegiado para percibir sin intereses, prisas, ni distracciones; para buscar en lugar de repetir; para contemplar en lugar de agitarse; para descubrir lo que el peso de la impaciencia, las angustias de las prisas y el convenio con el esfuerzo precipitado roban a la vida: estar uno consigo mismo, con los tuyos, con los amigos, en el instante disfrutado por sí mismo. Descanso en el que la mirada humana se posa, sin deseos de posesión, en las cosas y en los seres, y descubre lo cercano y el gran horizonte que envuelven la vida de los seres humanos. Porque este descanso, ocio contemplativo, decían mis queridos sabios ancianos, siempre atemorizará a los tiranos, a los esclavos voluntarios y, sobre todo, a los bárbaros.

Quizá, por eso, para atemorizar a los tiranos, a los esclavos voluntarios y a los bárbaros, Dios también descansó después de su gran trabajo: la creación. Porque en seis días hizo Dios los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que hay en ellos, y reposó el séptimo día. Se sentó en sereno reposo, para alegrarse del mundo que había creado (Pr 8, 31) y lo amó y, por eso, decidió que la libertad, creativa, apareciera como fuente de sentido para todo lo que existe, porque, precisamente, todo lo existente anhela ser mirado con esa mirada gratuita que permite ser y gozar sin necesidad de ganar, poseer, dominar y acumular. Señorío del amor, la gran llamada del tiempo vacacional.

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