SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número98Metaficción e ironía verbal en El món d’horaci, de Vicenç Pagès JordàCuando la música se convierte en sufrimiento. Juegos de (des)amor e identidades, transtextualidad, angustia y suicidio en Diabulus in musica de Espido Freire índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • En proceso de indezaciónCitado por Google
  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO
  • En proceso de indezaciónSimilares en Google

Compartir


Revista chilena de literatura

versión On-line ISSN 0718-2295

Rev. chil. lit.  no.98 Santiago nov. 2018

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952018000200303 

Artículos

El escritor venido del pasado. Historia de una absolución familiar , de Germán Marín*

The writer who came from the past: Historia de una absolución familiar , by Germán Marín

Catalina Olea 1  

1 Universidad de Chile, Santiago, Chile, caolearosen@gmail.com

Resumen

Este artículo aborda el problema del tiempo en la trilogía Historia de una absolución familiar, de Germán Marín. A manera de hipótesis, sostengo que en su obra y en su figura de autor, ambas signadas por la melancolía, confluyen muchas de las contradicciones que han venido marcando la relación de nuestra narrativa contemporánea con el pasado. Si, por una parte, ésta ensaya una reelaboración crítica de la historia oficial, la memoria y la tradición, por otra, tiende a desplegar una perspectiva fuertemente determinista sobre el pasado, además de un prurito conservador y patriarcal. En el caso específico de esta trilogía, podemos afirmar que ella oscila entre la subversión del “imperativo genealógico” (Drechsel 1978) y su evocación nostálgica. Finalmente, me pregunto por las posibles relaciones entre la obra de Germán Marín y la “narrativa de los hijos.”

Palabras clave: Germán Marín; tiempo; pasado; narrativa chilena de postdictadura; novela familiar

Abstract

This article deals with the problem of time in the trilogy Historia de una absolución familiar, by Germán Marín. As a hypothesis, I claim that in his work and in his author persona, both marked by melancholy, come together many of the contradictions that have been affecting the relationship of our contemporary narrative with the past. If, on the one hand, it raises a criticism of history, memory and tradition, on the other, it tends to display a strongly deterministic perspective on the past, in addition to a conservative and patriarchal pruritus. In the specific case of the Marin trilogy, we can say it oscillates between the subversion of “the genealogical imperative” (Drechsel, 1978) and its nostalgic evocation. Finally, I interrogate the possible relations between the work of Germán Marín and second-generation literature.

Keywords: Germán Marín; time; past; Chilean narrative of the postdictatorship; family novel

“Ni siquiera lo que silbo está ya de moda” Germán Marín

Germán Marín es de aquellos escritores de postdictadura que han hecho de la memoria su principal estrategia de producción, de la melancolía una militancia furibunda y del imaginario de las ruinas una estética. Sus personajes favoritos -los que él mismo prefiere encarnar en sus entrevistas, aquellos a los que presta su nombre y su biografía en la ficción, los que suelen dar voz a sus narradores- son el escritor disfrazado de historiador y el “dinosaurio de escritorio”. El primero se dedica a “escarbar en la basura”1 de Chile en busca de los vestigios que le permitan reconstruir determinada porción del pasado. Obedeciendo a su disfraz de historiador, cita fuentes documentales, coteja testimonios o remite a bibliografía adicional, pero, en tanto escritor (posmoderno), está convencido de que la memoria no es más que una filial de la ficción y que el pasado (colectivo o personal) solo puede asirse de forma parcial e ilusoria. El segundo personaje o, mejor dicho, una segunda máscara para el mismo personaje, es un viejo sobreviviente de las letras nacionales que, refractario al presente, dedica sus días a escribir, siempre a mano y siempre con un estilo sumamente puntilloso. Si ya hay algo anacrónico en esta figura del escritor “a lo Flaubert” -obsesionado con la palabra justa y aislado de la sociedad- Marín se complace en acentuar esta impresión salpicando sus páginas con chilenismos en desuso, citas de boleros y tangos, frases “largas como pasillos” (La ola muerta 294), un tono no pocas veces sentencioso y, sobre todo, innumerables referencias a los más variados lugares, personajes, productos culturales, discursos, modas y mercancías que han ido desapareciendo junto con el siglo XX.

Todos estos elementos podrían inducirnos a pensar que este autor se encuentra en las antípodas de los narradores chilenos nacidos después del golpe, de estéticas mucho más minimalistas y de un bagaje cultural mucho más televisivo, cibernético, punk o pop. Ocurre, sin embargo, que la obra y el personaje de Marín despiertan el interés y la admiración de un grupo importante de ellos, hasta el punto de incorporarlo como personaje en sus novelas2, erigirlo como autor de culto, padre putativo o bisagra necesaria entre ellos y la generación del cincuenta3. No parecen faltar razones para ello: el proyecto narrativo de este escritor es ambicioso, su posición en el campo cultural es de poder (recordemos que durante muchos años fue también editor), sus dichos suelen ser polémicos4 y en sus libros se aprecian (pese a un estilo buscadamente demodé) importantes afinidades teórico-literarias con los autores más jóvenes, además de una “sensibilidad” post boom. Pero bien podríamos preguntarnos si, de todas las propiedades de Marín, no es precisamente su retórica (y su erótica) de anticuario, historiador o arqueólogo, sumada a su dejo conservador, la que más seduce a los escritores de la generación de Álvaro Bisama, Alejandro Zambra o Nona Fernández. En otras palabras, si no es su deseo de pasado -deseo ambivalente y nunca plenamente satisfecho- lo más contemporáneo de este autor. Aunque no es la intención de este artículo confirmar tal conjetura (al menos no en lo que respecta a los representantes de la “narrativa de los hijos”), ella nos sirve como puerta de entrada a una obra compleja, heterogénea y marcadamente retrospectiva: Historia de una absolución familiar, la trilogía de Germán Marín compuesta por las novelas Círculo vicioso (1994), Las cien águilas (1997) y La ola muerta (2005). Según pretendo demostrar aquí, en ella conviven la voluntad de repensar, o incluso reinventar, asuntos tales como la tradición historiográfica, el canon literario o el origen biográfico con una perspectiva determinista del pasado; una mirada melancólica sobre la modernidad con el gusto posmoderno por el pastiche y lo retro; la valoración de la fragmentariedad con la necesidad de raigambre temporal; el miedo al olvido con la proliferación de datos sobre el ayer; la subversión de la figura del padre, de la novela realista y de instituciones tradicionales como la familia, la clase o el ejército con la persistencia de un prurito conservador y patriarcal. En definitiva, Historia de una absolución familiar oscila entre la crítica del presente postdictatorial, la historia oficial y la tradición literaria, de una parte, y el triunfo del peso del pasado por otra.

Entre el cronotopo del exilio y el tiempo de los abuelos

De los tres volúmenes que componen esta trilogía, Círculo vicioso es el que más se asemeja a una saga familiar. Buena parte de sus más de cuatrocientas páginas están dedicadas a narrar, en la voz de don Raúl Marín, los antecedentes biográficos y familiares que lo llevarán a (mal)casarse con Elvira Sessa y a engendrar -una tarde de violencia y alcohol de 1933- a Germán. Entretanto, las historias de abuelos, tíos y primos por parte de padre y madre (donde no faltan episodios de incesto, ovejas negras, ramas ilegítimas, etc.) se entretejen para describir dos trayectorias inversas: la abrupta decadencia social de los Marín, hacendados de Carahue, víctimas de la usura de un terrateniente vecino, y el progresivo enriquecimiento de los Sessa, inmigrantes italianos dedicados al comercio minorista en la comuna de Independencia. El “crisol de la patria” donde ambas familias acaban por encontrarse es la tienda Gath & Chaves -el primer gran almacén abierto en Chile- donde Raúl y Elvira trabajan como vendedores. El trasfondo histórico de todo esto es aquel periodo que el historiador Armando de Ramón consideraba de transición entre “el Chile oligárquico” y el “Chile mesocrático” (119), y cuyos principales hitos son el primer triunfo electoral de Arturo Alessandri Palma (y su posterior autoexilio); el desarrollo de la izquierda chilena moderna, liderada por figuras como Luis Emilio Recabarren (quien aparece como personaje de la novela); el surgimiento del fascismo europeo; la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo; la fugaz República Socialista y el segundo gobierno de Alessandri. En resumen, este plano de la ficción (que Genette llamaría “diegético”) tiene toda la apariencia de una novela familiar moderna, desde la serie de los Rougon- Macquart de Zola a la novela Los Buddenbrook de Thomas Mann o Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Una novela donde la gran historia nacional (o continental) y la pequeña historia familiar aparecen estrechamente ligadas.

El resto del libro -a semejanza de lo que ocurre en los dos volúmenes que le siguen- está compuesto por el diario que el personaje llamado Germán Marín lleva durante su exilio en Barcelona en los años ochenta y por las 282 notas explicativas de Venzano Torres, chileno exiliado en México, supuesto editor de la trilogía y alter ego del autor. A diferencia de la parte “novelada”, donde prima una trama más o menos lineal, en estos otros dos niveles extradiegéticos domina el fragmento, lo anecdótico, la enumeración, las reflexiones meta-escriturales y una serie de datos (reales o no, relevantes o no) que conforman lo que el crítico español Ignacio Echevarría califica como una “enciclopedia chilensis” (26), pero que a menudo van más allá del ámbito nacional.

Es también en el diario y en las notas (especialmente aquellas que asumen la forma de cartas) donde se despliega un cronotopo esencial para la significación de Círculo vicioso y el resto de la trilogía: el anodino e interminable “aquí y ahora” del exilio5. La cita siguiente, tomada del tercer volumen, bien puede dar cuenta de la tonalidad que éste tiene para el personaje del escritor, tonalidad muy ajena a “los placeres del exilio” señalados por George Lamming:

Sobrellevo en Barcelona una vida monótona y cerrada, aburrida como el bostezo de un ciego, ausente de los acontecimientos generales, por lo que continúo siendo, después de once años de permanencia, un turista que olvidó irse. En este largo paréntesis, a la espera alguna vez de regresar a Chile, para qué, no sé, encuentro parecidos los inviernos y veranos, a pesar de que sus días, son distintos físicamente (La ola muerta 136).

El notorio contraste entre ambas temporalidades -la bien enraizada de la novela familiar y la fragmentaria del diario y las notas- no ha pasado desapercibido para la crítica literaria y periodística. Incluso, podría afirmarse, ha dado pie a cierto “partidismo” en favor de una u otra. En la lectura deconstructivista que propone Mariela Fuentes, los diarios ocupan un lugar protagónico, pues es en ellos donde los supuestos de la literatura tradicional (tiempo lineal, inefabilidad del narrador, etc.) son sistemática y explícitamente desmontados. Por el contrario, para Echevarría, que parece inclinarse por una lectura en clave Paul Ricoeur, es la narración la que, frente a la “escritura a secas” del diario, se revela como la única verdaderamente capaz de “conjurar al tiempo” y dotarlo de sentido (22).

En cualquier caso, más que abogar por una u otra temporalidad, por uno u otro género discursivo, lo que me interesa aquí es profundizar en la forma y los sentidos bajo los que estos se articulan. De partida, es la experiencia del desarraigo, de la falta de un anclaje temporal - “En esta ciudad no tengo un pasado ni siquiera imperfecto que hable de mis recuerdos” (Círculo 60)- la que motiva al autor de los diarios a escribir la novela familiar que leemos en el segundo nivel del relato y a recrear en ella esa “temporalidad superlativa” del realismo decimonónico, capaz de retratar una época entera (Zurita 18). Simultáneamente, es la prolongación de ese “entretanto” del exilio la que en buena medida determina la extensión de la historia: “Llegar a Barcelona hace ya diez años ha significado hacer caleta en esta estación, quizá final, detenido aquí, a la espera de nada, pues la caída del dictador no representará volver hacia atrás. Entretanto, sigamos con la escritura” (La ola 84). El tríptico de Marín es tan largo como una novela realista y tan largo (y por momentos tan farragoso) como el exilio mismo. Su protagonista podría incluso ser caracterizado como una versión negativa de Scheherazade: como la heroína de Las mil y una noches, él escribe su novela para ganar (o matar) tiempo. El retorno al país, como la promesa del sultán enamorado de respetar la vida de su esposa, pone fin a su relato. La gran diferencia, obviamente, radica en que ni el final del exilio ni el final de la novela constituyen aquí finales felices. A decir verdad, ni siquiera constituyen verdaderos finales. Como confirma el resto de la narrativa de Marín, y como ya se anticipa en esta misma trilogía, el regreso del narrador a Chile no entraña el fin de su desarraigo. En un presente que le resulta definitivamente ajeno éste preferirá seguir inventariando indefinidamente el pasado.

En contraste con la mayoría de las entradas del diario, impregnadas de la rutina gris de “una vida idiota” (Círculo 63), el pasado de los padres, pero especialmente el de los abuelos, suele estar adornado con los atractivos de la ficción. Incluso si ese tiempo pretérito es descrito como una realidad tan insatisfactoria o degradada como el presente, el preciosismo o el contenido erótico de determinados pasajes acaban por dotarlo de un aura, de una cualidad novelesca, que el día a día del envejecido escritor exiliado definitivamente no tiene. Ejemplo de ello son las escenas inaugurales de Círculo vicioso destinadas a evocar los últimos destellos de la “canalla dorada”, aquel grupo de la oligarquía chilena que teme ser desplazado por un virtual gobierno de Alessandri y del “medio pelo” (es decir, por los Sessa). En ellas se describe extensamente un paseo en ferryboat que Silvina, abuela paterna de Germán Marín, realizara en compañía de sus amigos una lejana tarde de 1920. Todo en estas primeras páginas está cargado de resonancias modernistas e imaginería finisecular: la embarcación, dotada de orquesta y luz eléctrica, se desliza tranquilamente por el río Imperial al son de los valses de Strauss y los shimmys de moda. Un libro de Amado Nervo descansa a los pies de Silvina, que contempla pensativa los cisnes de la orilla. El segundo narrador -que se supone es Raúl Marín, hijo de Silvina- se detiene goloso en los pequeños detalles de su atuendo y en su aspecto todavía juvenil: la “blusa de seda negra” que cubre su “pequeño busto, recuerdo de colegiala” (30), sus ojos pintados de rímel azul, su peinado a lo garçon, el pañuelo de batista con el que, tras bailar, se seca el sudor que cubre su nuca, etcétera. Entretanto, los pasajeros masculinos del ferryboat, terratenientes sureños que usan palabras como “astracanada” y “tilingos”, discuten sobre política y se acaloran defendiendo sus privilegios: “Si no somos nosotros la clase inspiradora, quiénes son esos otros, preguntó [Rafael Domínguez] a punto ya de encolerizarse, ¿acaso esa picantería radical que hace fila para entrar en la administración pública?” (34-35). Tampoco falta el episodio galante: después de bailar un agitado shimmy con Silvina, Sebastián Etcheverri (el codicioso hacendado que más adelante ocasionará la ruina de los Marín) le pide furtivamente a su amiga casada que le regale, a modo de recuerdo, su pañuelo de batista… (29-49).

¿Qué tenemos aquí? ¿mero pastiche posmoderno? ¿parodia de la novela realista? ¿O cierta nostalgia por el “tiempo de los abuelos”? A primera vista, el cuadro finisecular de Germán Marín se nos aparece cargado de ironía. Aquel lejano tiempo de los abuelos no deja de ser una ficción pergeñada por el personaje del escritor en medio de su precariedad de “sudaca” mal pagado, un tópico repetido en todas las “novelas de la oligarquía chilena” (Rojo: 2011) y una especie de mito fundacional entre un sector de la clase media, al menos, para aquel que representa Raúl Marín, principal villano de Círculo vicioso. Y, sin embargo, resulta significativo que al final de La ola muerta el personaje del escritor, en vísperas de su retorno a nuestro país, vuelva a evocar el apacible paseo en ferryboat. Esta vez, mientras asiste a la proyección de una vieja película soviética, imagina o sueña que a bordo de la embarcación no solo viajan su abuela Silvina y sus encopetados amigos, sino muchos otros personajes de la trilogía que, “unidos por el destino común de la muerte” (381), bailan y departen en perfecta armonía. Escenas de reconciliación familiar (y nacional) que se esfuman cuando el narrador dirige otra vez su mirada hacia la pantalla donde transcurren otras muy distintas, cargadas de “guerra y desolación” (377). Un anticipo, sin duda, de la devastación y la soledad que le esperan en Chile. En este contexto, la imagen American boy (ese es el nombre de la mítica embarcación) surcando el río Imperial con su democrática carga de fantasmas no es solo una metáfora del paso del tiempo y de la inexorabilidad de la muerte con largas raíces en la literatura universal. Es, a la vez, emblema de un paraíso irrecuperable que la narración insiste en identificar con el mundo de los abuelos terratenientes. Mundo ficticio y frágil, en el que el escritor sólo parece creer a medias, pero igualmente anhelado o, al menos, igualmente necesario para respaldar su visión degenerativa de la historia y su propia posición de exiliado perpetuo6.

La oveja negra de la familia y la oveja negra del canon

La alternancia entre el tiempo de la narración y el tiempo de la historia confiere al tríptico una estructura de pregunta y respuesta. La situación del exilio plantea interrogantes que el pasado biográfico, familiar y nacional podría, quizá, ayudar a despejar. Por ejemplo, ¿de dónde brota esta “ralea de asesinos, delatores, monstruos, torturadores, coimeros, confidentes, demonios, arribistas, corruptos” (Círculo 188) que hacen de las suyas en el Chile de Pinochet? Los sucesivos retratos que conforman la “parentela de monstruos” (Las cien 104) del autor personaje insinúan al lector que es justamente de ahí: de la perfidia y el autoritarismo del padre, de la embobada fascinación de la madre con los medios de comunicación de masas, de la codicia (“disfrazada de ética del trabajo”) de los abuelos y tíos almaceneros o de la admiración que no pocos de ellos sienten por Mussolini. En fin, del corazón de aquella clase media urbana que se fue gestando durante las primeras décadas del XX y que, según especula el diarista, sería pinochetista avant la lettre7:

Las viejas cacerolas de la clase media chilena han vuelto a sonar, pero aseguraría que tras sus desplantes ante la dictadura, sólo hay el propósito exclusivo de ser atendida económicamente (…) esa mesocracia continúa siendo pinochetista pues, aunque no lo quiera, el espíritu de la dictadura se ha metido en su alma, si es que no estaba latente en ésta mucho antes del golpe militar (Círculo 319).

El puesto de “honor” en este cuadro familiar lo ocupa sin duda Raúl Marín, quien encarna mejor que nadie aquella moral acomodaticia y ese afán de medrar económicamente que su hijo escritor atribuye a la clase media chilena. Con el plus añadido de conservar varias mañas de la oligarquía. Terrateniente frustrado -pues su destino de “patroncito” se ha visto tempranamente truncado por la repentina quiebra de su padre-, se propone empezar desde cero en Santiago. Primero como dependiente en un gran almacén, luego como vendedor de electrodomésticos, más tarde (ya en el volumen siguiente) como administrador de una pompa fúnebre y, finalmente, haciendo oscuros negocios inmobiliarios que, en los años cincuenta, le permitirán por fin comprar el codiciado chalet en Las Condes y una casa en la playa. Aunque en su juventud haya manifestado cierta tendencia a la rebeldía (rebeldía “futre”, en todo caso, pues con sus compañeros del internado jesuita leyó a Nietzsche a escondidas de los curas, jugó a la ruleta rusa y participó en una que otra gamberrada “fascistoide”), es, por sobre todo, alguien interesado en salvar su propio pellejo y dispuesto a sacar provecho de cualquier situación. Cuando se entera de que un perseguido político de la dictadura de Ibáñez se oculta en el mismo prostíbulo que él suele frecuentar, decide delatarlo a cambio de cierta suma de dinero. Más tarde se unirá a la Milicia Republicana, organización paramilitar que funcionó durante el segundo gobierno de Alessandri, movido “por unas imprecisas razones patrióticas, llevado tal vez por una dosis de oportunismo” (Círculo 440). Su participación en ella le brindará, por lo demás, la excusa perfecta para sus escapadas vespertinas al prostíbulo de su amiga Victoria Olea (lo que no deja de ser una forma harto irónica de poner en práctica el lema de la Milicia: “Orden, paz, hogar y patria”). Raúl Marín es también un tirano doméstico que golpea con frecuencia a sus mujeres, un padre autoritario y un ferviente anticomunista partidario de la “mano dura”. Al recordar el paso de Recabarren por Carahue, lamentará que su padre (el abuelo Juan Alberto) se haya mostrado en esa ocasión demasiado “blando”. En lugar de esperar a que el “agitador” terminara su discurso en la plaza del pueblo para ordenar su arresto por la Guardia Rural, él, Raúl, hubiera preferido que se lo despachara de un tiro en la nuca: “No habría existido esa tarde, durante aquel remoto crepúsculo de febrero, mejor elocuencia que el ruido de aquel balazo en la nuca y hoy, anda a saber, quizá las cosas no serían como fueron” (95). Finalmente, Raúl es también culpable de un crimen que ha quedado impune. En su adolescencia, durante una cacería solitaria, disparó accidentalmente sobre un mapuche oculto en la espesura. En lugar de asistirlo, huyó para luego regresar al lugar, rematarlo y ocultar toda evidencia, “no sé bien por qué” (114). Tales son las credenciales de este padre de familia y exitoso hombre de negocios que, según pretende, solo deseaba “ser un ciudadano más, tranquilo y normal, que respiraba el presente sin dificultades” (419).

Como era de esperar, el personaje del escritor ocupa un lugar excéntrico en el álbum familiar de los Marín-Sessa. Forma parte de aquellos que nunca “saldrán en la foto”, según la expresión utilizada por Esther Kaminsky, una amiga de juventud de Raúl Marín: “En Chile, nadie es eterno excepto la derecha, pichón, y quien crea lo contrario, nunca saldrá en la foto, está condenado a quedarse afuera” (301). Expulsado de la Escuela Militar por mal comportamiento (Las cien águilas), estudiante intermitente de la Facultad de Letras (La ola muerta), contrabandista (La ola muerta) o escritor fantasma exiliado en Barcelona, Marín hijo está lejos de exhibir las prendas del éxito económico y social que ambiciona su parentela, dedicada mayoritariamente al comercio.

Hay, por cierto, una segunda familia en la que el personaje de Germán Marín se perfila también como una oveja negra: aquella compuesta por el nutrido grupo de intelectuales, escritores y obras literarias que aparecen citados en los diarios y notas. De San Agustín a Proust, de Rulfo a Sarduy, de Enrique Lihn (verdadero caballito de batalla de Marín) a Federico Gana o de Jean Baudrillard a Max Weber. Como ocurre con la familia sanguínea, aquí también hay figuras señeras con las que establecer parecidos y diferencias. Pablo Neruda, por ejemplo, es incluido en el reducido bando de los “escritores felices”, aquellos que alcanzan la paz consigo mismos, su obra y su medio, pero que, según declara Marín en su estilo altisonante, pecarían de ingenuos cuando no de serviles a tal o cual poder: “El idealismo edulcorado le hacía al vate de Isla Negra algunas pasadas de cuidado, consecuencia tal vez de la militancia comunista, tan proclive ayer ésta a una retórica pacifista, falsamente bonachona, manipulada desde los intereses internacionales de la URSS. El museo de cera chileno es inagotable y podría señalar otras figuras” (Las cien 218). Ni qué decir que el personaje de Marín -escéptico, amargado, marginal y canallesco- se incluye en el bando opuesto: el de los escritores “negativos” (o melancólicos), siempre insatisfechos con su obra y siempre a contrapelo de las corrientes hegemónicas de su tiempo y de su medio. En otras palabras, él sería ese excéntrico de la familia que prefiere correr por fuera de los valores (o antivalores) de la mesocracia chilena y por fuera del canon nacional. No es de extrañar que su “escena originaria”8 esté descrita en los términos de un engendramiento maldito, donde lo peor de la vieja oligarquía y lo peor de la pujante clase media se funden a través de la violencia:

Fuiste engendrado por un coito que tu madre se resistió a tener una tarde de invierno, luego de volver de la casa de los Sessa, donde habíamos ido a almorzar como cada domingo (…). El vino me había enturbiado la sangre y empleé la violencia para doblegarla ya que, sin advertir mi decisión, creyendo que solo estaba un poco mareado, me juró que no se sacaría la falda. Pero yo sí pretendía que se empelotara. Arrojada sobre el lecho se resistía a hacerme caso mientras trataba de abrazarla y recuerdo que, luego de propinarle algunos bofetones, guardados desde que la conocía, le dejé transformadas en unos jirones la blusa, la falda, la enagua… (Círculo… 453).

Mariela Fuentes ha planteado que la búsqueda del origen familiar y biográfico en Historia de una absolución familiar es recursiva, puesto que ella “se convierte en una reflexión sobre la génesis de la escritura”, que solo encuentra respuesta en la escritura misma (10). Pero esta “reflexión de la génesis de la escritura” tiene también una dimensión pragmática a la que ella no ha prestado demasiada atención en su artículo: producir, junto con su obra, “un personaje de autor” (Premat 2009). Es decir, una identidad ficticia, polisémica, “a medias entre lo biográfico y lo imaginado, a la vez fantasmático y socialmente determinado, involuntario y consciente de sus actos, y en todo caso, operativo en la circulación de sus textos” (Premat 28). De ahí la abundante información que en cada uno de los tomos de la trilogía se nos entrega sobre las afinidades literarias y teóricas de Marín, sus rutinas y manías de escritor, sus proyectos literarios en agenda, sus estados de ánimo, incluso las posibles líneas de interpretación de su obra. En fin, todo un aparataje metaliterario que el escritor argentino Alan Pauls ha comparado acertadamente con el backstage de una estrella de rock. Un material “inestable, digresivo, a la vez suculento y frívolo” (19), destinado a satisfacer la insaciable curiosidad de los groupies y que, en el caso de Círculo vicioso al menos, es inclusive anterior a la existencia de un público curioso.

Como hace notar el mismo Pauls en su interesante prólogo a La ola muerta, el tipo de escritor encarnado por el personaje de Germán Marín es en buena medida un ideal moderno. El muchacho que en el tercer volumen de la trilogía emigra a Buenos Aires para llevar una vida errática, mitad universitaria, mitad delincuencial, puede ser leído como un revival de ese artista-flâneur en que “la holganza” y “la falta de convicciones” van de la mano (Pauls 21-22). O bien, como un adepto de ese credo vanguardista que Margarita Saona percibe en el protagonista de Rayuela: “El escritor, para ser escritor, debe renunciar a la familia y a la nación” (2004: 126). El asunto del exilio y de su prolongación en la transición contribuye, no obstante, a dar un giro de tuerca al tópico moderno del artista marginal o transgresor. El bicho raro de la familia, el estudiante de letras involucrado en actos reñidos con la ley y la moral, pero “limpio” de pasiones políticas, es postulado como el antecedente necesario del escritor melancólico de la postdictadura, ese que “viene de vuelta” de todos los trasiegos de la historia. O como antecedente de lo que el poeta José Ángel Cuevas considera un “intelectual negativo”, cuya única función posible en el Chile neoliberal sería la de erigirse en “comentarista de la catástrofe” (s/p). Sin querer cuestionar la necesidad de ese rol ni mucho menos, creo que es necesario preguntarse si efectivamente debe tenérselo por el único posible y preguntarse, asimismo, por las eventuales limitantes de un domicilio fijo en la melancolía. Tal como advierte Edward Said, hay una clase de intelectual en el exilio que “tiende a ser feliz con la idea de infelicidad, de tal suerte que una insatisfacción próxima a la melancolía, una especie de malhumor gruñón, puede convertirse no sólo en un estilo de pensamiento, sino también en una nueva morada, siempre que sea temporal” (73).

La historia de Chile como círculo vicioso

Toda historia familiar se articula a partir de un puñado de eventos (nacimientos, matrimonios, muertes) que se reanudan generación tras generación. Entre un hito familiar y otro tienen lugar importantes rupturas y transformaciones, pero también algunos continuismos (rasgos, oficios, nombres). La trilogía de Marín -como ya lo sugiere el título de su primer volumen, Círculo vicioso- no es ajena a la dimensión recursiva del tiempo familiar. El personaje de Germán heredará determinados aspectos de la personalidad de su padre: su voyerismo, su actitud patriarcal, su cinismo e, incluso, su inclinación por la delación (cuando en La ola muerta se convierta en soplón de la policía argentina). O el fanatismo de su madre por el cine. O la marginalidad de su tío Belisario, quien lleva en Europa una existencia errática. O aquel desarraigo y aquella ausencia de amor que caracterizan a casi toda su familia y que, según Echevarría, conforman “el ADN del país” (23). Pero, si miramos hacia el trasfondo histórico de la novela, también encontramos recurrencias significativas. Una simetría entre ese entonces de los padres y el ahora del hijo exiliado. Entre el Chile del primer tercio del siglo XX y aquel otro finisecular. Entre las persecuciones y torturas que tienen lugar durante la dictadura de Ibáñez y las que ocurren bajo la de Pinochet. Entre la componenda de antiguos adversarios políticos tras el regreso de Alessandri y la transición pactada que se avizora a finales de los ochenta. Entre la trágica muerte de Recabarren y la debacle de los proyectos revolucionarios. Un paralelismo que parece sugerir que ciertas transformaciones son solo aparentes y que lo esencial, el reparto del poder, se mantiene inmutable al final del día. Esther Kaminsky -la ya citada amiga judía y socialista de Raúl- explicita la que parece ser la premisa pesimista de toda la trilogía: “el país está condenado a vivir en el orden” (Círculo 216). En otros términos: la oligarquía no desaparece ni se destruye, solo se transforma; la clase media se acomoda a lo que venga y el pueblo se ve obligado a hacer mutis por el foro…

Precisamente, es el pueblo el que queda en los márgenes de aquella “foto” a la que aludía la misma Esther Kaminsky, suerte de “Pepe grillo” al interior de la novela. Mientras el personaje del escritor “compensa” sobradamente su posición excéntrica en el álbum familiar-nacional al ocupar un lugar más que central, omnipresente, en su libro, aquel suele aparecer solo de refilón en las páginas de Círculo vicioso. En el puñado de campesinos silenciosos que escucha a Recabarren en la plaza de Carahue, en el gran contingente que acompaña su féretro algunos años después en Santiago, en la multitud que celebra alborozada (e ingenuamente) el retorno de Alessandri, en el cuerpo agónico del mapuche herido por Raúl. La excepción más importante la constituyen, quizá, los capítulos dedicados a la juventud del tío Alfonso Sessa, que todas las madrugadas arrastra su carretón de mano para abastecer en La Vega Central el almacén familiar. Será también este personaje quien protagonice, junto a su tía Rossana (“esposa del primo de su padre” [176]), una atractiva versión popular del romance de Paolo Malatesta y Francesca Polenta. Mientras los amantes de Dante se entregan a su amor prohibido tras leer un pasaje de Lancelote, Alfonso y su tía se enamoran leyendo “la novela semanal” (149-150) y asistiendo a las funciones de cine del Teatro Capitol. Sin embargo, no son pocas las escenas de Círculo vicioso en que el pueblo y sus representantes aparecen descritos desde el marco de una ventana o mediante el relato indirecto de algún personaje ajeno a ellos. El ejemplo más representativo lo constituyen las páginas donde se describe el regreso de Alessandri en marzo de 1925 (quien había dejado su cargo tras el llamado “ruido de sables”). Episodio que, por lo demás, parece hacer eco de la conocida afirmación con que Marx arranca El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, según la cual personajes y eventos de la historia ocurren dos veces, una como tragedia y otra como farsa: el “León” que regresa “domado” es una versión espuria de aquel “León de Tarapacá” en que clase media y obreros habían puesto sus esperanzas en el año 20. En las páginas en cuestión, el narrador contrasta el espacio público donde tiene lugar una manifestación política con un interior burgués erotizado o pervertido. Mientras una multitud desfila por la calle Estado celebrando el regreso del “León”, en el salón de té de la tienda Gath & Chaves, cunde el pánico. Las clientas, creyendo que es el inicio de la revolución social, se levantan asustadas de las mesas, la orquesta deja de tocar y las fantasías sexuales que Raúl Marín (por ese entonces empleado de la tienda) había estado tejiendo en torno a estas señoras se interrumpen abruptamente. Sin embargo, no toma mucho tiempo restaurar la normalidad. Basta con que la gerencia de la tienda, “los jefes ingleses” (336), dé la orden de reanudar la música:

La orquesta regresó enseguida al estrado. Luego de un momento, luego de señalar su director en pocas palabras, señoras, señoritas, todo sigue igual, aquí no ha pasado nada, echó a tocar de rebato, mientras los mozos plegaban las cortinas a un lado y abrían las ventanas, los acordes de la Canción Nacional que la garuma recibió abajo alborozada, entre vítores, entre aplausos, donde como pude ver los más entusiastas arrojaban sus sombreros al aire en una confusión de bombines, cannotiers y panamás. Muchas de las damas habían regresado a sus mesas y algunas, con mayor o menor timidez, espiaban amparadas en las cortinas el desfile por la calle Estado hacia Alameda, pues como ahora era previsible, la sangre no llegaría al río (…). La orquesta también había perdido buena parte de su temor e interpretó de inmediato, de acuerdo a las instrucciones, el típico Cielito lindo del alessandrismo, no faltaba más, que provocó en la gallada de abajo una corriente de emotividad llevando a muchos a entonar esa vieja canción de esperanzas (…). Media hora después el desfile terminó de transitar ante Gath & Chaves y sobrevino en el tea-room, en medio de la ligereza de la música, vuelta de nuevo a su repertorio, un extraño silencio que, según se desprendía de esos rostros aún tensos, traducía el sentimiento de alivio que se respiraba luego de superar el peligro de la masa vociferante (336-7).

El pasaje ilustra de manera ejemplar el saldo político de los años 1920-1925, favorable a la derecha: son los “jefes ingleses” quienes llevan la batuta durante esta segunda proclamación de Alessandri; las elites tienen un talento especial para fagocitar a sus antiguos enemigos; el poder se ha trasladado de las calles a la tienda y, pese a las aprensiones de las señoras, “la masa vociferante” acaba por perderse de vista tras una esquina de Santiago (o de la historia). Muchos años después, según nos informa una de las numerosas notas de la novela, Raúl Marín verá con espanto reaparecer una masa semejante durante la Unidad Popular: “Esta multitud representaba para mi padre la invasión zoológica que venía de la periferia a adueñarse del centro de la ciudad” (388). Pero en el momento en que Germán evoca el horror de su padre, “el peligro de la masa vociferante” ha sido nueva y brutalmente conjurado. La máxima o profecía de Esther Kaminsky se ve así confirmada: “En Chile, nadie es eterno excepto la derecha” (301). La historia de Chile es presentada en la trilogía como un círculo vicioso. No solo porque el poder parezca retornar siempre a las mismas o parecidas manos, sino porque en su centro se encuentran los nudos ciegos de la revolución y de la reacción, nudos en torno a los cuales la narración orbita silenciosamente. En palabras de Rafael Gumucio, “los años sesenta, la Unidad Popular, y el golpe de Estado” conforman “el agujero en el centro del pozo alrededor del cual el relato de vez en cuando se asoma espantado para con más miedo aún huir” [s/p].

Ni siquiera lo que silbo está ya de moda

Como ya lo adelantaba al inicio de este artículo, a lo largo de toda la trilogía, pero especialmente de Círculo vicioso, su autor demuestra una afición especial por las mercancías, estilos y artefactos culturales del pasado. Tanto es así que hasta podría sostenerse que él es la contracara de aquel artista “verdaderamente moderno” que, según pregonaba Baudelaire, poseía un “ojo de águila” para captar el más mínimo cambio de la moda (1380). Lo que a Marín le interesa es, precisamente, lo que ya pasó de moda, aquello que alguna vez fuera promesa de modernidad (o de glamour, confort y novedad), pero que hoy es materia de anticuario: viejos eslóganes publicitarios (“por convicción y doctrina, beba Santa Carolina” [Círculo 336]), la programación rotativa de los “biógrafos” (con títulos como El aventurero, La carreta fantasma y El rey del mar), olvidadas prendas femeninas (como el bullarengue o polisón), publicaciones seriales desaparecidas (Pacífico Magazine, Las Noticias Gráficas, La Lira Popular), descoloridas fotografías de los abuelos, estrellas de cine en blanco negro (Pola Neri, Shirley Temple), etcétera, etcétera. Indudablemente, la fascinación con los productos y modas del pasado, e incluso su extendida explotación comercial, es desde hace tiempo moneda corriente en la cultura contemporánea. Puede asociarse con aquella “moda nostalgic” que, según postula Jameson, reemplaza la historicidad en el postmodernismo (1991). O con aquel extendido “giro hacia el pasado” que, de acuerdo con Andreas Huyssen, caracterizaría a la cultura occidental contemporánea (2002). Pero en el caso de este y otros narradores de postdictadura (pienso, por ejemplo, en Álvaro Bisama, Cynthia Rimsky y el argentino Pedro Mairal), percibo que dicha fascinación suele tener un cariz harto melancólico: es en tanto “vanitas” del progreso y de la modernidad (o del imaginario de la modernidad y del progreso) que ciertas tecnologías, modas y mercancías descontinuadas (o descompuestas, o marginales o desechadas) figuran generosamente en algunas de sus novelas.

De otra parte, al menos en lo que respecta a Marín, lo démodé es también un ingrediente central para la construcción o la legitimación de su figura de autor. El escritor que regresa al país a principios de los noventa publica sus primeras novelas y sostiene un rechazo visceral frente al presente de la transición y de la postdictadura, se presenta reiteradamente como alguien “venido del pasado” (El palacio de la risa 13). Entre más lejano, mejor (lo que quizá explica por qué la historia autobiográfica que traza en esta trilogía tenga como límite los años finales de la década del cincuenta). En este contexto, no sería descabellado argumentar que su inventario de los más diversos aspectos del pasado, su estilo engolado, su gusto por las palabras o frases anticuadas o su publicitada costumbre de escribir a mano son formas de enfatizar el carácter extemporáneo de su personaje. Incluso su recalcitrante voyerismo podría leerse en el mismo sentido: el escritor mirón (como lo es también el narrador de En busca del tiempo perdido) es el último testigo de un mundo que ya no existe.

Una vía alternativa para explicar la proliferación de referentes démodés en la trilogía es la que propone Bisama, probablemente el más “mariniano” de los escritores de su generación. Según sostiene en una reseña dedicada a una novela relativamente reciente de Marín, este escritor es nostálgico “solo en apariencia”, pues su uso reiterado del pretérito no sería más que una excusa para trazar “la cartografía de un país que solo existe en la ficción” (s/p). En parte es cierto. Por ejemplo, en la extensa nota de Venzano Torres acerca de la posibilidad, alguna vez acariciada por su amigo Germán, de construir un “Santiago imaginario (…), inventado por la memoria a partir de diversos antecedentes tanto literarios como documentales” (Círculo 259), todos anteriores al Golpe Militar. En parte, es lo que hace el propio Bisama en una obra como Caja negra (2006), donde incluye una enciclopedia apócrifa sobre el cine chileno de clase B. Tanto el Santiago imaginario de Marín como la enciclopedia gore de Bisama representan propuestas alternativas a la cultura hegemónica, intentos por sortear el peso de la tradición o de la historia. La “cronotoponimia” de Marín, que así es como llama el larguísimo listado de lugares que conformarían el mapa de su Santiago imaginario, tiene incluso una dimensión utópica. Como el “bello barrio” del poema-canción de Mauricio Redolés, este Santiago permanecerá siempre incólume al horror dictatorial y a la muerte9. Cito solo algunos de sus numerosos hitos que abarcan casi seis páginas:

El Restaurante y Fuente de Soda El Naturista, fundado en 1934 por Ismael Valdés Alfonso que, hacia 1970, se trasladó a la calle Moneda. El teatro Principal, escenario de muchas compañías de arte dramático, cuya sala se constituyó después en pionera del cinematógrafo de función continuada, dedicada a proyectar cortometrajes, especialmente noticiarios extranjeros, durante la Segunda Guerra Mundial. La Tienda A La Ville de Nice, donde se presentaron en 1945 las Goldwyn Girls, conjunto de promoción de la Goldwyn-Mayer, del que formaba parte “la rubia estrábica Virginia Mayo, a quien los adolescentes de entonces mucho le deben de sus sueños húmedos”. La Boîte y Restaurante Waldorf, fundada en 1952, donde actuaron, entre otros, Charles Trenet, el intérprete de Hojas muertas, y el rey del jazz, Louis Armstrong (260).

En la “cronotoponimia” todo tiene cabida, lo extinto, lo existente y lo imaginario, y además de forma simultánea. La enumeración permite, como permite a veces la memoria (o la memoria ligada a la imaginación), abolir las distancias temporales y traer las cosas más dispares de regreso al presente. Pero, al mismo tiempo, la enumeración pone de manifiesto los límites de todo archivo. Entre más información contenga, o entre más azarosa sea, más probable resulta que alguno o muchos de sus elementos caigan en el olvido (¿quién podría leer de cabo a rabo la lista de locaciones que nos propone aquí Marín y retener algo?). Quizá este es otro círculo vicioso de la trilogía: el anhelo de raigambre temporal o el anhelo de encontrar en el origen una explicación empujan al escritor-historiador a seguir escarbando en el pasado y aportando datos. Datos dispersos y heterogéneos, importantes y nimios, verdaderos y ficticios. Datos entre los que, inevitablemente, termina por colarse otra vez el olvido.

En todo caso, el interés por los productos culturales y materiales del pasado tiene también su importancia en el nivel de la diégesis. No es gratuito que el padre provinciano y la madre italiana del escritor coincidan en el gran almacén Gath & Chaves (antecedente aristocrático del mall) ni que, según veíamos en el apartado anterior, sea en él donde se orqueste el espectáculo de la unidad nacional. La historia de la familia y de las clases medias aparece, pues, estrechamente ligada a la historia del consumo y de la cultura de masas. Dos personajes femeninos tienen aquí especial relevancia: Silvina y Elvira. La primera, abuela paterna de Germán, es caracterizada como una señora alegre, botarate y frívola, que se aburre mortalmente en la hacienda de su marido y que todos los años pasa una temporada en Santiago con el objetivo de distraerse y de renovar su abultado ropero. La segunda, la madre de Germán, es descrita como severa, frígida y enfermizamente ahorrativa, a la vez que una fan incondicional de las estrellas de cine y los melodramas. Como puede adivinarse, ambos personajes remiten a estereotipos femeninos y no es raro que, pese a sus diferencias, sean calificadas de “histéricas” por las tres voces masculinas (padre, hijo y editor) de la novela. Es en boca de la más refinada Silvina que encontramos la siguiente cita atribuida a Giacomo Leopardi: “la moda es la madre de la muerte” (Círculo 191), frase que el destino de este personaje grafica casi literalmente. Después de morir ahogada en la tina de un hotel de lujo, sus ropas serán heredadas por su chaperona, Victoria Olea, que más tarde, cuando se convierta en regenta de un burdel, las repartirá entre “sus niñas” para sorpresa (y regocijo edípico) de Raúl (411- 415). Elvira Sessa, por su parte, tiene como hobby de juventud la confección de muñecas inspiradas en sus estrellas de cine mudo favoritas. La falta de recursos la obliga a emplear los más peregrinos desechos como materia prima, desde trozos de vidrio a alas de moscas. Los resultados nunca la dejan conforme, pues sus pobres muñecas están lejos de parecerse a las fotos de Pola Negri que utiliza como modelo y su talento termina siendo empleado en la elaboración de figuras vudú por encargo (101-105). Ambos episodios pueden ser perfectamente leídos como autorreflexivos: así como Elvira arma muñecas a partir de desechos y Raúl recupera las prendas de su madre en un prostíbulo, el hijo novelista “escarba en el basurero de Chile” para escribir sus novelas. Desde otro punto de vista, creo que ejemplifican la relación que Marín suele establecer (¿de forma harto tradicional? ¿o con una cuota significativa de originalidad?) entre sexo femenino, mercancía y muerte: en el delicado ropero de la abuela se incuba la corrupción, en la “casa de placer” trabaja una prostituta llamada Moira (cuyo nombre recuerda irónicamente al de la virgen María, pero también al de las Parcas en la mitología griega y no por nada es ella quien, en el segundo tomo de la trilogía, encabezará el cortejo fúnebre de Victoria Olea), las muñecas vudú de la madre son una versión degradada de las hechiceras estrellas de cine.

Lo cierto es que esta trilogía (y la narrativa de Marín en general) está cargada de viejos arquetipos patriarcales: la mujer fatal, la devoradora de hombres, la joven esfinge, la bruja… Incluso la memoria, invocada constantemente a lo largo de Historia de una absolución familiar, es personificada como una amante peligrosa frente a la que el escritor debe permanecer en guardia: “La memoria es una perra fiel, pero también caprichosa” (Las cien 241). Tampoco escasean las acotaciones misóginas por parte de los narradores (del tipo: “Nunca una mujer es igual a otra por puta que sea” [La ola 300]). Tanto es así, que en determinado momento el muy secundario personaje de la mujer del escritor, Juana, se ve en la necesidad de llamarle la atención… para desaparecer inmediatamente (La ola 200). Alguien podría argumentar, con no poca razón, que todo esto es pastiche, ya sea del realismo, de “la estética rioplatense de bajos fondos” de un Arlt o de un Onetti (Pauls 21) o de la vertiente más melodramática de la cultura popular latinoamericana (la de los boleros, los tangos y la novela semanal) de la que Marín, como el personaje de su madre, es un gran fan. Tampoco puede negarse que hay cierta dosis de amargo humorismo en el contraste que la narración establece entre los fogosos episodios de la diégesis (repletos de vampiresas) y la aburrida rutina del escritor exiliado que, como la vieja Celestina, está obligado a contentarse con el recuerdo de sus aventuras, el voyerismo y la ensoñación onanista. O que los tópicos de la pornografía, de las perversiones sexuales y de las relaciones eróticas degradadas y canallescas tienen como objetivo principal subvertir las instituciones tradicionales de la familia y la nación o, en otros casos, tematizar la corrupción individual y social del Chile de ayer y hoy. Y, sin embargo, teniendo en cuenta todo lo anterior, me parece innegable que la trilogía se constituye como una suerte de “club de Toby”. No porque sus tres narradores sean masculinos, sino porque ninguno de ellos escapa a una concepción patriarcal de la autoridad. El hijo que desafía al padre violento y derechista, funda su legitimidad como escritor en su currículo de rufián y en una relación privilegiada con el pasado. El editor, que podría servir como contrapunto de este último, es apenas un doble y un administrador de la erudición de aquel.

El imperativo genealógico

Es momento de retomar algunos aspectos, dejados hasta ahora en suspenso, sobre la relación entre los distintos narradores y niveles de la novela. La historia familiar asume, en principio, la forma de un largo monólogo que Raúl Marín dirige a su hijo. Su fecha es imprecisa, aunque cercana a la Unidad Popular, como es posible deducir a partir de las quejas que el personaje lanza contra el avance de los “bolcheviques” en Chile. No obstante, se hace difícil identificar plenamente a este narrador con “la voz del padre” (Zurita), pues su relato está cruzado por acotaciones metatextuales (“Agregar”, “Corregir”) y referencias teóricas (Pasolini, Baudrillard) que solo pueden provenir de puño y letra del personaje del hijo escritor. Claramente, es el hijo exiliado quien escribe (o engendra) al padre autoritario, impostando o parodiando su discurso, en lo que podría leerse como un nuevo intento por subvertir aquel “imperativo genealógico” que según Patricia Drechsel organiza la novela realista o tradicional. Resumo las principales hipótesis desarrolladas por esta autora en Time and the novel: en una obra realista como Los Buddenbrook el tiempo narrativo es concebido siempre en términos genealógicos: un primer evento origina una serie de otros eventos que solo encuentran sentido en relación con aquel, tal como los miembros de una dinastía patrilineal fundan su identidad y su legitimidad en la cadena genealógica que los liga al patriarca. En otras palabras, tanto la trama realista como el patriarcado se sustentarían en el prestigio de la anterioridad (3-16). Las transformaciones en la estructura narrativa llevadas a cabo por los escritores del siglo XX, siempre de acuerdo con Drechsel, se originan en su deseo de liberarse del tiempo de los padres y de manejar su propio tiempo, fuera de la tradición y la linealidad. La narrativa de las vanguardias es, desde este punto de vista, una rebelión contra el “imperativo genealógico” (24). Los objetivos explícitos de la trilogía de Marín asumen esta misma dirección: la “puesta en abismo” de las tres instancias narrativas (Zurita 21), el denso aparataje teórico que acompaña la historia, la recursividad meta-narrativa, la hibridez genérica, las continuas interrupciones del continuum narrativo (sobre todo en forma de notas y correcciones), la transgresión sexual a la que se abocan sus personajes, etc., etc., son todos elementos orientados a transgredir tanto la lógica de la literatura realista como la autoridad de la figura del padre (o de instituciones patriarcales como la familia, la nación y el ejército). No obstante, en un sentido que tal vez podríamos llamar ideológico, el “imperativo genealógico” sobrevive y reina en Historia de una absolución familiar. Ya sea porque, como sostenía en el apartado anterior, hay en la narrativa de Marín un fuerte prurito patriarcal, ya sea porque la anterioridad sigue siendo en ella un principio dominante. Es en el pasado (biográfico, nacional o familiar) donde la mayoría de los problemas planteados por la novela encuentran no solo su origen o su explicación, sino también su destino. “Amarrado al pasado como un galeote” (Las cien 402) es una frase que se aplica tanto al proyecto literario del escritor, de voluntad retrospectiva, como a su percepción melancólica y determinista de la historia: somos esclavos del pasado, estamos condenados a repetirnos o, peor aún, a degradarnos un poco más en cada nuevo ciclo10.

Para cerrar, podemos usar la misma puerta por la que entramos: la “literatura de los hijos”. A no dudarlo, obras como Fuenzalida, de Nona Fernández, o Formas de volver a casa, de Alejando Zambra, están todavía más alejadas del “imperativo genealógico” que Historia de una absolución familiar. Los relatos de Fernández y Zambra no solo echan mano de la autoficción, la hibridez genérica, la fragmentariedad y la recursividad textual, tal como hace Marín en su trilogía, sino que además privilegian la perspectiva de los hijos por sobre la de los padres, Asimismo, el asunto del origen aparece en ellos vinculado, fundamentalmente, al silencio o la ausencia (la del padre de la narradora de Fuenzalida, por ejemplo) y no ya a un mito fundacional, positivo o negativo (como es el del violento engendramiento del personaje de Germán en Historia de una absolución familiar)11. Y, sin embargo, los narradores de estas novelas están también “amarrados al pasado”. Si no como galeotes, quizá sí como niños que durante mucho tiempo ocuparon el “asiento trasero del auto” (Amaro 2013) y que ahora, ya de adultos, oscilan entre la melancolía postdictatorial, los resabios autoritarios y el anhelo de escribir sus propias memorias y hacerse de “un lugar en la historia”.

Bibliografía

Amaro, Lorena. “Formas de salir de casa, o cómo escapar del Ogro: relatos de filiación en la literatura chilena reciente”. Literatura y Lingüística 29 (2013): 109-129. [ Links ]

Baudelaire, Charles. “El pintor de la vida moderna”. Poesía completa, Escritos autobiográficos, Los paraísos artificiales, Crítica artística, literaria y musical. Javier del Prado y José A. Millán (trad.). Madrid: Espasa, 2000. [ Links ]

Bisama, Álvaro. “El último chileno”. Quepasa.cl. 28 de agosto 2013 http://www.quepasa.cl/articulo/cultura/2013/08/6-12527-9-el-ultimo-chileno.shtml/Links ]

Cuevas, José Ángel. “Ídola, novela escrita por Germán Marín”. Letras.mysite.com. Enero 2001 http://www.letras.mysite.com/marin310403.htm Links ]

De Ramón, Armando. Historia de Chile. Desde la invasión incaica hasta nuestros días (1500-2000). Santiago: Catalonia, 2003. [ Links ]

Drechsel, Patricia. Time and the novel. The genealogical imperative. Princeton: Princeton University Press, 1978. [ Links ]

Echevarría, Ignacio. “El extranjero”. Las cien águilas. Santiago: Alfaguara, 2015. 10-27. [ Links ]

Fuentes, Mariela. “En busca del ADN de la escritura en Historia de una absolución familiar de Germán Marín”. Acta literaria 41 (2010): 9-33. [ Links ]

Genette, G. Figuras III. Barcelona: Lumen, 1989. [ Links ]

Gumucio, Rafael. “La ola muerta de Germán Marín. La máquina sin tiempo”. Elpais.com. 24 de febrero 2007 http://elpais.com/diario/2007/02/24/babelia/1172277552_850215.amp.htmlLinks ]

Huyssen, Andreas. “En busca del tiempo futuro”. Puentes 02 (2002): 13-28. [ Links ]

Jameson, Frederic. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío. Trad. José Luis Pardo. Barcelona: Paidós, 1991. [ Links ]

Laplache, Jean y Jean Bertrand Pontalis. Diccionario de Psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, 2004. [ Links ]

Marín, Germán. El palacio de la risa. 1995. Santiago: DeBolsillo, 2008 [ Links ]

______ Círculo Vicioso. 1994. Santiago: Alfaguara, 2015. [ Links ]

______ Las cien águilas. 1997. Santiago: Alfaguara, 2015. [ Links ]

______ La ola muerta. 2005. Santiago: Alfaguara, 2015. [ Links ]

Pauls, Alan. Prólogo. La ola muerta . Santiago: Alfaguara , 2015. [ Links ]

Premat, Julio. Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009. [ Links ]

Rojo, Grínor. Novelas de la oligarquía chilena. Santiago: Sangría, 2011. 131-149. [ Links ]

______ “Germán Marín está de visita en El palacio de la risa”. Novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Quince ensayos críticos. Volumen II. Santiago: LOM, 2016. [ Links ]

Said, Edward. “Exilio intelectual: expatriados y marginales”. Representaciones del intelectual. Barcelona: Random House Mondadori, 2007. 59-75. [ Links ]

Saona, Margarita. Novelas familiares. Figuraciones de la nación en la novela latinoamericana contemporánea. Buenos Aires: Beatriz Viterbo Editora, 2004. [ Links ]

Zurita, Raúl. “La voz del padre”. Prólogo. Círculo vicioso. Santiago: Alfaguara , 2015. 17-23 [ Links ]

* Este trabajo se enmarca en un proyecto de tesis doctoral sobre el problema del tiempo en la narrativa chilena y argentina de postdictadura, patrocinado por Conicyt.

1Son las palabras que emplea el propio Marín para describir su proyecto literario: “Uso a Chile como un enorme basurero en el que puedo rastrear para escribir. Yo soy un novelista que vive de escarbar la basura”. Citado en el portal de Memoria Chilena: http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-3439.html

2Véase Zambra, Alejando. Bonsái. Barcelona: Anagrama, 2006 y Fernández, Patricio. Los nenes. Barcelona: Anagrama, 2008. En la que es su primera novela, Zambra esboza la figura de Gazmuri, un escritor entrado en años que necesita de alguien que digitalice el extenso manuscrito de su última novela, Sobras. El joven protagonista, que admira la obra de Gazmuri, fracasa en su intento por obtener ese trabajo, pero, en cambio, comienza a escribir su propia novela usando para ello un cuaderno similar al del viejo escritor e impostando su caligrafía. La novela de Fernández, en tanto, nos presenta a Gastón Miranda, un viejo escritor, intrigante e hipocondríaco, que también escribe a mano, y en torno al cual se levantan las pequeñas rencillas literarias que conforman el grueso de esta ficción. En ambas novelas es, pues, una figura de poder a cuya sombra se escribe o se articulan las alianzas y rivalidades del campo cultural.

3De acuerdo con Rafael Gumucio, “[e]n Marín vuelve a vivir toda la ambición de la literatura latinoamericana de los setenta, sin ninguna de sus solemnidades. Marín ha evitado cuidadosamente caer en la melancolía posrevolucionaria de los escritores de su generación” (s/p). Perteneciente por fecha de nacimiento a la generación del cincuenta (junto con Jorge Edwards y José Donoso), pero depurado de sus “solemnidades” y “melancolías posrevolucionarias” Marín representaría, en el esquema de Gumucio, ese padre (o, más bien, ese tío excéntrico) del que es posible enorgullecerse.

4En la página que Memoria Chilena consagra a Germán Marín pueden encontrarse varias de sus polémicas declaraciones sobre literatura chilena. Algunas de ellas constituyen ataques abiertos contra tal o cual autor, por lo que no pocos personajes del ámbito cultural afirman que hay algo de “matonaje literario” (y no solo de gusto por la polémica) en la actitud de este autor. Véase, por ejemplo, el artículo que El Mostrador publicó el año 2008 con entrevistas a Patricia Espinosa, Poli Délano y Gonzalo Contreras: http://www.elmostrador.cl/cultura/2008/02/06/german-marin-y-el-don-de-la-oportunidad/

5En relación con el tema del exilio (y el desexilio) en la narrativa de Germán Marín puede consultarse el capítulo que Grínor Rojo dedica a El palacio de la risa en Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. Quince ensayos críticos. Volumen II. Santiago: LOM, 2016, 131-149. Véase, asimismo, Muñoz, Nicole. La presentización del pasado como recurrencia de la memoria dictatorial en La ola muerta de Germán Marín. Tesis para optar al grado de licenciada en Lengua y Literatura hispánica con mención en Literatura. Universidad de Chile, 2009.

6Algo semejante se observa en El palacio de la risa (1995), donde el pasado oligárquico de Villa Grimaldi constituye el cenit desde el cual la casa y la historia nacional se precipitan hacia la degradación (degradación mesocrática, degradación dictatorial y degradación neoliberal sucesivamente). Véase el ya citado capítulo de Rojo. También puede consultarse Olea, Catalina. “Enciclopedia y pesadilla en El palacio de la risa de Germán Marín”. Mujeres y colaboración en tres novelas de la dictadura chilena. Tesis de Magister en Literatura. Universidad de Chile, 2014.

7En el tomo siguiente, Las cien águilas, la respuesta a esta misma pregunta apuntará al ejército chileno. Especialmente grotesca en este sentido es la escena de la masacre de los perros (329), en la que el aspirante Marín debe participar.

8De acuerdo con la teoría freudiana, la escena originaria o primaria consiste en una escena de relación sexual entre los padres, observada o supuesta por el niño, quien generalmente la interpreta como un acto de violencia de parte del padre. “Más allá de la discusión acerca de la parte que corresponde a lo real y a lo fantasmático en la escena originaria, lo que Freud parece considerar y desear mantener, especialmente contra las tesis de Jung, es la idea de que esta escena pertenece al pasado (ontogenético o filogenético) del individuo y constituye un acontecimiento que puede ser del orden del mito, pero que está ya allí, antes de toda significación aportada posteriormente” (Laplache y Pontalis 123-124).

9Transcribo la primera estrofa de Bello barrio, perteneciente al disco homónimo del artista chileno (1999): “Descubrí un bello barrio en Santiago de Chile. Es un barrio en que los camaradas no han desaparecido aún y los bares son color anilina que puede leerse al revés igual. Descubrí un bello barrio de luces antiguas y gente amable, las mujeres son bellas ánimas, aún más que una madre, y atraviesan las calles en aeroplanos. Y hay avisos y hay avisos y hay avisos y hay avisos antiguos envueltos en gazas y paños sencillos. Y el blues aún vive en la sangre y aún no llega la hora de los asesinatos…” A diferencia de Marín, que se limita a incluir distintos lugares de la bohemia santiaguina, Redolés incluye en este barrio utópico los más diversos tipos de personas: negros, mujeres, obreros, chicanos, mapuches, cabros chicos, punkys y hasta chipriotas.

10De un tenor semejante son las conclusiones a las que llega Grínor Rojo tras su lectura de El palacio de la risa: “El despojo del pasado propio se convierte, según el dictamen que ahí se propone, ni más ni menos que en la no continuidad del tiempo histórico en general, en la negativa nietzscheana a que el presente sea un heredero del pasado, así como a la de que el futuro sea un heredero del presente. Como cada uno de nuestros actos, también cada período de la historia humana agotaría su significación al interior de sí mismo, nos advierte esta víctima de la desesperanza, como un reducto sellado e incomunicado respecto de aquellos que lo precedieron tanto como de aquellos a los cuales él precede” (2016: 147-148).

11Para un estudio de estas novelas véase, sobre todo, el artículo de Lorena Amaro. Allí la autora identifica estas y otras obras (Camanchaca, de Diego Zúñiga) con los llamados “relatos de filiación”; es decir, con “narrativas que se interrogan, ya no sobre el sujeto en sí, sino sobre su herencia” familiar y/o literaria (Amaro 111).

Recibido: 04 de Mayo de 2017; Aprobado: 24 de Octubre de 2017

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons