POR JOAQUÍN PARELLADA

Sergio Beser, in memoriam

Lo habitual en muchas guías turísticas o históricas de Barcelona es empezar el recorrido por el mons Taber, por la Barcelona romana, por el barrio Gótico. Pero ya Carlos Soldevila, en su Guía de Barcelona, editada por Destino en 1951,[i] tuvo la feliz idea de principiar con una «Ojeada desde la altura» y una cita en prosa de Maragall («Oh, feliz la ciudad que tiene una montaña al lado, pues podrá contemplarse a sí misma desde la altura»). Éste será el mismo inicio que elegiremos nosotros, siguiendo al propio Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) en una obra a veces algo relegada de su vasta producción. Me refiero a Barcelones, el libro de gran formato editado en 1987 y cuyo texto acaba resultando tan o más revelador que el de otros escritos suyos, como las novelas, donde las alusiones a la ciudad son, lógicamente, más esporádicas.

Quizá el principal motivo de que el texto de Barcelones pasase algo desapercibido fue, precisamente, el formato inicial del libro, más pensado para ser hojeado que para ser leído, así como su carácter ilustrado, con fotos a toda página. Hubo que esperar hasta 1990 para que la propia editorial nos ofreciese una edición de bolsillo, sin fotografías y con el texto en la lengua original (inicialmente, se editó sólo la traducción catalana de Xavier Lloveras), para que muchos se decidiesen a leerlo. Y ahí empezó la sorpresa. Lo que a algunos les pudo parecer un trabajo de circunstancias, un mero acompañamiento de las fotografías o un texto de relativa originalidad, como tantos que surgieron al calor de los cercanos Juegos Olímpicos, era todo lo contrario: era, y es, un libro clave para entender la relación con su ciudad, una crónica de Barcelona «documentada pero subjetiva»,[ii] al estilo de su conocida Crónica sentimental de España, como afirma el propio autor en el prólogo.

Nuestro punto de partida, pues, será esta «guía», aunque no dejaremos de lado otros textos suyos: desde ciertos cuentos hasta las novelas de Carvalho (con especial interés en los inicios), sin olvidar algunos textos teóricos o colaboraciones menos conocidas. Pero no bastará con tener el libro en la mano, será imprescindible llevar en los ojos «la voluntad de ser, reeducada rincón a rincón, y en la memoria algo de cultura y de recuerdo, el recuerdo de la propia experiencia, recibida o creada, en relación con este inmenso escenario tan dura y pluralmente construido» (1990, p. 334).[iii]

 

BARCELONA DESDE LAS COLINAS
«Si contemplas la ciudad desde las colinas, ves su lógica, la ciudad cerrada de las antiguas murallas, la ciudad racionalista de la burguesía… Para mí es un modelo de ciudad inexplicable en cualquier lugar que no sea el Mediterráneo» (1985a, p. 53).[iv] Sin llegar al número emblemático de 7, varias de estas colinas son de sobra conocidas: el Tibidabo y Montjuic, claro está, pero también el Carmelo o el Putget. En estas palabras de Vázquez Montalbán, además, empiezan a aparecer algunos de sus ejes temáticos, en este caso, las murallas como elemento que un día será derribado para que la ciudad sea más libre.[v]

No es casual que algunas de estas colinas hayan sido material artístico de otros escritores, como Juan Perucho, que dedica buen número de páginas al Putget, donde vivía; o como Marsé, cuyo monte Carmelo llega a adquirir carácter de símbolo. Así lo reconoce el propio Montalbán, mientras traza una panorámica de las mismas, sin olvidar lo que será una de sus constantes, el comentario social:

Y más allá del Putget, los montículos suaves que llevan al Carmel, poblado por barracas y subviviendas con motivo de las migraciones industriales de la posguerra civil. A manera de contraste étnico y cultural entre una Barcelona marginal y una Barcelona residencial: Guinardó, Horta, Vallcarca. Ha sido en esta tierra de frontera donde se ha situado uno de los más importantes mundos novelescos de la Cataluña moderna, el de Juan Marsé, Faulkner del Guinardó y del Carmel gracias a la mirada de su personaje fronterizo, el Pijoaparte, charnego, mestizo de alma y lengua que contempla con un mismo escepticismo las dos ciudades complementarias. Desde el monte Carmel, los inmigrados han podido ver una ciudad con historia, a manera de mancha concentrada alrededor del puerto, a la sombra del castillo de Montjuic que les vigilaba a ellos de forma especial, y una ciudad amable y confiada, la de la mesocracia liberal e individualista que se fue apoderando de todos los ensanches extramuros, subiendo progresivamente hacia las laderas de Collserola y el Tibidabo dominante (1990, pp. 27 y 28).

 

Ni Carvalho ni su autor, sin embargo, contemplan la ciudad con el ánimo desafiante de un Pijoaparte, o de su modelo Rastignac. Su perspectiva es crítica, descriptiva, analítica y algo poética. El detective, tras una estancia de unos días fuera de la ciudad, siente la necesidad de reflexionar sobre la mirada desde las alturas, ahora incentivada por el Mediterráneo como telón de fondo, gracias al día soleado, y por la compensación gastronómica (acabará comiendo en La Estancia Vieja): «Era un día de sol y las colinas enfrentadas del Tibidabo y Montjuic aparecían respaldadas por un Mediterráneo que prolonga la sangre de los ribereños hasta los límites de los cuatro puntos cardinales más propicios del mundo. Una fe mediterránea en la vida se apoderó de sus músculos cansados y al llegar a la salida del cinturón de Ronda a la Travesera de las Corts equivocó voluntariamente la ruta de casa para buscar la de la Diagonal…» (1981, p. 286).

Si la mitología del Mediterráneo resulta evidente, Vázquez Montalbán encuentra en la historia legendaria de los caldeos otro elemento útil para sus intereses: «La gente sabe que esta ciudad es una patria que cada cual posee mediante la hegemonía de la propia memoria… Pero esa memoria posesiva comenzó aquel día en que, como los antiguos caldeos, comprendieron que en lo esencial el mundo terminaba en las colinas que alcanzaban a ver los propios ojos» (1990, p. 349). La idea de las colinas como murallas naturales, más allá de las cuales nada existe, se supedita aquí a la reflexión de la ciudad como patria, a partir de la memoria, nuevo lugar común que iremos encontrando aquí y allá.

 

EL TIBIDABO. VALLVIDRERA
Del Tibidabo le interesa poco la referencia bíblica del nombre o el templo expiatorio, a imitación del Montmartre parisino que purifica los pecados de su población tras excesos revolucionarios. Esta colina, la más alta desde la que se puede divisar la ciudad, es la atalaya —física y sentimental— a la que los barceloneses suben de vez en cuando para contemplar su metrópolis y señalar con el dedo sus edificios emblemáticos. Es, además, la montaña del esparcimiento festivo, donde algunos aprecian más las atracciones de antaño (como el avión de cartón piedra, los autómatas o los espejos cóncavos y convexos) que las inventadas por la moderna tecnología:

En la cumbre del Tibidabo apareció el primer parque de atracciones moderno que hubo en España, así como en sus inmediaciones se construyó el primer observatorio planetario de la Península: el Fabra. Las atracciones […] convocaron a los barceloneses, en busca primero de la atalaya, a manera de zancos alzados sobre el más alto punto de vigía de Barcelona […]. Junto a la atalaya apareció un buen día un avión varado, capaz de dar vueltas por un círculo fijo y ofrecer la ilusión del vuelo a aquellas masas de domingo que aún no presentían la existencia de líneas aéreas regulares (1990, pp. 32 y 33).

 

Ningún lector de las novelas de Carvalho ignora que éste tiene su vivienda en Vallvidrera y la mayoría conoce asimismo el origen biográfico de este dato. Ya en 1985, en sendas conversaciones con sus colegas González Ledesma y Jaume Fuster, comenta esta circunstancia: «Yo soñaba en el campo por la sencilla razón de que vivía cerca de gente que también soñaba en él. Sueño de corto alcance, por supuesto: ir a Las Planas o cosas así. Era una Barcelona en la que mi gente aspiraba a cosas tan sencillas como llegar un día a cultivar unas alcachofas. Yo me consolaba contemplando una Barcelona soñada desde una especie de mirador de Vallvidrera, que es precisamente donde vivo ahora, incluso mi adoración por aquel lugar me hizo situar a mi personaje Carvalho en Vallvidrera, como todo el mundo sabe». Y, en su diálogo con Fuster, añade que vivir allí le produce una «sensación de cierta distancia», que le permite ver la ciudad «como una individualidad total» y así tener la impresión de que se trata de una persona, al tiempo que insiste en cierta fijación infantil (1985a, p. 52). Destaquemos la personificación de la ciudad, pues encontraremos muestras de ello más adelante.