POR ANNA CABALLÉ
He dicho y escrito en numerosas ocasiones que siento una enorme admiración por Lidia Falcón desde que leí su texto autobiográfico Los hijos de los vencidos (1939-1949). Podría decir que mi admiración nació antes, de ver cómo luchaba por las libertades políticas y los derechos de las mujeres en la España de los años setenta, pero no. Es decir, no sería cierto hasta ese extremo, el de la admiración, un sentimiento, el más opuesto que cabe pensar al de la envidia, porque al admirar a alguien permitimos que las mejores influencias nos penetren, enriqueciéndonos por dentro.

Recuerdo cómo un colaborador de la Unidad de Estudios Biográficos llegó un día al despacho, en la primavera del 89, diciéndonos a todos que acababa de leer un libro que lo había conmovido de manera profunda. Lógicamente, inquirimos por el título y por el autor, en este caso autora, y nos hizo un breve resumen de su contenido. En aquel momento, Los hijos de los vencidos (publicado por Pomaire en 1979) sólo estaba disponible en la biblioteca del Pabellón de la República y allí fui a la semana siguiente sintiendo una gran curiosidad. Aquella mañana, en una de las mesas dispuestas en la sala de lectura, tuve ocasión de comprender el inmenso drama que había acechado a la escritora, abogada y feminista en los primeros años de la posguerra, y también mucho después, cuando fue encarcelada en la prisión de la Trinidad de Barcelona, acusada de publicar y distribuir Mundo Obrero y otra literatura entonces llamada «subversiva». En la cárcel, Lidia Falcón recibió la noticia de que su madre, Enriqueta O’Neill, exhausta, había puesto fin a su vida el 17 de noviembre de 1972, un miércoles, ingiriendo varios tubos de pastillas, incapaz ya de soportar una desventura más, en este caso, el encarcelamiento de su única hija por un motivo tan noble como defender un sistema político de libertades.

Imagino a Enriqueta O’Neill en los años cincuenta o sesenta, en Barcelona, enviando sus manuscritos, tal vez Una mujer frente a su destino o Matando siglos en Boca de Aroa, al Premio Nadal, o después al Premio Biblioteca Breve de Novela de Seix Barral, animada por las oportunidades literarias que en pleno franquismo se habían brindado a otras mujeres, a raíz del impacto ocasionado por la publicación de Nada, en mayo de 1945. Una novela escrita por una jovencísima Carmen Laforet, ignorante entonces, al describir su propio desconcierto vital en una ciudad triste y hambrienta llamada Barcelona, que estaba expresando en clave literaria el sufrimiento y la desolación de todo un país. Enriqueta O’Neill esperaba, asimismo, una oportunidad que pudiera dignificarla intelectualmente, como recuerda, todavía dolida, su hija, en su magnífico y sentido relato de infancia. Una oportunidad que, como sabemos, nunca llegó.

Bien, hasta entonces yo nada sabía de la biografía de Lidia Falcón O’Neill, de su dificilísimo pasado, de sus orígenes en el seno de una familia librepensadora y culta que se estrelló en el pavimento del franquismo intentando sobreponerse a la derrota republicana del 39. Una familia compuesta por seis mujeres, solas, en la Barcelona de 1941, y que sólo contaría con la imprescindible ayuda de un hombre discreto, José Bernabé. Éste ni siquiera compartía los ideales librepensadores de aquellas mujeres, pero lo cierto es que se había enamorado de Enriqueta O’Neill hasta las cachas.

Si no fuera por el dramatismo y la verdad de sus páginas, el libro de Lidia Falcón podría titularse Lidia y su extraña familia. Lidia, por supuesto, no es Maribel, la protagonista de la obra de Miguel Mihura y, desde luego, no puede decirse que Los hijos de los vencidos adolezca de la chanza que, en general, tiene la producción de Mihura, pero en ambos casos se produce un choque de realidades, un conflicto entre dos mundos: el de una familia que vive inmersa en sus propios ideales y la dura verdad de un mundo inhóspito, sin concesiones. Mihura resuelve el conflicto con una sonrisa permanente y un final feliz, mientras Lidia Falcón evoca con una memoria viva, todavía lacerante, el pasaje brutal de un mundo libre, aunque muy revuelto, a otro, el franquismo, que no fue libre porque no quiso serlo.

El libro se publicó en 1979 (hay que ver cómo le gusta a Lidia Falcón el número 9), que reeditó en su propia editorial, Vindicación Feminista, y es el primer volumen de sus memorias. Ella ha querido, en lo sucesivo, fraccionar su valiosa aunque no siempre acertada escritura autobiográfica, que tanto ayuda a comprender los entresijos de una época y las evoluciones de una lucha política y moral, en varios volúmenes, que aspiran a reunir la totalidad de sus múltiples facetas públicas y privadas, agrupados por afinidades históricas o temáticas. Los hijos de los vencidos y su espléndida continuación, La vida arrebatada (Anagrama, 2003), dan cuenta de su evolución personal, desde la niña de seis años que viaja a Barcelona con su abuela. Ambas salen de Madrid, en 1941, a fin de reunirse con la madre de la pequeña Lidia que ha encontrado un modesto empleo de secretaria nada menos que en la Delegación de Prensa y Propaganda. Hasta llegar a la mujer que asume la separación de Eliseo Bayo, en septiembre de 1983, una vez concluido el primer congreso del Partido Feminista. En mi opinión, La vida arrebatada es su libro más conseguido y en el que brilla de un modo más nítido la «voluntad de ser» de Lidia Falcón, en nada menor a la expuesta por la escritora Rosa Chacel en su autobiografía Desde el amanecer. Dos mujeres rotundas en su personalidad intelectual y escasamente comprendidas por su entorno. Falcón, más pragmática que Chacel, narra, a través de jugosas anécdotas, una juventud al borde de múltiples abismos: el fracaso de su primer matrimonio, contraído a los diecisiete años, la difícil crianza de sus hijos, la experiencia radical de la soledad… Un texto terrible ubicado en un espacio, de nuevo Barcelona, permanentemente hostil en el recuerdo de la escritora: pensiones sucias y destartaladas, imposibles para el estudio, con una mortecina bombilla de veinticinco vatios colgando de lo alto del techo del dormitorio como única iluminación. Comidas infames, trabajo a destajo, relaciones sexuales insatisfactorias, miradas reprobatorias ante el menor indicio de desacato… Las descripciones de los inhóspitos espacios domésticos en los que se ve obligada a vivir junto a sus hijos resultan memorables y el libro es en su conjunto una pieza clave, imprescindible, del memorialismo español contemporáneo. Pero no todo es negativo en su recuerdo y la educación sentimental de la escritora y futura abogada ocupa un espacio importante. Y es tal vez el mayor acierto del libro, pues las experiencias se ofrecen tamizadas por el claroscuro que imponía la época. La noche de bodas (de una boda secreta que ella y su novio, Alfredo, acuerdan, y que concluirá dos años después con una boda legal), ambos con poco más de quince años, es así:

Lo cierto fue que la práctica del sexo en directo, sin los grandes obstáculos de la falta de espacio y de intimidad que habían regido toda nuestra historia amorosa anterior, se hizo mucho más difícil de lo que yo esperaba. El encuentro con el hombre, a solas, sin protección alguna frente a su impaciencia, incluso su brusquedad, me inhibía irremediablemente. La ceremonia de desnudarse resultaba una tortura cuando no se habían superado los pudores que habían introyectado en mí (2003, p. 88).

 

Cuando el cuerpo de la precoz Lidia estaba haciéndose con la novísima situación, la sorpresa de encontrarse al joven encima de ella y operando de forma brusca para iniciar la penetración consiguieron distanciarla de lo que vivía, desprendiéndose su deseo como una fruta que cae del árbol sin haber madurado.

Falcón se enfrenta a sus primeras experiencias sexuales desde una perspectiva inequívocamente feminista: es decir, que ve en todo lo sucedido en su juventud la huella de una represión del ser femenino que había conducido a la indiferencia y al sometimiento. ¿Acaso podían hablar las mujeres de su frustración sexual? La respuesta era el silencio y ese silencio no hacía más que aumentar las distancias en la pareja. Pero, en el caso de Falcón, esa distancia estaba teñida también por el deseo y por la necesidad de tener un hombre a su lado y, con él, el amor y la dedicación que tanto faltaron a su madre. Ello los encuentra en Alfredo a ráfagas, si bien la disparidad de sus expectativas hará inviable su matrimonio. El temprano embarazo de su primera hija, Regina, es el motivo central de uno de los capítulos más combativos, aunque todos lo sean. Se titula «El cuerpo deformado» y en él Falcón relee la historia de su maternidad en dos claves: la de una absoluta ignorancia de su propio cuerpo y de las transformaciones que sufría y la de una sanidad pública carente de la menor sensibilidad con las parturientas.

En cuanto a la segunda parte del libro, se centra en su decisión de recuperar sus estudios, a pesar de las dificultades y de su traumática separación de Alfredo, quien dejaría que su inmadurez resolviera sus problemas conyugales con Lidia. Los encuentros con Eliseo Bayo, y muchos años después con Carlos París, estructurarían la vida sentimental de la abogada.