POR NOËL VALIS

Los poetas mueren de muchas formas. Algunos mueren en su cama; muchos, parece ser, mueren jóvenes, aunque no sé si las estadísticas apoyan esta afirmación. Algunos han muerto en combate, otros combatiendo demonios. Unos pocos fueron asesinados, como el español Federico García Lorca. Todos acaban uniéndose a la selecta comunidad que constituye el «Club de los Poetas Muertos». El nombre lo tomo prestado de la película del mismo título de 1989 (Dead Poets Society), una historia clásica de rito de iniciación que sospecho también fue virtualmente eso mismo para muchos aficionados al cine. La cámara ilumina un mural de jóvenes estudiantes varones y luego enfoca la ceremonia de apertura, iluminada con velas, de un colegio privado de élite en 1959. Con este plano ritual como punto de partida, la película nos presenta el tema de «la luz del conocimiento», encarnada en la tradición y la disciplina, tal y como destaca el director del colegio. Lo que aprenden los estudiantes, sin embargo, es algo en apariencia muy distinto de su profesor John Keating, que les dice que deben «aprovechar el momento» y seguir el consejo de Herrick: «Coged las rosas mientras podáis». Carpe diem, les enseña: «Haced vuestras vidas extraordinarias», mientras el reloj suena vívidamente en el fondo. Para ello, dice, necesitamos la poesía, porque la poesía nos hace vivir.

La poesía engendra también inconformismo, en una era caracterizada como asfixiante y convencional. Aun así, el mensaje de Keating es menos radical de lo que parece. Por un lado, el motivo carpe diem es parte de una larga tradición literaria que estaba ya bien establecida en la época de Herrick. Por otro lado, hay algo manido, aunque sea cierto, en fustigar el tópico, por muy atractiva que sea la figura de Robin Williams, del poder de revelación de la poesía. Un punto de vista más cínico podría preguntarse hasta qué punto la poesía puede revelar algo, como se pregunta el personaje a la deriva de la novela de Ben Lerner Leaving the Atocha Station (2011). Mientras escucha una lectura de poesía plagada de tópicos, ve la mueca de satisfacción en los rostros del público como si estuvieran «teniendo una profunda experiencia artística»[i] (Lerner, 37). Al sentirse él mismo como un fraude, se pregunta hasta qué punto «el público estaba de veras conmovido», si estaban viendo en el poema algo que no había o, simplemente, sintiendo la presión social de mostrar sensibilidad. «Me dije a mí mismo —observa— que, a pesar de lo que yo hiciera, a pesar de lo que hiciera cualquier poeta, los poemas seguirían siendo pantallas en las que los lectores pudieran o bien proyectar su propia fe desesperada en la posibilidad de la experiencia poética, lo que quiera que eso sea, o bien encontrar una ocasión de lamentar su imposibilidad» (38). Después, dice: «La poesía no hace que nada ocurra» (143).

El protagonista de Lerner es, en cualquier caso, un narrador no fiable. Aspirante fallido a traductor, siembra el caos en la poesía de Lorca traduciendo sus palabras arbitrariamente, de acuerdo a su sonido o a su propio capricho. Cuando visita la ciudad más asociada con Lorca, Granada, nunca menciona su nombre ni intenta visitar su casa. Finalmente, cuando se le pregunta qué poetas le han influido, miente y dice «Lorca». Todo esto queda muy lejos de la exaltada consideración romántica del poeta como un ser excepcional, cuya obra es transformadora por naturaleza, llena de vida mientras nos recuerda que todo ha de morir. De ahí la ironía del Club de los Poetas Muertos como vehículo para los vivos. Con resonancias de Kierkegaard, Robert Pogue Harrison observa que escribir constituye «un regalo de los muertos al futuro», debido al «carácter intrínsecamente póstumo de la voz literaria» (14 y 15).

Otra forma de ver este conflicto de escritor es considerar a los poetas muertos vivientes, tal como ve la filósofa María Zambrano el ser atormentado y hundido de Kierkegaard, Nietzsche y Baudelaire (Dos confesiones, 63). Este dilema existencial no se puede separar de un elemento estético fundamental que T. S. Eliot vislumbró en estos términos: «Ningún poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede valorar por sí solo; se le debe ubicar, con fines de contraste y comparación, entre los muertos» (19). La película de Peter Weir rebosa esta tradición viva que Eliot llamó «el momento presente del pasado». El poeta, escribe, debe ser «consciente no de lo que está muerto, sino de lo que ya está vivo» (29).

Todos los escritores se encuentran, existencial y literariamente, «entre los muertos», aunque, como se puede imaginar, no siempre de manera voluntaria. En una obra titulada muy adecuadamente The Monument, Mark Strand observó: «Si fuera a morir ahora, cambiaría mi nombre para que pareciera que el autor de mis obras está todavía vivo. No, no lo haría. Si fuera a morir ahora, sería sólo una broma, una broma cruel a la fortuna. Si fuera a morir ahora, tu mejor obra permanecería inconclusa para siempre. Mis últimas palabras serían: “No la acabes”» (106). Claramente, la muerte del poeta es parte de la obra en sí misma, porque la obra es un monumento al poeta. Pero, al igual que Scheherezade, que vive para contar otra historia, Strand (que murió en 2014) vive para escribir otro poema, dejando el trabajo sin terminar y posponiendo así la muerte. El poeta también quiere ser recordado.

Los poetas muertos, por lo tanto, tienen mucho que decirnos, aunque sólo sea que ellos prefieren el mundo de los vivos. Así lo escribe Walt Whitman: «Oh, deshacerme de mis propios / cadáveres, darme la vuelta y ver dónde / los he arrojado, y seguir (¡oh, vivir, vivir siempre!), y / dejar los cadáveres atrás», versos que Strand eligió para finalizar The Monument (Strand, 107; Whitman, 344). En otros casos, como el de Lorca, la muerte de un poeta eclipsa a veces temporalmente a la poesía misma, convirtiéndose en el símbolo de una causa o una idea que parece contener una era, un movimiento o una identidad colectiva. En otra época los poetas, a menudo de alta cuna, también tomaron las armas y murieron en combate, una tradición literaria, si no de clase, que duró hasta el siglo xx. El gran poeta lírico Garcilaso de la Vega murió por heridas de guerra en 1536, a la edad de treinta y cinco años. Personificó «una época de poesías y combates» que unificó acción y pensamiento (Bécquer, 1053).

El papel de la poesía en el mundo era mucho más público de lo que es hoy, y los poetas eran figuras públicas. El cubano José Martí era también un patriota. Tennyson había exaltado el heroísmo malgastado en «The Charge of the Light Brigade», pero las trincheras y el armamento moderno de la Primera Guerra Mundial desplazaron la percepción al ámbito más personal del sufrimiento y la pérdida (véanse Bowra; Fussell). Apollinaire, que peleó en la Primera Guerra Mundial, parodió la figura del gran poeta en El poeta asesinado en 1916, preservando, no obstante, el mito. De pie frente a la multitud en su papel de poeta público, Croniamantal, que proclama haberse «encontrado con Dios cara a cara» es apuñalado hasta la muerte en un linchamiento de poetas. Después, se propone una escultura conmemorativa: «Una estatua profunda hecha de nada, como la poesía y la gloria». Al final, se prepara un hoyo, tal que «el vacío tenía la forma de Croniamantal, [y] el agujero estaba lleno de su fantasma» (66, 68). De modo que la poesía es aquí como la nada, pero su espectro persiste.

La Guerra Civil española (1936-1939) recuperó brevemente la poesía pública bajo la forma de compromiso político. Como en la Gran Guerra, esta guerra tuvo también su saldo de poetas muertos, principalmente John Cornford, Charles Donnelly y Julian Bell, que se unieron a las Brigadas Internacionales en apoyo a la Segunda República y se ganaron así su puesto en el Club de los Poetas Muertos, junto a Rupert Brook, Wilfred Owen, Alan Seeger y Julian Grenfell en el conflicto anterior. Uno de los grandes poetas españoles del siglo xx, Miguel Hernández, murió en una prisión franquista; y el extraordinariamente dotado Antonio Machado lo hizo en el exilio, sólo un poco después de cruzar la frontera con Francia, mientras las tropas del general Franco barrían los últimos desvencijados restos de la resistencia republicana. Sin duda, el más celebrado y recordado de estos poetas-mártires es Federico García Lorca, ejecutado por un pelotón de fusilamiento en 1936 durante los primeros días de la guerra.

Mi interés por estas figuras, y muy en especial por Lorca, reside en su significado como poetas muertos. Mientras la aguda intensidad de su poesía nos llama poderosamente a la vida, sus muertes también tienen significado. Los críticos literarios tienden a rebajar el valor de la biografía e incluso, más todavía, del estatus icónico de poetas muertos como Lorca, como intrascendente o frívolo, pero no sólo es imposible separar la vida de un escritor de su obra o su impacto, literario o popular, sino que hacerlo distorsiona la verdadera naturaleza de una vida de escritor (véanse «Releer» o «La verdad», de Monegal). Los poetas muertos tienen una vida después de la muerte que sobrepasa a la obra en sí misma. Cómo trata una sociedad a sus poetas muertos también nos dice mucho acerca de la vida y la política cultural, la vida de un país. García Lorca no era un poeta-soldado, ni su poesía era política en el sentido ideológico más evidente o público. Sin embargo, las afirmaciones de que era completamente apolítico ya no son tomadas en serio. Lorca fue un firme partidario de la Segunda República y conocido por haber firmado una serie de manifiestos de izquierdas, así como declaraciones políticas, en particular, en los últimos días de su vida (Gibson, 51-54).

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