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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. VI, núm. 119 (23), 1 de agosto de 2002

EL TRABAJO

Número extraordinario dedicado al IV Coloquio Internacional de Geocrítica (Actas del Coloquio)
 

EL TRABAJO DE LA MUJER EN BARCELONA EN LA PRIMERA
MITAD DEL SIGLO XX: LAVANDERAS Y PLANCHADORAS

Mercedes Tatjer
Universidad de Barcelona


El trabajo de la mujer en Barcelona en la primera mitad del siglo XX: lavanderas y planchadoras (Resumen)

El desarrollo urbano del siglo XIX y la difusión de las ideas de higiene personal y doméstica dieron lugar a la organización de una serie de servicios que permitieron externalizar diversas tareas del hogar. Estos servicios fueron realizados por mujeres de los grupos populares en espacios especializados. Entre el amplio repertorio de actividades de fuerte feminización vinculadas a tareas domésticas y al sector del vestido y tocado se encuentran de forma principal el de lavanderas y planchadoras. Se trata de un trabajo realizado generalmente en el marco de una economía informal y, por tanto, escasamente cuantificado. Al igual que en otras grandes ciudades, en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX se produce una transformación de estas actividades en relación con los cambios socioeconómicos, las innovaciones técnicas y la mejora en las redes de suministro de agua y electricidad. Lavado y planchado pasaron entonces a ser realizados en el ámbito doméstico.

Palabras clave: Lavanderas, planchadoras, mecanización del trabajo doméstico, economía informal.


Women's work in Barcelona during the first half of the XXth Century: laundrywomen and ironerwomen (Abstract)

The urban development of the XIXth Century and the diffusion of the ideas of personal hygiene and maidservant gave place to the organization of a series of services that allowed the externalization of diverse tasks of the home. These services were carried out by women of the popular groups in specialized spaces. Among the wide repertoire of activities of strong feminization linked to domestic tasks and the sector of the dress and headdress thar of laundrywomen and ironerwomen were the main ones. It is a work generally carried out in the mark of an informal economy and, therefore, barely quantified. As it happened in other big cities, in the Barcelona of the first half of the XXth Century the transformation of these activities took place in connection with the socioeconomic changes, the technical innovations and the improvement in the nets of supply of water and electricity. Laundry and ironing passed then to be carried out in the domestic environment.

Key Words: Laundrywomen, ironerwomen, mechanization of domestic labour, informal economy


Las condiciones de trabajo de las ocupaciones femeninas en la ciudad de Barcelona a lo largo de la primera mitad del siglo xx, son, con algunas excepciones, escasamente conocidas (1). Faltan estudios sobre los ritmos estacionales, los horarios, los salarios y la organización del trabajo. Las tareas escogidas para esta comunicación –lavanderas y planchadoras- son una muestra de la actividad laboral de la mujer fuera del trabajo reglamentado en las fabricas textiles o en otro tipo de empresas y nos permiten adentrarnos en actividades laborales de consideración femenina vinculadas a tareas domésticas. Además de la limpieza doméstica, del lavado y del planchado, ésas incluían también la costura y la confección de prendas de vestir, entre muchas otras como el de el peinado y la venta. Dichas tareas, realizadas a menudo en el propio domicilio o en el domicilio del cliente, constituyen la cara oculta que se esconde bajo denominaciones tales como "sus labores", que con frecuencia aparecen en los censos y padrones de población de este período (2).
 

Anonimato estadístico y trabajo femenino informal.

Los censos y padrones de habitantes de las primeras décadas del siglo XX consolidaron para la mujer de clases medias y altas e incluso de clases populares las denominaciones laborales de "amas de casa", "labores propias de su sexo" o "sus labores". Esta última es la que, posteriormente, llegó a institucionalizarse en los primeros documentos de identidad; es probable que en la base de esta clasificación estuviera la influencia de agentes censales y de funcionarios impregnados por el reformismo del siglo XIX, que adscribía la mujer casada al hogar.

En la Barcelona de 1930 en tres áreas muestra de barrios con fuerte inmigración reciente, procedente esencialmente de Andalucía, alrededor de un tercio de la población total, es decir prácticamente la mayoría de mujeres adultas, declararon como situación profesional algunas de esas tres denominaciones, en especial "sus labores"; situación igualmente frecuente entre las mujeres casadas de otros barrios populares de la ciudad, como la calle del Mar en la Barceloneta (3).

De este modo, mientras las actividades desarrolladas por las mujeres solteras de los grupos populares (servicio doméstico, aprendizas, costureras, modistas, planchadoras y otras) tendían a aflorar cada vez más en los documentos censales y padronales, al igual que lo hacían los trabajos formales y reglados de las mujeres casadas, muchas actividades remuneradas llevadas a cabo por las mujeres, en especial las casadas permanecían en el anonimato estadístico.

Porque, en realidad, bajo las denominaciones antes citadas ("amas de casa", "sus labores", o incluso "tareas propias de su sexo") se escondían no solamente las tareas domésticas dedicadas a la propia familia, sino también, a menudo, y muy especialmente en el caso de las mujeres de clase media y clases populares, un conjunto de actividades que realizadas en forma de economía informal o economía sumergida completaban con un "salario oculto" o con "rentas no salariales" los ingresos aportados por el cabeza de família y por otros miembros activos del núcleo familiar.

Por esta razón, las bajas tasas de actividad que han sido una dominante tanto en el conjunto de España como en ciudades de base fabril como Barcelona, ocultaban una importante actividad laboral femenina en forma de trabajo a domicilio, en especial del sector de la confección y del vestido, de trabajo informal en tareas domésticas a domicilio del cliente (trabajos de limpieza a domicilio por horas o por días, costureras, peinadoras, lavanderas, planchadoras) o en establecimientos específicos. Igualmente dejaban al margen otras formas de completar el salario familiar mediante la venta en los mercados o de actividades esporádicas de comercio ambulante a menudo estacional (de castañas, golosinas y bebidas, palmas y palmones, hierbas y plantas aromáticas), de venta de ropa a domicilio, o de reparto por las casas de productos de uso cotidiano como agua, pan, leche, carbón o petróleo para hornillos.

Hay que señalar la inexistencia de guarderías para los hijos de las obreras de las grandes fabricas textiles y para los hijos de quienes se dedicaban de otras actividades de fuerte feminización como la venta en los mercados: en la Barcelona del primer tercio de siglo, aparte de las tres casa-cuna benéficas, únicamente contaban con este equipamiento las empresas más importantes como la Fabra i Coats o la España Industrial y todavía éstas abiertas a partir de década 1920-1930. Por esta razón, muchas mujeres casadas se ocupaban también en sus propias casas del cuidado de los niños de dichas trabajadoras, es decir a "aguantarlos", como se decía en términos coloquiales barceloneses.

Tampoco hay que olvidar la existencia de tareas que se convirtieron casi exclusivamente en femeninas a raíz de la proliferación de las casas de renta a partir de finales del siglo XIX; se trata de las porteras, tan bien descritas para el caso de Madrid en una reciente novela (4). Vivían a menudo en condiciones de infravivienda en semisótanos o pequeños cuartos en los terrados, y compaginaban sus propias tareas domésticas con la vigilancia y limpieza de la escalera, e incluso con pequeñas y diversas tareas al servicio de los inquilinos.

Finalmente, hay que destacar una tipología de tareas también de difícil conocimiento estadístico pero que empiezan a ser consideradas por los historiadores (5). Se trata del cuidado de los huéspedes y parientes masculinos corresidentes, que aparecen con una gran frecuencia en los hogares de las clases populares y de algunas capas medias-bajas de empleados y trabajadores de servicios. En Barcelona detectamos en estudios de caso de los barrios populares y obreros de Ciutat Vella la presencia de huéspedes en hogares de mujeres viudas y solas en situación precaria, que podían completar sus ingresos y sufragar los gastos de alquiler (6); presencia que gracias al estudio realizado por J. Oyón y su equipo podemos conocer estadísticamente para el conjunto de la ciudad, donde en 1930 un tercio de los hogares con huéspedes estaban encabezados por mujeres solas, un 68 por ciento viudas y en gran medida de clases populares (7). Igualmente, en hogares nucleares de clases populares eran frecuentes los huéspedes que a cambio de habitación, comida y ropa limpia pagaban un trabajo realizado exclusivamente por el ama de casa o los miembros femeninos de la familia.
 

El trabajo a domicilio

Pero sin duda el protagonista más conocido y estudiado ha sido el sector de la confección de prendas de vestir y de la costura y tocado en general que daba trabajo a un buen numero de mujeres, bien en el domicilio de las clientes- como las tradicionales costureras y peinadoras que solían acudir a las casas una vez a la semana-, o en su propia casa, ya que de este modo podían compaginar labores domésticas con el trabajo y, posiblemente a la vez, ejercer de cuidadoras de sus propios hijos, de los de otras familiares y de obreras vecinas, así como de los enfermos de su misma familia; el trabajo a domicilio permitía también realizar diversas tareas habituales entre las mujeres de la clase obrera, tales como "llevar la comida" caliente del mediodía a los obreros fabriles de la propia familia.

En el caso de mujeres jóvenes su "reclusión" en el espacio doméstico podía evitar también su contacto con ambientes excesivamente libres o promiscuos desde el punto de vista de las costumbres que podían ser, en muchos casos, las fabricas y los talleres. Así como el desdoro que para algunas capas medias e incluso altas "venidas a menos" suponía el trabajo femenino. En el caso de dificultades económicas familiares los conocimientos de carácter doméstico adquridos por las mujeres de buena posición podían ayudarles a superarlas. Ya lo recordaba así algún manual de comienzos del siglo XIX, dedicado a la "educación de las señoritas", como, por ejemplo, el que llevaba el expresivo título de Manual de las Señoritas, o Arte para aprender cuantas habilidades constituyen el verdader mérito de las mujeres, el cual permitía adquirir unos conocimientos que podían ser una fuente de ingresos "ante inesperados reveses de fortuna".

Estas actividades ejercidas en unas viviendas pequeñas y a menudo insalubres -con frecuencia en los pisos altos que tenían alquileres más bajos al no disponer de ascensor- suponían una mezcolanza de usos y enseres, cuando no el sacrificio de las mejores estancias: las más iluminadas para disminuir los gastos de luz, o las más amplias para conseguir espacios más idóneos.

A veces en la casa tradicional obrera y popular de fines del siglo XIX extendida por la parte popular del centro histórico de Barcelona y por los núcleos antiguos recién integrados a la ciudad servía para estas tareas la sala del espacio denominado "sala y alcoba", es decir, sala como lugar de estar y junto a ella la alcoba como dormitorio.

Para estas tareas las mujeres debían adquirir su propia herramienta de trabajo, como era la maquina de coser; primero las autóctonas Escuder y más adelante las famosas máquinas con pedal (Singer, Wertheim-Rápida, Alfa) que permitían una mayor velocidad, pero cuyo precio entre 200 y 300 pesetas resultaba elevado, aún pagado a plazos semanales de unas 2,5 pesetas. También debían pagar de su cuenta, hilos, agujas, dedales, tijeras, etc., además del salario de sus colaboradoras. Numerosas escenas pictóricas han plasmado la imagen de la costurera al pie de su máquina de coser en unos cuartos de reducidas dimensiones que albergaban a la vez la cama, la mesa y otros elementos del mobiliario.

En algunos casos estas actividades acababan creando pequeños talleres en el domicilio, donde se podía reproducir bien la estructura tradicional de maestra, oficiala, aprendiza, cuando se trataba de modistería, satrería o sombrerería personalizada. En otros casos el trabajo solía realizarse a destajo y podía incluir el completar toda una prenda, o incluso una organización en cadena con la especialización en una parte del producto (puños, cuellos) cuando se trataba de confección, o también era posible realizar otras tareas en serie como la paragüería, satreria, guanteria, floristeria artificial y fabricación de botones, entre otros. Todos los miembros femeninos de la familia, incluso del vecindario o de la escalera podían participar de estos trabajos, siempre bajo la dirección de la mujer responsable delante del cliente.

El aprendizaje de estos oficios solía realizarse todavía por transmisión en el seno de la propia familia o sus aledaños, donde las niñas adquirían desde la infancia el manejo de agujas, alfileres e hilos, tijeras, punzones y dedales. En el origen primero del aprendizaje no se debe excluir, tal como ocurría en el siglo XVIII y XIX, las estancias durante la juventud o la infancia en escuelas y centros asistenciales (8); también en los propios talleres de costura, los cuales al contraer matrimonio la empleada podían seguir proporcionándole el trabajo a domicilio. Respecto a las instituciones asistenciales en los inicios del siglo XX, hemos de considerar que en gran medida todavía se daba una situación como la que ha podido expresar M. Carbonell con estas palabras: "teniendo en cuenta que las mujeres estaban excluidas del aprendizaje formal y reglado en el seno de los gremios, el ingreso en un determinado tipo de institución asistencial podía representar una vía "paraformal" de aprendizaje para las mujeres al mismo tiempo que una vía de incorporación a los mercados laborales y matrimoniales " (9).

El trabajo se recogía y se entregaba diaria o semanalmente a última hora de la tarde al taller, situado casi siempre en el centro histórico de Barcelona, donde se cortaban y se preparaban las prendas a gran escala para el consumo de la ciudad, del mercado español e incluso para la exportación a países de la América hispana. Pensemos que un gran almacén barcelonés como El Siglo exportaba camisas confeccionadas a América y contaba con un impacto laboral exterior de unas seis o siete mil personas ocupadas en pequeñas industrias, pieceros y destajistas que trabajaban exclusivamente para ellos (10). Además de él existían desde mediados siglo XIX numerosos talleres de confección en serie como los conocidos establecimientos Pantaleoni Hermanos, o El Aguila.

Algunos talleres más pequeños con tienda abierta al público (la casa Sivilla, por ejemplo) empleaban mano de obra a domicilio para la confección a mano y bordado de prendas finas, en especial ropa de cama, pañuelos, lencería fina, ajuares y canastillas de recién nacido. Las mujeres que trabajaban en esta actividad constituían casi una elite dentro del sector, tanto por sus habilidades como por los salarios relativamente más altos que percibían y por la consideración profesional que recibían por parte de los pequeños empresarios.

Finalmente, un sinfín de pequeñas industrias y talleres (manipulación de papel y cartón, pasamaneria, cintería, paraguas, zapatería) ubicadas en la parte antigua de la ciudad y en especial en el Raval, ocupaban in situ y a la vez daban trabajo a domicilio en tareas de acabado o de parte del proceso a numerosas mujeres, algunas de las cuales incluso podían residir en el mismo barrio o en viviendas que compartían el edificio fabril (11).
 

Las lavanderas

El de lavandera fue, seguramente a lo largo del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, uno de los oficios más peculiares y con mayor permanencia en la ciudad entre los ejercidos por las barcelonesas de clases populares. La falta de agua corriente junto a la inexistencia de espacios adecuados en el interior de la mayoría de edificios de viviendas y la consiguiente imposibilidad de instalar lavaderos, obligaba a realizar estas tareas fuera del hogar en lavaderos públicos.

Los primeros lavaderos públicos- de titularidad municipal- de los que tenemos noticia precisa datan de fines del siglo XVIII; se trataba de dos grandes lavaderos situados al lado del Pastim ( instalaciones municipales dedicadas a amasar el pan) en el interior del recinto amurallado junto a la Puerta de Mar (al lado de la antigua Aduana y actual sede del Gobierno Civil), donde el Rec Contal, cuyas aguas aprovechaban, iniciaba su entrada en la Barceloneta; en este barrio existían asimismo otros lavaderos (12).

Durante el Trienio Liberal el gobierno constitucional ante el crecimiento de la población decidió establecer en 1820 una veintena de lavaderos (13). Es posible que una parte de ellos llegaran a construirse, puesto que en 1845 Pascual Madoz afirmaba que "hay multitud de lavaderos donde se encuentran las comodidades apetecibles", aunque solamente reseña como los más frecuentados 10 establecimientos dedicados al lavado de ropa. De entre ellos destacan los de la Aduana y el del Pastím al lado del cuartel de San Agustín junto al Rec, que eran los más antiguos y también los de mayores dimensiones, ya que en ellos cabían 200 y 300 personas respectivamente; otros dos de estos lavaderos estaban situados en huertos y dos más compartían sus instalaciones con casas de baños (14).

A lo largo del siglo XIX, gracias a la difusión de las concepciones higienistas y de la popularización de los manuales de economía doméstica de uso escolar o dedicados a las amas de casa, y a la producción industrial de jabón se incrementa la práctica del lavado de la ropa tanto entre las diferentes clases sociales como en su frecuencia (15). El ingeniero Ildefonso Cerdá en su Teoría de la Construcción de la ciudad, escrita a mitad de siglo XIX, señalaba que en Barcelona la frecuencia del lavado de ropa era quincenal a la vez que consideraba que dicha frecuencia era insuficiente y recomendaba "desterrarla por la infección que produce guardándola tanto tiempo sucia" (16).

El número de establecimientos aumentó en poco tiempo. En 1852 Cerdá censó 37 contribuyentes como propietarios de lavaderos y 28 establecimientos de lavado de ropa - uno por cada 6.563 almas-, cifra a todas luces insuficiente para las necesidades de la población, si se tiene en cuenta que en aquellas mismas fechas, según datos del propio Cerdá, en París existían 171 lavaderos con 8.244 plazas de lavado (17).

El ingeniero catalán denunció, además de su escasez, sus deficientes instalaciones y propuso la colocación de lavaderos en las crechas (casas-cuna) y la creación de establecimientos de lavado públicos gratuitos o a precios módicos, similar a los que existían en París. Además de ello, en su propuesta de Ordenanzas Municipales para la ciudad de Barcelona dedicó tres artículos a las condiciones de instalación de los lavaderos existentes en el interior de la ciudad y a los que se debían construir en el exterior (18).

En estos años, los lavaderos públicos aparecen totalmente privatizados. En 1849 una cifra de 47 personas (10 de ellos mujeres) figuran como propietarios de los lavaderos públicos de la ciudad, que estaban situados todos, a excepción de 4 de ellos en la Barceloneta, en el interior del aún recinto amurallado; algunos de ellos todavía se mantenían vinculados a huertos conventuales (19). La ausencia de noticias sobre lavaderos de titularidad municipal muestra que el Ayuntamiento de Barcelona pionero en la pronta aplicación de otras disposiciones de carácter administrativo- como fue la creación del Registro Civil de nacimientos y defunciones, o la organización de un servicio de traslado de cadáveres- había hecho caso omiso del Reglamento de Sanidad de 1822 en cuyo artículo 366 ordenaba que las casas y establecimientos de baños estuvieran a cargo de los Ayuntamientos y de las Juntas Municipales de Beneficencia.

Pocos años después, en 1863 el número de lavaderos censados había variado poco, ya que era de 45, según las referencias de Cayetano Cornet y Mas (20). Su ubicación ya aparece solamente en un caso en huertos y en ninguno junto a las casas de baños, resultado, probablemente de la colmatación del espacio al edificarse la mayor parte de los huertos y especializarse las casas de baños (21). Por otra parte, su tilularidad nos muestra de nuevo su carácter empresarial y la ausencia de establecimientos gratuitos para pobres, y manifiesta el incumplimiento de las nuevas disposiciones dictadas al efecto; en especial la real orden de 15 de junio de 1853 que nombraba una Junta que debía proponer la construcción de baños y lavaderos para pobres considerados "establecimientos muy convenientes porque en ellos los desgraciados a la vez que no contagian su miseria encuentran los artículos necesarios para su completo aseo y lugares apropiados para llevar a cabo estas necesidades que de otro modo enervaría sus fuerzas y haría contraer enfermedades contagiosas y de difícil o muy larga curación" (22).

A fines de siglo XIX el número de lavaderos se había incrementado, censándose en 1896 un total de 82 en Barcelona y 64 en el conjunto de los pueblos de sus alrededores, que al año siguiente se agregaron a la capital (23). Este número, no obstante, seguía siendo insuficiente para las necesidades de la población barcelonesa, que alcanzó el medio millón de habitantes a principios del siglo XX y que con dificultades empezaba a disponer de una dotación limitada de agua en las casas.

La situación se agravaba al seguir siendo todos los lavaderos de titularidad privada, y por lo tanto de pago y dificilmente accessibles a la clase obrera; a la vez sus deficientes instalaciones eran vistas como focos de infección en especial en los momentos de brotes epidémicos, como los de fiebre amarilla de 1870 y la de cólera de 1884-1885 que incidieron con fuerza en la población barcelonesa. El Ayuntamiento de Barcelona, a pesar de las duras críticas realizadas por los propios técnicos como el arquitecto municipal J. Rovira y Trías quien no dudaba en calificar a algunos propietarios de lavaderos como "especuladores de la salud pública dedicados a buscar locales en el casco antiguo de la ciudad para establecer estos focos de emanaciones titulados lavaderos públicos" (24); pese a la existencia de proyectos y propuestas de lavaderos modelo realizados por los médicos higienistas, y de declaraciones formales, la ciudad seguía sin instalar lavaderos públicos a su cargo (25).
 

Las instalaciones de lavado y las condiciones de trabajo

Además de su carestía, muchos lavaderos públicos estaban instalados en lugares poco idóneos, en bajos de edificios, faltos de luz y ventilación, incluso con escasas condiciones de salubridad denunciadas, como hemos visto, no solo por médicos higienistas sino también por los técnicos municipales. Estas carencias eran graves todavía entrado el siglo XX para las capas populares, las cuales a través del Sindicato de Inquilinos de inspiración obrera fundado en 1918 reivindicaron que "el Ayuntamiento creara en cada distrito lavaderos públicos gratuitos dotados de todos los modernos adelantos para el uso de todos los trabajadores" (26).

Esta reivindicación es una buena muestra de que todavía en aquella fecha se mantenían el mismo tipo de instalaciones del siglo anterior. Los lavaderos publicos solían situarse en planta baja en el interior de las manzanas de casas con acceso directo desde la calle o a través de la entrada de vecinos de algún edificio; algunos de ellos disponían de un terrado en el que se podía tender y secar la ropa al aire libre.

El interior se distribuía en varios espacios, unos para la colada tradicional a base de cenizas, que se preparaba con agua calentada con fuego de leña y más adelante con caldera de gas, utilizandose en algunos establecimientos aparatos mecánicos conocidos como coladeros o lejiadoras. Habían, además, tanques o espacios destinados al lavado y aclarado con grandes pilas de piedra o de obra revestidas de material impermeable de unos 12 m2, como mínimo, que se dividían en varias "bancas"; la denominación tenía su origen en un cajón de madera, que a modo de reclinarorio, servía para proteger de la humedad a las lavanderas que lavaban arrodilladas en ríos o cauces de agua, y que por extensión pasó a denominar el espacio destinado a cada lavandera en los lavaderos de mampostería o pìedra donde se lavaba de pie; en estos lavaderos existía un plano inclinado de piedra con hendiduras para evitar el encharcamiento de agua y posibilitar a la vez el frotado de la ropa.

El número de bancas o puestos de lavado dependía de las dimensiones de las pilas pero según los datos más frecuentes que aparecen en los libros de Matricula Industrial y Comercial -que desde 1876 incluían a los lavaderos- se situaban en torno a 50. Encima de cada banca podía ubicarse una tabla inclinada de madera con rayas estriadas que facilitaba el lavado y evitaba que la humedad llegara al cuerpo de la lavandera; esta misma pieza era utilizada, también, para lavar en los domicilios aplicada a barreños, cubetas y a la pila o al fregadero de la cocina.

Las lavanderas utilizaban los tradicionales picadores o palas de lavar de madera, que en castellano recibían el nombre de castizo de "moza"; la ropa lavada era transportada en capazos de mimbre y caña para que pesara menos, utilizándose para la colada grandes cubetas, primero de madera y después de zinc. En la puerta que daba acceso a los lavaderos desde la calle solía figurar un rótulo pintado en la puerta o unas paletas de picar la ropa como símbolo de la actividad.

El agua tenía procedencias diversas. Originariamente algunos lavaderos se habían localizado en antiguas huertas con pozo propio, o habían aprovechado la entrada del Rec Condal. Después, cuando existía un mayor control higiénico a cargo del municipio, se dotaron de plumas de agua procedentes de los pozos municipales de Montcada; en otros casos estaban provistos de algibe, o utilizaban agua procedente de los manantiales de Dos Rius (Valles Oriental), tal como anunciaba en 1874 un lavadero barcelonés en el Diario de Barcelona (27).

El vertido de las aguas tanto de la colada como del lavado y aclarado se solía realizar directamente a las cloacas de aguas pluviales. En algun caso los desagües de los lavaderos ocasionaban problemas al vecindario a causa de su incorrecta evacuación. Igualmente, el ruido y el bullicio del lavado y el trasiego de lavanderas eran, en ocasiones, una causa de molestia .

Barcelona tuvo que esperar a las Ordenanzas Municipales de 1891 para que se establecieran una serie de requisitos para la instalación de lavaderos públicos y privados. En los edificios de viviendas se prohibió su instalación en entradas y cajas de escaleras, y respecto a los públicos se dictaron normas como el caudal de agua suficiente, la obligación de disponer de lavaderos separados para lavado de ropa de enfermos y de pilas impermeables; además de ello se controló su funcionamiento sanitario a través del Cuerpo de médicos municipales, al mismo tiempo que se obligaba a los dueños de los establecimientos a mantener unas mínimas condiciones de salubridad, higiene y orden público (28).

Los lavaderos solían ser propiedad de pequeños empresarios –solamente unos pocos tenían más de un lavadero en diversos lugares de la ciudad- quienes cotizaban en la Tarifa 2ª, correspondiente a la Matricula Industrial y estaban agremiados, existiendo todavía en 1920 una "Asociación de industriales lavaderos". Los dueños contrataban a lavanderas asalariadas que recogían la ropa a domicilio y cobraban por pieza lavada o bien por hora; también podían concurrir lavanderas profesionales con parroquia propia que cobraban por horas; finalmente, podían ser utilizados directamente por las amas de casa que pagaban según la cantidad de ropa lavada y el agua caliente utilizada.

Existían formas para controlar el número de piezas entregadas a lavar sin necesidad de escribir cantidad alguna, lo cual facilitaba la tarea en un mundo de mujeres en su gran mayoría analfabetas. Primero fueron unos dispositivos que consistían en un cartón donde había impreso de arriba a bajo una lista de piezas y de derecha a izquierda el numero de prendas; mediante unos cordones que se introducían en los agujeros correspondientes se señalaba el total de piezas de cada clase que se entregaban (29). A fines de siglo XIX se difundieron otras tablas en las que mediante símbolos se anotaba la ropa que se entregaba a las lavanderas y se evitaba de este modo la pérdida o la sustracción de piezas (30).

En pocos casos, los lavaderos fueron en Barcelona edificios levantados exprofeso o únicamente destinados a este uso, ya que los pocos que habían existido junto al Rec, en huertos de conventos desamortizados, o en la Barceloneta y el Raval acabaron desapareciendo.Unicamente encontraremos esta tipología más tarde en algunos polígonos de casas baratas construidos por el municipio en la década del 1930 o por organismos públicos en la década de 1950, y en estos casos solamente de uso comunitario para los vecinos del grupo de viviendas.

En los nuevos barrios del Ensanche y en el centro de los antiguos municipios agregados se fueron instalando también a inicios del siglo XX lavaderos donde las propias amas de casa o las lavanderas profesionales lavaban la ropa bajo el control del propietario, quien, según un testimonio de la época, solía facilitar escamas de jabón, lejía y agua caliente para hacer la colada (31) .

En otros barrios de la ciudad como Sant Andreu o Sant Martí la presencia de cursos de agua -acequias- era aprovechada como lavaderos públicos al aire libre, de los que tenemos testimonios pictóricos fotográficos, como el de mujeres lavando en la Acequia Comtal a principios de siglo XX. En ocasiones, en las áreas de barraquismo existentes en la ciudad durante la primera mitad del siglo XX, y a falta de otras instalaciones, las mujeres lavaban en cualquier curso de agua a su alcance, con grave peligro de contagio. (figuras 1a, 1b y 1c).
 
 

Figuras 1a, 1b y 1c
Imágenes de lavanderas tradicionales
Fuente: C. Mallofré.  La Vanguardia, 29 de noviembre de 1968, p. 39.Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona (AHCB). Hemeroteca.

En 1920 figuran censados 225 lavaderos públicos de titularidad privada (32), todos ellos en el interior de manzanas. La mayor concentración se producía en el antiguo recinto amurallado con 62 establecimientos situados, en especial en la parte baja del Raval y en los barrios de Sant Pere, al que seguía el Ensanche con 41 lavaderos; los restantes lavaderos se distribuían por Gràcia y los barrios populares de la periferia (Sants, Poble Nou, Poble Sec) donde solo existía agua de aforo y una gran saturación de las viejas y pequeñas viviendas.

Los lavaderos barceloneses mostraban, de este modo, una dispersión por todo el tejido urbano. Esta situación era muy distinta a la de la ciudad de Madrid, que presentaba una fuerte concentración de lavaderos junto al río Manzanares; dicha concentración había dado lugar a la creación en la década de 1870, por iniciativa de la reina María Victoria esposa de amadeo de Saboya, de instalaciones destinadas a atender a las lavanderas, compuestas de una sala con seis camas para casos de accidentes y a un asilo o casa-cuna donde recogían a los hijos menores de cinco años de mientras sus madres trabajaban. Este asilo, primero a cargo el municipio y luego bajo protección real, sirvió de modelo para el que creó el obispo de Madrid-Alcalá con la finalidad de atender a los niños de las operarias de la Fábrica de Tabacos (33).

En las nuevas construcciones, en general, y en especial en las casas burguesas del Ensanche barcelonés, con la llegada del agua corriente o con depósitos modernos de fibrocemento de mayor aforo – 200 litros en lugar de 50- se construyen cuartos lavaderos en los terrados. Eran de pequeñas dimensiones, comunes o individuales para cada vivienda, a ellos acudía el servicio doméstico de cada familia, o las propias amas de casa, para lavar la ropa y tenderla al sol, con el peligro de hurtos frecuentemente denunciados.

Lentamente los lavaderos fijos de cemento portland, de granito artificial y finalmente de cerámica sustituyeron a los portátiles de madera y se empezaron a incorporar, también, en el interior de los edificios de viviendas de varias plantas como en las casas unifamiliares construidas por entidades cooperativas (34). En estos casos debían estar en cuartos separados y bien ventilados, tal como obligaban las ordenanzas para las nuevas construcciones a partir del Reglamento de Sanidad Municipal de 1929 que establecía para los lavaderos particulares una dotación de agua limpia dos días a la semana renovada a chorro en lugar de a goteo; dichas disposiciones se recogieron en el Apéndice a las Ordenanzas Municipales de 1932, que no pudo aplicarse totalmente a causa de la guerra civil, y fueron definitivamente incorporadas en las nuevas Ordenanzas Municipales de 1946 para los edificios de nueva planta.

La incorporación de lavaderos en algunos edificios de clases medias y populares no significó, en algunos casos, una mejora, ya que su instalación en lugares poco adecuados dificultaba su uso por parte de las amas de casa; en particular eso ocurría cuando se adquirió la práctica de colgarlos en los patios de ventilación o de instalarlos precariamente en los terrados, junto a la escasa dotación de aguas de aforo.
 

Las lavanderas de Horta

Lo que hemos dicho hasta ahora corresponde a la colada de los grupos populares. Pero una gran parte de la colada de la ciudad, en especial de capas medias y altas, se realizaba en gran parte desde fines del siglo XVIII fuera del espacio edificado, en la parte norte de la ciudad en el barrio de la Clota dentro del antiguo municipio de Horta; sus lavanderas, junto con las del barrio de Sant Pere, fueron las de mayor fama por "su pulcritud y honradez" (35).

Horta era una zona de abundante agua procedente de manantiales y minas de Collcerola, y por esta razón llegó a haber en esta zona más de 80 empresas de lavado. Dichas empresas empleaban a mujeres asalariadas, hasta un total de 400, además de hombres que eran los que se ocupaban de hacer la colada por el método tradicional, y a veces, también, de tender (36).

El ritmo de trabajo de las lavanderas de Horta estaba muy pautado y desde medianos del siglo XIX disponemos de informaciones sobre ello. En 1845 P. Madoz afirmaba al hablar de Horta que "el ramo más productivo es el lavado de ropa de gran parte de los habitantes de la capital en que se ocupan las mujeres" (37).

Por su parte, en 1863 una guía de la ciudad también se refería ampliamente a estas actividades y señalaba.

Además, todos los lunes vienen las lavanderas de Horta a recoger la ropa a las casas, la que devuelven limpia de colada y corriente el viernes de la misma semana. Es fácil reconocerlas, son campesinas que llevan grandes fardos de ropa de uso. En los puntos donde paran están aposentadas todo el día hasta al caer la tarde los carros que las conducen. Los precios son sumamente módicos (38).

Efectivamente, cerca de la actual plaza de la catedral, junto a la casa de los Canónigos, un hostal cercano se convertía en el lugar de parada; próximo a él llegaron incluso a poseer un almacén. Desde allí las lavanderas llegadas a pie junto a los carros que transportaban la ropa se distribuían por toda la ciudad para recoger los fardos de ropa sucia, y al atardecer, reunidas de nuevo iniciaban, también a pie, el camino hacia Horta. Durante la semana se afanaban en las tareas de lavado para el viernes repetir la operación con la ropa limpia, ya que el domingo era el día de "mudar la ropa" o sea cambiarse la ropa interior.

Con el establecimiento de la línea de tranvía de Barcelona a Horta, algunas lavanderas utilizaban este medio de transporte para llevar los fardos de ropa a sus clientes barceloneses (39).

Con el tiempo se establecieron más puntos de recogida y reparto junto a la calle d'en Roig en el Raval, en la plaza de l'Oli o en la del Pí. Al expandirse Barcelona fuera muralla, los puntos de recogida y distribución se situaron, también, en otros lugares de la ciudad como la derecha del Ensanche con paradas en las calles Lluria, Pau Claris y Bruc con las de Diputación y Consell de Cent, cuyos edificios también solían carecer de lavaderos en el interior de las viviendas. Burguesía y menestralia utilizaban todavía en la década de 1930 de forma intensa los servicios de las lavanderas de Horta (40).

Esta concentración de lavaderos producía preocupación municipal por dos razones. Una el peligro de contagio, claramente manifestado en los momentos de epidemias como la de cólera de 1884-85, momento en que el consistorio giró inspección a dichos lavaderos. La segunda por las aguas del lavado cargadas de susbtancias contaminantes se vertían directamente a la Riera de Horta junto con las aguas de las fábricas de curtidos.
 

El censo de lavanderas

El número de lavanderas de la ciudad de Barcelona es difícil de evaluar. Para ello podemos partir de las cifras que a mediados del siglo XIX nos proporciona I. Cerdá quien en su Estadística Obrera de 1856 censó a las mujeres que trabajaban en este oficio y afirmó que las lavanderas eran entre 340 y 370 mujeres y se dividían en tres clases según su salario: las primera – entre 60 y 70- la componían las coladoras (bugaderas) del interior de la ciudad que cobraban 5 a 6 reales por día, la segunda -de 90 a 100 - las coladoras de los pueblos de los alrededores que ganaban de 4'5 a 5 reales por día, y la tercera las ayudantas – entre 190 y 200 mujeres- que se alquilaban a razón de 0´48 reales por hora de trabajo (41).

Estas cifras están en proporción con el bajo número de lavaderos existentes en Barcelona y muestran la gran distancia entre la capital catalana y otras ciudades europeas como París, donde el número de lavanderas especializadas ascendía a fines del Segundo Imperio a un total de 70.000 mujeres (42).

A principios del siglo XX cuando Barcelona reunía poco más de medio millón de habitantes, el Censo Obrero de 1905, elaborado a partir de formularios distribuidos a las empresas, contabilizó 1.553 lavanderas; estas cifras, eran inferiores a las del número de planchadoras - 2.131 mujeres planchadoras de las cuales 122 eran niñas-, pero superior a las modistas, de las que se censaron 1025, y las costureras, que eran 1085. Estos dos oficios ocupaban un total de 4.684 personas entre mujeres y niñas y representaban un tercio del total de las mujeres ocupadas en el sector del tocado y vestido, y casi el diez por ciento del censo laboral femenino de la ciudad; Además de ello, en términos absolutos lavado y planchado figuraban entre las ocupaciones mayoritarias de las mujeres después de las hiladoras y tejedoras de fibras y géneros de punto (43).

A pesar de su relevancia numérica, es probable que estas cifras subestimaran la realidad del trabajo de la mujer en estas actividades, y que no recogieran el trabajo informal que realizaban por su cuenta a domicilio, por lo que el número de este tipo de trabajadoras sería muy superior.

Los salarios de las lavanderas giraban, segun el censo de 1905, en torno a las 2 y 3 pesetas por día y figuraban entre las retribuciones más bajas que recibían las mujeres obreras de la ciudad, incluso por debajo de los de otros servicios personales; solo eran equiparables a los de las peinadoras, manipuladoras de papel, guanteras y zapateras.

Muchos datos y referencias, nos hace pensar que una buena parte de las lavanderas serían mujeres casadas ya que los horarios de este tipo de trabajo llevado a cabo en lavaderos próximos a su casa permitía compaginarlo con sus propias tareas domésticas. Efectivamente, algunas mujeres casadas entre las inmigrantes andaluzas asentadas en Barcelona en 1930 declararon en el Padrón de habitantes esta actividad de "lavandera" o "rentadora", mientras sus hijas figuraban ya como aprendizas, vendedoras o modistas. Durante mucho tiempo fue frecuente que algunas lavanderas, como hacían otras obreras ante la insuficiencia de instalaciones asistenciales donde dejar los hijos durante la jornada laboral, los llevaran al lugar de trabajo a sus hijos lactantes y a los menores de cinco años.

Las tareas de lavado siguieron realizándose a mano hasta mitad del siglo XX, con el consiguiente deterioro físico de las lavanderas tanto por los cambios de temperatura del agua como por la agresividad de las coladas tradicionales y las más modernas a base de sosas, lejía y azulete que, con frecuencia, producían grietas y sabañones en las manos. La permanencia de pie durante muchas horas en un ambiente húmedo y contaminado era, junto a la posibilidad de contagio a través de la ropa sucia de enfermos, otros factores que contribuían a crear problemas de salud.

Escasas noticias tenemos de la existencia en Barcelona de lavanderías mecánicas a vapor, similares a las que en la segunda mitad del siglo XIX empezaron a funcionar en algunas grandes ciudades europeas y norteamericanas (44). Conocemos que un arquitecto de la ciudad estaba al corriente de este tipo de lavanderías instaladas a cargo del municipio en ciudades europeas como Bruselas a través de publicaciones que tenían en su biblioteca (45). También es probable que a fines del XIX se instalaran algunas en Barcelona ya que se cita una existente en el hospital mental de la Santa Cruz, y en el Diccionario Enciclopédico de 1896 se menciona la instalación en la capital catalana de un establecimiento de lavaderos de carácter industrial movido a vapor -obra del ingeniero Gabriel Solá y Escayola, siguiendo el modelo del de la rue de Cornualles de París (46).

Por otra parte, algunos anuncios publicitarios aparecidos en guías de la ciudad de fines del XIX y principios del XX muestran la construcción artesanal de máquinas mecánicas de colada, aparatos para escurrir, lavaderos portátiles, lejiadoras de uso doméstico (47), aunque su uso no se extendería hasta principios del siglo XX. Las primeras lavadoras eléctricas que hacia fines de los años 1930 empezaron a venderse en los lujosos y modernos establecimientos de electrodomésticos del Paseo de Gràcia constituyó un lujo que estaba solo al alcance de unas pocas familias.

Una modificación importante en las tareas de lavado se produjo a partir de las primeras décadas del siglo XX gracias a la aparición de las lejías químicas y de una amplia gama de jabones menos agresivos para la piel, especialmente en escamas y ya en los años 1940 el jabón en polvo. La primera facilitó el blanqueo y desinfección de la ropa, la segunda permitió el remojo previo al lavado; igualmente la difusión de jabones finos tanto de fabricación autóctona (Barange, Neva, Norit, Libel) como extranjero (Persil) permitió un mejor lavado de prendas delicadas de lana y seda y de las nuevas fibras como el rayón.

Los talleres mecánicos de lavado y planchado de ropa -cuya instalación se anunciaba en 1927 por una empresa proveedora de la Real Casa con delegación en Madrid y Barcelona- estaban apenas presentes en 1920 (48), y eran todavía poco numerosos en 1958, cuando solamente aparecían poco más de una veintena de este tipo de establecimientos que ofrecían sus servicios a colectividades hoteles, restaurantes, peluquerías pensionados, clínicas (49).
 

Las planchadoras

Las planchadoras constituían otro conjunto laboral importante y a menudo no reglado. El planchado de la ropa blanca (como juegos de cama y mantelerías), o de determinadas prendas de ropa interior fina (camisones, camisas), o de vestir (vestidos de organdí, blusas de organza), estores y tapetes, era una tarea que con frecuencia se externalizaba del hogar por muchas familias de clase alta y media y en algún momento – comuniones y bodas- por las clases populares,.

Esta actividad se convirtió en un servicio especializado debido a la necesidad de espacios para el planchado de piezas grandes, la dificultad de planchado de algunos tejidos o de algunos adornos como puntillas, encajes, bordados, o el proceso que requería una cierta técnica como la del almidonado, sin olvidar el uso de planchas calentadas con carbón o gas hasta bien entrados los años de la década de 1930, cuando se empieza a expandir la electricidad.

Las planchadoras con taller abierto tuvieron una presencia constante en la ciudad de Barcelona desde fines del siglo XVIII, aunque sus tareas durante mucho tiempo tuvieron que competir con algunas ordenes religiosas femeninas, como las clarisas o las darderas que se dedicaban también a estas actividades "con gran perfección y delicadeza" (50).

Desde fines de siglo XIX hasta mitad del siglo XX, desaparecida ya la competencia de las religiosas tanto por su traslado lejos del centro de la ciudad o por su dedicación a otras tareas, los establecimientos de las planchadoras empiezan a proliferar en la mayoría de los barrios de la ciudad. Se situaban en la entrada de locales en planta baja, y estaban regentados por mujeres que podían vivir con su familia en la rebotica o el entresuelo del local; solían tener como ayuda a otros miembros femeninos de la familia o externos a ellas que trabajaban por horas y cobraban por semanas.

El taller de las planchadoras destacaba por su pulcritud y limpieza. En el centro se situaba una gran mesa de planchado cubierta por un muletón y recubierta por una tela blanca de algodón; varias barras suspendidas del techo servían para colgar las prendas largas o que no podían doblarse como los vestidos, mientras que los tapetes se pegaban, a modo de reclamo publicitario, en las cristaleras de la puerta de entrada.

Las planchas fueron hasta los años 1920 de hierro fundido; existiendo de varias clases según el tipo de prenda; las más habituales eran las planas de una sola pieza- generalmente con mango de madera- que se calentaban en estufas u hornillos de carbón o de gas; las de trajes eran las conocidas como de sastrería y constaban de dos piezas unidas para poner brasas de carbón en su interior (figura 2).

También existían otros tipos de planchas especiales para lustre o dar brillo, para sombreros, así como una serie de herramientas como las tenacillas para rizar enaguas, gorras y volantes, o para planchar diferentes partes de la prenda como las mangas (los plancha mangas) o las hombreras.
 
 

Figura 2
Propaganda procedente de un catálogo comercial de los años 1920
Fuente: Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona (AHCB) Fons Gràfic.

A partir de la década de 1920 aparecieron las planchas eléctricas, que en 1935 eran fabricadas en un par de establecimientos de la ciudad, y que permitieron mejorar las condiciones de trabajo.

Al igual que en el caso de las lavanderas los datos sobre mujeres empleadas en este oficio son escasos. Ildefonso Cerdá contabilizó en 1852

50 a 55 mujeres y 15 a 16 niñas aprendices. Casi todas trabajan en su propia casa sufriendo mucha calma en invierno. Su jornal viene a resultar de 8 a 10 reales para las que tienen gran clientela pero es de advertir que han de deducir los gastos de alquiler de casa, carbón y almidón (51).

Para fines del siglo XIX disponemos de un censo de planchadoras que incluye un total de 160 establecimientos situados en el municipio de Barcelona, además de los 12 de Sant Martí y los 85 de Gràcia. Las mujeres eran de forma absolutamente mayoritaria titulares de dichos establecimientos, lo que muestra la total feminización de esta profesión. Cabe destacar, también, la mayor presencia de planchadoras en los barrios de clases altas como el Ensanche o la parte más central de la Ciutat Vella, y su menor presencia en los barrios populares como la Barceloneta donde solamente se censo una planchadora, así como la ausencia, según dicho censo, en la mayoría de los municipios límitrofes ( Sants, Sant Andreu, Sant Gervasi, Horta, les Corts, Sarriá) (52) .

Desconocemos el número real de trabajadoras ocupadas en estas tareas, puesto que solo contamos con datos oficiales de inicios del siglo XX. Efectivamente, tal como hemos apuntado antes, el Censo Obrero de 1905 señaló la presencia de 2131 planchadoras entre las que figuraban 122 niñas. Sus salarios también eran bajos con un jornal diario situado entre 2 y 3 pesetas, igual al de las lavanderas

El trabajo era también muy duro, al igual que el de las lavanderas, ya que a la estacionalidad – se trabajaba más en verano que en invierno- se unía la permanencia de pie, el calor y el peligro de quemaduras y la agresión cutánea del almidón y de otros productos químicos (añil, borax, estearina) que se mezclaban con él para conseguir el abrillantado y un perfecto acabado de las prendas.

El trabajo de las planchadoras se continuó expandiendo a lo largo del primer tercio del siglo XX. En 1935 Barcelona contaba con 247 establecimientos de planchado distribuidos por toda la ciudad. Las mujeres seguían dominando esta actividad ya que solo figuraban 24 hombres como titulares de este tipo de talleres . Novedad importante era la incipiente aparición de tintorerías -una de ellas sistema Presto Sanit-, y de 10 talleres de planchado mecánico asociado a lavanderías; de entre ellos destacaban los de planchado alemán, que contaban con una red de 17 establecimientos en toda Barcelona, el planchado austríaco, con ocho sucursales, y el holandés, con despacho y cuatro talleres (53).
 

El trabajo de la mujer según los reformistas barceloneses de principios del siglo XX.

Desde fines del siglo XIX en Europa y América el trabajo femenino fue objeto de análisis por parte de los reformistas sociales. Éstos pusieron de relieve la dureza de las condiciones laborales para la mujer como madre, en especial durante los periodos de embarazo y lactancia pero también durante la crianza de los hijos, y como esposa, ya que le resultaba difícil de compaginar el trabajo en las fabricas y talleres con las tareas del hogar y se ponía en peligro la institución familiar.

En España el Instituto de Reformas Sociales, y concretamente en Cataluña a partir de 1909 con la creación del Museo Social, se realizaron una serie de estudios y publicaciones que habían de servir de base a las primeras reglamentaciones del trabajo femenino que, a partir de la década de 1910, empezarían a promulgarse e impulsaron la creación de instituciones educativas más o menos regladas y paternalistas para la formación de la mujer.

Una de los trabajos más significativos a este respecto fue el de J. Elias de Molins, autor de inspiración católica, el cual se apoyó en el informe presentado por el Museo Social a la reunión celebrada en 1912 en Zurich y que posteriormente fue el punto de partida para un proyecto de ley sobre el trabajo a domicilio impulsado por el Instituto de Reformas Sociales. Entre los temas tratados en este estudio figuran de una forma muy especial el trabajo a domicilio realizado por las modistas y costureras. Se destacan en él las precarias condiciones de trabajo, en particular los bajos salarios casi siempre a destajo que obligaba a largas jornadas, la convivencia con otras tareas, los problemas de salubridad de la vivienda que se convertía a la vez en taller, así como la escasa organización de las trabajadoras barcelonesas frente a la competencia de las congregaciones religiosas y establecimientos benéficos que trabajaban a bajo precio para los almacenes.

El estudio de Elías de Molins propone varias medidas para evitar la explotación de las obreras de la aguja, como las Ligas sociales de compradoras -compuestas por burguesas que querían ser buenas compradoras- y la creación de asociaciones y cooperativas de obreras similares a las que funcionaban en Francia

No sabemos si para sensibilizar a las lectoras de su folleto -que cabe suponer iba dirigido en especial a las burguesas deseosas de llevar a cabo "obras sociales"- o por influencia de un paradigma higienista vigente en la época, Elias de Molins no deja de señalar, siguiendo a autores de otros países, dos cuestiones que desde la óptica de hoy resulta de gran interés por su actualidad.

Una es la de la compra a buen precio, y la otra la posibilidad de contagio de viruela, tuberculosis, etc. por la transmisión a través de la ropa confeccionada por modistas y costureras enfermas. Respecto a esta última señala, siguiendo al abate Mény, que "comprar ropa hecha sin conocer su origen ni lo que se pagó por su hechura, es siempre estimular y favorecer la explotación de obreros y obreras a domicilio, y algunas veces comprar la tuberculosis, la difteria, el sarampión o la escarlatina e introducirlas en casa". Y añade haciendo suyas las palabras de otro reformista inglés: "!Cuantas personas ricas heridas por la tuberculosis no son sino víctimas indirectas de las miserias físicas ocasionadas por los paros prolongados, por el mortífero trabajo nocturno, o bien, y sobre todo, por los salarios del hambre!" (54).

Frente al minucioso tratamiento del trabajo a domicilio del sector de la modistería y confección que según el censo de 1905 ocupaba a unas 4.500 mujeres, apenas hay referencias a otro tipo de trabajo femenino, también de condiciones duras y con problemas de higiene, como las lavanderas y planchadoras que en su conjunto eran algo más de 3.500.
 

Los cambios de los años veinte

En la década de 1920 diversos cambios en la estructura económica, en la tecnología y en la propia sociedad permitirán aumentar las posibilidades de trabajo para las barcelonesas de clase media que, gracias a un cierto nivel educativo, no solamente sabían leer y escribir (55), sino que habían adquirido alguna otra habilidad profesional. Los empleos formales para las mujeres jóvenes en el sector terciario, y en especial del comercio, se ampliaron gracias al aumento del número de grandes almacenes (Casa Damians, Can Jorba, Almacenes Alemanes, El Aguila) que siguieron al Siglo, el cual tenía en la década de 1930 unos 1.200 empleados, y que poco a poco sustituirán los dependientes por las dependientas; éstas y en especial las del Siglo, según un cronista de la ciudad, "eren una selecció. Anaven uniformades de negre, amb una faldilla plisada. Formals i boniques" (56).
 
 

Figuras 3a y 3b
Los cambios en el mercado de trabajo femenino y la propaganda de la época
Fuente: Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona (AHCB) Fons Gràfic.

Paralelamente, los nuevos servicios emergentes, como las primeras las centrales telefónicas privadas instaladas en Barcelona, ocuparon ya desde los inicios de siglo XX a chicas jóvenes en la sala de comunicaciones donde se efectuaban las interconexiones; su profesionalidad y a la vez atractivo eran descritos con las siguientes palabras:

El espectáculo de esta sección de la planta electrica telefónica es de una vistosidad atractiva sobre toda ponderación por la vida y animación que a ella prestan las señoritas encargadas del servicio, con sus elegantes uniformes de negro y carmín. El orden y compostura que se observa en estas solícitas servidoras del público y el contento que se dibuja en sus semblantes acusa la formalidad y acierto que preside su organización.

Más adelante la apertura de las mujeres al funcionariado y a otras actividades del sector servicios antes vetados, y a partir de 1924 la CTNE (Compañía Telefónica Nacional de España) ampliarían el mercado laboral de las mujeres barcelonesas (57). Estas nuevas trabajadoras juntamente con las oficinistas y mecanógrafas serán una especie de elite entre las capas medias femeninas barcelonesas.

Las primeras peluquerías modernas (Cebado) y los primeros institutos de belleza (Manon) sustituyendo paulatinamente a las peinadoras a domicilio, ocuparan a mujeres en las tareas de corte, peinado, permanente, teñido, manicura y tratamientos de estética, cada vez con procesos más refinados que fueron requiriendo una cierta especialización.

Otras actividades como las modernas salas de cine con taquilleras y acomodadoras, o la red de metro, también con el empleo de mujeres en las taquillas de las estaciones, darán a las jóvenes más preparadas nuevas oportunidades.

Por otra parte, surgirán en estos años centros de formación profesional para la mujer, que sustituyen a las tradicionales institucionales asistenciales que existían en el cambio de siglo, generalmente en manos de ordenes religiosas, donde se ofrecían enseñanzas a niñas y jóvenes hijas de obreros. El mejor ejemplo de estas nuevas instituciones laicas potenciadas desde instancias públicas fue, aparte del Sindicato de la Aguja, el Institut Professional de la Dona. Esta institución conocida popularmente como "La Cultura" se creó en 1910 gracias a una iniciativa paternalista de Francesca Bonnemaison –en el marco del reformismo catalán de las primeras décadas del siglo XX- y ampliará sus actividades a partir de 1920 con enseñanzas profesionales que iban más allá de las consideradas propias de la mujer, impartiendo cursos de taquigrafía, mecanografía, idiomas, y llegando a contar con más de seis mil asociadas.

Paralelamente el Ayuntamiento de Barcelona organizaría las primeras escuelas municipales de formación profesional para la mujer, como la escuela Luisa Cura abierta en la década de 1920. Al mismo tiempo aparecían iniciativas privadas como las primeras academias de corte y confección sistema Martí, y centros educativos -colegios y academias- a menudo nocturnos (Academia Prat, Cots) dirigidas a jóvenes, tanto varones como mujeres.

En contraste las mujeres de clases populares seguirían desempeñando tareas más vinculadas a lo que se consideraba su condición femenina, como la confección de prendas de vestir interior y exterior, la modistería, los sombreros, la corsetería. Ahora bien, la consolidación de las grandes y afamadas casas de alta costura barcelonesas como Santa Eulàlia, el Dique Flotante, Martí i Martí con radio de influencia en algunas ciudades españolas, les permitió atisbar por la estrecha rendija que desde el taller se abría a la "boutique" el lujo, el diseño y la renovación de la moda femenina de los felices veinte. Al mismo tiempo todo ello facilitó el adquirir y asumir pautas de comportamiento y trato con clases altas, y proporcionó una formación que les permitió desarrollar sus actividades, a menudo con independencia económica, en sus propios pequeños talleres particulares a lo largo del siglo XX.
 

La desaparición de lavanderas y planchadoras

Todavía en los años de la postguerra de 1936-1939 y hasta la década del 1960 en que las lavadoras eléctricas empezaron a difundirse entre las capas medias y populares, las lavanderas continuaron desarrollando sus actividades, y los lavaderos siguieron siendo lugar de encuentro y sociabilidad femenina y también -como ha señalado M. Perrot- de solidaridad y ayuda mutua (58) .

En 1958 se censaron en Barcelona cerca de 124 lavaderos públicos, de los cuales solamente 27 eran propiedad de mujeres, cinco de ellas viudas; en ellos apenas se apreciaba una concentración en la propiedad ya que solamente unos pocos titulares de lavanderías tenían más de un establecimiento en distintos barrios de la ciudad. Su numero era posiblemente más elevado ya que los profesionales del sector citaban unos trescientos.

La concentración de lavaderos en la ciudad antigua -50 de los censados se localizaban en ella- era una muestra de que esta parte de Barcelona que alcanzó su máximo poblacional histórico en la década 1950-60, apenas había mejorado en las condiciones de habitabilidad y de higiene. En sus edificios continuaba y continuaría reinando por muchos años todavía el agua de aforo; ello indica que la privatización de esta práctica, que ya se estaba produciendo en otros barrios, estaba en ella muy lejos de realizarse.

Un cronista de la ciudad pudo todavía en 1963 hablar extensamente de los lavaderos de la ciudad y del papel de las lavanderas (59). Entonces ya se había iniciado una rápida "domestificación" de esta práctica, tanto por la ubicación de espacios para lavadero en las nuevas construcciones como por la difusión de y lavadoras eléctricas en los domicilios; primero como el lavadero eléctrico Tropik, y luego las de turbina de fabricación autóctona como las famosas Bru, Perco, Otsein, y más tarde las automáticas de bombo con el ciclo completo.

Algunos lavaderos se reconvirtieron en los tres últimas décadas del siglo XX en lavanderías modernas de autoservicio, donde la hilera de maquinas de lavar sustituyeron con su ruido mecánico el repique de paletas de madera y el chapoteo del agua. En ellas ya casi han casi desaparecido los vestigios materiales y sensitivos – utensilios, olores, humedad, personajes, conversaciones- que les caracterizaron durante dos siglos.

La mayoría, no obstante fueron cerrando sus puertas al renovarse los edificios y ocuparse los interiores de manzanas por otros usos como almacenes o parquins (60). Este destino lo hemos documentado para uno de los lavaderos- asociados también a duchas- de mayor permanencia de Barcelona el de la manzana singular de la Barceloneta existente desde fines del siglo XVIII y que desapareció en la década de 1990 convertido en un gran aparcamiento (61).

Periódicamente, la prensa de los barrios de la ciudad fue dando noticias del cierre de estos tradicionales establecimientos. El último lavadero de Gràcia, instalado junto a una antigua fábrica cerró sus puertas en 1982 al convertirse todo el conjunto en una escuela (62). No obstante, el mantenimiento del agua de aforo en muchos edificios del centro histórico de Barcelona ha prolongado la vida de algunos lavaderos hasta la década de 1990 cuando la renovación urbanística producida en la Ciutat Vella ha hecho desaparecer los últimos.

Solamente en el barrio de la Barceloneta sigue con vida y con la misma aunque renovada función –ahora con lavadoras automáticas de autoservicio- uno de los lavaderos con sus correspondientes pilas más antiguos de la ciudad; se halla ubicado en un edificio de tipología original del setecientos en el interior de la manzana singular de la iglesia trazada a mitad del siglo XVIII cuando se urbanizó el conjunto del barrio.

Por su parte, el recuerdo del trabajo de las lavanderas de Horta está vivo todavía hoy solo en la memoria de algunas de sus protagonistas, que mantienen vivencias de estas tareas (63), ya que la ciudad apenas conserva restos materiales –salvo algunos de los antiguos lavaderos en la Clota- de aquellos espacios de sociabilidad femenina de encuentro y de difusión de ideas que, junto con fabricas y talleres, representaron tanto su explotación como trabajadora como el inicio de su liberación por el principio igualitario del derecho al trabajo.

Solamente las lavanderas tienen en Barcelona una memoria material en la escultura que adorna un Viaducto interior del Parque Güell que las representa con una pala de lavar en la mano, y en el nombre de una calle de "Safareigs" en el barrio de la Barceloneta. Igualmente, algunas canciones propias de las lavanderas de Horta recogidas en el Cançoner popular de Catalunya, así como algunas frases hechas y refranes incorporados al acerbo lingüístico catalán perpetúan todavía el recuerdo esta actividad: "fer bugada", "fer sagareig" han sido señalados por diversos autores como sinónimo de bullicio, chismorreo, fisgoneo, pero también de limpieza. A ellos habría que añadir la frase "molta roba i poc sabó" como expresión de escasos medios para realizar una gran tarea, que incluso sirvió de título de una novela de la escritora barcelonesa Montserrat Roig publicada en 1971.

Por su parte las tareas de planchado se mantendrían sin apenas transformaciones -a no ser el incipiente uso de planchas eléctricas a partir de los años treinta- hasta mitad del siglo XX, momento en que las tradicionales planchadoras empiezan a desaparecer en el paisaje de la ciudad.

Los cambios en la moda con pautas masculinas más informales y la aparición de las nuevas fibras- tergal, poliester, etc.- que no precisan planchado y que sustituyen a las prendas de algodón, junto con la difusión de las planchas eléctricas y de vapor en la mayoría de los hogares, así como la posibilidad de almidonado casero con nuevos productos afectaron decididamente a las planchadoras tradicionales. Lentamente fueron cerrando sus talleres, que fueron sustituidos por los nuevos establecimientos de lavado y planchado mecánico a la americana que bajo el nombre de "tintorerías" se difundirán ampliamente en la ciudad a partir de 1940; y aunque cada vez más se dotan de maquinas planchadoras que realizan parte del planchado, son todavía hoy uno de los últimos reductos del trabajo manual de las planchadoras.

No obstante, al mismo tiempo que fueron desapareciendo estas penosas tareas de lavado y planchado gracias a la técnica y al desarrollo económico, siguieron y siguen manteniendose otras tradicionalmente femeninas ejercidas por amas de casa de los grupos populares en su domicilio o fuera de casa. Entre las primeras, la confección (64) y el acabado de prendas o el ensamblaje y montaje de piezas; entre las segundas, las de asistentas de limpieza (mujeres de hacer faenas) o cuidado de enfermos y niños por horas. Con las nuevas condiciones de precariedad laboral y con la crisis del estado de bienestar muchas de ellas parecen incluso resurgir, engrosadose actualmente este ejército de reserva laboral femenina con la llegada de mujeres inmigrantes procedentes de países extracomunitarios.
 

Notas

(1) Sin pretensión de exhaustividad véase sobre ello las referencias que ofrece SEGURA 1995. Resulta particularmente interesante tanto por su metodología como por su aportación a la historia de la mujer barcelonesa del siglo XX el libro VILANOVA 1996.

(2) Esta cuestión ha sido objeto de atención por parte los historiadores y las historiadoras que han trabajado sobre la història de la mujer. Sin ánimo de exhaustividad remito a algunos de estos trabajos: SOTO 1984.. CAMPS1995. BORDERIES; LOPEZ 2001.

(3) TATJER MIR 1980, p.119-143.

(4) FERNÁN-GOMEZ 1998.

(5) GONZALEZ PORTILLA 2001, Vol. I, p. 473 y ss.

(6) TATJER MIR 1998, p. 38

(7) OYON; MALDONADO; GRIFUL 2000, p. 93.

(8) BORDERIES; LOPEZ 2001, p. 15

(9) CARBONELL 1997, p. 150

(10) SEMPRONIO 1983, p. 86-88.

(11) Sobre los edificios industriales del Raval que compartían actividades productivas con vivienda en una curiosa mezcolanza de usos resultado de la reutiilización de antiguas grrandes fabricas veáse nuestro trabajo: TATJER 1999, p. 105-115.

(12) Sobre los del interior de la ciudad : ZAMORA 1973; en la p. 418 de esta edición se recoge la respuesta a la pregunta 42 "Sobre lavaderos y abrevaderos" del interrogatorio de Francisco Zamora . Sobre los primeros lavaderos de la Barceloneta cf. TATJER MIR 1988, p. 58 y 188.

(13) FABRE;HUERTAS CLAVERIA 1976.

(14) MADOZ 1985, p. 201.

(15) PELOACE 1829. Y para más adelante PERDIGUERO 1985, p. 225-250.

(16) CERDA 1991, p. 338.

(17) CERDA 1991, p.365.

(18) CERDA 1991, p. 540.

(19) SAURI ; MATAS 1849, p. 379.

(20) CORNET Y MAS 1863, p. 216.

(21) Sobre la especialización de los establecimientos de baños veáse nuestro trabajo: TATJER MIR 1992, vol I p. 257-264.

(22) MARTINEZ ALCUBILLA 1914, vol 2, p. 584.

(23) ANUARIO RIERA 1896.

(24) A.A.A.B.: Obras Particulares. Exp. 923 M. Año 1883-84.

(25) TATJER MIR 2001, p. 73 .

(26) Solidaridad Obrera 1918, nº 716.

(27) VOLTES BOU 1967, p.114.

(28) TATJER MIR 2001, p. 69.

(29) CURET ; ANGLADA 1983, p. 121.

(30) Diario de Barcelona, 1899, p. 13394.

(31) MARTORI PUIG 1998, p. 203.

(32) BAILLY BALLIERE-RIERA 1920, p. 772-773.

(33) MARTINEZ ALCUBILLA 1914, Vol 2, p.594. Y sobre las salas asilo y las salas de lactancia de las fabricas de tabacos veáse las referencias que proporcionan TEIXIDOR DE OTTO y HERNANDEZ 2000, p. 193 y ss.

(34) TATJER MIR 1998, p. 429.

(35) CURET; ANGLADA 1983 p. 121.

(36) DIAZ 1982, p.88. Esta forma de lavado de ropa se repetía en poblaciones de los alrededores de Barcelona como el nucleo industrial de Badalona. En esta ciudad las lavanderas del Canyet barrio de la parte alta del municipio al pie de la Sierra de Marina recogían una vez a la semana la ropa de las casas del centro de Badalona, según se recoge: FERRANDO 2000, p. 52.

(37) MADOZ 1985, p. 608.

(38) CORNET Y MAS 1863, p. 211.

(39) Referencia lateral al uso del tranvia por las lavanderas al producirse un accidente, según recoge el Diario de Barcelona del 21 de junio de 1884, p. 7545.

(40) DIAZ 1982, p. 87-92.

(41) CERDA 1991, vol. I, p. 202.

(42) PERROT 1992, p. 79.

(43) AYUNTAMIENTO DE BARCELONA 1905, p. 597 y ss.

(44) PERROT 1992, p. 81.

(45) Se trataba del arquitecto Josep Oriol Mestres quien tenía en su biblioteca particular el libro de Cf. TATJER MIR 1991, p. 270.

(46) Diccionario Enciclopedico Hispano Americano 1896.

(47) Las guías de la ciudad contienen publicidad de estas primeras "máquinas" domésticas. Cf. CORNET Y MAS 1882; Guía Enciclopédica de Barcelona 1896; La Vanguardia, Barcelona, 1908; Barcelona. Anuario de la ciudad 1934-1935.

(48) Guía General de Cataluña 1920.

(49) BAILLY-BAILLYERE-RIERA 1958, p. 1255.

(50) CURET; ANGLADA 1983, p. 122.

(51) CERDA 1991, p. 204.

(52) ANUARIO RIERA 1896, p. 313-314 y ss.

(53) BAILLY BALLIERE-RIERA 1935, p. 1193-1194.

(54) ELIAS DE MOLINS (1912), p. 47

(55) OYON 2000, p. 20.

(56) SEMPRONIO 1983, p. 85.

(57) Sobre las primeras centrales de teléfonos en Barcelona y el empleo femenino, veáse, AYUNTAMIENTO DE BARCELONA 1908, p. 457. Y en general sobre el trabajo de las mujeres en el sector de servicios y en concreto en la ya estatal CTNE: BORDERIES 1993.

(58) PERROT 1992, p. 80-81.

(59) SEMPRONIO 1963, p. 60-62.

(60) Referencias a antiguos lavaderos sin uso y a la reconversión de un establecimiento del barrio del Poble Sec en sede de una asociación de vecinos aparecen en el libro de FABRE; HUERTAS CLAVERIA, 1976, Vol VI, p. 123. Otras referencias gráficas a establecimientos ya cerrados en SEGURA 1995, p. 93.

(61) TATJER MIR, M.: op. cit., 1988, p. 67 y 238.

(62) J.A 1982. Una de las últimas imágenes gráricas de este lavadero puede verse en FABRE, J y HUERTAS, J. M.1993, p. 230; en las páginas 233-234 de esta misma obra aparecen también fotografías de los restos de los antiguos lavaderos de la calle Aiguafreca en Horta.

(63) Espigolar 1996.

(64) Un buen análisis de estas tareas femeninas que resistieron el paso del tiempo es el sector de la modisteria y corseteria sobre las que exiten dos monografías: PUERTAS 1989; y VENTOSA 2001.
 

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Manual de las Señoritas, o Arte para aprender cuantas habilidades constituyen el verdader mérito de las mujeres, como son toda clase de costuras, corte y hechuras de vestidos, o arte de Modista; bordados en hilo, algodón, lana, sedas, oro, lentejuelas al zurcido, al trapo, al pasado, en felpilla, cañamazo, seda floja y demás labores a punto de aguja, etc; el Arte de Encajera, o modo de hacer blodas y calados; toda clase de obra de cañamazo, bolsas, redículos, obras de abalorio, felpilla, pelo, cordones, presilla, muletillas, etc; con al Arte de componer dichos objetos. Con sus láminas correspondientes. Traducido del francés por doña María Poveda. Con licencia. Madrid: Imprenta que fue de Fuentenebro, 1827. 368 p.

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© Copyright Mercedes Tatjer, 2002
© Copyright Scripta Nova, 2002
 

Ficha bibliográfica

TATJER, M. El trabajo de la mujer en Barcelona en la primera mitad del siglo XX: lavanderas y planchadoras.  Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, vol. VI, nº 119 (23), 2002. [ISSN: 1138-9788]  http://www.ub.es/geocrit/sn/sn119-23.htm


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