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Historia (Santiago)

versión On-line ISSN 0717-7194

Historia (Santiago) vol.45 no.1 Santiago jun. 2012

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-71942012000100019 

HISTORIA N° 45, vol. I, enero-junio 2012: 281-285
ISSN 0073-2435

RESEÑAS

 

BRIAN R. HAMNETT, Revolución y contrarrevolución en México y el Perú. Liberales, realistas y separatistas, 1800-1824, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2011, 426 páginas; y La política española en una época revolucionaria, 1790-1820, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2011, 298 páginas.


"La disolución de la monarquía hispana en las décadas de 1810 y 1820 -pre-condición del triunfo final del separatismo- no fue inevitable, a pesar de que había poderosas razones para explicar este resultado. Estamos hablando de un sistema imperial que duró casi tres siglos. Parece raro, pero se ha puesto mucha atención en los movimientos independentistas y la formación de nuevos Estados, y muy poca en la explicación de la larga sobrevivencia de esa monarquía de los tres continentes" (Revolución y contrarrevolución, 13).

Esta es la frase inicial del libro de Brian R. Hamnett Revolución y contrarrevolución en México y el Perú. Liberales, realistas y separatistas, 1800-1824 (reeditado el año 2011 por el Fondo de Cultura Económica) y que, junto a La política española en una época revolucionaria, 1790-1820 (reeditada también en 2011 por la misma editorial), es uno de los aportes más importantes de la historiografía internacional sobre el proceso revolucionario hispanoamericano de los años 1800-1824. El enfoque de Hamnett, sin embargo, no está puesto tanto en el bando revolucionario o insurgente como en los ejércitos realistas, planteándose como hipótesis que la creación de los Estados nacionales a partir de la década de 1820 no obedeció bajo ningún concepto a una predestinación política inevitable. "La relación entre la desilusión de la monarquía hispana en la América continental y el nacionalismo y la formación de naciones no resulta de ninguna manera clara", propone Hamnett, agregando que no existe una evidencia clara y conclusiva de que las "naciones incipientes estaban luchando contra un sistema imperial injusto para emanciparte" (Revolución y contrarrevolución, 372).

Ambos libros de Hamnett son, en efecto y ante todo, una respuesta a la historiografía nacionalista que, durante el siglo XIX y gran parte del XX, vio las independencias como la culminación obvia y esperable de un largo proceso de descomposición imperial y conflictos irresueltos entre una metrópoli supuestamente absolutista y un grupo de colonias sumergidas en el olvido y la opresión. Además, gracias a la actualización sistemática de la bibliografía y la revisión concienzuda de sus argumentos centrales (Revolución y contrarrevolución fue publicada por primera vez en 1978 y La política española en 1985), las obras de Hamnett caracterizan un escenario de guerra civil en que las disputas políticas se entrelazan una y otra vez con cuestiones sociales, culturales, militares y económicas, todo lo cual da como resultado un cuadro sumamente dinámico de una época en extremo convulsa. El hecho de que Hamnett dedique parte importante de ambos libros a comprender la revolución y la contrarrevolución en el mundo rural, tanto en España como en México y Perú, comprueba el interés del autor por acercar las grandes experiencias políticas en los centros urbanos a las prácticas culturales y socioeconómicas de las localidades provinciales.

Revolución y contrarrevolución y La política española son obras meditadas, temáticamente muy ricas y conceptualmente estimulantes. La lectura de ambos libros debe hacerse de forma simultánea, ya que sus páginas se complementan y dialogan constantemente, de la misma forma en que, a lo largo del período colonial y hasta bien entrada la década de 1820, los eventos en la Península repercutían en las Américas y viceversa. Desde un principio, Revolución y contrarrevolución hace hincapié en que los virreinatos de Nueva España y el Perú tenían estructuras políticas, sociales y económicas privativas de sus respectivas zonas de influencia, enfatizando con ello el principio de que las historias comparadas no deben resaltar únicamente las semejanzas entre las regiones y comunidades políticas estudiadas, sino también sus diferencias. Así, por ejemplo, pueden encontrarse diferencias fundamentales entre ambos virreinatos cuando se analizan las respectivas repercusiones de la crisis imperial de 1808-1810. Mientras el proyecto separatista de Miguel Hidalgo y José María Morelos alcanzó un apoyo bastante significativo entre ciertos círculos de poder, sobre todo en el Bajío, las villas de Guadalajara y la Costa del Pacífico (Revolución y contrarrevolución: 157-180), los grupos dirigentes peruanos rechazaron en general la posibilidad de apoyar una aventura independentista. En el Perú, es cierto, existieron atisbos de quiebre con la Península, siendo la rebelión de los hermanos Angulo en el Cuzco (1814) el más claro (Revolución y contrarrevolución: 180-201). Empero, a pesar de su importancia, estos no solo fueron atisbos, sino que además tendieron a obedecer a la influencia exógena de las élites del Río de la Plata, mucho más comprometidas que las peruanas con el movimiento revolucionario hispanoamericano.

Ahora bien, las experiencias políticas en los dos virreinatos no fueron del todo disímiles, como el estudio de Hamnett sobre la formación de las Cortes españolas y la publicación de la Constitución de Cádiz y sus repercusiones en México y el Perú demuestra de forma contundente. En La política española, Hamnett detalla el contexto histórico del liberalismo español, las fuentes ideológicas de las que bebieron sus ejecutores y la participación de los diputados americanos en las discusiones parlamentarias en Cádiz. El autor nos recuerda que las Cortes siguieron el modelo liberal francés, que abogaba por la composición unicameral del parlamento, formado por diputados escogidos demográficamente y no por estamentos. Además, explica las consecuencias de la declaración del 24 de septiembre de 1810, que afirmaba que la soberanía residía en "la nación" y no en el rey o los cuerpos intermedios (como los estamentos). En Revolución y contrarrevolución, en tanto, explica que el constitucionalismo gaditano sirvió como un instrumento contrarrevolucionario y persuasivo ante el radicalismo de insurgentes como Morelos o los hermanos Angulo. En palabras de Calleja: "cualesquiera que sean los pretextos dados hasta hoy para justificar las insurrecciones, han desaparecido de un golpe por obra de la Constitución" (Revolución y contrarrevolución, 72). Incluso más, en ambos libros Hamnett comprueba que algunas de las ideas centrales del liberalismo gaditano fueron aplaudidas tanto por realistas de viejo cuño como por reformistas al interior del Imperio: los primeros aplaudieron que los liberales reforzaran el unitarismo imperial, al tiempo que los reformistas vieron con buenos ojos que la Constitución de Cádiz dinamizara la participación política en las Américas.

Con todo, sería errado pensar que la política de Cádiz fue apoyada de forma incondicional por las sociedades española y americana. De acuerdo con Hamnett, la declaración de que la soberanía residía en la "nación" contenía un discurso centralista y unitarista que pocas corporaciones y grupos de poder en España y América estaban dispuestas a aceptar. En España las guerrillas españolas, nacidas al calor de la guerra contra Napoleón, nunca estuvieron verdaderamente convencidas de que "el pequeño círculo de reformadores" gaditanos "podría ser capaz de hacer causa común con la gente del campo", la cual muchas veces "daba fuerza a las bandas de guerrilleros" (La política española, 93). Por otro lado, los representantes americanos en las Cortes vieron críticamente el excesivo unitarismo del proyecto gaditano y las pocas concesiones otorgadas a América por la gran mayoría de sus colegas diputados. En esto, el autor está en sintonía con lo propuesto por otros historiadores, como Timothy Anna y Michael Costeloe, aun cuando cabe destacar la originalidad de Hamnett cuando sostiene que la preservación de la unidad de la monarquía hispana era un objetivo compartido tanto por liberales como por tradicionalistas y que, en consecuencia, ambos grupos eran igualmente elitistas e imperialistas. En su pensar, "las divisiones entre las dos facciones en las Cortes no radican en factores sociales o económicos, sino en la ideología. El punto divisorio estaba en un nivel político. No hay concepto alguno de conflicto de clases que se pueda hacer valer para explicar esa divergencia dentro de las Cortes y en el ambiente de Cádiz" (La política española, 116).

En América también se elevaron voces críticas ante la Constitución de Cádiz. Hubo quienes desecharon de plano la posibilidad de poner sus preceptos en práctica, una posición defendida ya sea por grupos abiertamente separatistas o por las élites autonomistas que, aun cuando en 1812 estaban todavía lejos de abogar por la independencia total, optaron tempranamente por preparar sus propios reglamentos constitucionales. Ese fue el caso de los revolucionarios chilenos. Hubo otros, como el virrey Abascal, que aceptaron poner la Constitución de Cádiz en práctica, aunque no sin antes reaccionar ante algunos de sus preceptos. La derogación del tributo indígena fue explícitamente atacada por Abascal, para quien la reorganización de la estructura fiscal del Imperio dependía de que "los ingresos normales del gobierno continuaran recaudándose sin interrupción" (Revolución y contrarrevolución, 134). Políticamente, la eliminación del tributo podía llevar a que algunas comunidades indígenas se unieran a la contrarrevolución peruana; sin embargo, en el pensar del virrey, este era un ingreso demasiado relevante para dejar de recaudarlo, especialmente en un contexto de guerra civil como el que se vivía en todo el continente americano desde 1810.

Pues, a pesar de lo que dijera Calleja y quizás pensara Abascal, la publicación de la Constitución de Cádiz estuvo lejos de poner fin a las discrepancias entre realistas, reformistas y revolucionarios. La guerra civil en México y el Perú provocó dos efectos notables: en primer lugar, la militarización de sociedades que, hasta entonces, no habían logrado contar con ejércitos debidamente profesionalizados (en este punto Hamnett sigue los estudios de Christon Archer y Leon Campbell sobre los ejércitos coloniales en Nueva España y el Perú, respectivamente). En segundo, una crisis estructural del sistema económico, que impidió "en última instancia la consolidación de la deuda nacional y la creación de un fondo destinado a su amortización gradual" (Revolución y contrarrevolución, 135), una situación no muy diferente a la experimentada por la Península desde la invasión napoleónica en 1808. Y lo cierto es que, si hubo quienes pensaron que el regreso absolutista de Fernando VII en mayo de 1814 (con el consecuente cierre de las Cortes y la abolición de la Constitución de Cádiz) pondría fin a la crisis económica a ambos lados del Atlántico, la realidad rápidamente los hizo despertar de su sueño fernandino. La crisis, en efecto, se acentuó conforme el monarca y los insurgentes profundizaron sus diferencias, no solo porque la producción minera y agrícola en América y España continuó siendo negativa, sino también porque la guerra civil elevó los gastos militares a niveles insospechados.

Además de subir los costos militares, el regreso de Fernando VII trajo como corolario el predominio en la Península de los oficiales absolutistas en desmedro de los oficiales liberales. En las divisiones militares liberales se fue incubando un malestar generalizado con los ministros más cercanos al rey, y en ello la sensación de injusticia por no premiar su participación en la guerra contra Napoleón jugó un papel clave. En La política española se propone que los oficiales liberales españoles reaccionaron en contra del cierre de "las academias militares y navales", como también del decreto que ordenaba la dispersión de las guerrillas y "la reducción del número de las tropas regulares" (La política española, 238). La tesis de Hamnett de que la revolución de Rafael de Riego en enero de 1820 no fue "un golpe de Estado militar aislado sino la culminación de un proceso" dice relación con dicha sensación de injusticia (La política española, 253).

La rebelión de Riego tuvo consecuencias también en los dos principales virreinatos americanos, aunque, a diferencia de lo que sucediera en 1812, esta vez el liberalismo gaditano sufrió la indiferencia de las élites: aun cuando el Trienio Liberal intentó negociar con los insurgentes, para 1820 la Constitución de Cádiz ya no era vista como una alternativa al problema americano. En el caso mexicano, el Plan de Iguala de Agustín de Iturbide, presentado en febrero de 1821, fue más una respuesta ante la decisión de los liberales de poner cortapisas a la Iglesia y el ejército regular que al absolutismo fernandino. Con todo, cuando Fernando VII regresó nuevamente al trono en 1823, el separatismo mexicano había alcanzado niveles demasiado evidentes e irreversibles para regresar a foja cero. De ahí en adelante, las disputas políticas en México se concentrarían en cuestiones internas más que imperiales, sobre todo una vez que el federalismo lograra erigirse como una alternativa viable al monarquismo. "El triunfo del federalismo en México en 1823-1824", dice Hamnett, "significó mucho: la ruptura definitiva con el monarquismo, el fin de la Constitución de 1812 y la aceleración del proceso del desmantelamiento del antiguo régimen que comenzó en las Cortes de Cádiz" (Revolución y contrarrevolución, 339). En Perú, por su parte, la decisión de José de la Serna, sucesor de Pezuela luego del Pronunciamiento de Aznapuquio (29 de enero de 1821), de abandonar Lima y reconcentrar sus fuerzas en el Cuzco permitió que el ejército de José de San Martín ingresara a la capital y proclamara la independencia peruana el 28 de julio de 1821. La guerra entre realistas y revolucionarios, es cierto, no concluyó sino hasta fines de 1824, cuando los segundos vencieron, más por casualidad que por "el entusiasmo general de los patriotas", a los primeros en la batalla de Ayacucho (Revolución y contrarrevolución, 335). Sin embargo, que La Serna se hubiera negado a negociar con los agentes enviados por el Trienio Liberal comprueba que, al igual que como ocurriera en México, la reintroducción de la Constitución de Cádiz había dejado de ser una opción viable para los contrarrevolucionarios peruanos. El liberalismo español era así desechado por realistas devenidos separatistas (como Iturbide), por insurgentes (como San Martín y, eventualmente, Bolívar) y por realistas recalcitrantes (como La Serna).

Argumentar que el experimento liberal español fue derrotado porque las élites españolas y americanas dejaron de verlo como una solución al problema imperial no es lo mismo, empero, que sostener que el liberalismo perdió toda su importancia política; de hecho, distintas versiones del liberalismo decimonónico continuaron protagonizando la escena política por el resto del siglo. Más bien, el argumento de Hamnett cuestiona que el liberalismo español fuera la única y más viable de las opciones políticas en 1820. Si los liberales gaditanos pensaron que su proyecto político sería apoyado de forma unánime por españoles y americanos, entonces olvidaron el peso del tradicionalismo, la importancia de los cuerpos intermedios (como la Iglesia) y el poder de los grupos privilegiados (como las élites civiles o los oficiales de los ejércitos regulares). Ahora bien, en cierto sentido los líderes revolucionarios peruanos y mexicanos también sufrieron una derrota a manos de sus herederos. A pesar de que en la década de 1820 se consolidó la independencia en todo el continente americano (con la excepción de Cuba y Puerto Rico), las diferencias entre regalistas y ultramontanos, militares y políticos civiles y los Estados centrales y las comunidades indígenas comprueban que el tránsito desde el régimen colonial al republicano fue mucho más accidentado y menos lineal de lo que sostuviera la historiografía liberal decimonónica. Y en ello es muy probable que, como dijéramos al principio, la opinión más favorable que negativa de los criollos respecto al funcionamiento del sistema imperial haya jugado un papel importante. Como bien concluye Hamnett: "en México fueron necesarios 13 años y en el Perú 16 para que los altos representantes de la sociedad criolla identificaran su suerte con la idea de un Estado soberano independiente de España y de una forma republicana de gobierno. El hecho de que haya sido así, después de la tan larga y enconada rivalidad entre criollos y peninsulares, pone en duda la idea de que haya sido el resentimiento de los criollos por las reformas borbónicas lo que produjo el desarrollo de un sentimiento favorable a la independencia total. La fidelidad a la monarquía española tardó mucho tiempo en morir; fue desapareciendo lentamente mientras el liberalismo daba en condiciones desfavorables su difícil batalla" (Revolución y contrarrevolución, 371).

JUAN LUIS OSSA SANTA CRUZ
Centro de Estudios de Historia Política
Universidad Adolfo Ibáñez

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