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Historia (Santiago)

versión On-line ISSN 0717-7194

Historia (Santiago) v.38 n.1 Santiago jun. 2005

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-71942005000100022 

 

RESEÑAS

RAFAEL SAGREDO BAEZA y JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ LEIVA, La Expedición Malaspina en la frontera Austral del Imperio Español. Santiago, Editorial Universitaria-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la DIBAM, Santiago, 2004, 916 págs.

En la historia de las exploraciones geográficas sudamericanas, el siglo XVIII está señalado por la secuencia de importantes emprendimientos realizados por algunas potencias europeas en el contexto del fomento del conocimiento científico impulsado por las ideas de la Ilustración. Protagonistas eminentes de los mismos, en particular de los que tuvieron ocurrencia entre las décadas quinta y novena de la centuria fueron los navegantes y viajeros ingleses James Cook, John Byron, Philip Carteret y Samuel Wallis; los franceses Charles Marie de la Condamine, Jean François, conde de La Pérouse y los españoles Jorge Juan, Antonio de Ulloa y Antonio de Córdoba Lazo de la Vega. A ellos debe sumarse, y con suficiente mérito el capitán Alejandro Malaspina, italiano al servicio de la Corona de España, quien daría cima al ciclo con la expedición desarrollada entre 1789 y 1794. Esta expedición en especial nos interesa y ocupa, tanto por su trascendencia cuanto porque fue la postrera manifestación del poderío y grandeza del otrora impresionante imperio americano de España, que a poco andar iniciaría el trayecto irreversible hacia su colapso al cabo de un siglo.

Más allá del indesmentido afán por el adelanto de la ciencia, que lo había y mucho, preocupaban a la Corona dos situaciones particularmente importantes: una, el inacabable merodeo predatorio de las naves de terceros países, de Gran Bretaña en particular, el enemigo tradicional del imperio español, por las costas americanas ubicadas en elevadas latitudes del meridión y del septentrión, riquísimas a la sazón en recursos pelíferos y pesqueros, que concitaban el interés económico de aquella potencia, directamente y también de la Federación que había sucedido a las que fueran sus colonias de Norteamérica y, por fin, en menor grado de participación, del reino de Francia, circunstancia de la que podían derivarse consecuencias previsibles e imprevisibles de orden político y bélico.

Otra, como era la de verificar cuidadosamente el estado de los reinos y provincias indianos en lo tocante a su defensa y a su mejor administración para ese y otros aspectos de su evolución, y, no menos importante y hasta delicado, el de auscultar con la debida prudencia el ánimo de sus habitantes respecto de la metrópolis y su dependencia futura, toda vez que el paso del tiempo venían mostrando algunos inquietantes signos que sugerían eventuales perturbaciones en el ordenamiento imperial mantenido a lo largo de casi tres siglos.

Tales intereses y preocupaciones quedaron debidamente expresados en la comunicación que al tiempo de la preparación de la gran expedición el capitán Alejandro Malaspina, el jefe designado para la misma pasó a don Antonio Valdés, Ministro de Marina e Indias del rey Carlos IV, puntualizando las futuras tareas: la una pública, que comprenderá además el posible acopio de curiosidades para el Real Gabinete Botánico y toda la parte geográfica e histórica; la otra reservada, que se dirigirá a las especulaciones políticas ya indicadas.

Todo ello hubo de servir al fin para justificar el notable esfuerzo que implicó la organización de una expedición de una magnitud tal que, guardando las proporciones, solo tenía símil en las descubridoras del principio del siglo XVI, en especial de la encomendada a Fernando de Magallanes para la búsqueda del paso transcontinental y el acceso oriental a las islas de las especias.

Nada se escatimó: se construyeron dos naves apropiadas para soportar el trajín natural de prolongadas singladuras por mares y climas diferentes, y se las equipó con el más moderno instrumental náutico y científico disponible a mano para el debido desarrollo del gran viaje y para el cumplimiento de las tareas a emprenderse en su transcurso; se seleccionó un bien calificado cuadro de oficiales y personal subalterno, amén del técnico y científico supernumerario para garantizar el mejor desarrollo de la misión, que fue puesto a las órdenes de un jefe excepcional, el capitán de fragata Alejandro Malaspina, que se revelaría como un atinado, prudente y responsable conductor, además de confirmar su calidad de hombre de mar. Fue esta una elección acertada por donde se la mire, como lo ha demostrado reiteradamente el juicio de la posteridad historiográfica que se ha ocupado del estudio de la gran empresa náutico-científica.

Lo expuesto debe servir de antecedente necesario para valorizar debidamente la obra que comentamos, cuyo título La Expedición Malaspina en la frontera austral del Imperio Español es en una cabal expresión del ámbito comprensivo que se ha querido dar a la publicación.

De partida, ella es el fruto del talento y versación de dos especialistas muy conocidos en nuestro medio académico: el doctor Rafael Sagredo Baeza, historiador, y el doctor José Ignacio González Leiva, geógrafo, ambos asociados en una empresa común que manifiesta una plausible y provechosa relación interdisciplinaria no frecuente entre nosotros.

El objetivo de los autores es el de recuperar y poner en valor una empresa geográfico-científico-política como la mencionada, que tuvo una gran trascendencia en su hora, mostrándo desde la perspectiva de la visión americana y más todavía, desde aquella propia de la periferia meridional del imperio hispano. Una empresa que, cabe destacarlo, busca rescatar para la ciencia histórica y la historiografía nacionales un suceso del pasado abordado hasta ahora solo tangencialmente por nuestros autores clásicos, como bien lo señalan Sagredo y González, al manifestar: La primera característica que es preciso hacer notar al abordar el tema de la presencia de la expedición encabezada por Alejandro Malaspina en la frontera meridional del imperio español, es que este no es un asunto que haya merecido la atención de los estudiosos de nuestra historia. Lo dicho nos permite afirmar que no existe ningún trabajo que aborde el problema de manera sistemática y de acuerdo con las exigencias de la historiografía actual, entre las cuales se cuenta el trabajo interdisciplinario cuando así lo requiere el objeto de estudio. Por el contrario, los escasos textos sobre la fase chilena de la empresa ilustrada solo son crónicas que la reconstruyen en sus hechos esenciales, sin ninguna pretensión analítica.

El plan de la obra que se comenta se divide en dos partes. La primera, que corresponde propiamente al aporte de los autores, aborda la consideración general de la importancia de la ciencia en los viajes del siglo XVIII, a través de la particular referida a las expediciones realizadas en aguas y tierras americanas durante su transcurso; a los territorios y derroteros, a los científicos a cargo y en los resultados obtenidos, así como se hace referencia al espíritu de viajeros singulares, a la atracción que su presencia y actividad despertaron entre los indianos, y a las repercusiones ulteriores de las empresas de que se trata, consideradas desde el punto de vista de su influencia y consecuencias en la subsiguiente evolución de los dominios iberoamericanos.

Igualmente se hace un estudio acabado respecto de la historiografía y de las fuentes que informan sobre la Expedición Malaspina en la América del Sur, como de la profusa y rica cartografía e iconografía derivadas de la misma y, en fin, de sus resultados de variado orden: geográficos, científicos y políticos.

En esta fase se trata de las influencias que las expediciones científicas en general tuvieron en el fenómeno posterior de la independencia americana, valorizándolas como una contribución para el despertar del espíritu crítico y de una clara conciencia de identidad de las elites criollas, que harán posible explicar el movimiento independentista.

Pero más allá todavía y antes de influir en aquel proceso, a poco andar esa presencia con sus ideas, sus formas de ser, y con el espíritu abierto de que hizo gala, pudo y debió dejar huella de diferente grado en quienes fueron espectadores y auditores. Esta noción es cabalmente expresada por los autores al escribirse que: El viajero traza caminos, abre posibilidades, desarrolla virtualidades en las comunidades que visita. Trae su mundo al seno de la comunidad y por eso la hace más cosmopolita, más universal, a la vez que modifica el estilo y el contenido de su vida. En virtud de lo anterior, creemos que los científicos europeos lograron que las formas cerradas de la sociedad colonial se abrieran y flexibilizaran y que sus componentes se enriquecieran con los elementos que les aportaron. Se está así, es claro, ante un veta de la que aún la capacidad reflexiva del investigador puede extraer mucha materia.

Participamos pues de la convicción de los autores en cuanto que las sucesivas expediciones, y más todavía las que consiguieron establecer una mayor interrelación con la gente común de los territorios visitados, pudieron y en el hecho consiguieron aportar a la apertura de pensamiento y de miras de los criollos -de un grupo selecto a lo menos-, como a su independencia intelectual, cuyas acciones ulteriores resultarían determinantes en muchos casos para el curso de los acontecimientos.

Tan valiosa como interesante es la apreciación de los autores en lo tocante a las opiniones de Malaspina sobre el régimen colonial, cuyas características pudo conocer y observar con detenimiento, poniendo de relieve una visión excepcionalmente aguda y acertada acerca de la situación de los reinos americanos en el conjunto de la monarquía imperial hispana.

La segunda y extensa parte de la obra reúne una selección de los escritos más interesantes originados en la expedición de Alejandro Malaspina y referidos a Chile en su conjunto o en sus diferentes distritos y ciudades. Si valiosa la primera por cuanto tiene de iluminadora para la comprensión de la gran empresa exploratoria y prospectiva y su contexto de tiempo y circunstancias, no lo es menos la segunda parte -que para mí inclusive ha resultado sorprendente- por cuanto tiene de variado, interesante, rico y hasta de curioso contenido. A través del mismo asoma un Chile diferente, con frescura prístina y sabor a tiempo viejo, pero de una autenticidad admirable que permite entender y aquilatar nuestras raíces como nación.

A lo largo de su lectura pueden conocerse tanto las motivaciones como los progresivos resultados y conclusiones obtenidos durante el extenso viaje en lo correspondiente al reino.

De este modo, hay descripciones etnográficas sobre patagones, huilliches, cuncos y pehuenches; hay relaciones descriptivas sobre la variedad natural, flora y fauna, minerales y geoformas, que revelan el asombro y la sorpresa de los investigadores ante tanto despliegue escénico, vital e inerte, expresivo de un país distinto y novedoso. Tanto lo fue, que hasta su firmamento fue causa de observación y estudio gratificantes: trabajamos constantemente en el catálogo celeste austral, del cual espero que sabrán de buen grado los astrónomos porque encontramos mucho que agrandar y mucho que corregir, como escribiera Malaspina a su amigo Gherardo Rangoni desde Santiago de Chile en marzo de 1790.

Así también en el suelo, a través de los ojos acuciosos de los naturalistas, fue descubriéndose lo inesperado: una rica y abundante colección de plantas que, por lo que respecta a su aspecto externo, parecen haber sido creadas en otro planeta totalmente distinto, y que revelan el carácter de rareza y el tamaño de su lugar de origen, aludiéndose con ello a la originalidad, especificidad y endemismo de tantísimas especies novedosas que encontró el botánico Tadeo Haencke en el suelo del Chile propio o antiguo de la época, y al que el ilustre naturalista colector describiera como una de las provincias más agradables y fértiles de Sudamérica; cuya belleza, inocencia de costumbres y original hospitalidad de los habitantes con los extranjeros, la hacía más atractiva, en carta dirigida a su amigo Ignaz von Born, escrita en junio de 1790.

También se brindan detalles particularizados sobre la isla grande de Chiloé, sobre Concepción, Talcahuano y Penco, sobre el interior del valle central entre Chillán y Santiago; sobre Valparaíso, Quillota, sectores preandinos y andinos; sobre Coquimbo, La Serena y el despoblado atacameño hasta los lindes con el Virreinato del Perú, en fin, incluyendo las islas de Juan Fernández y San Félix. En cada caso se trata sobre los habitantes y sus modos de vida, se da cuenta de las producciones naturales y de variados aspectos complementarios.

Si digno de nota por su interés lo precedente, cuanto más, si cabe, son las apreciaciones y consideraciones políticas de algunos de los escritos incluidos en el libro que reseñamos.

Desde luego, las referencias a la presencia eventual de establecimientos extranjeros en las costas patagónicas del Virreinato del Plata y del Reino de Chile, que era una de las motivaciones más acuciantes del viaje, lo que implicaba informarse y, en lo posible, cerciorarse no solo de cualquier barrunto de presencia física permanente, sino de eventuales tratos de extranjeros con los indígenas patagónicos y, cosa preocupante, de la explotación de los recursos litorales y marinos (lobos, elefantes y ballenas) y que conformaba una indeseable y antigua práctica realizada al amparo de la ausencia de vigilancia y del abandono virtual de tan extensos como lejanos litorales. Detrás de todo ello estaba el fantasma de una ocupación inglesa de algunos puntos o de la totalidad de la Patagonia, desde que el jesuita Thomas Falkner había puesto en evidencia la desidia hispana y la oportunidad que así se abría a terceros interesados.

Reflexionando sobre el punto Malaspina escribiría:

La España con sus combinaciones está siempre ligada con tres objetos difíciles de reunirse sin que choquen y se ofendan mutuamente, y son 1°, sus fuerzas y ventajas; 2°, sus relaciones en la balanza de Europa; 3°, sus relaciones con los indios moradores. Y aunque en los países más fértiles, poblados y ricos de nuestras conquistas no pasen de los ya citados puntos políticos de vista, bajo los cuales ha de considerarse la Monarquía, ya las costas patagónicas, a pesar de no tener circunstancia alguna favorable, han llegado a abrazar todos estos objetos en una grado tanto o más interesante cuanto más capaz es de un remedio temprano y oportuno.

Que la intención de cualquier fuerza europea por la costa oriental patagónica sea un peligro imaginario, y un peligro que no debe ocupar ni un momento nuestro sistema defensivo, es punto tanto más decidido cuanto más influyen los materiales acopiados a hacer conocer la verdadera geografía de esta parte del continente.

De lo expuesto, conjeturamos, debiera derivarse la conducta subsiguiente de España en su imperio americano. Es decir, aventadas por la geografía y la naturaleza -en el pensamiento de Malaspina- las eventualidades de una ocupación y despojo de jurisdicción, y la facilidad de una defensa del mismo género -atendido el reciente fracaso de los denominados "Establecimientos Patagónicos", excepción hecha del fuerte del Carmen de Patagones sobre el río Negro, solo procedía buscar un entendimiento entre la potencia imperial dueña nominal del territorio y los merodeadores y profitadores de recursos con valor económico.

Tornando a las relaciones que recogieron las experiencias y observaciones de los viajeros por suelo de Chile, es del caso mencionar aquellas que denominamos "curiosas" por cuanto de singulares y acertadas tuvieron. Nos referimos a las correspondientes a las formas de ser de los habitantes, cuanto a sus usos y costumbres, algunas de las cuales fueron objeto de un juicio descarnado y severo.

Sin omitir la referencia que se hace al desconocimiento de la rueca por parte de las mujeres, lo que nos ilustra sobre el atraso tecnológico en un aspecto de suyo tan elemental como era la artesanía de la lana, importan especialmente las reflexiones de José Espinoza y de Felipe Bauzá contenidas en la denominada Descripción del obispado de Santiago, a la vista de la realidad rural conocida: Tal vez no hay un paraje en el mundo en donde la experiencia enseñe más palpablemente que en Chile los perjuicios que acarrean a la población y al común de los habitantes los grandes propietarios.

Esta consideración que en tiempo reciente habría sido tenida por perturbadora del ordenamiento social, fue todavía reafirmada con la denuncia en el trato que recibían los campesinos: De este modo la suerte del pobre es sumamente desdichada. Cada hacendado cuenta en sus peones no unos hombres libres que disponen a su albedrío de su persona y de su trabajo, sino unos criados tributarios que impelidos por la necesidad y del ejemplo de los demás amos, cultivan las tierras, siembran, riegan, trillan y hacen cuanto se necesita durante el año sin otro estipendio que el de una mala choza y una corta porción de tierra para cultivar algún grano de legumbres, expuestos a que se los castigue a la menor desobediencia, poniéndoles grillos o metiéndolos en el cepo del que nunca carecen las haciendas.

De la transcrita y leída y otras consideraciones, Espinoza y Bauzá concluían con una notable y muy decidora reflexión: Ya se deja comprender cuáles serán las consecuencias de este sistema fatal y hasta qué punto sería útil la subdivisión de estas grandes haciendas, de modo que quedando libres para cultivarlas por los aplicados y diestros en la agricultura, y repartida entre un número mayor de individuos, se conseguiría por este medio eficaz el aumento de la población y cada uno de por sí lograría por entero del fruto de sus sudores.

Ha de convenirse en que estos conceptos conforman toda una declaración programática, ciertamente precursora en lo referido a un ordenamiento agrario más justo; pero, claro está, razonando atinadamente en lo referido a su factibilidad, añadían: Sin embargo no debemos lisonjearnos de que llegue a verificarse en nuestros días este feliz trastorno; el sistema actual de las sociedades, sino imposibilita, a lo menos aleja la época de semejante innovación.

En verdad, concluimos, se trata de un juicio certero el de estos integrantes connotados de la Expedición Malaspina a su paso por Chile. De ellos, permítasenos tomar todavía otras referencias, ahora más halagüeñas sobre los habitantes del país:

Por lo que toca a las costumbres de los chilenos, nada podemos agregar a lo que ya tenemos dicho relativamente a los habitantes de Santiago y de Concepción.

Se nota en general una robustez admirable en ambos sexos, un trato amable y obsequioso, un carácter inocente y sencillo que no conocen el dolo ni la malignidad, pudiendo asegurarse que no se encuentran verdaderos malvados en aquel país. Las mujeres por su parte tampoco desmienten este carácter, siendo todas muy cariñosas, alegres, sociables y laboriosas, acompañando estas bellas cualidades con una presencia natural por lo común hermosa y una grande afición a la música.

Pero también con acierto agregaban: Lo que obscurece algún tanto en los hombres las prendas tan relevantes que los caracterizan es su descuido y falta de aplicación a las ciencias y a la literatura.

Esto se hace mucho más reparable cuanto que estando dotados de un ingenio feliz y de imaginación viva y penetrante, necesitan más que en otros países de los conocimientos que prestan las ciencias. He aquí otra observación no menos acertada acerca del carácter del chileno, de su pereza intelectual en particular, que acusa una carencia de antaño y ogaño, nunca satisfactoriamente arreglada.

Concuérdese en que en lo leído y oído hay otras cabales propuestas implícitas de progreso social para un país que fue mirado con evidente simpatía por estos singulares viajeros.

Aquí se ve y se entiende cómo Chile, aquel territorio apenas conocido de la periferia del imperio, había comenzado a calar hondo en el sentimiento de los ilustrados observadores. Veamos si no, cómo se refiere el propio jefe de la expedición, al hacer el examen político del país comprendido entre Chiloé y Coquimbo: El Chile es sin duda el país entre todos los que ha conquistado España en América, que más sangre y caudales le ha costado y menos ventaja le ha producido. Aun en el día, en que una administración complicada -ya puestos en movimiento casi todos sus resortes- ha asegurado al erario una renta no indiferente, todo lo absorben o la misma administración o el sistema militar. Su posesión es gravosa al Perú por una contribución anual para Valdivia y Chiloé; a la matriz por una emigración constante, bien que en los cálculos de emigración atribuida o a Buenos Aires o a Lima, parajes en donde desembarcan.

Empero el Chile es un país cuyos vecinos no son temibles, cuyos montes y minas abundan en minas, cuyo suelo y clima son tal vez de los más fértiles y favorables a una población crecida, finalmente cuyas costas, guarnecidas de buenos puertos, abren al mismo tiempo su seno a una defensa marítima, a un comercio fácil y directo y a unas pescas tan lucrosas como abundantes.

¡Oh! Cuánto esta pintura nada exagerada ha de incitarnos a examinar más de cerca los defectos constitucionales, cuya enmienda, en una época en que ya la Ilustración no pende un arrimo servil a los preceptos antiguos, guíe la nación a aquel próspero renacimiento en el cual únicamente estriba su verdadera robustez.

Y tras abundar en otras consideraciones, Alejandro Malaspina concluye con un párrafo que debiera sonar a música en nuestros oídos: El Chile considerado como colonia española se asemeja mucho a las provincias del Río de la Plata y enteramente a las colonias americanas. Es un país de una fertilidad extrema, de un suelo casi inagotable, de un clima verdaderamente análogo al europeo y de una posición ventajosa para su defensa, pues le abrigan la cordillera al E y el mar al O. Raya al N con nuestras provincias del Perú y al S con las tierras de los huilliches, araucanos, puelches y pehuenches, pueblos ya poco temibles para invasores, no solo por su corto número, si [no] también por los muchos progresos que ha hecho en estos últimos años su inclinación a la labranza y al nombre español. Pero por un acaso desgraciado esa misma posición marítima, tan ventajosa para su bienestar absoluto, no le permite cambio alguno útil con la matriz, apartándole por consiguiente tanto de las colonias americanas y de las de Río de la Plata en sus ventajas intrínsecas como se les asemeja en su clima y producciones. Si la España sobrante de gente, como lo son la isla de Malta, la ribera de Génova y la misma provincia de las montañas de Santander, necesitase un país en donde con el auxilio de la navegación se aumentase el suelo a proporción del incremento y opulencia de sus habitadores, seguramente Chile sería el país más oportuno para este objeto. Ni se nos oponga que no fue la sobrada población de Inglaterra la que dio margen al incremento rápido de sus colonias, pues las colonias inglesas han crecido a la verdad con una rapidez extraordinaria. Pero esto ha sido al abrigo de unos privilegios y quietud constante y por los efectos de la persecución de una u otra secta, como también por la ocurrencia de alemanes, irlandeses y franceses. Más diremos aún si en el espacio próximamente de unos treinta años la España quisiese ver duplar la población europea del Chile, pudiera conseguirlo demostrativamente solo con la introducción de una libertad política que influyese directamente en el ciudadano la idea de su sola prosperidad y reproducción.

He aquí, citas de por medio, reflejados la agudeza en la observación y el talento reflexivo de un hombre de excepción que se empeñó en recoger con fidelidad la realidad que se presentaba a sus ojos, y en recomendar las medidas de buen gobierno que su gente merecía para disfrutar de adelantos modernos, de prosperidad y felicidad.

Es oportuno destacar que este excelente jefe tuvo entonces el mejor interlocutor que podía hallar en la persona de don Ambrosio O'Higgins, el Capitán General del Reino y Presidente de la Audiencia de Chile, hombre tanto, si no más, ilustrado que él. Para saber de su cultura y penetración política basta leer la extensa comunicación que en julio de 1786 dirigiera a José de Gálvez, ministro del rey Carlos III, en que al comentar la reciente presencia del navegante francés La Pérouse, manifiesta su interés por el adelanto de la geografía y la ciencia, y sugiere la realización de una expedición española como la que habría de comandar tres años después Malaspina. No podría extrañar, así, que este verdadero precursor, al tiempo del arribo de aquel extremara sus acciones personales y sus instrucciones a sus subordinados para facilitar al máximo sus tareas. ¡Cuánto de lo ocurrido entonces, en provechosos resultados, no debiera atribuirse a tan oportuna como eficaz colaboración, hija a su vez de una comprensión cabal sobre la trascendencia de tal cometido!

Debemos concluir este comentario de una obra que nos sorprende y agrada con su enjundia, enunciando sus frutos ubérrimos en lo tocante al adelanto de las ciencias naturales (botánica, zoología, mineralogía); de la etnografía, de la producción económica, de las costumbres sociales y demás; del adelanto de la cartografía litoral de la periferia meridional de América, que se acabaría reflejando en la gran carta presentada por Juan de Lángara en 1798 al rey Carlos IV.

Pero queremos singularizar, abundando particularmente en una de las formas con las que parece haberse expresado a mayor cabalidad lo que entendemos fue el encantamiento de Chile para los viajeros científicos de que se trata, pues no cabe duda que el viejo reino hubo de enamorar a los integrantes principales y más calificados de la expedición, en la iconografía producida durante y con posterioridad al memorable periplo náutico y científico.

En efecto, nos impresionan los dibujos y acuarelas admirables de Fernando Brambila y Felipe Bauzá, hasta las reproducciones de plantas debidas a José Guío, dibujante del real Jardín Botánico de Madrid, confeccionadas a la vista de los especímenes del herbario recogido; y los retratos de indígenas y los insuperables dibujos de animales de José del Pozo, estos últimos con un verismo que ya se quisieran otras afamadas producciones científicas de aquel y tiempos posteriores. ¡Cuánta riqueza en ilustraciones! De ellas, los autores han sacado un excelente provecho como complemento enriquecedor de una obra que no tiene desperdicio.

Para concluir esta presentación es tiempo de valorar debidamente a sus autores, puntualizando que se han hecho y se hacen acreedores al merecimiento público y en particular al académico por lo que debe tenerse como una muy importante contribución historiográfica. No puede ser menos una tarea como la tan bien pensada, emprendida y concluida por ellos, que ha permitido redescubrir, recuperar y reivindicar para nuestra información cultural una expedición trascendente por sus resultados para el conocimiento del estado y la situación del Chile del tiempo final del período indiano, del Chile frontera meridional del imperio español, como fue la expedición náutica y científica dirigida por el capitán Alejandro Malaspina. Con ello no han hecho otra cosa, además, que ensanchar el cauce por el que habrán de transitar otros investigadores e historiógrafos de la ciencia chilena, y con ello cuantos hayan de afirmar la memoria histórica chilena, en acertados conceptos de Miguel Angel Puig-Samper, en el prólogo del libro, y de los propios autores al hacer referencia al incomprensible descuido en que la mayoría de los investigadores nacionales han dejado el campo referido al decurso del adelanto del conocimiento científico en el país.

Por último, permítaseme una digresión de carácter personal, que viene al caso.

Hace un par de años integraba el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y en tal calidad hube de conocer de la propuesta sometida a nuestra consideración con la lista de obras que aguardaban el subsidio financiero del organismo para ser publicadas. Entonces, nada más que ver el título de este libro y los nombres de sus autores me empeñé en su favor, argumentando acerca del porqué el mismo debía ser uno de los favorecidos por la selección y decisión del Consejo. Y así se acordó. Hoy a la vista del libro, en una edición que distingue a la Editorial Universitaria y al Centro de Investigaciones Barros Arana, permítaseme congratularme por aquella feliz intervención.

MATEO MARTINIC BEROS
Universidad de Magallanes, Chile