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Acta literaria

versión On-line ISSN 0717-6848

Acta lit.  no.50 Concepción jul. 2015

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-68482015000100014 

 

HOMENAJE

 

UNA CONVERSACIÓN

 

Sergio Gómez*

 

Los interiores de las casas que se imaginaba Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes parecían de lo más normales, llenos de jarrones con flores; pero esas mismas casas, jarrones y flores, nunca volverían a ser iguales para su generación, según la escritora italiana, después de vivir, de experimentar la guerra de cerca: "una vez que se ha sufrido, la experiencia del mal no se olvida". Y tampoco lo serían lo exteriores: las ciudades devastadas. Por eso concluía: "no nos curaremos de esta guerra". Acabo de leer un poema de Juan Zapata, que entendía muy bien esa relación Interiores/ Exteriores, en el mismo tono: "Desde arriba / los techos de la ciudad / son una ciudad muerta".

Hace algunos meses viajé a Concepción, y una tarde, en medio de una universidad casi vacía, conversamos después de varios años de no vernos. Juan publicó atrasado o siguiendo su particular ritmo, su único libro de poesía: Interiores/Exteriores, discretamente, casi en secreto, mientras toda su generación lo hizo varios años antes. Leerlo con atraso hace cinco años me tomó por sorpresa.

Los poetas de Concepción -al menos para mí- se concentran en una época determinada, los años 80, y bajo el alero de un proyecto editorial potente como fue la revista Posdata (fui parte de la revista, el último invitado, aunque, al poco tiempo, con el poeta Alexis Figueroa fuimos expulsados de una forma poco decorosa). Posdata fue una revista tutelar de ese tiempo, importante, clave. En ella participaron, entre otros, Juan Zapata, Carlos Decap, Tomas Harris y Alexis Figueroa (con los que compartí ediciones, recitales y, por sobre todo, amistad), marcaron la ciudad y, en parte, también a la Universidad de Concepción desde donde proveníamos todos.

Volví a leer a esos poetas de Concepción -en realidad nunca los he dejado de leer- hace algunos meses, posterior a ese viaje a la ciudad. Constaté entonces algo nada de original: se trató de una literatura escrita en un tiempo esencial, uno en que la poesía, la vida y la muerte se hacían zancadillas de sobrevivencia. Todo aquello ahora suena a nostalgia inútil, incluso resulta incomprensible frente al presente de una literatura anclada en figurantes, enlatada en el mercado, autocomplaciente y autorreferente.

Esa tarde, conversando con Juan, se me quedaron en el tintero algunas cosas que decirle, la principal era que, como aquellos seres de Natalia Ginzburg, creo que su generación -que en parte también es la mía- es una que nunca se curará del mal de la guerra, cada uno, a su manera, es un sobreviviente de una guerra olvidada. La poesía de los 80, la que realmente me interesa, y en la que Juan y otros participaban, era un oficio peligroso, de riesgos. Roberto Bolaño, que algo tuvo que ver en esa conversación, creía que la verdadera literatura era siempre peligrosa, un salto al vacío, y que de otra forma no tenía ningún sentido.

De entre las propuestas generacionales de la poesía de los 80 en Concepción apenas me atrevería a enunciar una que me parece evidente: fueron poetas que cartografiaron de un modo notable una ciudad en peligro, cubierta de oscuridad y sombras, de sospechas y miedos. Pero, además, lo hicieron sobre una ciudad real y concreta, Concepción, con sus bares, cafés, calles, sus personajes y mitos, trasformados en material poético.

La última vez que conversé con Juan Zapata, quiero creer ahora, tuvo un sentido especial, tal vez porque ninguno sabía que sería la última o porque, justamente, de lo que conversamos fue de la falta de sentido del presente comparado a ese pasado, no tan lejano, de ardiente poesía. El mismo Juan se reconocía atrapado en una universidad intelectualmente fuera de la órbita de los temas que le interesaban, con estudiantes aletargados y desinteresados, en un ambiente generalizado de tedio (no muy diferente al del resto del país), asido a revistas especializadas (que el mismo dirigía), prisionero de papers y seminarios con vocación a una insufrible endogamia intelectual.

En medio de la conversación surgió aquello que alguna vez escribió Bolaño: "Los poetas lo aguantan todo", y de ese aguante, precisamente, conversamos y nos reímos, el que se debe soportar cuando se trata del olvido y la incomprensión de la literatura de aquellos años. Olvido de la propia universidad en la que estudiamos, aunque, sinceramente, tampoco es solo la universidad. ¿Cuántos seminarios recuerdan esa poesía de Posdata? ¿Cuántas revistas especializadas la estudian? ¿Cuánto estudiantes leen esa literatura o es el tema de sus tesis? ¿Cuántos ramos se imparten en pre o postgrado con aquello? ¿Cómo es posible que una carrera de literatura no lea una literatura formada allí mismo? Los poetas aguantan todo. Aunque Juan, como un Bartleby reservado y digno, solo prefería no hacerlo o prefería nada más que seguir escribiendo en secreto y más adelante publicar en silencio, seguir enseñando y meditando esos temas que a nadie más le interesaban. "Cuesta ser impecable en la derrota", escribió Gonzalo Millán poco antes de morir, otro poeta que tenía cosas en común con Juan.

Hace solo algunos meses pasé fugazmente por Concepción y conversé una tarde entera con el poeta Juan Zapata, sin saber que estaría escribiendo sobre él y de su tiempo, que tiene algo de mi propio tiempo. Mientras tanto, los poetas lo aguantan todo, aguantan como se perpetúa el sentido utilitario de la literatura del presente, mientras se olvida lo que se escribió tan cerca y con tanta urgencia casi bajo nuestras narices. Esa urgencia que Juan, sin estridencia, hasta vacilante, reclamó: "hay que conti-/nuar, no puedo continuar, hay que decir / palabras mientras las haya".

No creo, ni pretendo hacer creer que Juan Zapata estuviera de acuerdo completamente conmigo en todo lo anterior. Sin duda en él existían matices, opiniones tranquilas y atemperadas. Por eso prefiero creer ahora o imaginarme que si nos hubiéramos vuelto a encontrar, esta vez me dejaría hablarle de su poesía -no me lo permitió esa tarde con su habitual modestia-, entonces le diría unas cuantas cosas que no le dije.

 

Santiago, mayo 2015


* Escritor. Profesor de español, Magíster en Literaturas Hispánicas de la Universidad de Concepción. Autor de novelas y libros de cuentos, entre los cuales destacan Vidas ejemplares (1996, finalista del Premio Rómulo Gallegos), Patagonia (2003, Finalista Premio Herralde de novela), La obra literaria de Mario Valdini (2001, Premio Lengua de Trapo, España). La felicidad de los niños (2015) es su última novela publicada. Es autor, además, de la saga juvenil Quique Hache detective. Colabora en diarios y revistas; actualmente escribe guiones para la televisión. Reside en Santiago, Chile, quiquehache@yahoo.es

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