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Historia (Santiago)

versión On-line ISSN 0717-7194

Historia (Santiago) vol.49 no.1 Santiago jun. 2016

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-71942016000100016 

RESEÑAS

 

Sarah C. Chambers, Families in War and Peace. Chile from Colony to Nation, Durham, Duke University Press, 2015, 288 páginas.

 


 

Cuando creíamos que el vendaval de publicaciones aparecidas entre 2008 y 2012 había cumplido con la misión de ‘reformular’ la historia política y social de las nacientes naciones hispanoamericanas, la aparición en los dos últimos años de libros y artículos sobre las independencias ha puesto en entredicho el supuesto agotamiento historiográfico sobre la materia. En el caso chileno esto es de suyo relevante, ya que, a diferencia de lo que ocurrió en otras partes del continente (en especial en Argentina, Colombia, México y Perú), los estudios sobre la revolución publicados en dicho cuatrienio no fueron muchos ni muy sobresalientes. Salvo alguna que otra conferencia y publicación suelta, los académicos interesados en el proceso independentista en Chile se mantuvieron al margen del debate internacional, cuestión que por algunos años pensamos se debía a una -quizá justa- falta de interés. Sin embargo, estas nuevas publicaciones parecerían estar demostrando que era más bien cuestión de tiempo para que floreciera toda una literatura en torno a cuestiones muchas veces analizadas, pero en necesidad de ser repensadas a partir de preguntas y problemas diferentes.

Families in War and Peace. Chile from Colony to Nation de Sarah C. Chambers es un buen ejemplo de lo anterior. Construido a partir de una rica y sistemática revisión de documentos de época, propone una mirada novedosa del proceso que llevó a Chile de ser una colonia del imperio español a una república independiente y soberana, resaltando un punto muy poco estudiado hasta el momento: de qué forma afectó a las familias comunes y corriente la guerra civil que azotó al valle central chileno entre 1813 y 1826 en términos políticos, sociales, económicos y legales y cómo dichos efectos permearon la construcción republicana en las décadas siguientes.

El libro, es cierto, contiene algunos errores factuales y omisiones bibliográficas, además de repetir sin mayor espíritu crítico algunos de los mitos más recurrentes de la historiografía chilena. La Introducción es notoria en esto. Así, la autora señala que Ambrosio O’Higgins fue promovido a virrey del Perú en 1786, cuando en realidad lo fue en 1796 (p. 7); en la misma página sostiene que los rivales de Bernardo O’Higgins se burlaban de su condición de "huaso", pero es por todos conocido que la palabra utilizada era ‘huacho’; respecto a su abdicación no se llevó a cabo en abril de 1823, sino en enero de ese año (p. 9); por otro lado, es cuestionable la separación tajante que hace entre ‘pipiolos’ y ‘pelucones’ en la página 8, ya que nuevas investigaciones han demostrado que ni los primeros eran tan ‘liberales’ ni los segundos tan ‘autoritarios’ como propuso hasta el cansancio la historiografía durante los años 1980 y 1990; siguiendo esa misma línea, es sorprendente que en la nota 22 de la "Introducción" no mencione la clásica obra de Julio Heise, Años de formación y aprendizaje políticos, 1810-1833, cuando hace referencia a las características "anárquicas" de la década de 1820, pues fue aquel autor quien en el siglo XX presentó la crítica mejor articulada al uso indebido y exagerado del concepto por parte de historiadores como Diego Barros Arana; finalmente, Francisco Antonio Pinto nunca ostentó el título de presidente de la república, sino solo el de vicepresidente (p. 156).

Ahora bien, estos errores y omisiones son marginales en comparación con las propuestas centrales. Utilizando la figura de Javiera Carrera como una suerte de hilo conductor de su relato, lo divide en seis capítulos, los cuales, a su vez, están subdivididos en diversas secciones temático-cronológicas. Todas ellas proponen ideas originales sobre cómo y por qué la revolución de 1810 provocó heridas estructurales en la sociedad chilena; una sociedad que no obedecía a lealtades nacionales sino provinciales, locales y -aquí está la gran novedad de Sarah Chambers- también familiares. Ya Mary Lowenthal había avanzado algunas ideas sobre el poder de las redes familiares durante los primeros años de la revolución en su muy citado artículo "Kinship politics in the Chilean Independence Movement" (1976). No obstante, hasta ahora el tipo de contribución realizada por Mary Lowenthal no había incursionado en aspectos aún más centrales sobre el devenir de las familias chilenas. Me refiero, siguiendo a Sarah Chambers, a cuestiones como las requisiciones forzosas, los montepíos militares y las pensiones alimenticias de los herederos de los hombres y mujeres cuyas vidas y sueños se vieron truncados a raíz del quiebre de la monarquía española en 1808.

Nos parece que este libro toca cuatro cuestiones muy relevantes. En primer lugar, cabe destacar la tesis central de la autora, la que propone que la guerra civil que derivaría en la independencia de Chile provocó diferencias profundas en las familias chilenas; diferencias que, desde la década de 1820, se resolverían a partir de una función crecientemente "paternalista" del nuevo Estado nacional como proveedor económico de soldados, mujeres y niños. Reconozco que no me queda del todo claro qué entiende la Sarah Chambers por "paternalista" y si acaso ello estaría, como creo que argumenta, conectado con una visión negativa del papel del Estado en el proceso de reconstrucción política posindependiente. Con todo, la idea de que los jefes de Estado y los legisladores intentaron "validar la legitimidad de su autoridad en parte a través de su habilidad para reunir y cuidar a todos los miembros de la nación" utilizando "términos familiares" es muy plausible (p. 216). Mal que bien, las familias eran el vínculo social más poderoso en un mundo en que la política estaba subordinada a las redes familiares de clanes como los Larraín, los Eyzaguirre o los Carrera.

Esto nos lleva al segundo punto. Que las familias más poderosas de Chile hayan actuado con un espíritu de cuerpo no quiere decir que no hayan existido diferencias políticas en su interior. Se han enfatizado una y mil veces las discrepancias entre los grupos ‘o’higginistas’ y ‘carrerinos’ como una prueba de cuán disputada fue la lucha por llenar el vacío de poder dejado por las abdicaciones de Bayona. Sin embargo, poco se ha dicho sobre cómo la ‘legitimidad de origen’ del Rey fue reemplazada y disputada a través de la llamada ‘legitimidad de ejercicio’. Lo que esta obra demuestra son las disputas de diversas facciones por hacerse del control de la legitimidad de ejercicio. No es sorprendente, pues, que en una misma familia coexistieran defensores de una forma específica y local de monarquía constitucional, seguidores de un proyecto autonomista al interior del imperio o, a partir de fines de la década de 1810, sostenedores de un republicanismo antifernandino. Incluso, entre los propios hermanos Carrera y sus respectivas familias nos topamos con divergencias profundas sobre cómo dirigir el proceso autonomista, un asunto que, bien entendido, puede dinamizar y complejizar el relato -en general monocromático- del proceso independentista.

Al interior de los sectores contrarrevolucionarios o realistas también encontramos aquellos matices o contrastes. Un acierto de este libro es que deja espacio al análisis de las fuerzas profernandinas (conformadas ante todo por individuos nacidos en Chile, no en España), en especial durante el período de la Guerra a Muerte (1817-1823). El análisis de Sarah Chambers sobre el papel de la correspondencia en el periodo mencionado es de particular interés, pues muestra cuán difusa era la frontera entre lo privado y lo público. En un "estado de guerra total" (p. 88), señala, las relaciones familiares fueron suficientes para que las autoridades revolucionarias implementaran un sistema de vigilancia para hacerse de las cartas escritas o dirigidas hacia el sur del río Biobío (la zona donde se concentró la Guerra a Muerte). "Incluso aquellas cartas cuyo principal objetivo era comunicar cariño y preocupación por los familiares ausentes ingresaban al espacio público una vez que ellas eran capturadas por las fuerzas militares [de Bernardo O’Higgins y sus lugartenientes]". Durante estos años, "enviar dichas cartas era considerado un crimen de alta traición y los autores y portadores solían ser procesados. En ese contexto, ya fueran comunicaciones conspirativas o la más íntima de las notas, escribir se convirtió en un acto político" (p. 79). El problema más acuciante era definir los grados de culpabilidad a partir del lenguaje y de los temas tocados en las cartas. Al final de cuentas, y a pesar de que Bernardo O’Higgins no discriminara entre realistas moderados y recalcitrantes, había discrepancias significativas entre la participación política activa y la acción pasiva de los implicados.

El tercer tema que cabe destacar tiene relación con la responsabilidad de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial en el proceso de reconciliación de la "gran familia chilena" luego de culminada la etapa más radical de la guerra civil. Lo que se aprecia en esta obra es que el Ejecutivo juzgaba -ya fuera para procesar o perdonar- con cierta discrecionalidad en la década de 1820, consciente de que, al ser heredero de la tradición monárquica, su posición le daba una cierta supremacía por sobre los otros poderes. Esto quiere decir que la división de poderes, ese leitmotiv del primer liberalismo republicano de Hispanoamérica, fue una empresa muy difícil de implementar en la práctica. Aun cuando Sarah Chambers no se detiene en el debate sobre por qué la división de poderes tardó tanto en materializarse, de su análisis se desprende que el paso de un Ejecutivo todopoderoso a un sistema más o menos equilibrado fue un tránsito lleno de altos y bajos; pero un paso al fin. De ese modo, si en la década de 1820 Bernardo O’Higgins se involucraba en la decisión de casos legales, saltándose las instancias intermedias de resolución de conflictos (un ejemplo en la página 113), para la década de 1850 la división de poderes y la codificación de las leyes civiles habían profesionalizado un sistema legal que con anterioridad dependía de la voluntad de los directores supremos o presidentes de la república.

La forma cómo las autoridades resolvían las disputas generadas por la precariedad económica de los veteranos militares y sus familiares es sintomática de lo anterior. Otro de los puntos altos de Families in War and Peace es la reflexión de la autora en cuanto a que las décadas posteriores a la independencia se caracterizaron por un régimen bastante permisivo de pago de montepíos, y que la razón de ello se debió a la necesidad de las autoridades de legitimarse ante los hombres y familias que habían sido el soporte del triunfo revolucionario (y republicano) en el campo de batalla. No es coincidencia, nos dice la autora, que la largueza de las autoridades coincidiera con que los presidentes de la república fueran todos, hasta 1851, veteranos de las guerras de la independencia, lo que no solo demuestra el espíritu de cuerpo del ejército chileno sino, también, que la estabilidad política entre la muerte de Diego Portales en 1837 y la Guerra Civil de 1851 se debió, al menos en parte, a que el nuevo Estado republicano acogió y protegió a los militares y sus familias. A partir de 1851, coincidiendo con la llegada del primer civil a la presidencia, Manuel Montt, el apoyo a los militares a través de los montepíos fue mucho menos generoso, lo que sin duda se debió a cuestiones presupuestarias, pero también, y no menos importante, a que en la década de 1850 el Estado buscó reducir el número de los militares y su potencial participación en el espacio deliberativo de la política. Con ello, concluye Sarah Chambers, se pasó de un régimen ‘paternalista’ a un sistema ‘patriarcal’, en el que el Estado -liderado por civiles como Manuel Montt o Andrés Bello- se convirtió en un proveedor más racional de los recursos.

Todo esto nos lleva al último problema: ¿cuánto y cómo cambió la legislación a raíz de la revolución? ¿Cuánta continuidad se aprecia entre el sistema legal monárquico y el republicano? La historiografía ha sostenido que la revolución política no conllevó una revolución jurídica y que, en consecuencia, el historiador no ha de ver grandes cambios en la forma de investigar, procesar y sentenciar los casos judiciales entre 1810 y 1850. Esta idea tocquevilleana, de que las revoluciones heredan muchos usos y costumbres de los antiguos regímenes que intentan derribar, es consistente con las fuentes disponibles en los archivos, las cuales muestran más continuidades que cambios. Sin embargo, es indudable que al menos un cambio ocurrió entre un sistema y otro: el tipo de causas judiciales. A partir de 1810, pero sobre todo a partir del inicio de la guerra civil en 1813, los temas contenciosos en los tribunales dependieron de la contingencia política, abarcando materias conectadas con la nueva realidad provocada por el conflicto militar.

En la década de 1810 los casos más bullados obedecían al tipo de participación de los enjuiciados en los eventos revolucionarios y contrarrevolucionarios, y si acaso ello les podía garantizar un perdón o, por el contrario, adelantar una condena. Aquí otra vez el vocabulario es clave: si durante el periodo colonial la palabra ‘traición’ era pocas veces utilizada por los persecutores para referirse a un criminal acusado por motivos políticos (aceptar la existencia misma de un ‘traidor’ con anterioridad a 1808 era los mismo que admitir que el sistema ‘absolutista’ no funcionaba en la práctica), desde 1813 la ‘traición’ se convirtió en un comodín empleado por revolucionarios y contrarrevolucionarios para referirse a sus enemigos. Al menos en eso, ambos grupos tenían más coincidencias que discrepancias. En las décadas siguientes ocurrió algo similar, aunque la ‘traición’ ya no se midió en términos de monárquicos versus republicanos, sino en cuán comprometido estaban los ciudadanos con el nuevo contexto político.

Al mismo tiempo, el ejercicio del Derecho por parte de los abogados parece haber sufrido modificaciones profundas a partir de la década de 1840. Los casos judiciales en el siglo XVIII sobre fueros militares, que son los que más conozco a raíz de mis propias investigaciones, muestran un gran número de abogados participando del mundo legal colonial. No obstante, me atrevo a decir que el régimen republicano expandió de forma considerable los temas discutidos en los tribunales, fundando, en consecuencia, las condiciones para que el ejercicio del Derecho se complejizara y extendiera hacia los sectores medios. Por supuesto, la creación de la Universidad de Chile ayudó en este proceso; sin embargo, también, creemos, lo hizo la consolidación del sistema republicano en los años 1850, tanto más cuanto la sola voluntad de la autoridad -como antes había ocurrido con el Rey, los directores supremos y los primeros presidentes de la república- ahora ya no bastaba para arribar a una sentencia basada en la igualdad ante la ley. Por mucho que Sarah Chambers no ingrese en estas disquisiciones, nos parece que su libro abre las puertas a un análisis más detallado sobre el particular y que futuros investigadores deberían considerar.

Concluimos esta reseña haciendo un llamado a leer estas valiosas páginas. Hay asuntos que no quedan del todo claros en Families in War and Peace -por ejemplo, si la perspectiva de género que la autora propone en algunos pasajes de su libro es útil para los temas aquí estudiados. Sin embargo, ni los errores factuales señalados arriba ni esta última afirmación empañan el admirable trabajo de archivo de la autora y la frescura de sus planteamientos. Estamos, en realidad, ante una obra indispensable para todos aquellos interesados en el proceso de independencia y la posterior construcción republicana.

 


Juan Luis Ossa Santa Cruz
Centro de Estudios de Historia Política,
 Universidad Adolfo Ibáñez

 

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