Derecho & Cambio Social

 
 

 

LA CIENCIA DE LA RELIGIÓN

William S. Hatcher (*)

 


   

   Muchas personas creen que conocen cierto número de cosas verdaderas sobre sí mismas y sobre el mundo en el que viven. Sin embargo, probablemente muchas no han reflexionado acerca del proceso por el cual han llegado a considerar una cosa verdadera y otra falsa. Este proceso de búsqueda de la verdad tan espontáneo y falto de sentido crítico es razonablemente acertado en el terreno práctico de la vida cotidiana.

Puesto que en este terreno casi todo el mundo parece redescubrir las mismas verdades con una regularidad confortadora: la hierba es verde, el fuego quema, y los objetos que no están sujetos caen al suelo; el dolor es desagradable y la amenaza de dolor produce ansiedad; a las personas les gusta ser amadas y respetadas y lo contrario les disgusta; las personas, normalmente responden de una forma positiva cuando son tratadas con amabilidad, y suelen reaccionar agresivamente cuando son tratadas con rudeza, a menos que estén demasiado asustadas para mostrar sus sentimientos de ira. 

Cuando tratamos de ir más allá del nivel de conocimiento lógico, nos vemos impelidos a reflexionar seriamente acerca del proceso de descubrimiento de la verdad, pues la unanimidad que caracteriza al mundo de las verdades prácticas se desvanece con bastante rapidez. Por ejemplo, puede que empecemos a preguntarnos acerca de la estructura interna y oculta de las cosas que observamos -aquellas fuerzas y entidades que no podemos observar directamente pero cuya existencia parece obligatoria para explicar lo que observamos. O bien, puede que nos cuestionemos si el mundo y nuestra experiencia de él tiene algún significado. Antes o después, nos vemos conducidos a buscar algún contexto global, algún punto de vista que pueda insuflar un sentido de propósito en los sucesos externos de nuestra vida diaria, sucesos que a veces parecen no tener ningún significado en sí mismos. En resumen, buscamos lo que la ciencia  denomina una teoría, un conjunto consistente de hipótesis que incluyen conceptos abstractos que describen un modelo de realidad que nos permite deducir, y por consiguiente explicar, los hechos conocidos. En términos religiosos, lo que buscamos es una Fe, que es simplemente una teoría a la que añadimos un elevado porcentaje de compromiso personal y de entrega emocional.

Pero incluso en esta fase, si así lo decidimos, podemos proceder irreflexivamente. Podemos aceptar una teoría no porque la hayamos verificado en nuestra experiencia, sino porque no podemos tolerar por más tiempo la ansiedad existencial resultante de nuestro constante sentimiento de ignorancia. O, bien, puede que de repente nos "convirtamos" a una fe porque nos sentimos mejor al habernos comprometido con algo que es capaz de liberarnos del opresivo egocentrismo de nuestras ocupaciones diarias. Además, si el compromiso con dicha fe se ve reforzado por algunas recompensas prácticas -por ejemplo, la integración en un nuevo grupo social en el que encontramos de nuevo estima-, puede que dejemos de sentir indefinidamente la necesidad de examinar seriamente los fundamentos de nuestras creencias.

En otras palabras, nuestras teorías, y nuestra creencia en ellas, a menudo pueden surgir tanto o más de nuestras propias necesidades internas, como de la validez intrínseca o el valor explicativo de tales teorías. Uno habría esperado que fuera al contrario: que el grado de convicción y compromiso que un sistema de creencia es capaz de provocar fuera más o menos proporcional a su grado de validez. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que la convicción y el compromiso personal profundo y sincero hacia un sistema de creencia no son en sí mismos garantía de su verdad. Podemos creer profundamente, y a menudo lo hacemos, en un error.

Por supuesto, no es sólo nuestra inclinación a proyectar nuestras necesidades emocionales sobe la realidad lo que hace surgir el desacuerdo y la diversidad de opinión en el nivel teórico. El número de explicaciones posibles para las cosas que experimentamos parece virtualmente infinito, y la historia está repleta de ejemplos de teorías atractivas y plausibles que resultaron estar bastante equivocadas. Igualmente, la historia ha sido testigo de una plétora de fes o sistemas de creencia religiosos.

No obstante, esta multiplicidad y diversidad de sistemas de creencia no producen necesariamente conflicto por sí mismas. Más bien, es la penosa tendencia de los sistemas de creencia a dejarse arrastrar al terreno de la competición mutua lo que conduce enseguida al conflicto. Esta tendencia se ve acelerada enormemente cuando, como sucede con frecuencia, cada sistema por separado incluye entre sus artículos de fe la metacreencia en su propia condición de dueño absoluto de la verdad.

Si este proceso de competición no se revisa mediante alguna fuerza o proceso natural, puede desembocar en fanatismo, generando persecución, opresión y violencia. El fanatismo puede decirse que está caracterizado por la convicción de que un sistema dado de creencia es tan importante intrínsecamente que, literalmente, cualquier cosa que se haga en su nombre está justificada. Tal fanatismo probablemente se encuentra más fácilmente en la religión que en la ciencia, puesto que la profundidad del compromiso a un sistema de creencia religioso generalmente es mayor que en el caso de una teoría científica, y además está basado en  la emoción. Sin embargo, el fanatismo también ha hecho acto de presencia en el ciencia, en la política y, ciertamente, en casi todos los dominios de la vida colectiva del ser humano.   

           Por tanto, tenemos ante nosotros algunos elementos de la condición humana que pueden hacer muy difícil el desarrollar con éxito un sistema de creencia válido y fructífero: nuestra tendencia a proyectar nuestras necesidades y deseos sobre la realidad; el número y la diversidad de teorías inicialmente plausibles constituidas por cualquier conjunto dado de hechos; y la tendencia dogmática a apegarnos fanáticamente a un sistema de creencia una vez formulado. Ahora bien, puesto que todos estos elementos están presentes en la práctica tanto en la ciencia como en la religión, no podemos deducir de este análisis ninguna base clara que permita hacer una radical separación entre ellas. No obstante, sabemos que a menudo se hace dicha separación, y por tanto quizá deberíamos entender cómo se ha llegado a la creencia aparentemente generalizada de que esta separación es necesaria.

Si consideramos los comienzos históricos de la oposición entre la ciencia y la religión, así como algunas de sus manifestaciones actuales, la cuestión parece enraizada en ciertas actitudes humanas hacia el poder muy extendidas. La amplia lealtad que un sistema de creencia puede controlar crea una reserva de poder. Si el sistema de creencia se institucionaliza de tal forma que ese poder es fácilmente utilizable por ciertos individuos o grupos - por ejemplo, sacerdotes, expertos de varios tipos, o líderes políticos-, naturalmente surgirá la tendencia por parte del grupo favorecido a mantener su posición de poder mostrando su resistencia a nuevas creencias y teorías, a pesar de lo válidas, progresistas y socialmente beneficiosas que éstas pudieran ser. En otras palabras, las llamadas batallas ideológicas a menudo no son en absoluto ideológicas sino simples símbolos de la lucha por el poder entre las personas. Esto es lo que ocurrió en gran medida en el caso de la ciencia renacentista y la religión de la época. Los exponentes de la religión consideraron a la ciencia emergente como un desafío (latente o manifiesto) a su autoridad y procedieron a desacreditar los diversos aspectos de esta nueva ciencia, pero no desde un punto de vista verdaderamente racional.

Después de esta separación inicial se produjo el increíble éxito de la nueva ciencia, un éxito que claramente no era atribuible a la religión que tan clamorosamente la había repudiado. Pero el espectacular desarrollo de esta ciencia cada vez más materialista, más deshumanizada, incluso por el modo en el que la sociedad en general ha utilizado sus frutos, sólo ha servido para acrecentar el sentimiento general de desasosiego. Puesto que la secularizada ciencia no ha proporcionado teorías con la suficiente profundidad y alcance como para dar respuestas adecuadas y satisfactorias a muchas de las cuestiones fundamentales de cada día: cuestiones referentes al sentido de la vida, la muerte, la conciencia, autosacrificio, el amor, el sufrimiento, etc.

Al mismo tiempo, la religión no ha sido capaz de brindar mucha tranquilidad, puesto que su continuo rechazo a los principios científicos de la investigación la hace incapaz de ofrecer ninguna garantía respecto de la validez de su sistema de creencia. Las personas se enfrentan a la desagradable elección entre unas teorías científicas de gran validez pero limitadas en su alcance, por una parte, y una especulación metafísica sin fundamento, por otra. Además, la mayoría de las veces las circunstancias han forzado a las personas a hacer una elección entre estos dos extremos y a vivir de acuerdo a ello.

 


 

NOTAS:

Artículo extraído del libro del autor "La Ciencia y la Religión", Editorial BAHA'I de España, 1ra. Edición; traducido del inglés "The Sciencie of Religion", Barcelona, 1997.

 


 

(*)  Doctor en Ciencias, profesor titular de Matemáticas en la Facultad de Ciencias e Ingeniería de la Universidad Laval en Quebec - Canada. Distinguido conferencista y autor de numerosos artículos profesionales. Miembro de la Comunidad Internacional Bahá'í desde 1957.

 


 

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