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Atenea (Concepción)

versión On-line ISSN 0718-0462

Atenea (Concepc.)  n.493 Concepción  2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-04622006000100001 

 

Atenea N° 493 – Primer Sem. 2006: 6-8

Presentación

La belleza es sinónimo de sabiduría y verdad? ¿Puede haber belleza en el  mal? Con estas preguntas, y muchas otras, la Escuela de Verano de la  Dirección de Extensión abordaba en enero del 2006 el tema central que convocaba a artistas, científicos y académicos a reflexionar sobre las Formas de la belleza en Occidente.

Mario Rodríguez
 

Los tres artículos con que se inicia el número 493 de Atenea corresponden a ponencias presentadas en el curso de la Escuela.

En el primero de ellos, Jorge Ariel Madrazo advierte el doble estatuto del término. Si, por una parte, el concepto de belleza responde como imaginario colectivo a los dictados culturales de las diversas épocas, por otra, aspira a eternizarse como en el arte griego que se configura en torno al ideal de la “belleza eterna”.

El seductor trabajo del escritor trasandino comienza con un hermoso poema de Emily Dickinson que habla de dos hermanas gemelas, la belleza y la verdad, estremecedoramente unidas a la muerte: “Morí en la belleza”. Y finaliza con un verso de esperanza y consuelo de Ives Bonnefoy: “Que entre para siempre / el polvo brillante de la tarde de verano / en la sala vacía”.

Ramón Latorre en su artículo “Ciencia: Unidad en la variedad” plantea que el o los métodos de indagación científica son análogos a los procedimientos de creación artística. Lo que buscan el científico y el poeta son las afinidades entre las cosas que permite encontrar parecidos bellamente inesperados. En medio de la heterogeneidad del universo percibir afinidades, correspondencias, analogías en la diferencia, como por qué cae una manzana y no la luna, permite acceder a metáforas como manzana/luna, tan bella como la incluida en cualquier poema. Latorre concluye que no tiene sentido separar la ciencia y las humanidades y si existe tal separación la responsabilidad no recae totalmente, como se cree, en la incapacidad de los científicos de apreciar el “elemento humano”, sino que también obedece al desconocimiento que tienen los humanistas de la biología de la evolución y de la antropología física, tan necesario para entender los problemas claves del mundo actual, como la sobrepoblación, la criminalidad, la crisis brutal del sistema educacional, etc.

En el artículo siguiente, Dieter Oelker elige sagazmente la figuración de una mujer clave del canon europeo medieval de belleza: doña Endrina, personaje creado por el Arcipreste de Hita, autor del Libro de Buen Amor, para indagar el amor-pasión, una verdadera queja erótica, que inspira la hermosura y donaire de la mujer: “¡Ay Dios! ¡Cuán hermosa viene doña Endrina por la plaza!”

Movimiento, vitalidad, gracia, color y luminosidad irradian de la joven airosa; gestos, movimientos y luz que indican el goce de los sentidos, placer erótico que la concepción teológica metafísica del medioevo pareciera ignorar según las concepciones tradicionales sobre el período. Dieter Oelker destaca que esta interpretación se relativiza por el vivo interés por la realidad que demuestran los poetas medievales, en general. Aún más, varios de los elementos admirados en el catálogo de belleza medieval provienen del mundo árabe, algunos tan sabrosos como el referimiento a los sobacos “un poco mojados” y a la conveniencia de que las mujeres sean “un poco anchetas de caderas”.

Plásticamente escrito, plegando con gracia y finura la belleza sensual de la mujer medieval, el artículo de Oelker es un aporte real al tema, completado con un sugerente apéndice sobre el sentimiento y concepto nahualt de hermosura.

El siguiente artículo, “El poeta y la muerte en la poesía de Armando Uribe Arce”, pareciera ser la contrapartida del que acabamos de comentar. Se produce entre ambos un diálogo inesperado, no buscado conscientemente, ya que no fue planificado, entre dos fases del cuerpo: la del movimiento de la luz y del aire o donaire y la de la inmovilidad, la sombra y la asfixia, en otros términos, el del cuerpo capturado en el instante en que se despliega toda la radiante constelación de sus signos (doña Endrina viniendo por la plaza) versus su descomposición cadavérica (“el esqueleto con la carroña alrededor”).

El verso citado de un texto de Armando Uribe Arce expresa la “amplificación hiperbólica” que consigue el poeta, de la historia aún no escrita en Latinoamérica de las relaciones entre escritura y muerte, al representar los efectos físicos que produce “la vieja” en el cuerpo sin vida.

Gilberto Triviños y Pedro Aldunate se enfrentan lúcidamente en su texto crítico a esa imagen perturbadora, terriblemente perturbadora del cadáver que la muerte roe en el “hotel deshabitado” que es el ataúd.

Armando Uribe Arce deviene en su poesía desde escritor a anatomista, alguien obseso por mirar directamente el cadáver, mirada taponeada por la percepción metafísica-teológica en que se ha movido en general la poesía latinoamericana en este tema. El devenir anatomista arrastra también a los críticos Triviños y Aldunate, produciendo en ellos un discurso que fascina por una lucidez que llega a ser aterradora. Autor, como nombre propio, “no yo” o tercera persona, y críticos se embarcan en un flujo terrible que reunirá, que nos reunirá a todos, en un viaje hacia esa “última casa”, multitudinariamente poblada y ferozmente despoblada al mismo tiempo.

Sin embargo hay una luz al final de este artículo que atrae por el vértigo abismático que lo recorre: inventan Triviños y Aldunate un “pueblo que falta” (en términos de Deleuze), pueblo que llaman el “armónico país de los muertos, con sus cuerpos transmutados en almas”, que les permite instalar en medio de la tarea terrífica de la feroz roedora de cuerpos, un delirio, una invención de vida, una posible salud para ellos y para nosotros, también radiante de símbolos y de esperanza.

Alfonso de Toro en el artículo que sigue: “Escenificaciones de la hibridez en el discurso de la conquista”, efectúa un aporte renovador y atrayente al proceso de Descubrimiento y Conquista del nuevo mundo.

Utilizando nuevas categorías de análisis, pertenecientes, en general, al discurso poscolonial y posmoderno, demuestra que la historia del Descubrimiento y de la Conquista se enmarca dentro de un gigantesco proceso de comunicación y traslación (que reemplaza ventajosamente el término traducción al incluir tanto el cuerpo –la gestualidad– como diversos sistemas discursivos) que desterritorializa los binarismos que han paralizado la interpretación del proceso.

La traslación, como proceso de hibridez, “mueve” la oposición molar de lo propio y lo extraño, y la “moleculariza” hacia el espacio del entre donde se entrecruzan, se mezclan, se capturan mutuamente componentes hasta ahora incompatibles en la comprensión del proceso, desde el clásico “Codicia insaciable o ilustres hazañas” hasta la contraposición excluyente de nuestras raíces (cercenadas) precolombinas con las insertas en la cultura europea (prevalentes).

El “gtre” es un espacio nuevo, ambivalente, donde se desmorona la idea de una cultura dominante, basada en una pureza cultural y étnica que victimiza a una cultura sometida de donde nada nuevo nace y propone, por el contrario, y ésta es la contribución más destacable del artículo, la Conquista de América como un gigantesco proceso de translación antropológico, etnológico, religioso, cultural, artístico, económico, etc., mediante el cual los españoles crean una nueva cultura y civilización que constituye la verdadera iniciación de la Epoca Moderna. Tesis que amplía la proposición de Elliot y constituye una fuerte crítica a las interpretaciones tradicionales del acontecimiento de la Conquista.

“Los discursos de la nación” de José Manuel Rodríguez constituye un análisis descarnado, desideologizante, de tres instancias discursivas sobre el estado-nación. Utilizando las reflexiones de tres autores: Francisco Bilbao, Jorge Luis Borges y Fernando Savater, el autor llega a distinguir tres tipos de discurso: el perverso, el cómplice y el del encuentro. Aunque todos hablan del mismo objeto político, la nación, parecieran referirse a tres realidades absolutamente diferentes. El resultado puede resumirse en que el concepto “molar” de nación como una entidad única, indescomponible, férreamente unida en torno a un núcleo que podríamos llamar “alma nacional” o “ser nacional”, es una entelequia. Existen tantas naciones dentro de una sola nación como el número de discursos que la representan. No hay un Chile, ni una Argentina, ni una sola España; existen Chile(s) Argentina(s), España(s).

El autor concluye que los tres autores elegidos nos quieren liberar de los mitos del origen privilegiando la heterogeneidad, la multiplicidad y la desterritorialización, rechazadas constantemente por los guardianes del concepto nación. La idea dominante pareciera decir: desterritorialicemos la nación, no hagamos más historias de Chile o Argentina, dibujemos mapas, líneas, entradas y salidas de esa ficcionalización llamada nación.

En la sección Notas, Pedro Lastra hace dialogar dos textos canónicos sobre la violencia en Latinoamérica: Facundo de Sarmiento y el relato “Espuma y nada más” del cuentista colombiano Hernando Téllez. Inteligente y sugestiva es la proposición de ver como subtexto del cuento una escena de Facundo, donde el “gaucho malo” Santos Pérez pone a prueba a su posible asesino, para demostrarle que “matar no es fácil”.

Viene a continuación la Sección Plástica, donde presentamos una muestra de la producción del pintor, artista gráfico, Víctor Ramírez, chileno radicado en Barcelona.

En la Sección Entrevista Sophie von Werder, representante del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) y alumna del doctorado de nuestra Universidad, conversa con Jorge Guzmán a propósito de su texto ya clásico Diferencias latinoamericanas, visto a más de veinte años de su publicación.

Mario Rodríguez F.
Universidad de Concepción

 

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