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Terapia psicológica

versión On-line ISSN 0718-4808

Ter Psicol v.28 n.2 Santiago dic. 2010

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-48082010000200006 

TERAPIA PSICOLÓGICA 2010, Vol. 28, N°2. 179-185

 

El Terremoto y Tsunami del 27-F y sus Efectos en la Salud Mental

The Mental Health Consequences of the 27F Earthquake and Tsunami

 

Félix Cova*, Paulina Rincón

Universidad de Concepción, Dpto. de Psicología.

Dirección de correspondencia


Resumen

Desastres como el vivido en Chile el 27 de febrero de 2010 tienen importantes consecuencias en la salud mental. El objetivo de este trabajo es realizar una revisión global del estado de la investigación respecto al impacto de los desastres naturales en la salud mental y proponer reflexiones acerca de sus implicaciones para nuestro país. La investigación al respecto se ha focalizado principalmente en la evaluación del incremento de trastornos psicopatológicos post-desastres y, en particular, en los trastornos de estrés postraumático y depresivos. Los modelos habituales de conceptualización psicopatológica, sin embargo, pueden ser limitados para una apropiada comprensión de los efectos psicológicos de los desastres. Se propone que el impacto de los desastres depende tanto de pérdidas, daños y sentimientos de amenaza que generan sobre las personas y su entorno, como de las consecuencias de largo alcance que tienen para sus vidas, donde variables sociales y políticas son de particular relevancia.

Palabras clave: Desastres, terremoto, tsunami, salud mental.


Abstract

Disasters such as it happened on the 27th February 2010 in Chile have important consequences for the mental health. This article aims to do a general reviewing of the research regarding the impact of disasters on mental health and to propose some reflections about their implications for our country. Investigation on the topic has focused on the assessment of the increase of psychopathological disorders after disasters, and particularly on post traumatic and depressive disorders. Current models of conceptualization tend to focus on psychopathology aspects and tend to be limited for an appropriate understanding of the psychological effects of disasters. We propose that the impact of a disaster depends on both the loses, damages and feelings of threat experienced by people and their environment, and the long term consequences that these aspects have for people's life wherein social and political variables are of particular relevance.

Key words: Disasters, earthquake, tsunami, mental health.


El terremoto y tsunami ocurrido el 27 de Febrero de este año y sus consecuencias han generado una serie de interrogantes respecto del impacto que a nivel psicológico está teniendo y tendrá este desastre; en particular, respecto a sus efectos en la salud mental. No es fácil intentar dar respuesta a estas interrogantes, pese a que el estudio de los efectos psicológicos de las catástrofes y desastres ha adquirido relevancia en la investigación internacional en las últimas décadas. En nuestro país los desarrollos conceptuales e investigación al respecto todavía son escasos. Tratándose de un país como Chile en que los desastres naturales son frecuentes, resulta una situación un tanto paradójica, aun cuando es necesario reconocer que existen equipos con experiencia en el tema, algunas publicaciones de relevancia y un esfuerzo en los últimos años por potenciar formalmente lo que se ha denominado Psicología de las Emergencias y Desastres. Mirado en perspectiva, el desastre del 27-F muestra la necesidad de acentuar la reflexión e investigación respecto de los desastres y sus implicaciones desde perspectivas psicosociales.

El presente artículo tiene por objetivo fundamental realizar una revisión global del estado de la investigación respecto al impacto de los desastres en la salud mental, y proponer algunas reflexiones generales acerca de sus implicaciones para el análisis del desastre ocurrido en nuestro país. Se hará fundamentalmente una revisión narrativa, sin pretensión de exhaustividad, basada especialmente en meta-análisis y revisiones anteriores realizadas por otros autores.

Aunque intuitivamente el concepto de desastre parece claro, una mirada más detenida hace visible que puede englobar una diversidad de fenómenos con implicaciones distintas. Si se califica de desastres a situaciones de amenaza o daño a la vida y seguridad de las personas que tienen un impacto amplio en colectivos humanos, el concepto podría abarcar tanto conflictos civiles como bélicos, migraciones masivas y forzadas de población, epidemias de salud pública, hambrunas, accidentes e incendios masivos, acciones terroristas, asesinatos en contextos públicos, entre otros (International Federation of Red Cross and Red Crescent Societies, 2000). McFarlane y Norris (2006) intentan acotar el concepto, y proponen como definición de desastres "eventos potencialmente traumáticos que son colectivamente experimentados, tienen un inicio agudo y una delimitación temporal". Pese a este intento de precisión, los mismos autores reconocen que no siempre es clara la delimitación de los fenómenos caracterizables como desastres. Expertos de distintas partes del mundo tienden a coincidir en que la distinción más importante entre desastres sería entre situaciones crónicas (p.e., sequía, guerra) y agudas (p.e., huracanes) (Weiss, Saraceno, Saxena & Ommeren, 2003). Sin embargo, como se comentará más adelante, esta distinción puede oscurecer el hecho de que, para muchos de los damnificados por los desastres, éstos no constituyen realmente eventos agudos, sino que implican situaciones que generan transformaciones en su vida y entorno de alcance temporal prolongado.

El interés en la presente revisión está focalizado en desastres que se ajustan al concepto de McFarlane y Norris (2006) y, en especial, en desastres que pueden ser calificados de naturales (huracanes, terremotos, inundaciones), en oposición a desastres "humanos" (que a su vez pueden incluir desde accidentes no intencionales a acciones deliberadas). Pese a que incluso estas distinciones gruesas pueden ser cuestionadas, y son consideradas irrelevantes o confusas por algunos autores (Norris, Friedman, Watson, Byrne, Díaz & Kaniasty, 2002; Weiss et al., 2003), resulta claro que en algunos desastres el factor gatillador central es un evento natural en gran medida incontrolable, y que ello tiene implicaciones distintas a situaciones derivadas de la acción humana y de la intencionalidad de destruir (Blanco & Díaz, 2004; Lira & Castillo, 1991). Sin embargo, es pertinente destacar que la denominación de desastre natural tiene el gran riesgo de enmascarar que el impacto de la acción de la naturaleza está fuertemente determinado por factores sociales.

El estudio de las consecuencias psicológicas de los desastres ha estado centrado en su impacto en la salud mental de las personas, en general, operacionalizada como la presencia de síntomas o trastornos. En los estudios considerados en el meta-análisis clásico de Rubonis y Bickman (1991) los síntomas depresivos o ansiosos eran el dominio de análisis más frecuente. El meta-análisis mostró una relación pequeña pero consistente entre desastres y síntomas psicopatológicos, en particular, con ansiedad y con consumo de alcohol.

Muchos de los estudios incluidos en el meta-análisis de Rubonis y Bickman (1991) tenían importantes limitaciones metodológicas. La investigación posterior ha permitido superar algunas de éstas; sin embargo, la dificultad de investigar aspectos psicosociales en situaciones de desastre explica que persistan aún limitaciones significativas en la mayor parte de la investigación en el ámbito. Una revisión actual sostiene que hay poca evidencia de progresos metodológicos en los estudios más recientes: no se usan los diseños más pertinentes, hay pocos estudios de seguimiento y menos aún que tengan más de dos evaluaciones, las muestras no son suficientemente representativas ni amplias (Norris & Elrod, 2006).

Sintomatología ansiosa y psicosomática inespecífica relacionada con el estrés es una de las consecuencias más consistentemente observadas luego de situaciones de desastre, como es esperable (Carr, Lewin, Webster, Kenardy, Hazell, & Cárter, 1997; Kuwabara et al., 2008). Entre éstas, destacan las alteraciones del sueño. Los denominados síntomas y trastorno de estrés postraumático, como se analiza posteriormente en detalle, son otras de las consecuencias frecuentemente observadas. Otros trastornos de ansiedad propiamente, como los trastornos de angustia, no se han observado particularmente prevalentes (Norris & Elrod, 2006). Sí, en cambio, sintomatología y trastornos depresivos (Önder, Tural, Aker, Kilic & Erdogan, 2006; Van Griensven et al., 2006). Tasas de trastornos depresivos de 21% y 18% fueron observadas tras terremotos en India y Taiwán respectivamente (Lai, Chang, Connor, Lee & Davidson, 2004; Sharan, Chaudhary, Kavathekar & Saxena, 1996). La tasa de trastorno depresivo (evaluada a través de la entrevista estructurada DIS) observada después del terremoto de 1985 (8,2° en la escala de Richter, 171 muertos) en sectores afectados de Santiago de Chile fue de 18% (Durkin, 1993). Se ha observado una alta comorbilidad en la población afectada por desastres entre los trastornos depresivos con el trastorno de estrés postraumático; esta comorbilidad ha mostrado ser un factor asociado a una menor recuperación de este último (North, Kawasaki, Spitznagel & Hong, 2004).

Otras consecuencias psicológicas de los desastres han sido menos estudiadas, pese a su relevancia. Entre éstas, el aumento del abuso de alcohol y sustancias, de conductas violentas, de suicidalidad y conductas suicidas, han sido observadas en algunos estudios (Chou et al., 2007; Kohn, Levav, Donaire, Machuca & Tamshiro, 2005; North et al., 2004; Taborda, 2006). Menos investigado, pero destacado por distintos autores, es el incremento de la tensión en las relaciones sociales y familiares (Rodríguez, 2009; Taborda, 2006).

La mayoría de la investigación respecto de los efectos psicológicos de los desastres se ha concentrado en la relación de éstos con el desarrollo de trastorno de estrés postraumático (TEP) (Galea, Nandi & Vlahov, 2005; Neria, Nandi & Galea, 2008). Revisiones recientes y exhaustivas de trastornos psicopatológicos ligados a desastres señalan que el TEP sería la consecuencia más observada y probablemente la más discapacitante de los desastres (Norris & Elrod, 2006; Norris et al., 2002).

Naturalmente, las tasas de prevalencia observadas de TEP varían en función de cuan directamente expuesta ha estado la población bajo estudio a la situación de desastre. Este factor, así como otros aspectos metodológicos y referidos a la magnitud de los desastres estudiados, explican que las cifras de trastorno de estrés postraumático en las investigaciones varíen en un rango amplísimo (de 3.7% a 60% en los primeros dos años después de un desastre) (Neria et al., 2008).

Limitando el análisis sólo a terremotos y tsunamis, las cifras observadas de estrés postraumático son elevadas. A continuación se describen los resultados de algunos estudios relevantes. Se usa el término de TEP exclusivamente para aquellos estudios que usan entrevistas estructuradas que hacen diagnóstico de acuerdo a los sistemas clasificatorios al uso (DSM, CIE); de lo contrario, se habla de sintomatología postraumática.

Carr et al., (1997) encontraron cifras de sintomatología postraumática de 40% (en población expuesta a alta amenaza y disrupción), 23% (expuesta sólo a alta amenaza), 19% (expuesta sólo a alta disrupción) y 11% (en población poco expuesta) a los seis meses del terremoto en Newcastle (5,6° Richter; trece muertos). A los dos años, las cifras fueron de 19%, 13%, 8% y 3% respectivamente. Después del terremoto de Mármara, Turquía (7,4° Richter; 15.226 muertos), se encontró una prevalencia de TEP de 19.2% durante los tres años siguientes al terremoto (Önder et al., 2006). La prevalencia de TEP actual al tercer año del terremoto fue de 10,5%. El estudio realizado después del terremoto y tsunami en Tailandia mostró tasas más bajas de sintomatología postraumática: 7,3% en el total de población estudiada y 12% en población desplazada por el desastre (Van Griensven et al., 2006). Después del terremoto del 1999, en Taiwán, en población cuyas casas sufrieron daños relevantes, la prevalencia de sintomatología postraumática fue de 20,9% (Chen et al., 2007).

La atención puesta al estrés postraumático ha generado, sin embargo, controversia. De acuerdo a algunos autores, existiría una excesiva atención en esta patología que ha ido en detrimento de la atención que merecen otros trastornos mentales y problemas psicosociales derivados de los desastres (Rodríguez, 2009; Taborda, 2006; Weiss et al., 2003). Se ha planteado asimismo que en América Latina y El Caribe el estrés postraumático no aparecería con tanta frecuencia (Taborda, 2006). Una polémica más profunda y epistemológica ha estado centrada en la validez del concepto de TEP y en su pertinencia en contextos culturales distintos al de las sociedades occidentales dominantes (Summerfield, 2001). La investigación al respecto en estos contextos es poca y no es siempre convergente con los planteamientos descritos. Por ejemplo, el estudio de las consecuencias psicológicas del Huracán Mitch (1998) en Honduras, en una muestra amplia y representativa de la población, mostró una tasa de 10,6% de TEP dos meses después de ocurrido éste (Kohn et al., 2005). Estudios en México han observado tasas altas de TEP. Luego de la inundación de 1999, la tasa de TEP en la población más afectada, a los seis meses, fue de 46%. El estudio en un sector de Santiago de Chile luego del terremoto del año 1985 indicó una prevalencia de TEP de 19,3% (Durkin, 1993). La evaluación fue realizada entre 8 y 12 meses después del evento (con la entrevista estructurada DIS).

La controversia respecto de la relevancia del TEP como consecuencia de los desastres naturales ha estado estrechamente ligada a otro tema: la pertinencia o no de una mirada psicopatologizadora para analizar las reacciones psicológicas frente a este tipo de sucesos. Desde perspectivas críticas, se ha planteado que el estrés postraumático no representaría un verdadero trastorno mental, sino que correspondería al etiquetado de distintas respuestas de estrés y ansiedad normales frente a situaciones de extrema adversidad. Analizar estas respuestas desde una perspectiva psicopatologizadora sería, en este enfoque, iatrogénico y no contribuiría a los esfuerzos por potenciar los recursos de las propias comunidades que enfrentan situaciones de desastres, que es lo enfatizado desde los enfoques más comunitarios y psicosociales de la salud mental (Weiss et al., 2003).

Esta discusión tiene implicaciones que van más allá de lo que los datos de las investigaciones puedan en sí mismas responder, y no son exclusivas respecto del TEP sino también de otras consecuencias psicológicas ligadas a los desastres, como otros trastornos de ansiedad y trastornos del estado de ánimo. En este sentido, parece de particular relevancia el énfasis planteado por diversos investigadores en no patologizar las respuestas que presentan las personas, particularmente en las primeras fases post-desastre, más aún cuando muchas de ellas implican procesos normales de duelo y de adaptación (Rodríguez, 2009). Las inquietudes ya señaladas respecto del TEP serían en este sentido con mucha mayor razón aplicables al llamado trastorno de estrés agudo. Este último trastorno fue propuesto para abarcar respuestas psicológicas inmediatas o tempranas a traumas severos. Sin embargo, muchas de esas respuestas son normales y no son antecedentes necesarios de trastornos posteriores (Spitzer, First&Wakefield,2007).

Independientemente de esta controversia respecto a la pertinencia del empleo de categorías psicopatológicas, los estudios muestran, en su conjunto, un impacto psicológico considerable de los desastres naturales, particularmente el primer año posterior a éstos. Los efectos a más largo plazo han sido menos estudiados. En general, se ha observado una disminución considerable de síntomas y trastornos con el paso del tiempo. Excepcionalmente, se observan algunos incrementos entre mediciones cercanas al desastre y las medidas posteriores (Norris, Perilla, Riad, Kaniasty & Lavizzo, 1999).

Chou et al., (2007) realizan un estudio de tres años de la población de una localidad en Taiwán afectada por el terremoto de 1999 (7,3 en la Escala Ritcher, 2.329 muertos). La prevalencia de TEP fue de 8,3% a los seis meses, de 9,7% a los dos años y de 4,2% a los tres años del terremoto. La prevalencia de trastorno depresivo mayor en estos mismos periodos fue de 11,6%, 6,9% y 6,5% respectivamente. La prevalencia de suicidialidad se incrementó: 4,2% a los seis meses, 5,6% a los dos años y 6,0% a los tres. El abuso de sustancias se duplicó, de 2,3%, a los seis meses, a 5,1%, a los dos y tres años. El estudio de Norris, Murphy, Baker y Perilla (2004) de la inundación de 1999 en México, encuentra una reducción de la tasa de TEP, a los tres años de la inundación, a 19%. Este estudio, en convergencia con varios, muestra que la reducción de trastornos no es lineal, y que, pasado un tiempo, un subgrupo de la población tiende a cronificar las dificultades presentadas.

Considerando 56 estudios de cohorte, Norris y Elrod (2006) concluyen que el 70% de las personas se recuperan con el tiempo, la mayoría durante el primer año post-desastre. En un tercio a un cuarto de la población se observan efectos relevantes de los desastres que se extienden más allá del primer año, particularmente en la población más expuesta (Duggan & Gunn, 1995; Lewin, Vaughan, Carr &Webster, 1998).

Múltiples factores pueden estar asociados a la mayor probabilidad de consecuencias negativas de un desastre y a su permanencia. Naturalmente, un factor decisivo, si bien no siempre lineal, es la magnitud del desastre y el grado de exposición a éste de las distintas personas (Norris & Elrod, 2006). El meta-análisis ya mencionado de Rubonis y Bickman (1991) mostró que tres factores presentaron una mayor relación con presencia de síntomas psicopatológicos: el número de muertes en cada desastre, el tiempo transcurrido desde ocurrido y el tipo de desastre (este metanálisis, a diferencia de los posteriores, mostró mayor relación de la psicopatología con los desastres naturales que con los desastres humanos).

Un dato de particular interés para nuestro país es que meta-análisis muestran que los desastres en países de menor desarrollo económico tienden a generar impactos mayores en la salud mental de las comunidades (Norris & Elrod, 2006; Norris et al., 2002).

Para el análisis de la perdurabilidad de los efectos de los desastres es relevante destacar que las consecuencias de éstos en la vida de las personas pueden ser de largo alcance. Ciertamente, algunos de los efectos más dramáticos de los desastres son inmediatos, particularmente la muerte, daño y destrucción que generan. De hecho, la principal consecuencia sobre la salud mental de las poblaciones está dada por las pérdidas de seres queridos que éstos implican. Sin embargo, el efecto de los desastres no es sólo inmediato, y es en cierto modo un error considerarlos eventos específicos. De la situación de desastre se derivan una serie de consecuencias que se pueden prolongar en el tiempo, complejizando la visión de los desastres como eventos agudos. Entre estas consecuencias, está la pérdida del hogar y la relocalización más o menos permanente de las personas en nuevos contextos, las pérdidas económicas y la pérdida del trabajo. El severo impacto que estas consecuencias pueden tener en el bienestar de las personas es esperable y concordante con los datos de las investigaciones existentes (Chou et al., 2007).

Discusión

¿Qué implicaciones se pueden extraer de lo revisado respecto del impacto en la salud mental que ha tenido y tendrá el desastre del 27 de febrero en nuestro país? Cada desastre tiene especificidades que dificultan las generalizaciones. El terremoto en nuestro país fue extendido territorialmente y particularmente intenso, y se vio acompañado de un tsunami muy destructivo. En este sentido, lo esperable, desde el punto de vista de la salud mental, tomando en cuenta las investigaciones analizadas, son consecuencias importantes. Favorablemente, respecto de la mayoría de las investigaciones revisadas en otras situaciones de desastre natural, hay dos aspectos diferenciales positivos: se generaron comparativamente pocas pérdidas humanas y un bajo número de heridos, y la destructividad mayor del evento estuvo focalizada en algunas áreas específicas, en especial, las afectadas por el tsunami.

Resulta central para estimar la eventual magnitud de las consecuencias, la exposición que cada persona y grupo humano tuvo al evento mismo, y, particularmente, el grado de consecuencias que se derivaron de éste. Los estudios revisados destacan que la generación de situaciones de adversidad en las condiciones de vida que se prolongan en el tiempo, es uno de los factores más determinantes de las consecuencias de los desastres y si no se resuelven de modo apropiado lo que se espera es una cronificación, e incluso intensificación, de ellas. En este sentido, las personas que sufrieron daños severos en sus hogares, particularmente de grupos socialmente de menores recursos, las personas que se vieron desplazadas de sus hogares, aquellos que vieron severamente afectados sus ingresos y sus oportunidades de trabajo, son quienes pueden tener un impacto psicológico más significativo. Si bien no es el objetivo de esta revisión analizar lo que efectivamente se está pudiendo observar en nuestra realidad en los meses que han transcurrido desde ocurrido el desastre, es posible señalar que la preocupación por los niveles de desesperanza, incremento en las dificultades relaciónales (a nivel familiar y social), consumo de alcohol y sustancias en los grupos humanos más damnificados, ha sido destacada por distintos observadores.

Lo planteado no significa que el impacto psicológico del desastre sea limitado a las personas que se vieron directamente damnificadas por él. En las regiones afectadas por el terremoto y/o tsunami, no se puede perder de vista que toda la población ha sido víctima del desastre, no sólo por la vivencia de miedo intenso la noche del 27 de febrero, sino también por la vivencia de inseguridad social debido a los saqueos producidos (fenómeno bastante común en este tipo de situaciones y no exclusivo de nuestro país) y a esa especie de psicosis colectiva que llevó a la gran mayoría de los habitantes de las zonas afectadas a armarse y estar dispuesta a defender sus viviendas de potenciales delincuentes que pudieran atacar (fenómeno exclusivo de nuestro desastre). El terremoto, el tsunami, la inseguridad social, la situación de incomunicación y de carencia de servicios y respuestas, la propia reacción de las personas y comunidad, afectan creencias básicas relacionadas con el mundo, con los demás y consigo mismo: el mundo como lugar seguro y predecible, la confianza en los demás, en la sociedad y en uno mismo (Bolton & Hill, 1996). El estar cercanos a personas y comunidades que han experimentado las peores consecuencias, la destrucción a la que se está cotidianamente expuesto, el aumento de los estresores de la vida cotidiana trastrocada por los daños, la incertidumbre, la frustración frente a la indolencia o el aprovechamiento político, son todos factores que impactan a la comunidad en su conjunto.

La manera más pertinente de conceptualizar las consecuencias psicológicas del desastre es un debate aún abierto. La perspectiva psicopatológica, presente en la mayor parte de la investigación existente en torno al tema, se muestra limitada para dar cuenta de los procesos que las personas y grupos humanos han vivido y tiende a disociar la experiencia y conductas de las personas del contexto en que se encuentran, biologizándolo implícitamente (el trastorno mental suele ser entendido bajo el modelo de la enfermedad "física"). Esta mirada tiene el riesgo de transformar las señales del esfuerzo de las personas para enfrentar circunstancias adversas en síntomas de enfermedades, y de focalizar la mirada exclusivamente hacia síntomas y trastornos establecidos a priori como la situación más relevante que afecta a las personas. En este sentido, parecen particularmente valiosas las respuestas que apuntan a fortalecer las competencias y recursos de las personas y comunidades para abordar las circunstancias que les afectan y las que apuntan no sólo a "síntomas" específicos sino a la calidad de vida.

Ello no invalida la necesidad de respuestas clínicas desde el ámbito de los servicios de salud mental para quienes presenten dificultades específicas. Sin embargo, identificar las personas que tienen o tendrán mayor necesidad de apoyo de servicios de salud mental por el impacto del desastre es muy complejo. La extrapolación de la investigación existente sugiere que en la población más afectada muchas personas pueden satisfacer los criterios diagnósticos de TEP y de depresión mayor desde el punto de vista sintomático, particularmente el primer año. Si ello será así y qué implicaciones tiene no es claro. Es necesaria más investigación al respecto en nuestra realidad.

En relación con este último aspecto, resulta importante destacar que la investigación epidemiológica tradicional no es suficiente. Ella descansa en el empleo de los sistemas diagnósticos categoriales existentes, y no resultan claras las implicaciones que tiene el que las personas satisfagan o no los criterios de presencia de un determinado trastorno (Cova, 2006). Los criterios diagnósticos por sí mismos son ciegos al contexto y no son útiles para identificar qué personas efectivamente requieren tratamiento y están en riesgo de que sus dificultades se cronifiquen (Sptizer, 1998). La propia validez de los criterios diagnósticos de la depresión mayor, y, más aún del TEP, está en discusión (Horwitz & Wakefield, 2007; Spitzer et al., 2007). Se hace necesario en este contexto un empleo crítico e individualizado de las categorías diagnósticas, y no simplemente constatar la presencia de "síntomas" o cuantificar su magnitud. Parece necesario poner atención en identificar los problemas y necesidades que las propias personas refieren como más relevantes, evaluar no sólo "síntomas" sino calidad de vida, relaciones sociales y familiares, pertenencia comunitaria, creencias y valores que se pueden ver impactados por un desastre como el vivido.

Las evidencias disponibles indican que hay ciertos factores asociados a peores consecuencias: presentar vulnerabilidades previas, debilidad de las redes y soporte social, y menores recursos económicos (Norris & Elrod, 2006). Si bien los resultados respecto de la mayor vulnerabilidad de niños y personas de edad son controversiales, parece conveniente una mirada de especial atención a personas de estos grupos etáreos con necesidades especiales y que pueden tender a ser más invisibilizados en estas situaciones. El apoyo a los niños puede ser muy relevante para los padres, para quienes la preocupación por sus hijos puede ser una fuente de estrés muy intensa (Bromet et al., 2000).

Las políticas públicas que se implementen tienen, en el contexto planteado, un rol decisivo en aportar a minimizar las consecuencias en la salud mental del desastre que hemos vivido. Particular relevancia tienen las acciones destinadas a que las víctimas del desastre que han perdido sus hogares y principales enseres, debiendo vivir en campamentos o como allegados, recuperen la sensación de pertenencia y el sentimiento de control sobre su propia vida. En ello es central la validación social de su sufrimiento y un apoyo social efectivo y dignificador.

Una referencia especial corresponde hacer a los equipos de salud, quienes han debido desplegar esfuerzos especiales para abordar las necesidades que han surgido. La importancia de una red de salud pública poderosa y bien articulada se ha mostrado en toda su significación en la situación vivida, y se ha visibilizado aún más la importancia de la atención primaria, no sólo como primer nivel de atención y el más cercano a las personas, sino como estrategia centrada en favorecer la participación de las personas, intersectorial y sensible a las necesidades de las personas y grupos desde una perspectiva psicosocial. Sin embargo, la atención a la salud mental de las personas y comunidades en un contexto como el analizado no puede ser entendido sólo desde el quehacer del sector salud, sino que implica a toda la política social, y requiere un esfuerzo que debe sostenerse en el tiempo.

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(Rec: 5 de agosto de 2010 / Acep: 21 de octubre de 2010)

*Correspondencia a: Félix Cova Solar. Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Psicología, Universidad de Concepción, Barrio Universitario s/n, Concepción. Fono: +56 220 43 23. E-mail: fecova@udec.cl

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