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Terapia psicológica

versión On-line ISSN 0718-4808

Ter Psicol vol.33 no.2 Santiago jul. 2015

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-48082015000200006 

Artículos Originales

 

Las múltiples caras del suicidio en la clínica psicológica

The many faces of suicide in the psychological clinic

 

Enrique Echeburúa

Facultad de Psicología, Universidad del País Vasco (UPV/EHU), España

Correspondencia a:


Resumen

El objetivo de este artículo es mostrar las diferentes formas clínicas en que se manifiestan las conductas suicidas, ponerlas en conexión con los diferentes trastornos mentales, mostrar los signos de alarma y discutir las posibles decisiones clínicas que se le ofrecen al terapeuta. La demanda terapéutica en relación con el suicidio está constituida por tres tipos de pacientes: a) aquellos que han sobrevivido a un intento de suicidio; b) los que acuden a la consulta manifestando ideación suicida; y c) los que tienen ideación suicida pero aún no la han expresado verbalmente. La alianza terapéutica empática con el paciente y la colaboración con la familia desempeñan un papel muy importante. Se señalan los objetivos terapéuticos en las diversas circunstancias y la necesidad de centrarse en el cambio de los factores modificables para contrarrestar el peso de los no modificables. Se indican algunas sugerencias para la investigación futura.

Palabras clave: suicidio, signos de alarma, trastornos mentales, factores de riesgo y de protección, y objetivos terapéuticos.


Abstract

The aim of this paper is to show the different clinical forms in which suicidal behaviors manifest, put them in connection with various mental disorders, display warning signs, analyze risk and protective factors and discuss the possible clinical decisions that therapist can take. Relevant information about factors associated with completed and attempted suicide is discussed. Therapeutic demand regarding suicidal behaviors includes three types of patients: a) patients who have survived a suicide attempt; b) patients who seek treatment because of persistent thoughts of suicide; and c) patients with suicidal ideation but without having expressed it to anyone. The empathic therapeutic alliance with the patient and collaboration with family play a very important role. Therapeutic goals according to problems frequently encountered in the clinic, as well as the need to focus on changing modifiable factors to counteract the weight of non-modifiable factors, are commented. Suggestions for future research are outlined.

Keywords: suicide, warning signs, mental disorders, risk and protective factors, therapeutic aims.


 

Introducción

Si bien la definición de suicidio parece relativamente clara etimológica y conceptualmente (muerte producida por uno mismo con la intención precisa de poner fin a la propia vida), el término resulta polisémico. De hecho, más allá del suicidio consumado, las conductas suicidas que aparecen en la clínica psicológica se presentan de forma muy diversa, responden a motivaciones distintas y requieren, por ello, de vías de intervención también diferentes (Grupo de Trabajo, 2011).

El suicidio es una urgencia vital ubicada no sólo en un contexto biográfico de pérdida de la salud de la persona, sino también de debilitamiento de sus redes afectivas y sociales. Así, en la toma de decisiones de una persona que se implica en una conducta suicida hay tres componentes básicos: a) a nivel emocional, un sufrimiento intenso; b) a nivel conductual, una carencia de recursos psicológicos para hacerle frente; y c) a nivel cognitivo, una desesperanza profunda ante el futuro, acompañada de la percepción de la muerte como única salida. Por ello, el suicidio no es un problema moral. Es decir, los que intentan suicidarse no son cobardes ni valientes, sólo son personas que sufren, que están desbordadas por el sufrimiento y que no tienen la más mínima esperanza en el futuro (Bobes, Giner y Saiz, 2011).

Sin embargo, muchas personas que llevan a cabo una conducta suicida no quieren morirse (de hecho, son muchas más las tentativas suicidas que los suicidios consumados), lo único que quieren es dejar de sufrir y por eso pueden estar contentos de no haber muerto una vez que el sufrimiento se ha controlado (Spirito y Donaldson, 1998).

El suicidio constituye un problema de salud pública. Según la Organización Mundial de la Salud (Värnik, 2012), cada año se suicidan en el mundo entre 800.000 y 1.000.000 de personas (tasa de 11.4 personas por cada 100.000 habitantes), lo que sitúa al suicidio en una de las cinco primeras causas de mortalidad. Pero los intentos de suicidio son 10 o 20 veces más numerosos. Hay más personas que fallecen por su propia voluntad que la suma total de todos los muertos provocados por homicidios y guerras, lo que no deja de resultar sorprendente. Por lo que a España se refiere, todos los años se producen de 2.500 a 4.500 suicidios consumados y en torno a 25.000-50.000 intentos de suicidio. La tasa de suicidios consumados en España es seis veces mayor que la de víctimas de asesinatos (500-600) y tres veces mayor que la de víctimas de accidente en carretera (1.131 en 2014), con la diferencia de que respecto a éstas no se percibe una reacción similar (a nivel preventivo, por ejemplo) por parte de la sociedad (Sáiz y Bobes, 2014).

Más allá de estas cifras oficiales, probablemente por debajo de las reales en un 10%-30% (Giner y Guija, 2014), el impacto psicológico de la conducta suicida alcanza directa y dramáticamente a los familiares del suicida. No se puede dejar de lado a los seres queridos de la persona que se ha matado. El suicidio es, probablemente, la muerte más desoladora que existe. A los supervivientes, además del dolor de la pérdida, les queda con frecuencia la vergüenza de revelar el motivo real del fallecimiento y el sentimiento de culpa por lo que se pudo haber hecho y no se hizo.

El objetivo de este artículo es mostrar las diferentes formas clínicas en que se manifiestan las conductas suicidas, ponerlas en conexión con los diferentes trastornos mentales, mostrar los signos de alarma y discutir las posibles decisiones clínicas que se le ofrecen al terapeuta en estas circunstancias.

Suicidio, edad y sexo

Las formas de presentación de las conductas suicidas en la clínica (en concreto, la letalidad de la conducta, los métodos utilizados, las motivaciones específicas y el riesgo de reincidencia) varían mucho en función de la edad y del sexo (Grupo de Trabajo, 2011; Spirito y Donaldson, 1998).

Suicidio y edad

Si bien el suicidio se produce fundamentalmente en las edades medias de la vida, hay actualmente dos picos crecientes en las cifras obtenidas: la adolescencia/juventud (el 25% del total de suicidios consumados) y la vejez. A medida que avanza la edad, la ratio entre las tentativas de suicidio y el suicidio consumado es menor, lo que implica que en las personas adultas una gran parte de las tentativas suicidas acaba por consumarse.

Por lo que a los adolescentes y jóvenes se refiere, los desencadenantes de la tentativa de suicidio o del suicidio consumado son los siguientes: a nivel clínico, el consumo abusivo de alcohol/drogas o la aparición de una depresión o de un brote psicótico; a nivel ambiental, un entorno familiar y social deteriorado, un desengaño amoroso (las tormentas emocionales son más intensas a estas edades), una orientación sexual no asumida, el fracaso escolar reiterado o el acoso o ciberacoso; y a nivel psicológico, la presencia de algunas características de personalidad, como impulsividad, baja autoestima, inestabilidad emocional o dependencia emocional extrema. Es decir, se trata mayoritariamente de chicos de carácter impulsivo y agresivo, con depresión, ansiedad u otro tipo de psicopatología, que, además, abusan del alcohol u otras drogas. Este es, a grandes rasgos, el perfil de los adolescentes que acaban quitándose la vida. Ocurre, sin embargo, que muchos adolescentes utilizan métodos menos efectivos, como la ingestión de fármacos o los cortes superficiales en los antebrazos, que suponen una poderosa llamada de atención respecto al malestar emocional en que se encuentran y que alteran la dinámica familiar/social, pero que no entrañan un peligro directo para su vida, al menos a corto plazo (Spirito y Donaldson, 1998).

A su vez, las personas adultas pueden experimentar una sensación de fracaso personal, laboral y familiar o un reproche social que les sume en una profunda desesperanza. Si a esta situación se añade la presencia de soledad, de una red pobre de apoyo social, de trastornos mentales (depresión especialmente) o de enfermedades crónicas incapacitantes o con mal pronóstico, estas personas planifican el acto, lo realizan aisladamente y pueden usar métodos rápidos y efectivos, tales como la precipitación, el ahorcamiento, el atropello por un tren o el recurso a un arma de fuego.

Por último, el suicidio es más frecuente en personas ancianas, más si están solas, deprimidas (lo que no siempre se diagnostica adecuadamente, al confundirse con el deterioro cognitivo) y con enfermedades incapacitantes. Los ancianos pueden no dar señales ni haber cometido tentativas previas de suicidio. Entre las motivaciones de los ancianos figuran la soledad, en el caso de la pérdida de pareja o de abandono de los hijos, la sensación de ser una carga para los demás y las enfermedades crónicas graves, sobre todo cuando generan depresión, malestar, incapacidad funcional y aislamiento social. Los ancianos realizan menos intentos autolíticos que los jóvenes, pero utilizan métodos más efectivos al intentarlo, lo que lleva a una mayor letalidad (Värnik, 2012).

Suicidio y sexo

La incidencia del suicidio entre las mujeres es tres o cuatro veces menor que entre los hombres porque su habilidad letal o, lo que es más importante, su determinación para provocarse la muerte resultan inferiores. Entre las posibles razones de este hecho se encuentran la misión de la mujer como protectora de la vida y su mayor rechazo hacia la violencia, por lo que recurre a métodos más pasivos y silenciosos, tales como la intoxicación con fármacos o la inhalación de monóxido de carbono.

Asimismo, los hombres son más impulsivos, tienen una menor tolerancia al sufrimiento crónico, les cuesta más buscar ayuda ante el sufrimiento y están más afectados por trastornos adictivos. En tanto, el mayor índice de suicidios masculinos guarda relación con la forma en que el hombre vive sus dificultades personales: a) el hombre soporta peor la soledad o la ruptura de pareja; b) no suele hablar de sus problemas, por lo que no libera su carga de sufrimiento; y c) vive en general con mayor estrés y angustia su actividad laboral (Echeburúa, González-Ortega, Corral y Polo-López, 2011).

Las mujeres realizan tres veces más tentativas de suicidio que los hombres, pero éstos consiguen consumar el suicidio tres veces más que las mujeres. Las tentativas de suicidio entre las mujeres responden más a una llamada de atención, especialmente entre las jóvenes, y muestran una propensión a este tipo de conductas cuando están afectadas por problemas interpersonales graves (violencia de pareja, abuso sexual, infidelidades reiteradas, etcétera).

En resumen, los suicidios consumados se dan más en hombres de cierta edad, con una premeditación clara y con métodos expeditivos (ahorcamiento, precipitación o armas de fuego), mientras que las tentativas de suicidio aparecen más en mujeres jóvenes que recurren de forma impulsiva a la ingestión de fármacos y que revelan con esta conducta extrema, a modo de mecanismo de huida, la existencia de un problema emocional que les genera un gran malestar y que desborda sus recursos de afrontamiento (Värnik, 2012).

Variantes de la conducta suicida

Las conductas suicidas se pueden manifestar de distintas formas en la clínica. Estas diversas manifestaciones adquieren un modo de presentación específico y pueden revelar en la persona afectada unas motivaciones, un pronóstico e incluso unas vías de intervención que varían de unos casos a otros (Grupo de Trabajo, 2011).

A un nivel conductual, la conducta suicida puede mostrar diferentes caras: el suicidio consumado, el suicidio frustrado, las tentativas de suicidio o parasuicidios y los equivalentes suicidas. En el caso del suicidio consumado, el sujeto consigue intencionadamente acabar con su vida. Por el contrario, en el caso del suicidio frustrado, a pesar de que el sujeto tiene una intención inequívocamente suicida y ha utilizado un procedimiento habitualmente letal (ahorcamiento, precipitación, arma de fuego), el suicidio no se consuma por la inexperiencia del sujeto en el manejo del método, por la rápida intervención de los servicios médicos, de la comunidad familiar o social, o, simplemente, por azar (Spirito y Donaldson, 1998).

Mención aparte merecen las tentativas de suicidio o parasuicidios. La persona se causa deliberadamente un daño, sin la intención aparente de quitarse la vida, con consecuencias no-fatales, pero que pueden accidentalmente llevar a la muerte, y con el recurso a procedimientos habitualmente no letales, como la ingestión de fármacos o las autolesiones superficiales. El objetivo de esta conducta extrema es manipular a personas próximas y producir cambios en el entorno. Se trata de una llamada de atención con diversas finalidades: vengarse de alguien, mostrar lo desesperado que se está, buscar ayuda, averiguar si alguien le quiere realmente, huir temporalmente de algo insoportable o mostrar lo mucho que le quiere a una persona. Con frecuencia el sujeto está en una posición ambivalente: desea morir si su vida continúa de la misma manera y desea vivir si se producen cambios significativos en ella (Blasco-Fontecilla et al., 2010).

Es importante en estos casos llevar a cabo el diagnóstico diferencial entre el suicidio frustrado y el parasuicidio. En el primer caso se realiza una planificación por adelantado, el método elegido es objetivamente muy peligroso y el sujeto se arrepiente claramente por no haber conseguido su objetivo. Así, por ejemplo, cualquier persona que planifique detenidamente su muerte o decida quitarse la vida ahorcándose, ahogándose o mediante el uso de armas de fuego o con saltos al vacío y no lo consiga, es muy probable que lo vuelva a intentar y lo logre.

A su vez, los equivalentes suicidas se refieren a conductas habituales en las que una persona se expone voluntariamente de forma regular a situaciones de riesgo o peligro extremo que escapan a su control, como la conducción temeraria de vehículos o la implicación al límite en deportes de riesgo, o se involucra en conductas que deterioran gravemente su salud, recurriendo, por ejemplo, al consumo abusivo de alcohol o drogas.

A un nivel cognitivo, pueden aparecer las amenazas suicidas, que suponen una ideación suicida específica expresada al entorno, pero en la que todavía no existen conductas encaminadas a la consecución de la muerte. Sin embargo, las amenazas, sobre todo cuando vienen acompañadas de un plan suicida, pueden predecir una posible conducta suicida en un futuro cercano. Por último, la ideación suicida, frecuentemente no expresada a otras personas, se refiere a pensamientos sobre el suicidio que suelen ser duraderos en el tiempo. No se trata meramente de una falta de ganas de vivir, sino de un deseo activo persistente de poner fin a la vida.

En definitiva, el suicidio se mueve a lo largo de un continuo de diferente naturaleza y gravedad, que oscila desde la mera ideación (idea de la muerte como descanso, deseos de muerte, ideación suicida y amenazas) hasta la gradación conductual creciente (gestos, tentativas y suicidio consumado) (Spirito y Donaldson, 1998).

Suicidio y trastornos mentales

El suicidio surge cuando la persona afectada siente que la vida es ya insoportable y que la muerte es la única vía de escape, ya sea del dolor físico o emocional, de la enfermedad terminal, de los problemas económicos, de las pérdidas afectivas o de otras circunstancias, como la soledad o humillación. Si bien cerca del 80% de las personas que consuman el suicidio están afectadas por un trastorno mental, no siempre es así (Chesney y Goodwin, 2014; Federación Mundial para la Salud Mental, 2010).

Suicidio por balance

A veces existe el suicidio por balance cuando una persona, a pesar de sus esfuerzos prolongados durante mucho tiempo, llega a una situación económica, familiar o social en que para ella la vida carece ya de valor y de sentido o en que se encuentra sin fuerzas para afrontar más dificultades. Es decir, hay un hastío de la vida y una pérdida radical del deseo de vivir (Bobes et al., 2011).

Los suicidios por balance se dan principalmente en personas mayores, que consideran que en el futuro no van a enriquecer su proyecto de vida, que no van a desarrollarse más ni ellos ni sus familias y que realizan un examen existencial y vital con un tinte negativo y sin ninguna proyección de cara al futuro. Esta situación se agrava cuando el estado de salud es negativo y les supone una limitación importante en su vida cotidiana.

Hay ciertas variables que constituyen un factor de riesgo para la implicación en un suicidio por balance (Baca-García et al., 2005): dimensiones de personalidad, como la impulsividad y la rigidez cognitiva; estados afectivos, como la desesperanza; distorsiones cognitivas, como la sobregeneralización en el recuerdo autobiográfico negativo o las atribuciones de responsabilidad excesiva en los fracasos; estrategias defectuosas de resolución de problemas; y, por último, algunas situaciones familiares o sociales, como la soledad, la humillación o estar en un callejón sin salida en las relaciones interpersonales.

Este riesgo aumenta cuando ha habido antecedentes de suicidio en la familia. De hecho, en algunas familias existen lealtades invisibles, algo así como reglas irracionales que se transmiten de padres a hijos a la hora de resolver conflictos.

Suicidio y trastornos mentales

La depresión, acompañada de una profunda desesperanza, y el trastorno bipolar están presentes en, al menos, el 80% de los suicidios. El estado de ánimo melancólico es destructor porque la depresión-soledad y la autoagresividad se potencian entre sí y contrarrestan el deseo natural de vivir. Así, un 15%-20% de las personas con depresión pueden intentar un suicidio, sobre todo cuando son mayores, viven solas y han intentado suicidarse con anterioridad. A veces, la depresión se asocia al dolor de una enfermedad física o miedo a tenerla en un futuro próximo, como puede ocurrir en el caso del diagnóstico de un cáncer maligno. Sin embargo, las enfermedades crónicas por sí mismas no llevan al suicidio, sino que son un factor de riesgo sólo cuando se acompañan de desesperanza (Federación Mundial para la Salud Mental, 2010; Grupo de Trabajo, 2011).

Los pacientes con depresión corren más riesgo de cometer suicidio en la fase inicial del trastorno o cuando el tratamiento ya ha comenzado a surtir efecto o incluso después del alta hospitalaria. Al deseo de aniquilarse se une su menor inhibición y apatía; antes, en medio de la depresión, ni siquiera tienen fuerza para eso. Además, la inhibición y apatía responden mejor al tratamiento, pero los sentimientos profundos de desesperanza tardan más en desaparecer.

Los trastornos adictivos, como el alcoholismo, la dependencia de otras drogas y el juego patológico, sobre todo en las fases avanzadas y cuando hay una alta impulsividad de por medio, constituyen un factor de riesgo alto para el suicidio. En estos casos los pacientes suelen presentar una depresión secundaria, asociada a la falta de salida en una situación de deterioro físico y psicosocial que perciben como insuperable (Echeburúa, Salaberría y Cruz-Sáez, 2014).

Los trastornos psicóticos están también muy asociados al suicidio. En general, el 25%-50% de los pacientes con esquizofrenia, condicionados por alucinaciones o ideas delirantes, pueden intentar suicidarse alguna vez en su vida con métodos más cruentos o atípicos, como el suicidio con un hacha o el autoapuñalamiento múltiple con un cuchillo de cocina o con unas tijeras, y no avisan con antelación de sus intenciones. En ellos se da el suicidio impulsivo, que surge de forma espontánea, imprevista y sin deliberación previa. El riesgo es mayor en los jóvenes varones durante la primera etapa de la enfermedad, en los pacientes con recaídas crónicas y en los primeros meses después de un alta hospitalaria, así como en los psicóticos que padecen además síntomas depresivos. Debido a que este trastorno es poco frecuente en la población general (1%), no contribuye de forma importante a la tasa de suicidio global (Popovic et al., 2014).

El trastorno límite de la personalidad (TLP), caracterizado por impulsividad e inestabilidad emocional, está muy relacionado con los intentos y conductas suicidas. Alrededor de un 10% de las personas con TLP se suicidan, mientras que el otro 90% tan sólo amenaza con ello o lo intenta, incluso varias veces (Blasco-Fontecilla et al., 2009; Esbec y Echeburúa, 2014).

Otro trastorno mental ligado con el suicidio es la anorexia, especialmente en mujeres en las fases avanzadas del trastorno, cuando son ya adultas jóvenes y han fracasado en el ideal inalcanzable de la perfección física. En el caso de las pacientes con anorexia suele haber una comorbilidad con la depresión, que, a su vez, es resultado del agravamiento del cuadro clínico, del aislamiento social, de la depauperación personal y de la falta de esperanza en el futuro (Franko et al., 2013).

El método de suicidio elegido puede dar luz sobre la intencionalidad de la persona suicida, como ya se ha indicado, pero también puede relacionarse con la posible existencia de un trastorno mental. Si bien el suicida recurre a los métodos que tiene más a mano (el policía al arma de fuego; el habitante de la ciudad, a la precipitación; el hombre rural, al ahorcamiento), cuanto más violento es el método elegido, más incidencia de patologías psiquiátricas subyacentes suele haber (Grupo de Trabajo, 2011).

En resumen, el suicidio es mucho más probable cuando está presente la depresión, bien de forma pura (en la depresión mayor o en el trastorno bipolar) o de forma comórbida con los trastornos adictivos o con la anorexia. En tanto, el riesgo de suicidio está siempre presente en las personas diagnosticadas con un TLP y muy frecuentemente en las afectadas por una anorexia. Ello no quita que haya suicidios que resulten imprevisibles y, por tanto, muy difíciles de prevenir. En estos casos el suicidio adquiere un carácter espasmódico, como una especie de acting out, un impulso que se convierte en acto.

Signos de alarma de riesgo suicida

Los principales signos de alarma son los siguientes: los intentos previos de suicidio, sobre todo si se ha recurrido a métodos potencialmente letales; los antecedentes de suicidio en la familia; y la expresión verbal, más o menos explícita, de un sufrimiento desbordante y del propósito de matarse (en forma de gestos o amenazas suicidas), mucho más aún cuando hay una planificación de la muerte (cambios en el testamento o notas de despedida) (Mann, Apter, Bertolote, Beautris, Currier y Haas, 2005).

Todo ello se potencia cuando hay un agravamiento de un trastorno psicopatológico o de una enfermedad crónica dolorosa o cuando se produce un aislamiento social in-deseado. Acerca de las tensiones vitales múltiples, como la conflictividad familiar, la pérdida de empleo y una situación económica desfavorable, el descubrimiento de un escándalo político o económico, los desengaños amorosos o el fallecimiento reciente de un familiar cercano, éstas tienen un valor predictivo sólo en personalidades vulnerables con tendencias impulsivas y agresivas y con pocas respuestas de afrontamiento (Blasco-Fontecilla et al., 2010).

A nivel cognitivo, la desesperanza, sobre todo cuando viene acompañada de pensamientos suicidas reiterados (anticipación imaginaria de la muerte), es probablemente el sentimiento más suicidógeno. De hecho, convendría invertir el dicho popular de "mientras hay vida, hay esperanza " por "mientras hay esperanza, hay vida". A veces la desesperanza puede venir acompañada de ira, rabia o deseos de venganza. En estos casos hay una expresión de gran sufrimiento o de angustia emocional.

Factores de riesgo y factores de protección

Si todas las personas que tienen un trastorno mental grave o que sufren un suceso vital adverso de gran intensidad no acaban por suicidarse, ello quiere decir que hay factores de riesgo y factores de protección que modulan la decisión adoptada. La estimación del riesgo suicida de un paciente debe tener en cuenta este tipo de factores (Ayuso-Mateos et al., 2012; Mann et al., 2005) (figura 1).

 

Figura 1.
Riesgo del comportamiento suicida (Mann et al., 2005, modifado).

 

Factores de riesgo

En las personas en riesgo puede haber algunos factores predisponentes, como haber sufrido sucesos traumáticos en la infancia, tener una historia previa de intento suicida o de suicidio en la familia, mostrar un nivel alto de impulsividad/ inestabilidad emocional o carecer de recursos de afrontamiento adecuados. Esta predisposición puede interactuar con ciertos factores precipitantes, como la fase aguda de un trastorno mental, los pensamientos suicidas, el fácil acceso a métodos letales, el acoso o algún acontecimiento vital adverso reciente, sobre todo si genera humillación profunda. La vulnerabilidad psicológica se acentúa si se suman ciertas circunstancias psicosociales, como estar separado o sin pareja o verse obligado a hacer frente a situaciones vitales estresantes intensas o duraderas, como una enfermedad crónica, el abandono de sus seres queridos o la pérdida de estatus social. En concreto, el aislamiento social es especialmente relevante en ancianos y adolescentes (Blasco-Fontecilla et al., 2010).

Algunos de estos factores son modificables (trastornos mentales, situación de estrés, estrategias de afrontamiento o aislamiento social), pero otros, sin embargo, resultan in-modificables (sexo, edad, historia familiar, conducta suicida previa o salud física) (Bobes et al., 2011; WHO, 2014).

El nivel de riesgo aumenta proporcionalmente al número de factores presentes, si bien algunos tienen un peso específico mayor que otros en función de las circunstancias individuales de cada persona.

Factores de protección

Muchas personas pueden estar afectadas a lo largo de su vida por sucesos adversos, enfermedades crónicas dolorosas, trastornos mentales o situaciones de soledad y, sin embargo, se muestran resistentes a los pensamientos y conductas suicidas (Ayuso-Mateos et al., 2012).

Esta capacidad de resistencia se relaciona con algunas dimensiones de personalidad, como una autoestima adecuada, una flexibilidad cognitiva o una impulsividad controlada, con una estabilidad emocional y con unos recursos psicológicos de afrontamiento apropiados, especialmente en el ámbito de la resolución de conflictos o de las habilidades sociales. Asimismo, el repertorio de valores del sujeto, de tipo religioso, espiritual o altruista, puede neutralizar hasta cierto punto los pensamientos derrotistas o la ideación suicida (Mann et al., 2005).

Ciertos factores sociales y familiares desempeñan también un papel protector. Así, por ejemplo, tener relaciones sociales ricas, estar integrado culturalmente, contar con apoyo familiar y tener hijos pequeños (sobre todo, en el caso de las mujeres) potencian la capacidad de resistencia ante el suicidio. Incluso los animales domésticos (los perros especialmente) pueden constituir un escudo protector contra las tendencias suicidas de sus dueños porque son expresivos, ofrecen compañía y alegran a sus dueños (WHO, 2014).

Un factor protector de gran importancia es ponerse a tratamiento médico o psicológico (y seguir adecuadamente las prescripciones terapéuticas) cuando una persona está afectada por un trastorno mental grave o por un dolor crónico (WHO, 2014).

Decisiones clínicas en relación con el suicidio

La demanda terapéutica en relación con el suicidio está constituida por tres tipos de pacientes: a) los que tienen ideación suicida pero aún no la han expresado verbalmente; b) los que acuden a la consulta manifestando pensamientos suicidas reiterados; y c) aquellos que han sobrevivido a un intento de suicidio (Bobes et al., 2011).

La presencia o sospecha de ideación suicida requiere la atención a la posible patología de base y la definición de los objetivos terapéuticos a corto plazo que se van a abordar en la consulta: los pensamientos suicidas, la desesperanza o la prevención de conductas suicidas. En la entrevista se debe favorecer la comunicación de los síntomas, sentimientos y pensamientos del paciente, así como facilitar que éste y sus allegados se impliquen en la toma de decisiones (Grupo de Trabajo, 2011).

Si un paciente no expresa directamente pensamientos suicidas pero es un sujeto de riesgo (con trastornos mentales graves, con enfermedades crónicas incapacitantes, con intentos suicidas previos o con un profundo malestar emocional), hay que preguntarle directamente por ellos. Esto no aumenta el riesgo de suicidio. Se trata de valorar el grado en el que el sujeto ha transformado un vago deseo de morir en una decisión concreta de matarse. De hecho, más del 50% de los suicidas consumados expresan más o menos veladamente sus intenciones o han mostrado signos de alarma a familiares o profesionales (Grupo de Trabajo, 2011).

Cuando un paciente consulta directamente por ideación suicida, la escucha empática contribuye a aliviar el malestar emocional. La estrategia básica en estos casos es el intento del terapeuta de restablecer algún atisbo de esperanza y contrarrestar la anticipación imaginaria de su muerte con otras formas efectivas de solución de problemas. El clínico debe favorecer el control, la autoestima y la capacidad de hacer frente a los problemas, así como promover una mayor participación e integración en el entorno familiar y social. La Organización Mundial de la Salud da orientaciones específicas sobre la manera de preguntar, el momento de hacerlo y el contenido de las preguntas (cit. en Grupo de Trabajo, 2011) (tabla 1).

 

Tabla 1. Recomendaciones de cómo, cuándo y qué preguntar sobre ideación suicida.

Fuente: Organización Mundial de la Salud (WHO, 2014).

 

Si un paciente ha tenido ya un intento de suicidio, sobre todo si ha sido reciente, el riesgo de consumación del suicidio aumenta en las semanas posteriores, por lo que es preciso un seguimiento exhaustivo en las primeras semanas (ayuda terapéutica, red de apoyo familiar y social, organizaciones comunitarias) y una atención específica a los problemas psicológicos o trastornos mentales planteados. La adopción de un método suicida letal, como el empleo fallido de un arma de fuego por ejemplo, y la planificación por adelantado agravan el pronóstico y requieren una intervención más intensiva, con el recurso a la hospitalización si es preciso. Es muy importante prestar atención a la actitud después del intento y a la disposición para el tratamiento. No es lo mismo manifestar alivio por ver que se está vivo, sentirse arrepentido por lo hecho o agradecido a quienes le han ayudado, que sentirse fracasado por no haber culminado el intento (Ayuso-Mateos et al., 2012; Sáiz et al., 2014).

En todos los casos es importante prestar atención a la visión en el túnel. La persona que entra en la lógica suicida no ve otra salida, por lo que hay que abrirle el horizonte, hacerle ver que no está solo y que siempre hay caminos alternativos. Por ello, hay que prestar atención específica a los problemas actuales del paciente, a las situaciones de estrés, a los trastornos mentales, a las enfermedades físicas, al consumo de alcohol/drogas y a la presencia de ideación suicida. Se trata de potenciar las fortalezas del paciente y sus recursos de afrontamiento, así como de consolidar el apoyo familiar, social y, en su caso, de los grupos comunitarios (Chesney y Goodwin, 2014).

Sea cual sea el tratamiento psicológico utilizado, es recomendable promover la formación de una alianza terapéutica sólida entre el paciente y el terapeuta y contar con el apoyo del entorno. Los objetivos terapéuticos pueden centrarse, según los casos, en las autolesiones, la ideación suicida, la desesperanza o las conductas suicidas. Los tratamientos cognitivo-conductuales, basados en sesiones individuales, son los que han mostrado mayor evidencia empírica, junto con la terapia conductual-dialéctica en el caso de los pacientes aquejados de TLP (Tarrier, Taylor y Gooding, 2008). La terapia interpersonal ha mostrado también ser útil en adultos con conducta suicida, en mayores de 60 años con depresión e ideación suicida y en adolescentes con riesgo de suicidio (Tang, Jou, Ko, Huang y Yen, 2009).

En ocasiones es necesaria la hospitalización del paciente en función de las siguientes variables: la gravedad clínica del episodio; la planificación y letalidad del plan; el riesgo suicida inmediato del paciente; la patología psiquiátrica de base o la presencia de comorbilidades; y la falta de apoyo familiar o social (Grupo de Trabajo, 2011).

Un último aspecto de gran interés en la clínica -y poco tratado sistemáticamente hasta el momento- es el tratamiento del duelo de los familiares de las personas suicidadas. Los allegados pueden mostrar sentimientos de culpa, preguntarse por qué lo hizo o por qué no hicieron ellos algo más para evitar la muerte del suicida, vivir lo ocurrido como una mancha en la familia y sentir otras muchas emociones negativas, como angustia, vergüenza o autodesprecio, así como llegar a experimentar el reproche de personas del entorno, lo que genera aislamiento y estigmatización (Cerel, Mcintosh, Neimeyer, Maple y Marshall, 2014).

Conclusiones

El suicidio siempre ha estado rodeado de una aureola de silencio y de miedo al efecto de contagio (del que, por cierto, no hay una evidencia empírica), pero esto puede impedir los esfuerzos de prevención. Muchas personas que se quitan la vida lo han hablado antes o avisan, de una forma u otra, de su posible suicidio. Cualquier anuncio de muerte autoinducida debe encender siempre una luz roja de alarma (Mann et al., 2005; Saiz y Bobes, 2014).

Al margen de la utilidad de las distintas escalas disponibles, tales como las Escalas de Depresión de Beck (BDI-II) (ítem 7) (Beck, Brown y Steer, 1996) o Hamilton (HDRS) (ítem 3) (1960) o la Escala de Desesperanza (Beck, Weissman, Lester y Trexler, 1974), la entrevista clínica con el paciente y con los familiares desempeña un papel muy importante para valorar adecuadamente el problema planteado (Grupo de Trabajo, 2011).

Los objetivos terapéuticos deben centrarse en el cambio de los factores modificables para contrarrestar el peso de los factores inmodificables y en la inducción al paciente de algún tipo de esperanza y de control sobre su conducta (Bobes et al., 2011; Saiz et al., 2014; Tarrier et al., 2008).

Hay algunos retos importantes en el ámbito de la investigación del suicidio para los próximos años: a) detectar personas de alto riesgo y evaluar correctamente el riesgo de suicidio con herramientas diagnósticas adecuadas; b) establecer estrategias apropiadas de intervención basadas en la evidencia (Echeburúa, Salaberría, Corral y Polo-López, 2010); c) diseñar programas específicos para jóvenes y adolescentes, así como para personas ancianas; d) poner en marcha medidas concretas dirigidas sobre todo a las personas más vulnerables, para reducir los factores de riesgo (abuso de alcohol y drogas, exclusión social, depresión y estrés); y e) proponer programas psicoeducativos efectivos, de tipo preventivo, para familiares de personas que han cometido un intento de suicidio (WHO, 2014).

Por último, hay que poner un gran énfasis en la prevención primaria con los niños y adolescentes en la familia y en la escuela. Se trata de prestarles un apoyo afectivo incondicional, de acostumbrar a los adolescentes a que pidan ayuda cuando la necesiten y de enseñarles a afrontar emociones y situaciones negativas (porque los adolescentes tienen una tendencia terrible a dramatizar). Se trata también de evitar que un problema que se repite mucho, como el bajo rendimiento académico o el consumo de drogas, se convierta en el único tema de conversación y de aumentar las oportunidades de compartir con los hijos actividades gratificantes de forma regular.

 

Referencias

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(Rec: 2 febrero 2015 / Acept: 2 junio 2015)

* Correspondencia: Enrique Echeburúa. Facultad de Psicología. Universidad del País Vasco. Avda. de Tolosa, 70. 20018 San Sebastián (España). E-mail: enrique.echeburua@ehu.es

 

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