Número 30 | Marzo de 2015
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Nocturna. Javier García Blanco.
Sala de exposiciones del Colegio La Salle -Gran Vía, Zaragoza.
 
 

 

            Hasta el 27 de marzo, tuvimos la oportunidad de contemplar esta muestra de Javier García Blanco, en la que la ciudad se yergue como protagonista absoluta (también había imágenes localizadas en núcleos rurales de nuestra Comunidad Autónoma, como sucede con Calaceite (Teruel) de una sugerente selección de instantes donde la noche, o los atardeceres que inmediatamente dan paso a la misma, componen una singular atmósfera.

            En efecto, se trata de una aproximación muy personal a un ámbito espacial y a un marco temporal que el medio fotográfico ha explotado abundantemente desde casi sus inicios; y no sólo la cámara, ya que otras manifestaciones como la pintura o la literatura (en muchas ocasiones, la poesía, considérese la denominada “poesía de la experiencia”) se han servido de estos referentes para ambientar, y más que éso, otorgar verdadero protagonismo a los espacios, adjudicándoles una secreta carga dramática, como si contuviesen elementos de un relato que está por descubrise, por desarrollarse.          Pero, a pesar de esta recurrencia, hallamos un renovado interés en este conjunto de fotografías a partir de un selectivo juego de luces y colores y de la definición de composiciones, tratados dichos elementos con la entidad de valores plásticos de primer orden (no es casual el planteamiento pictoricista que asumen), y que constituyen, a su vez, sus “puntos fuertes”.

            Diferentes interiores y exteriores de ciudades -la mayor parte- europeas plasmados por una virtuosa técnica digital (consciente reivindicación del procedimiento en un momento en que todavía no se ha superado la estéril polémica entre partidarios de lo analógico y lo digital) que son expresión de un cosmopolitismo íntimo, que descarta las grandes avenidas o edificios representativos, y que prefiere centrarse en rincones desapercibidos para la mayoría. El autor se preocupa por enfatizar el papel de la subjetividad del artista, puesto en práctica por la mirada (como teorizaba Otto Steinert a mediados del siglo pasado), que nunca es aséptica e imparcial, aunque se requiera -como García Blanco afirma- para los trabajos periodísticos de carácter profesional. En este sentido, nada más lejos de las imágenes que forman parte de las guías turísticas, ejecutadas a través de convencionales tomas amplias, de grandes angulares, y presididas por los monumentos a visitar por el turista accidental. En todas estas tomas, al contrario, se trasluce una reposada manera de habitar en la ciudad, de formar parte de ella, y donde, de nuevo, la mirada se detiene en lo que no se advierte a simple vista, o en lo que las prisas del ritmo de vida habitual apenas permiten adivinar. Una especie de recuento sentido y sentimental -que no sentimentaloide- del espacio urbano, construido, que desprende, a pesar de la ausencia de figuras (la arquitectura, determinados hitos, se erige en verdadero foco de atención) una cierta calidez, más todavía en determinadas imágenes en que predominan diversas y afortunadas temperaturas cromáticas, como el propio autor expone, gracias a la iluminación eléctrica (luces de sodio, lámparas de vapor de mercurio), a través de los numerosos neones, una de las más felices aportaciones al paisaje de la ciudad moderna. En este punto, resultan evidentes las influencias recibidas del pintor estadounidense Edward Hopper, quien traduce esta misma calidez formal a sus lienzos de aparente frialdad e incomunicación. Y no sólo en el uso de los colores, sino también en la manera de componer, del tal modo que encontramos una similar concepción a partir del establecimiento de acusadas líneas diagonales que otorgan profundidad a las imágenes.

            Un contexto urbano en el que, a pesar del tráfago cotidiano, hay resquicio para estos pequeños oasis de quietud y contemplación. Toda esta iconografía nos recuerda el limpio trabajo en blanco y negro del francés Eugène Atget, quien, entre  finales del siglo XIX y principios del XX, glosó el viejo París, con un gesto nostálgico de lo que se sabe que está en trance de desaparecer. Por todo lo dicho hasta ahora, las  fotografías que componen Nocturna se sitúan muy alejadas de la aséptica y resueltamente fría aproximación al espacio urbano de los representantes del grupo New Topographics (Stephen Shore) o de aquéllos otros que se centran en el estudio casi entomológico de tipologías arquitectónicas, como los planteamientos conceptuales de la Escuela de Düsseldorf (Thomas Struth).

            Retomando el papel de la subjetividad, asimismo, se produce una parecida equidistancia con otros grandes fotógrafos que han abordado esta temática urbana con esa aspiración, aunque valiéndose de otros recursos. Sin ir más lejos, el archiconocido -y siempre mencionado- referente de William Klein y su libro Nueva York (1956). Un trabajo inserto plenamente en el género del reportaje, pero cuyas imágenes trascienden el supuesto carácter informativo de la toma para adentrarse en el territorio de la denotación. No obstante, el fotógrafo estadounidense hace gala de un excelso conocimiento de la técnica para prescindir de ella, para ofrecernos toda una suerte de heterodoxas y antiacadémicas tomas donde predominan el desenfoque, el grano, etc. Nada más lejos de nuestro autor, donde se preconiza por medio de una limpia serie de fotografías un concepto purista del medio el cual pretende, como ulterior finalidad, lograr obras esencialmente bellas.

            “Fotografía callejera”, parafraseando al fotógrafo, que supera el testimonio aunque parte de la realidad, que es significativamente subjetivada sin recurrir a radicales transformaciones o manipulaciones, sin que ésto último, no obstante, suponga ningún problema de orden estético, como algunos teóricos y fotógrafos se han encargado de considerar desde posiciones enfrentadas.

            El trabajo de Javier García Blanco forma parte de un conjunto de tendencias, iniciadas ya en los años setenta del pasado siglo, en que se potencia la posición subjetiva del artífice que está detrás de la toma, sustentada, por su parte, en el componente de la creatividad, frente a la (supuesta) ausencia de la misma del reportaje directo, que conoce su época de máximo apogeo en nuestro país en la década anterior. Una de estas tendencias es el “documentalismo formalista” (YÁÑEZ POLO, Miguel Ángel, 1986: s/p.) que han llevado a la práctica nombres como Manuel Laguillo o Carlos Cánovas, éste último con interesantes resultados igualmente dentro del campo de la fotografía de arquitectura (Bergera y Lampreave (Eds.), 2011), movimiento al cual podríamos adscribir las obras que son objeto de nuestro comentario. En suma, podemos concluir que estamos, una vez más, ante la demostración de que, aparte del conocimiento escrupuloso de la técnica, es necesario poseer especial sensibilidad para la transmisión de ideas y sensaciones personales, que sólo el auténtico artista sabe transmitir al espectador. 

 

            -BERGERA, Iñaki y LAMPREAVE, Ricardo S. (Eds.) (2011), Jornada de Arquitectura y Fotografía 2011, Zaragoza, Institución Fernando “el Católico.

            -YÁÑEZ POLO, Miguel Ángel, “Historia de la Fotografía Española Contemporánea (1950-1986), en VV.AA., Historia de la Fotografía Española Contemporánea, 1950-1986, Sociedad de Historia de la Fotografía Española, Sevilla.

Francisco Javier LÁZARO SEBASTIÁN
Miembro de AACA y AECA, profesor del Depto. de Hª del Arte Univ. de Zaragoza

Fecha de Entrega: 20/02/2015
Fecha de Admisión: 21/02/2015


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