Gabriel Flores
Final de partida

A la sorpresa suscitada por el espectacular resultado de Podemos en las recientes elecciones al Parlamento Europeo habría que añadir el notable avance de otras fuerzas y coaliciones de izquierdas y la no menos espectacular caída del PP y, sobre todo, del PSOE. Una semana después se conoció la sorprendente abdicación del Rey. Su tiempo acabó.

Esta breve narración de lo sucedido en la última semana del pasado mes de  mayo no será del agrado de las personas a las que nada sorprende, pero convengamos que el común de los mortales tuvo motivos de sorpresa y se sumó en esta ocasión a la minoría que se sorprende a cada paso.

Y para remachar el clavo, el voto de todas las fuerzas parlamentarias situadas a la izquierda del PSOE en contra de la ley orgánica que describía la decisión de abdicar tomada por Juan Carlos y la abstención de las derechas nacionalistas catalana y vasca (a la que se sumó también Coalición Canaria) dejaban a la intemperie la alianza de Estado entre el PP y la interina cúpula del PSOE para apuntalar la legalidad vigente.

El problema no es ni puede situarse, como hacen Rubalcaba y los portavoces del PSOE, en el cumplimiento de la ley o el acatamiento de la Constitución. El problema está en que el PSOE ha vuelto a actuar en comandita con el PP para eludir la responsabilidad de ignorar la más que razonable reivindicación democrática de que se escuche la opinión de la ciudadanía. El problema está en que todos los diputados del PSOE menos uno han desatendido por completo su obligación de buscar fórmulas que permitan encajar lo que la calle considera normal con lo que la legislación vigente considera norma.

Los planes de la actual dirección del PSOE para desmarcarse del PP han quedado así desbaratados. Ni siquiera ha podido permitir que los pocos diputados socialistas que pretendían dar cuenta de la razón democrática o sensibilidad republicana pudieran expresarse sin amenazas. Las razones esgrimidas por los dirigentes socialistas para dar su apoyo a la sucesión de Juan Carlos por su hijo Felipe, evitando que tal decisión pudiera ser refrendada por la mayoría de la sociedad, se han vuelto a imponer sin tener en cuenta las razones y la voluntad de la ciudadanía. Ni siquiera se han permitido el más pequeño gesto de consulta o escucha a lo que pudieran decir los miembros de su partido y sus votantes.    

Esta acumulación de acontecimientos, vinculados entre sí o no (relación que a efectos prácticos importa más bien poco y que, en todo caso, será imposible dilucidar con rigor en el corto espacio de tiempo que exige la acción política), contribuyó a dar esa peculiar sensación de fin de época que se ha instalado en la ciudadanía española. Pero, aparte de sensaciones, ¿puede afirmarse con rigor que el régimen político sustentado en la Constitución de 1978 ha muerto o se precipita hacia una crisis terminal? Que no está muerto es evidente. Hay numerosos datos que permiten sostener que el régimen político está en crisis, al igual que el sistema de partidos e instituciones en el que se sustenta, y que esa crisis es grave, pero el diagnóstico de crisis terminal es más que dudoso y parece basarse más en deseos o temores que en evidencias. Hay que ver cómo se desarrollan las cosas en los próximos meses y cómo reaccionan e interactúan los principales actores económicos, políticos y sociales.

Los partidos políticos, especialmente, van a tener que afrontar en un plazo corto de semanas o meses importantes retos particulares, tanto en lo que supone democratizar su funcionamiento, abrirse al exterior en la toma de decisiones o reacomodar sus estructuras internas para mantener la vinculación con sus respectivos espacios políticos y un mínimo de cohesión que permita su acción política, como en los decisivos temas de afianzar su credibilidad y utilidad en una situación delicada que exigirá formas y fórmulas de flexibilidad en la gestación de alianzas y compromisos con otras fuerzas.  

Si no estaban claras las implicaciones y consecuencias del puzle electoral que las urnas pusieron sobre la mesa el pasado 25 de mayo, la abdicación de Juan Carlos complica un horizonte político que, tras la nueva pérdida de credibilidad sufrida por el PSOE en la gatera de la sucesión, estará marcado a corto plazo por dos acontecimientos cargados de trascendencia. En primer lugar, el congreso extraordinario del PSOE que se celebrará los días 26 y 27 de julio para elegir al nuevo secretario general y determinar hasta dónde llegará el rechazo a la gestión política llevada a cabo por la actual dirección en los últimos años, desde el Gobierno y desde una  oposición incapaz de desmarcarse con claridad de las políticas antisociales con las que se comprometió en mayo de 2010. Y en segundo lugar, la consulta soberanista fijada por las instituciones catalanas para el próximo 9 de noviembre, tras el respaldo dado por las urnas el pasado 25 de mayo a las fuerzas políticas que la apoyan y el varapalo recibido por las fuerzas que pretenden liderar una alternativa creíble a favor del mantenimiento de la situación actual (sostenida por el PP y los olvidados poderes fácticos), un nuevo intento de negociar plazos y contenidos (liderado por lo que pueda representar Durán en UDC y parte del empresariado catalán) o un cambio federal consensuado (en el que Rubalcaba embarcó a la ninguneada dirección del PSC y a su recién dimitido primer secretario).

Tanto en un caso como en el otro, las posibilidades de encontrar a corto plazo soluciones satisfactorias o, simplemente, razonables son pequeñas.

En el caso del congreso del PSOE, pocos parecen dispuestos a quemarse, dando la cara por una dirección desprestigiada por su gestión y, más aún, por los recientes resultados electorales asociados a esa gestión. Será difícil que los candidatos más críticos o alejados de la actual dirección puedan contar con posibilidades de dirigir el PSOE. Si se confirmara tal situación, el apaño con el aparato sería la única salida; pero es una solución tan mala que solo serviría para alimentar el declive del PSOE. 

En el caso de la consulta soberanista en Cataluña, mientras el Gobierno del PP siga enarbolando impertérrito la bandera española y confrontando su posición con la de la mayoría de la ciudadanía catalana que reclama el derecho a decidir seguirá el conflicto y el desgaste para los que se resisten a incorporarse a una de las dos trincheras, especialmente en el caso de un PSC que lleva ya tiempo desangrándose. Por eso es tan difícil que el PP mueva ficha y realice algún movimiento de apertura, porque permitiría al PSOE salir de su postración actual y recuperar el diálogo y un compromiso aceptable para ambas partes con el PSC. Pero mantener su inmovilismo actual supone jugar a incendiario. 

Pero volvamos sobre nuestros pasos, a la misma noche de unas elecciones que, pese a su dimensión europea, se han desarrollado y han sido interpretadas en clave nacional española o, en su caso, en función de estrategias de reafirmación de otras realidades, identidades y estrategias nacionalistas. Los cabezas de lista de las dos fuerzas políticas que obtuvieron mayor cantidad de votos en las elecciones al Parlamento Europeo dieron sobradas muestras de no entender lo sucedido. Sus declaraciones o balbuceos aquella noche no eran fruto de  la natural sorpresa por unos resultados electorales que ni el CIS ni ninguna de las grandes empresas demoscópicas había contemplado, se trataba de consternación, asociada a una profunda confusión mental ante un escenario no previsto. Mientras Cañete no sabía lo que decía, Valenciano no sabía qué decir, aparte de reconocer la derrota del PSOE.

Si nos atenemos a lo que hicieron después las direcciones de sus respectivos partidos, hasta el momento de inflexión que supone el anuncio de la abdicación del Rey, se podría decir que el PP seguía instalado en la rutina de un líder parco en palabras e ideas, lento en su acción política y predecible. Siguieron diciendo y haciendo lo mismo que antes: se ha iniciado la recuperación económica y aunque las familias aún no la noten comenzarán pronto a recoger sus frutos y las aguas del descontento de la mayoría natural volverán a su cauce, que es votar al PP. No perciben la profundidad de la indignación que han provocado con sus recortes ni las consecuencias del injusto maltrato con el que han zaherido a la mayoría de la sociedad.

El PSOE, por su parte, seguía sin saber qué hacer. La actual dirección del PSOE ha vuelto a buscar la solución a sus males en un imprescindible pero insuficiente cambio de caras que muestre que la última etapa del Gobierno Zapatero y la oposición contemplativa que ejercieron después son agua pasada. Pero, ¿quién estaba dispuesto a poner la cara? La presidenta de la Junta de Andalucía se dejó querer durante una semana, pero finalmente dijo que ella no. Todavía siguen buscando lo imposible: alguien de prestigio y poder efectivo dispuesto a seguir liderando al mismo aparato del partido que les ha conducido al desastre.  

Tras la renuncia de Rubalcaba a mantenerse al frente de su partido y el cambio de planes de la dirección que encabeza para sustituir las primarias por un congreso extraordinario, un debilitado PSOE se encuentra sometido a la creciente pugna interna entre los que maniobran para cambiar lo menos posible y seguir estando en la pomada del poder a la espera de mejores tiempos y las propuestas de los que quieren abrir las puertas a la renovación para evitar que el desgaste y la falta de credibilidad producidos por su resistencia a reconocer errores o cambiar la sustancia de las políticas que defendieron y aplicaron a partir de mayo de 2010 sigan creciendo y obliguen a un abrupto aterrizaje en la irrelevancia política. No es fácil que el congreso extraordinario encuentre una solución al lío en el que están metidos.

Frente a la depresión en la que parecen haberse sumergido las dos fuerzas políticas que han obtenido mayor número de votos, nunca antes unas elecciones habían proporcionado tanto contento en tantos partidos y coaliciones electorales que han conseguido escaños (Izquierda Plural, Podemos, UPyD, ERC, Ciudadanos, EH Bildu/BNG, Compromís/Equo). Incluso la derecha nacionalista democrática del País Vasco o Cataluña (y demás integrantes de la Coalición por Europa) arguyen motivos para estar satisfechos. Y, sin embargo, todos muestran un cosquilleo de inquietud. ¿Todos?, quizás aquí también hay la excepción a la regla: Podemos. Tenían poco que perder y han ganado mucho más de lo que sus más optimistas partidarios se habían atrevido a soñar. Y al conseguir ese millón y pico de votos han evidenciado que la indignación ciudadana ha alumbrado un nuevo espacio político con muchas posibilidades de desarrollo electoral y mejorado sustancialmente, además de su posición, el resultado y las perspectivas de las opciones electorales progresistas y de izquierdas.

En los análisis y comentarios escritos tras disponer de los resultados electorales se ha subrayado poco que frente a los 15,9 millones de votantes otros 18,8 millones no se han molestado en acercarse a las urnas. Con lo que ha caído desde las últimas elecciones al PE en el año 2009, el número de votantes apenas ha aumentado en 15 mil personas, si bien el número de abstencionistas se ha  reducido en 747 mil. Y entre los votantes, el número de votos nulos (290.189) se ha triplicado respecto a los de las anteriores elecciones al PE de 2009, mientras el número de votos en blanco (357.339) también ha aumentado en algo más del 60%. Si ya resulta difícil interpretar los resultados electorales, descifrar las muy diferentes actitudes y motivaciones de los millones de personas que han preferido mantenerse al margen lo es aún más. Imposible prever su discurrir y su plasmación final en próximos comicios, que dependerá de múltiples factores aún desconocidos y de la gestión que realicen los principales actores políticos y sociales.

A tenor de los análisis, opiniones y exabruptos escuchados o leídos en las semanas transcurridas no resulta fácil saber lo sucedido. No está de más recordar lo básico. El PP sigue siendo, pese al descalabro sufrido, el partido más votado (4,07 millones), al que sigue a no demasiada distancia el PSOE (3,59 millones). Se han elegido 54 diputados españoles en un Parlamento Europeo compuesto por un total de 751 miembros, entre los que también aumenta la diversidad de adscripciones ideológicas y políticas. La campaña electoral ha sido tan abstrusa (o tan inútil en su vertiente informativa) que pocos votantes sabrán por la información recibida qué competencias o capacidad de decisión tiene el Parlamento en el que asentarán sus posaderas los diputados que han contribuido a elegir.

Supongo que la actual cacofonía de comentarios a bote pronto y la abundancia de ideas poco reposadas y de opiniones que tienen como única finalidad justificarse o influir en el curso de los acontecimientos internos de tal o cual formación son parte de la necesaria espera hasta que las cúpulas de los partidos definan mínimamente sus respectivas interpretaciones, elijan los mensajes con los que van a difundirlas y midan qué acogida tienen entre sus afiliados, votantes y opinión pública. Tres semanas después de las elecciones, las cosas siguen sin estar claras. Y no parece que la bulla que se intuye en el seno del PSOE o el estruendoso silencio que mantiene el PP sean pasajeros.

A la izquierda del PSOE se habla mucho más y la producción literaria y periodística es abundante. Se dice de todo y, más veces de lo que sería aconsejable, con poca medida: el bipartidismo está herido de muerte, ha muerto o, incluso, hay que darlo por enterrado; es la hora de unificar a todos los que se reivindican del ecosocialismo y la izquierda; ha comenzado la cuenta atrás para lograr la ruptura con el sistema heredado de la Transición (sin pararse mucho o poco en explicar en qué consiste ese sistema que se quiere roto ni qué significado, medida o alcance tendría su ruptura); el socialismo europeo va camino de su tercer suicidio; la solución es el contrapoder ciudadano (¿?); etcétera.

Hay un debate que está por hacer y cuyo discurrir o calado resultan todavía difíciles de prever. Una discusión y un análisis pendientes en los que no sería bueno que participaran exclusivamente las cúpulas de los partidos. Abrir ese debate a la sociedad y a la gente de izquierdas es responsabilidad de todos: ahí van unas cuantas ideas sobre los potenciales impactos de lo ocurrido y las principales cuestiones que, en mi opinión, los resultados electorales han puesto sobre la mesa.  

Uno. Se puede ganar al PP y situarlo en la oposición. En Madrid, por ejemplo, se podría echar a Botella y González y empezar a respirar; y lo mismo podría ocurrir en miles de municipios y bastantes comunidades autónomas. Pero para echar al PP del Gobierno y, antes, de las alcaldías y los ejecutivos de las comunidades autónomas es imprescindible el concurso del PSOE. Y nadie puede saber si el PSOE que salga del próximo congreso estará más o menos abierto a asumir las críticas que le hace la gente de izquierdas y rectificar parte del camino andado en los últimos cuatro años. Sí, puede que los cambios que cabe esperar del próximo congreso del PSOE sean poco más que matices, pero de esos matices va a depender su futuro y las posibilidades de la izquierda en próximas confrontaciones electorales. En todo caso, convendría que el PSOE que salga de su próximo congreso no fuera el viejo PSOE comprometido con las políticas de austeridad y responsable de recortes, sino un nuevo PSOE en el que tenga menos peso la razón de Estado y más peso las razones y opiniones de la ciudadanía. Sin un PSOE más comprometido con los derechos y necesidades de la mayoría social y capaz de decir no a las políticas de austeridad, las posibilidades de desbancar del poder al PP el próximo año son menos que mínimas. Habría que esperar más y ver como la ciudadanía progresista y de izquierdas encaja la frustración de no poder desbancar al PP del Gobierno de España en 2015.     

Dos. El desplazamiento del PP del Gobierno cobraría todo su sentido si se asocia a un programa de regeneración y fortalecimiento de la calidad democrática de nuestras instituciones políticas. La construcción de una nueva mayoría progresista de Gobierno será creíble y útil a la sociedad si rompe con la estrategia conservadora de salida de la crisis basada en la austeridad y la devaluación salarial y establece un nuevo orden de prioridades: creación de empleos decentes, protección social suficiente, reversión de los derechos perdidos y de los bienes públicos deteriorados o privatizados y una reforma fiscal progresista que permita mantener el Estado de bienestar y la acción redistributiva, inversora y modernizadora de la acción pública. No se puede repetir lo de Zapatero y demás dirigentes socialistas que en mayo de 2010 echaron al cubo de la basura sus compromisos con la ciudadanía e hicieron suyas las medidas de recortes y austeridad para la mayoría, regalos y apoyos para los bancos y desregulación del mercado laboral.

Tres. La izquierda es muy plural y esa pluralidad es una parte sustancial de su fuerza y la herramienta que le permite regenerarse, cambiar y seguir representando y defendiendo a una mayoría social progresista. Así lo ha demostrado Podemos, descubriendo un espacio político-electoral donde algunos solo veíamos, y nos parecía de extraordinario valor, una sociedad indignada capaz de levantar su voz y movilizarse contra los poderosos y sus políticas de recortes, pero con dificultades para proyectar el caudal de razones y fuerzas acumuladas en el plano político. La pluralidad de opciones de la izquierda es una de sus señas de identidad, parte de su riqueza y vivacidad y la mejor vacuna contra el anquilosamiento y la tendencia a confundir los intereses de parte con los intereses comunes. Intentar meter esa pluralidad en la camisa de fuerza de una alternativa electoral sería la vía más rápida para perder fuerzas, apoyos y entusiasmo. Lo que toca es la libre confrontación de proyectos e ideas y un compromiso firme y público en torno a unos cuantos acuerdos básicos sobre la necesidad de unir fuerzas y votos para desplazar al PP, qué van a hacer conjuntamente si obtienen el respaldo electoral de la mayoría y los plazos en los que van a hacerlo. Y en ese proceso, sería muy conveniente que Izquierda Plural demostrara que puede democratizar su funcionamiento interno, abrirse a la ciudadanía, resolver con democracia y transparencia sus disputas internas y depurar los comportamientos inadecuados de sus dirigentes y representantes. Y, desde el lado de Podemos, aún tiene que lograr su objetivo de encontrar nuevas formas organizativas que permitan el encaje en la nueva formación de sus múltiples y muy diferentes sensibilidades políticas, atenuar personalismos, construir espacios bien definidos de decisión política que, además de ser aceptados por sus miembros y votantes, les permitan actuar, distinguir lo que pueden o no pueden hacer y lo óptimo de lo aceptable y elegir entre medidas, intereses o alianzas que no siempre van a ser compatibles entre sí o contentar a todas las partes o posiciones.    

Cuatro. Una parte de la izquierda está harta de la política y de los políticos. No ha ido a votar en esta ocasión ni, posiblemente, vaya a votar en próximas elecciones. Y, sin embargo, forma parte del acervo político, histórico y cultural de la izquierda. Entre esa izquierda se encuentran personas y colectivos que desarrollan una actividad en defensa de lo público, lo colectivo y los derechos de las personas más firme, comprometida y eficaz que la de muchos militantes y partidos de izquierdas que miden la utilidad de su trabajo en términos electorales. La hegemonía de la izquierda no solo se consigue en el terreno político o electoral y entre los que participan depositando su voto. También hay que lograrla en la sociedad, en la resistencia cotidiana a dejarse avasallar por empresarios o autoridades y en la actividad organizada para defender los derechos y mejorar el desarrollo cultural y las condiciones de vida y trabajo del común. Sería un elemental signo de inteligencia política diferenciar y valorar la importancia de ambos tipos de territorios y objetivos. Sin pretender sustituir, abducir o utilizar el débil y escaso entramado social organizado que hoy existe. 

Cinco. ¿Y Europa? ¿Qué pinta Europa en todo esto? Qué decir de unas elecciones al Parlamento Europeo conectadas (o, al menos, eso se suponía) con la elección del presidente de la Comisión Europea, en las que a nadie parece haberle interesado el presente ni el futuro del proyecto de unidad europea. Por lo menos a los candidatos que han dicho muy poco o nada al respecto. ¿Qué debe hacer Europa? ¿Qué hay que cambiar en las instituciones europeas para que funcionen? ¿Cómo se puede parar a los que están socavando el proyecto europeo y los principios de cooperación y cohesión económica, social y territorial que animaban y daban sentido a ese proyecto? Esos y otros muchos interrogantes han quedado sin contestación. Como si Europa no tuviera nada que ver con lo que está sucediendo. Para salir de la crisis, Europa debe dejar de ser causa de problemas y convertirse en una herramienta capaz de contribuir a solucionar las cosas. Por eso hay que cambiarla en profundidad y saber en qué y cómo se puede reformar. 

Y seis. Las elecciones al PE han fortalecido la reclamación que plantea buena parte de las instituciones y la sociedad catalana para decidir su futuro y articular el tipo de relaciones institucionales de Cataluña con España y la Unión Europea. No tengo ni idea de lo que va a ocurrir en los próximos meses, pero la gestión de ese reto por el Gobierno de España brilla por sus desaciertos y por no ofrecer la más mínima oportunidad de encontrar soluciones que satisfagan las reivindicaciones democráticas y las aspiraciones nacionales de todas las partes implicadas. Y esa pésima gestión hay que denunciarla y, al tiempo, anunciar que las izquierdas tienen un enfoque más razonable y más democrático del problema y que están dispuestas a llevarlo a cabo cuando desbanquen del Gobierno al PP. Las fuerzas progresistas y de izquierdas están obligadas a desmarcarse de esa gestión del PP y abrir espacios políticos y sociales para solucionar la confrontación y asentar una convivencia que, para ser sostenible y pacífica, debe basarse en la democracia, la cooperación entre la ciudadanía y el respeto por los derechos e identidades de las minorías. En cualquiera de las soluciones posibles, habría que asegurar que las instituciones políticas se mantengan permeables a los derechos de las personas, la diversidad y las diferentes identidades presentes o en gestación.

Se dice que las urnas tienen la última palabra. No siempre es así. Más que hablar, las urnas definen el terreno de juego de la confrontación política que se va a desarrollar en los próximos meses o años, seleccionan a los participantes en las instituciones democráticas, reparten posiciones y papeles protagonistas o secundarios entre los actores elegidos, imponen diferentes límites y brindan oportunidades desiguales al desarrollo de la acción política que podrá ejercer cada partido y otros actores sociales y sindicales, en función de las percepciones de la ciudadanía, no solo de las personas que hayan votado, sobre lo que hagan y digan esos partidos y de cómo usen el poder que se les otorga.

En el Estado español, las elecciones al Parlamento Europeo y la posterior abdicación de Juan Carlos parecen indicar que lo viejo acaba y nuevas tendencias pugnan por asentarse. Sin animar ese movimiento, podría suceder que lo viejo no acabe nunca o que lo nuevo no sea demasiado diferente ni mejor. Evolución posible que podría matar de tristeza las ilusiones despertadas en las últimas semanas. Por lo visto y oído, entre los ilusionados con lo que ha pasado habría que incluir, sorprendentemente, a parte de los miembros del PSOE. ¿Me habré incorporado a la minoría que se sorprende a cada paso?

La partida está terminando y entra en una fase crucial. Todavía quedan por hacer las jugadas decisivas. El resultado es incierto.