Cataratas del Rhin: las fuentes de Europa

Un millón trescientas mil personas visitan cada año Rheinfall. Las impresionantes cataratas del Rhin, emplazadas a un paso de la bonita ciudad suiza de Schaffhausen, sorprenden por su anchura de 150 metros y por su sistema de pasarelas en las que no mojarse resulta imposible. En verano, acercarse en barco hasta las mismas cascadas o a la gran Roca de este Niágara europeo es incluso más divertido.

Cataratas del Rhin
Cataratas del Rhin / Eduardo Grund

Impresionado por el sonido de las cataratas del Rhin, Goethe escribió en 1797 en su diario personal que los saltos de agua de Rheinfall, los más grandes de Europa, eran "las fuentes del océano". Al célebre escritor y científico alemán le habían impactado sobremanera la velocidad y la violencia de las aguas a su paso por esta zona del alto Rhin, situada entre las localidades de Neuhausen am Rheinfall y Laufen-Uhwiesen, a cuatro kilómetros de Schaffhausen, en el norte de Suiza, en la frontera germana. Y no es de extrañar que tuviera tal percepción porque ese cauce de 150 metros de anchura, con una caída de 23 metros, sigue cautivando hoy a los turistas que se acercan a este emblemático punto por el que fluye una media de 600.000 litros de agua por segundo. El caudal varía en función de la época del año en que se visiten las cataratas, pero siempre es en el final de la primavera cuando alcanza sus mayores niveles debido al deshielo de las montañas.

La Roca, la gran mole que preside el centro de las cataratas del Rhin, es mucho más antigua que las cascadas y resultó clave en la creación de estos grandiosos saltos de agua. Parece increíble que esta enorme roca, muy visible a lo lejos por la cruz blanca del estandarte suizo que luce en su cima, haya podido resistir al paso del agua y a la erosión producida durante tantos siglos. Fue esta erosión constante del río sobre las aguas la que creó en la Edad de Hielo, entre 14.000 y 120.000 años atrás, estas grandiosas cataratas. Una vieja leyenda, que lleva el nombre de Seelentanzstein, lo recuerda, asegurando que hay que subir a esta histórica roca caliza donde las almas empiezan a bailar para abrir los pulmones e impregnarse del olor que desprenden las piedras que han permanecido aquí miles de años. Hay que intentar captar esa emocionante impresión. Si no se consigue, lo que sí sentirán los visitantes es la frescura que regalan las cascadas, en forma de llovizna, al deslizarse por sus rostros.

Junto a las cataratas sobresalen dos edificios históricos: los castillos de Laufen y Wörth. El primero, renacentista y con torretas que se asoman hacia el río, guarda una historia milenaria en la que se puede profundizar gracias a un tour interactivo. El segundo, el más fotografiado en el entorno de los saltos de agua, es una fortificación aduanera situada en una isla del río, cuyo origen se remonta al siglo XIII. Conocida en sus primeros años de existencia con el nombre de Werd, fue hasta el siglo XIX un destino importante para los barcos que cubrían la ruta desde el lago Constanza a Basilea, pero la irrupción del ferrocarril acabó con su importancia estratégica.

Hoy, esta construcción histórica ha alcanzado fama por su restaurante, con terraza acristalada, desde el que se disfruta de una magnífica vista frontal de las cataratas. Junto a la torre están las señales que conducen al embarcadero, punto de partida de los barcos que realizan la excursión a los saltos de agua. La visita a Schaffhausen, la ciudad más importante en el entorno de las cataratas, es un viaje a través del tiempo. Debe su origen al salto de agua, que la ha hecho famosa en el mundo, ya que en este lugar se fundó una colonia que permitía auxiliar y atender a los barcos comerciales que transitaban por esta zona de difícil navegación. Las naves se veían obligadas a anclar en el puerto al no poder remontar las cataratas del río, y este hecho provocó la pujanza de la villa medieval, que acabó convirtiéndose en ciudad-estado.

La villa de los 171 miradores

Nueve siglos después, Schaffhausen fue bombardeada por error en la II Guerra Mundial, al ser confundida por la aviación estadounidense con una ciudad germana, pero el impacto de las bombas no impidió que se mantuviera como una de las urbes medievales mejor conservadas en el centro de Europa. Etiquetada como la villa de los 171 miradores, que nos hablan de la categoría social y económica de sus antiguos habitantes, posee bellos edificios de la época renacentista decorados con frescos exteriores, esculturas y hermosas fuentes policromadas. Una de las fachadas más espectaculares se halla en el número 65 de Vordergasse (Haus zum Ritter, Casa del Caballero) y luce los frescos renacentistas más importantes al norte de los Alpes. También destacan otros edificios, como la iglesia gótica de San Juan (1248) o el Monasterio Benedictino Allerheiligen (siglo XII). Pero observando Schaffhausen desde cualquier punto, nuestra mirada se dirige al cielo, hacia la fortaleza de Munot. El bastión fue proyectado por Alberto Durero junto a unos hermosos viñedos y está repleto de túneles y pasadizos secretos, algunos de los cuales pueden ser recorridos por los visitantes.

En la actualidad,la parte superior del castillo es utilizada para conciertos y actos sociales, pero desde esta posición de privilegio se mantiene una antigua tradición: todos los días, a la nueve de la noche, una campana recuerda que durante siglos ese fue el único sonido que avisaba a los habitantes de Schaffhausen del cierre de las puertas de la ciudad. Nos lo cuenta Christian Beck, un espigado trotamundos nacido en esta ciudad que trabaja como guardia -él es el número 68 desde que esta tradición se iniciara en 1377-, velando junto a su esposa por el edificio y un grupo de 20 gamos protegidos, y mostrando la singularidad de este castillo repleto de secretos y algunos misterios sin resolver, como el de las campanas que suenan de vez en cuando sin ninguna explicación posible. "Las he oído en alguna ocasión y me estremece porque ni el viento ni nadie las hace sonar -comenta, posando con su traje y gorro medievales y hablando en un correcto castellano aprendido en México-.Hace tres años descubrí un nuevo túnel, informé a las autoridades, pero ellos me contestaron que era un viejo toilet".

Christian resalta con cierto tono solemne que Schaffhausen fue una ciudad muy rica, mucho más que Zurich, pues cada día pasaban treinta barcos cargados de sal, el oro medieval, procedentes de Austria, y era el vigía quien regulaba ese tráfico. Si al llegar un barco al puerto de Schaffhausen el guardia tocaba la campana del castillo cuatro veces, la nave debía detenerse inmediatamente. El castillo resultó siempre inexpugnable: "Salvo en una ocasión, durante las guerras napoleónicas, cuando en 1799 los franceses entraron para detener el avance de las tropas austriacas, pero rápidamente abandonaron Munot y la ciudad, quemando el puente de madera que existía".

El exilio de la familia de Napoleón

De camino al lago Constanza, la parada en Stein am Rheim resulta obligatoria. Históricamente se le ha considerado el lugar donde las aguas del río Rhin y del lago Bodensee casi se confunden en una ciudad medieval muy bien conservada, con unas llamativas fachadas decoradas con frescos. Es magnífico su viejo Ayuntamiento (1542), que sirvió de tienda de paños o granero y ahora encabeza una calle repleta de edificios históricos con miradores y la llamativa fuente Markbrunnen. Otros monumentos interesantes son el monasterio de St. Georg, uno de los complejos monásticos mejor conservados de la Edad Media, el museo Lindwurm y la fortaleza Hohenklingen, construida en 1225, en lo más alto de la ciudad. Pero lo mejor es el viejo casco histórico. Está peatonalizado enuna auténtica ciudad de cuento cuyo nombre significa Peña en el Rhin. Desde Stein am Rhein, atravesando el Untersee, ya se adivina en el horizonte el Bodensee, lago que los romanos bautizaron con el nombre de Lacus Venetus. En este cruce de caminos estratégico se desarrollaron numerosas culturas que dejaron su sello, allá donde el Rhin lanza sus aguas hacia el Mar del Norte. Ahora, en cambio, hay cientos de ciclistas que recorren parte de los 900 kilómetros de carriles-bici en un paisaje invadido de manzanos, otra de las fuentes de riqueza de la región.

Precisamente una de las residencias históricas a orillas del Bodensee fue vendida en 1817 a la reina Hortensia Bonaparte, hijastra de Napoleón, casada con Luis Napoleón, rey de Holanda y hermano de su padrastro. Dos años antes, Hortensia había brindado su apoyo a Napoleón cuando el general regresaba de la isla de Elba, y ese favor provocó el destierro de la hija de Josefina de Beauharmais. El consiguiente exilio lo viviría principalmente en el castillo de Arenenberg, la magnífica mansión que había adquirido en el Bodensee. El castillo fue pensado y orientado haciendo un guiño permanente a la Francia imperial de Napoleón I, por propio deseo de Hortensia. La reina en el exilio quiso vivir en este edificio con el más fiel estilo parisino, tanto en los lujosos interiores de la casa como en los jardines, con vistas a la isla alemana de Reichenau, hoy Patrimonio Mundial de la Unesco. Luis Napoleón se vio obligado a vender el castillo en 1843, pero lo recuperaría doce años después, cuando ya se había proclamado segundo emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III, el 2 de diciembre de 1852. El soberano había pasado en el castillo sus años de juventud y a partir de este momento su esposa, Victoria Eugenia, solo lo utilizó para disfrutar algún verano junto al lago. Finalmente el edificio y sus jardines fueron donados a la Confederación Helvética, y en 1906 abrió las puertas el museo Napoleón, que hoy se visita en esta encrucijada de fronteras de Austria, Suiza y Alemania.

Las tradiciones más vivas

Desde Thurgau al cantón de Appenzell solo hay un paso, y merece la pena visitarlo para descubrir la región suiza donde las tradiciones autóctonas se mantienen con más autenticidad. Estamos en una región de 172 kilómetros cuadrados, con idéntica población entre hombres y vacas, unos 16.000, en la que se vive de la ganadería. En cualquiera de las fiestas típicas de este cantón es posible ver a sus habitantes bailando y entonando el canto yodel, fumando sus pipas curvilíneas o jugando una partida de naipes. Pero si la visita coincide con la llegada del buen tiempo, no hay que perderse el ascenso del ganado a las cumbres (alpaufzug) o el posterior descenso a los valles (alpabzug). El primero se desarrolla con la llegada de la primavera y el segundo empieza cuando el verano languidece. Los campesinos se visten con sus pantalones de gala, de color amarillo o negro, camisa blanca, chaleco rojo tradicional (broschttuäch), sombrero engalanado de flores, cinturón, tirantes con adornos de metal y un gran pendiente con forma de cuchara. Solo un detalle más: antes de iniciar la fiesta toman un suculento desayuno en alguna de sus queserías alpinas con leche recién ordeñada, fenz (leche, mantequilla, huevos y cereales) y queso.

En el largo desfile, el pastor jefe se coloca al final de la fila y sus compañeros protegen los flancos. Siempre le acompaña su fiel perro de montaña, que se encarga de que ninguno de los animales se aparte del sendero.

Por delante marchan los gansos, las cabras típicas de Appenzell (una raza sin cuernos), los niños con sus atuendos tradicionales, el resto de las vacas de leche, novillos y un carro de dos ejes tirado por un caballo que los campesinos llaman Ledi. Pasadas tres horas, el grupo alcanza Appenzell, la capital de este aislado cantón con sus casas y fachadas pintadas de manera espectacular por Johannes Hugentobler a principios del siglo XX. El pueblo y los visitantes los reciben con vítores, aplausos y cánticos improvisados que emocionan a los vecinos de más edad. Por la tarde se cumplirá otra tradición popular desde el siglo XV: desde la cima de una de las montañas alpinas se escuchará el sonido del betruf, una plegaria vespertina, normalmente la oración del Ave María, que lanza un pastor al vacío con un instrumento de madera. Es una muestra más del sentido religioso que defienden a ultranza los habitantes del cantón de Appenzell.

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