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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.35 no.spe Ciudad de México  2013

 

Notas para la evaluación del trabajo académico

 

José Raúl Rodríguez Jiménez* y Juan Pablo Durand Villalobos**

 

* Doctor en Educación por la Universidad de Aguascalientes, investigador de tiempo completo del Departamento de Sociología y Administración Pública de la Universidad de Sonora. Líneas de investigación: académicos, ciencia y políticas públicas. Publicaciones recientes: (2012, en coautoría con L. Urquidi), "Envejecimiento, jubilación y renovación de las plantas académicas de los posgrados", en R. Grediaga (coord.), Socialización de la nueva generación de investigadores en México, México, ANUIES, pp. 349-398; (2010, con L. Uquidi y A. Pérez-Barbier (coords.) (2010), La ciencia en Sonora, primeras aproximaciones, Hermosillo, Universidad de Sonora (UNISON). CE: rraul@sociales.uson.mx

** Doctor en Ciencias con especialidad en Investigación Educativa por el Departamento de Investigaciones Educativas (DIE) del Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (CINVESTAV-IPN). Actualmente realiza estancia postdoctoral en la Maestría en Innovación Educativa y en el Departamento de Sociología y Administración Pública de la Universidad de Sonora. Publicaciones recientes: (2010), "Capacidades científicas en Sonora", en J.R. Rodríguez, L.E. Urquidi y A. Pérez-Barbier (coords.), La ciencia en Sonora, primeras aproximaciones, Hermosillo, Universidad de Sonora (UNISON); (2006), Poder, gobernabilidad y cambio institucional en la Universidad de Sonora, 1991-2001, México, ANUIES. CE: duralobos@hotmail.com

 

Resumen

Este trabajo tiene el propósito central de contribuir al análisis y discusión de la evaluación del trabajo académico en México. Al partir de una noción amplia sobre la profesión académica, en donde destaca su conformación y complejidad, el artículo muestra que los programas de evaluación impulsados por el gobierno federal y las instituciones de educación superior presentan limitaciones en su orientación, alcance y resultados, además de que han sido poco eficientes para modificar las prácticas académicas. Con base en ello, se formula una propuesta que integra las fases de la trayectoria académica, la disciplina, el género y el establecimiento como variables que intervienen en las actividades desempeñadas por los profesores de la educación superior y que deberían ser consideradas en los esquemas de evaluación.

Palabras clave: Profesión académica, Actividades académicas, Educación superior, Propuestas educativas, Evaluación educativa.

 

PRESENTACIÓN

En 1984 el gobierno mexicano instrumentó el primer programa de evaluación académica dirigido a reconocer el trabajo de investigación y sus productos. En los siguientes años proliferaron los mecanismos de evaluación que trataban de cubrir las principales zonas de la educación superior, por lo que actores, programas e instituciones fueron incorporados a la evaluación. A casi tres décadas de haber iniciado estos programas, los resultados no son plenamente satisfactorios. En buena medida ello se debe a limitaciones en la concepción de la evaluación, a los instrumentos empleados y al uso institucional de la información recabada.

Este artículo, tomando en cuenta lo anterior, propone algunos puntos para superar las limitaciones de los programa de evaluación en curso, sobre todo en lo que respecta a la valoración de las labores de investigación y docencia. En este sentido, se propone considerar las fases de la trayectoria académica, la disciplina, el género y el establecimiento como variables que intervienen en las actividades desempeñadas por los profesores de la educación superior.

El escrito se organiza en tres apartados: el primero trata sobre la naturaleza del trabajo académico y la conformación de la profesión en México; el segundo analiza brevemente los principales programas de evaluación dirigidos al personal académico; y por último, se formulan los planteamientos para integrar una nueva propuesta de evaluación.

 

HACIA UN PERFIL DE LA PROFESIÓN ACADÉMICA

Los expertos en el tema de los académicos sostienen que esta profesión es de naturaleza compleja. Para Clark (1991) la fuente de la complejidad proviene de dos elementos: la disciplina y el establecimiento. La disciplina, la materia base de la profesión académica, tiende a una constante ampliación y fragmentación en un espectro que recorre los más variados campos de conocimiento. Becher (2001) explora el tema de las disciplinas en la academia y encuentra fuertes diferencias en sus formas de organización interna, culturas, ritmos de producción y estrategias de socialización de sus practicantes. Por su parte, el establecimiento es la forma organizativa que han encontrado los sistemas de educación superior para ordenar la generación, preservación y trasmisión del conocimiento. Estos elementos tensan la profesión académica en direcciones opuestas: mientras que la disciplina tiende a la ampliación y profundización del conocimiento, sin respetar fronteras, el establecimiento fija y ordena a los académicos en espacios organizativos concretos.

Si a lo anterior se agrega que la profesión académica opera mediante funciones distintas, sobre todo la docencia y la investigación, aunque también la difusión del conocimiento, el cuadro se torna aún más complejo, puesto que las diferencias en la profesión provienen de la disciplina, el establecimiento y las funciones desempeñadas. Pese a estas diferencias, existe un conjunto de normas, valores y significados que orientan la acción de los académicos y que les permite, aunque con variaciones significativas en los casos concretos, establecer los criterios de ingreso, los mecanismos de evaluación y la distribución de reconocimientos y recompensas de sus integrantes (Grediaga, 2000).

Bajo estos referentes revisamos de manera rápida la formación de la profesión académica en México con el propósito de observar los perfiles generales. Gil Antón (2004) sostiene que la profesión académica en nuestro país se integró en los últimos 50 años. En 1960 los puestos académicos eran relativamente escasos (alrededor de 10 mil), la mayoría de ellos de tiempo parcial; dichos puestos estaban ocupados por profesionistas exitosos que dedicaban parte de su tiempo laboral a estas actividades en busca de prestigio social. En 2010, las plazas académicas eran más de 315 mil. Los expertos consideran que este crecimiento significativo fue producto de una amplia variedad de factores, especialmente de la masificación de la educación superior. En efecto, la demanda por servicios de instrucción superior generó la creación de abundantes puestos académicos que en muchas ocasiones fueron cubiertos con personal con cierta fragilidad escolar (Grediaga, 2000).

Pero ¿cómo se distribuyen actualmente los académicos mexicanos, qué actividades realizan, cuáles son sus contratos? De acuerdo a la información disponible, los profesores de la educación superior se reparten entre poco más de 3 mil instituciones; ocupan puestos de tiempo parcial (67 por ciento), aunque una tercera parte de ellos mantiene plazas de tiempo completo, medio tiempo o tres cuartos de tiempo (Tuirán, 2012); y realizan preferentemente actividades de docencia. El tipo de financiamiento de los establecimientos marca una diferencia notable en la distribución de los académicos, ya que en el sector privado predominan las plazas de tiempo parcial (86 por ciento) mientras que en el público la configuración de los puestos es menos desigual (Cuadro 1).

Aunque la información contenida en el Cuadro 1 es importante, ya que muestra la distribución general de los académicos mexicanos, resulta insuficiente para un acercamiento más detallado, por lo que conviene incorporar otros elementos. Con base en la información obtenida en un amplio proyecto de investigación, Galaz y Gil Antón (2009) encuentran que el oficio académico registra transformaciones significativas en las últimas cuatro décadas. Algunos de estos cambios son la edad de incorporación laboral, la escolaridad y las actividades desempeñadas. Hasta 1982 los académicos obtenían su primer contrato a una edad promedio de 27.5 años, mientras que en el período 1999-2008 se lograba a los 37 años. La escolaridad también ha tenido transformaciones, puesto que a inicios de los años noventa del siglo pasado los profesores arribaban al empleo preferentemente con la licenciatura como grado máximo, mientras que en 2007, poco más de 70 por ciento se incorporaba con estudios de posgrado (41.7 por ciento maestría y 33.5 por ciento doctorado). Finalmente, aunque la enseñanza continúa siendo una de las funciones centrales de los académicos, ahora se tiene un espectro más amplio de actividades, sobre todo si se consideran aquellas ligadas a incentivos económicos (Galaz et al., 2008). Por supuesto que estos datos tienen fuertes variaciones por tipo de establecimiento, disciplina y región: por ejemplo, los centros públicos de investigación, las universidades federales o las universidades estatales presentan diferencias en la escolaridad de sus académicos o la participación en el Sistema Nacional de Investigadores (SNI).

Otras investigaciones observan a los académicos bajo ángulos diferentes. Uno de ellos es el tema del envejecimiento y la renovación de las plantas académicas. Esta cuestión se convertirá, en los próximos años, en un serio problema, puesto que hasta ahora se carece de esquemas que permitan un retiro laboral digno de los profesores que cubren los requisitos legales y el arribo de quienes los sustituirán (Bensusán y Ahumada, 2006; Grediaga, 2012). Otro tema relevante es la participación de la mujer en la academia. Los estudios disponibles indican que las mujeres están subrepresentadas, con una participación que oscila alrededor de un 40 por ciento del total de los puestos académicos, y con variaciones por área de conocimiento, institución y región (Villaseñor et al., 2010; Urquidi et al., 2012).

Como se advierte en las notas anteriores, la profesión académica es compleja y diversa. Su materia base (disciplinas) y su organización (establecimientos) producen una diferenciación por campo de conocimiento cultivado y por el tipo de organización en el que se asienta. Pero además, en México, al igual que en otros países de América Latina, su conformación ha respondido a demandas diversas, aunque también a las acciones gubernamentales que trataron de orientarla. El resultado de esto es una profesión altamente heterogénea. Para ilustrar lo anterior baste pensar en cómo vive el oficio académico un investigador de tiempo completo, perteneciente al SNI en el nivel III y adscrito a un sólido centro público de investigación, y un profesor de asignatura con 40 horas de docencia en uno de los muchos establecimientos de absorción a la demanda.

En este marco tan diverso conviene preguntarse si es posible evaluar la profesión. En principio creemos que sí es posible, pero antes de ofrecer algunas pistas al respecto conviene detenerse rápidamente en las estrategias de evaluación seguidas en México; así se podrá contar con un cuadro más amplio para formular la propuesta.

 

LOS PROGRAMAS DE EVALUACIÓN EN MÉXICO

Durante la década de 1980, la educación superior en México, al igual que en otras regiones, ingresó en un periodo crítico. La disminución de fondos financieros, la masificación del sistema y el desempleo de los egresados hacían dudar de la validez de los servicios ofrecidos por los establecimientos (De Vries et al., 2008). En este escenario, el Estado transformó su relación con la educación superior; pasó de un Estado que dotaba de recursos financieros a los establecimientos públicos, sin exigencias sobre su rendimiento (Estado benevolente), a un Estado que aparentemente regulaba la inversión pública a través de los resultados (Estado evaluador). La nueva relación gubernamental con la educación superior dio pie al ascenso de la evaluación como mecanismo central para observar el desempeño de las instituciones y sus actores; académicos, estudiantes y programas fueron sujetos de evaluación. En términos generales, la evaluación pretendía elevar la calidad de la educación superior, aunque la noción misma de calidad presentaba diversas acepciones que iban de la resolución de problemas al aumento en la productividad académica, pasando por la mejora en la formación de los estudiantes y la rendición de cuentas (Acosta, 2006).

Desde finales de la década de 1980, y durante el siguiente decenio, el gobierno mexicano impulsó un paquete de programas de evaluación. De entre todos ellos, y para el tema que nos interesa, tratamos tres: el SNI, el Programa de Becas al Desempeño Docente (PBDD) y el Programa de Mejoramiento del Profesorado (PROMEP).

Surgido en 1984, el SNI constituye una de las primeras modalidades para valorar el desempeño de los académicos dedicados a la producción de conocimiento científico. Fue implementado en un contexto de crisis económica para estimular la permanencia de los investigadores consolidados y atraer a jóvenes científicos. Por su parte, el PBDD aparece en 1990, con el propósito de estimular la permanencia, dedicación y calidad del profesorado universitario de tiempo completo mediante la evaluación de actividades de investigación, tutorías, acciones de servicio y docencia. A diferencia del SNI, que incorpora estándares internacionales en sus valoraciones, el programa de desempeño docente integra criterios de calidad bajo estándares institucionales (Malo y Rojo, 1996). Finalmente, el PROMEP es otra modalidad de evaluación del profesorado; surge en 1996 y es coordinado por la Secretaría de Educación Pública (SEP). Este programa apoya la habilitación académica mediante estudios de posgrado e incluye el reconocimiento de los profesores de tiempo completo con "perfil deseable". El supuesto de fondo es que al impulsar la habilitación del profesor aumentará la calidad de su desempeño en actividades de docencia, generación o aplicación innovadora del conocimiento, tutelaje al estudiantado y gestión académica. En 2002 el programa añadió la vertiente colectiva (cuerpos académicos) con la intención de evaluar los resultados de grupos de profesores asociados bajo líneas comunes de docencia e investigación.

Aún no se dispone de estudios pormenorizados sobre los resultados que han tenido los programas, aunque los informes que generan periódicamente las agencias responsables de su instrumentación, sobre todo acerca del SNI y del PROMEP, señalan que se avanzó en los indicadores: graduación de doctores, nuevos miembros del SNI o aumento en el número de cuerpos académicos consolidados.

Pese a los posibles avances logrados, los programas no están exentos de críticas. De manera sintética, los cuestionamientos se concentran en el tipo de criterios utilizados en los programas. Por ejemplo, en el SNI la valoración para el ingreso o la permanencia se basa en el número de publicaciones y en menor medida en su impacto; el PBDD privilegia criterios preferentemente administrativos para medir los logros en docencia (Canales, 2008). Pero también aparecen críticas hacia los efectos que han generado los programas, sobre todo en las imágenes ejemplares de académico —investigador nacional, pertenencia a cuerpos académicos consolidados o poseer la credencial de doctor— siendo que no todos los establecimientos pueden contar con plantas académicas de esta naturaleza, o lo que es más delicado, esas imágenes no cubren todo el espectro de la vida académica (De Vries et al., 2008; Didou y Gerard, 2010).

Además de estas críticas, la acción de los programas ha sido limitada. El radio de acción de los programas se circunscribe preferentemente a los profesores de tiempo completo y con una participación voluntaria. Al año 2011, el SNI tenía poco más de 17 mil investigadores y el PROMEP alrededor de 19 mil profesores con perfil deseable, por lo que cubría alrededor de una cuarta parte del total de académicos de tiempo completo y alrededor de 6 por ciento del total de académicos en el país.1 Con base en estas proporciones es cuestionable que los programas hayan logrado cubrir amplias zonas del sistema de educación superior. Junto a ello, se observa que la evaluación practicada reduce las formas de vida académica a un espectro limitado de actividades que impide observar con atención la amplitud de las funciones, procesos y resultados que desarrolla el profesorado.

 

EN BUSCA DE LA EVALUACIÓN DEL TRABAJO ACADÉMICO

Como se anotó antes, las evaluaciones practicadas a los académicos presentan limitaciones en cuanto a los criterios utilizados, la cobertura y las finalidades, pero tienen la virtud de incluir el tema de las calidades y la rendición de cuentas. Partimos de la idea de que la evaluación es necesaria para mostrar el desempeño de los profesores y corregir sus posibles deficiencias, y creemos que ésta debe considerar tres áreas del trabajo académico: actividades, actores e instituciones.

Actividades académicas. Aunque existe una amplia presión gubernamental por adjudicar nuevas responsabilidades a los profesores de la educación superior —la búsqueda de nuevas fuentes de financiamiento, el desarrollo de competencias para el desempeño profesional o la vinculación con sectores productivos— nuestra atención se concentra en la investigación y la docencia, puesto que son las funciones que con mayor frecuencia se realizan en nuestro país.2

La primera tiene remotos antecedentes de evaluación, puesto que la producción de conocimiento científico ha estado ligada al escrutinio, sanción y reconocimiento de los propios científicos; es la propia comunidad, mediante el peer review, la que valora si un conocimiento es digno o no de tomarse en cuenta. En México, el SNI recuperó este principio general y ha logrado afinar los criterios de evaluación de la investigación, sobre todo de los medios en los que los autores dan a conocer sus resultados: publicaciones arbitradas e indizadas en sistemas nacionales e internacionales, factor de impacto y citas a los que son acreedores los trabajos figuran entre los criterios de evaluación de la actividad. Sin embargo, convendría ampliar los criterios para el reconocimiento de la producción de conocimiento científico, por ejemplo, podrían ser incorporadas en la valoración de esta función las aportaciones a la solución de problemas mediante la indagación y que no necesariamente concluyen en publicaciones o patentes; el impacto de la investigación en la enseñanza (planes y programas de estudio, actualización de materiales para la enseñanza) o en el desarrollo regional, entre otros.

La docencia es una de las actividades académicas con mayores problemas en los sistemas de evaluación, sobre todo porque se observa a través de la recopilación de información técnica (programa, grado de escolaridad del profesor, dominio del tema y opinión de los estudiantes) pero se dejan fuera otros elementos críticos del proceso de enseñanza. Creemos que la evaluación de la docencia debe iniciar justamente con el análisis y discusión de la actividad misma, es decir, ¿qué se entiende por docencia?, ¿transmisión de conocimiento, socialización en los campos profesionales o disciplinarios, enseñanza de competencias para la esfera laboral, inculcación de valores? Más aún, ¿la docencia es un acto circunscrito a la sala de clases y que ocurre entre el profesor y sus estudiantes, o es una actividad colectiva que implica a todos los profesores que imparten cursos en el programa de estudios? Acercarse a estas cuestiones permitiría un horizonte de mayor amplitud para rebasar las tradicionales técnicas de recopilación de información sobre algunos segmentos del proceso e incluir otras variables, por ejemplo, el juicio de los colegas, el análisis de materiales, las autoevaluaciones, el portafolio, la observación directa en aula y la opinión de los estudiantes en diferentes tramos de su formación.

Actores. Se podría ampliar la lista de criterios para evaluar las actividades desempeñadas, incluso recuperar las experiencias obtenidas en otros sistemas de educación superior, por ejemplo, rescatar del modelo estadounidense el énfasis en la mejora de los programas institucionales y la rendición de cuentas, o bien considerar de los modelos europeos y latinoamericanos los criterios para asegurar la calidad de los programas académicos y de sus docentes (Murillo, 2007). Pero se corre el riesgo de crear una suerte de evaluación ideal que, sin embargo, no atienda a los académicos concretos, que son los que desarrollan las actividades cotidianamente. Aún estamos lejos de contar con un cuadro detallado sobre los profesores que pudiera rematar en una tipología fina. No obstante, los trabajos generados en años recientes permiten reconocer diversos actores en la profesión: jóvenes recién reclutados, profesores maduros con décadas en el oficio, investigadores consolidados, académicas que hacen esfuerzos por conciliar las demandas laborales y familiares, profesores volcados hacia la enseñanza y que mantienen contratos de tiempo parcial, entre otros.

Creemos, siguiendo a Grediaga (2012), que una manera de atender esta diversidad es a través de la fijación de fases o etapas en la trayectoria académica. Dado que los intereses, energías y compromisos en la profesión académica varían dependiendo de la edad y la antigüedad de los profesores, podrían establecerse cuatro etapas típicas: iniciación, desarrollo, consolidación y retiro. A cada una de ellas le corresponderían grados distintos de responsabilidad y productividad.

A la propuesta de etapas en la trayectoria se deben incluir dos factores más: la disciplina y el género. En el ámbito disciplinario encontramos lógicas de desempeño que varían según la edad, sobre todo en investigación. Becher (2001) encuentra que entre ciencias duras y blandas existe diferencia en los ritmos de producción, pues mientras en las primeras ocurre a relativa temprana edad, en las ciencias blandas se logra en la madurez. La edad también afecta a las actividades docentes, pero de una manera diferente: El-Khawas (1991) estudió a los profesores maduros y encontró que tienen un mayor compromiso con la docencia que con la investigación.

El factor género revela asimetrías entre mujeres y hombres que conforman el profesorado, de manera que las mujeres aparecen subrepresentadas en ciertas áreas de conocimientos y escalas de prestigio (Didou y Gerard, 2010). Las situaciones que afectan las trayectorias laborales de las profesoras e investigadoras aparecen vinculadas con la segregación vertical y horizontal, así como con aspectos relacionados con la conciliación entre la faceta familiar y la laboral (Rodigou et al, 2011).

Establecimientos. El establecimiento es de especial importancia en la profesión académica puesto que legitima, ordena y jerarquiza las actividades desempeñadas por los profesores; más aún, opera como marco que orienta las acciones de los académicos. Dada su importancia, es imprescindible considerar el nivel institucional en los procesos de evaluación; sin embargo, no basta con enunciar su importancia, sino que es necesario reconocer cuáles son las instituciones concretas. En México, la SEP registra siete tipos de establecimientos en el sector público: universidades federales, estatales, politécnicas, interculturales, tecnológicas, centros públicos de investigación y normales. Aunque en principio todos los establecimientos tienen finalidades similares, se diferencian por el énfasis hacia ciertas actividades: en las escuelas normales el objetivo principal radica en la formación de profesores para la educación básica; los establecimientos interculturales tienen una vocación cargada hacia necesidades formativas de los pueblos indígenas; en el caso de las universidades públicas federales y estatales el abanico de funciones integra la docencia, la generación y aplicación innovadoras de conocimientos, y la extensión y difusión de la cultura; los centros públicos de investigación tienen como propósitos la generación, desarrollo, asimilación y aplicación del conocimiento de ciencia y tecnología, así como vincular la ciencia y la tecnología con la sociedad y el sector productivo.

De acuerdo a sus orientaciones, objetivos y misiones, los establecimientos influyen en la integración y regulación de sus plantas académicas: seguramente un centro público de investigación exige que sus académicos dediquen la mayor parte de su jornada laboral a la producción de conocimiento científico, mientras que en una universidad tecnológica el énfasis estará en la docencia en el nivel técnico superior.

Justamente, el plano institucional es uno de los puntos ciegos en los programas de evaluación, puesto que se considera que las actividades sujetas a escrutinio —sobre todo docencia e investigación— no deben tener variaciones por tipo de establecimiento. Por el contrario, nosotros proponemos que los objetivos, misión y orientación de las instituciones deben ser incluidos.

En los párrafos anteriores se delinearon las zonas que a nuestro juicio debería de atender la evaluación del trabajo académico: de un lado, la delimitación sobre lo que se entiende por actividades de investigación y docencia; de otro lado, incorporar las fases en la trayectoria académica, en la disciplina y el género. Finalmente, situar a los académicos y sus actividades en contextos institucionales concretos. Desde aquí se podrían establecer objetivos y procedimientos diferenciados por funciones, etapa de la trayectoria, actores, disciplinas, género y establecimiento. Por supuesto que ésta es una empresa que conlleva grandes esfuerzos, pero tiene a su favor reconocer la complejidad del trabajo académico y establecer orientaciones factibles de realizarse.

 

Y QUIÉN EVALÚA Y PARA QUÉ

El trabajo académico tiene un alto grado de especialización que requiere un largo entrenamiento y una permanente actualización. Si se toma en cuenta esto, resulta lógico que quien pueda llevar a cabo la evaluación sea la propia comunidad académica, en especial aquellos que han mostrado un desempeño sobresaliente y gozan de reconocimiento entre sus colegas. Esta dinámica ya está presente en la evaluación de la investigación: en el SNI es la propia comunidad la encargada de elegir a los titulares de las comisiones. Pero en la docencia la situación es distinta: el PEDD opera mediante comisiones mixtas, en donde los responsables institucionales suelen tener primacía.

¿Pero acaso son éstos los únicos actores que podrían intervenir en la evaluación de las funciones académicas? Creemos que no. Aun cuando el trabajo académico es un asunto de expertos, sus efectos tienen impacto en la sociedad. La formación de profesionales, así como los productos de la investigación, por mencionar dos casos, tienen repercusiones sociales; por ejemplo, los mercados profesionales premian ciertas capacidades de los egresados, mientras que descalifican otras. Siendo así, diversos actores ligados a la educación superior deberían tener presencia en las evaluaciones académicas, aunque con peso diferenciado.

Finalmente, queda la cuestión sobre los fines de la evaluación. Para Brunner (2006), la evaluación es un instrumento indispensable para mejorar la calidad de la educación superior, pues cumple tres funciones esenciales: premia el buen desempeño, sanciona la incompetencia y promueve la corrección de debilidades. Estas ideas resultan convincentes para la mejora de las actividades académicas, pero en México la evaluación ha tenido otra finalidad: la de premiar a quienes cumplen con los estándares fijados que, como ya se dijo, no cubre el grueso de los académicos y presenta limitaciones en sus procedimientos.

Si se quieren mejorar las calidades del trabajo académico, resulta necesario analizar y debatir los procesos de evaluación en curso, reconocer la complejidad del trabajo académico, afinar los instrumentos, incluir nuevos actores y ampliar el radio de acción de la evaluación.

 

REFERENCIAS

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Notas

1 No existe información disponible sobre el total de profesores que se beneficia con el PEDD, pero suponemos que puede alcanzar 40 por ciento del total de las plantas académicas de las instituciones públicas de educación superior.

2 Boyer (1997) propone que el trabajo académico puede tener cuatro posibles funciones: el descubrimiento, la integración, la aplicación y la enseñanza. Pese a que la propuesta resulta interesante, en este momento carecemos de información empírica que permita avanzar en esta dirección.

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