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Revista de estudios histórico-jurídicos

versión impresa ISSN 0716-5455

Rev. estud. hist.-juríd.  no.35 Valparaíso nov. 2013

http://dx.doi.org/10.4067/S0716-54552013000100025 

 

ESTUDIOS - Historia del Pensamiento Político

 

Religión y moral cívica en las constituciones hispanoamericanas del período de la emancipación (1810-1830)

 

Religion and Civic Morals in the Hispanic American Constitutions during the Emancipation Period (1810-1830)

 

Javier Peña Echeverría

Universidad de Valladolid, España.

Dirección para correspondencia


RESUMEN

Las primeras constituciones hispanoamericanas no enuncian solamente un diseño institucional, sino que afirman explícitamente los principios y valores que las inspiran, así como las actitudes y disposiciones de los ciudadanos que se juzgan necesarias para la estabilidad y prosperidad de sus repúblicas. Este marco axiológico es proporcionado en parte por la religión católica, pero también por los modelos y ejemplos procedentes de las revoluciones francesa y americana, a su vez inspiradas en las repúblicas antiguas. En este artículo se examinan la concepción y la función del ciudadano que demandan esos textos constitucionales, y su relación con el contexto histórico, político y cultural en el que fueron elaborados, que ayuda a explicar las dificultades de su realización en la América hispana.

Palabras clave: Constituciones – Religión – Ciudadanía – Virtud cívica – América hispana – República – Moral pública.


ABSTRACT

The early Hispanic American constitutions do not merely utter an institutional design, but they explicitly assert the principles and values on which they are based, as well as the attitudes and dispositions of the citizens which are deemed necessary for the stability and prosperity of the republics. This axiological framework is partly provided by the Catholic religion, but also by the models and examples from the French and American Revolution, who were in turn inspired by the ancient republics. This article examines the conception of the citizen and their function claimed in those constitutional texts, and their relationship with the historical, political and cultural context in which they were prepared, which help to explain the difficulties to write them in the Hispanic America.

Keywords: Constitutions – Religion – Citizenship – Civic virtue – Hispanic America – Republic – Public Morals.


 

I. Introducción: el trasfondo normativo de los textos constitucionales

Una constitución es, en primer lugar, un documento en el que se diseña la organización del poder político, en el que son asignadas competencias y funciones a las diferentes instituciones y organismos del Estado, y se regulan además las relaciones entre los poderes establecidos. Sin duda, esa arquitectura institucional es un elemento básico de la configuración política de una sociedad moderna. Sin embargo, eso no es todo: la organización del poder político se corresponde con un conjunto de valores y principios que la inspiran y la sostienen, y que son expresados en la parte dogmática de la constitución.

Ordinariamente, los textos constitucionales son parcos al enunciar esos principios y valores que los sustentan; a menudo, estos están apenas expresos en el articulado, cuando no quedan implícitos. Sin embargo, lo cierto es que sólo por referencia a las doctrinas, a los principios y valores morales y políticos, puede entenderse el sentido y la intención de las disposiciones constitucionales (por ejemplo, la existencia de una segunda cámara representativa, o las competencias que se atribuyen al poder ejecutivo). En otras palabras, las constituciones tienen un trasfondo normativo que contiene la concepción de los fines y valores que a juicio del constituyente definen una buena sociedad y que, por consiguiente se pretende establecer o conservar con ayuda del programa constitucional.

A su vez, la consecución de esos fines y la vigencia de esos valores dependen en gran medida del talante moral de la ciudadanía, de las actitudes y disposiciones de quienes encarnan la sociedad política. Se precisa un modelo de ciudadanía que, sin embargo, apenas puede esbozarse en el texto constitucional, el cual establece derechos y deberes jurídicos, pero no puede instituir por sí solo una moral cívica, por necesaria que ésta sea para la estabilidad y el bien común de la sociedad –al menos desde el punto de vista de ciertas tradiciones teórico–políticas; otras sostendrán que es posible pasarse sin ella.

Desde la Antigüedad hasta el período al que este trabajo se refiere[1], la mayor parte de los teóricos de la política habían coincidido en sostener la tesis de que la estabilidad y prosperidad de las sociedades no puede afirmarse únicamente sobre las instituciones políticas y los instrumentos legales, por importantes que estos sean; que depende tanto o más de la calidad y actuación de sus ciudadanos, de sus virtudes públicas y privadas. Hasta qué punto se puede confiar en el ánimo activo y la acción cooperativa de los ciudadanos es una cuestión a la que los teóricos políticos, sobre todos los modernos, respondieron de forma diferente según sus respectivos presupuestos antropológicos; pero es una constante de la tradición republicana, dominante en la historia del pensamiento político hasta entrado el siglo XIX, la insistencia en la necesidad de la virtud cívica, ya sea ésta vista como presupuesto o como resultado de un diseño constitucional adecuado. Y la importancia de la generalización de la virtud cívica se hace más patente aún en las repúblicas modernas, las que surgen a partir de las llamadas "revoluciones burguesas", en la medida en que la salud de las nuevas repúblicas no podrá descansar ya sólo en las virtudes de una minoría patricia, sino que habrá de basarse en las disposiciones cívicas de una extensa base ciudadana (que será más o menos amplia según las condiciones de acceso a la ciudadanía que se establezcan constitucionalmente).

La importancia del trasfondo axiológico mencionado no pasó desapercibida a los principales teóricos políticos de aquella época. Rousseau se había referido ya a la importancia de un espíritu cívico grabado en los corazones de los ciudadanos, que estuviera presente en los usos, en las costumbres, en la opinión, "que forma la verdadera constitución del Estado"[2] a su juicio, y que es la clave de bóveda de las normas que integran su legislación. Pero será sobre todo Tocqueville quien desarrolle esa tesis relativa al fundamento personal y moral del sistema político democrático. A juicio del autor de La democracia en América, son los "hábitos del corazón", las costumbres en el sentido de las antiguas mores, las disposiciones morales e intelectuales de los hombres que forman una sociedad, un elemento esencial en el mantenimiento y estabilidad de las repúblicas democráticas[3]. Es el vigor de la moral pública lo que garantiza la disposición a la obediencia de los súbditos y lo que logra activar a la ciudadanía, cuyo impulso es especialmente necesario en el momento constituyente de una nueva sociedad política.

El peso de la tradición republicana, antigua y moderna, en el pensamiento político y en los primeros textos constitucionales de Hispanoamérica es indudable, por más que, como observa Juan Carlos Aguilar, la utilización que se hizo de las ideas republicanas fuera poco sistemática y poco coherente, habiéndose considerado tales nociones como piezas separables que se encajaban oportunamente en un momento dado; "la apropiación de los hispanoamericanos de la tradición republicana, en el grado en que existió, fue parcial"[4]. Tampoco puede olvidarse que los revolucionarios tenían que enfrentarse a la dificultad de adaptar las instituciones y modelos cívicos de las repúblicas antiguas, de Atenas, Esparta o Roma, a sociedades cuya extensión, composición social y complejidad eran muy diferentes. Si fue ya problemática la importación de los paradigmas clásicos a Francia o a los Estados Unidos, la herencia colonial, la composición demográfica y la tradición cultural hacen particularmente dificultosa la fundación de las nuevas repúblicas en los territorios que habían formado parte de la Monarquía hispánica.

No se quiere decir con esto que el trasfondo normativo de las constituciones hispanoamericanas del período de la emancipación deba calificarse como republicano, más bien que como liberal o conservador. No se trata de entrar aquí en un debate sobre modelos teórico-políticos, que sería en cualquier caso de limitada utilidad aplicado a este período, en el que, como señala Palti[5], los vocabularios políticos se entrecruzan. Quizá baste con decir que la pugna ideológica entre liberales y conservadores, dominante en la segunda mitad del siglo XIX en Hispanoamérica, viene precedida por una primera etapa en la que aún no se ha desarrollado la concepción de la política y la ciudadanía típica del liberalismo decimonónico (individualismo axiológico, primacía de los derechos, concepción instrumental de la política) y en la que el aparato conceptual y terminológico se nutre sobre todo, en lo que se refiere a la concepción normativa de la sociedad y la ciudadanía, de la tradición doctrinal republicana[6]. A su vez, el republicanismo moderno adquiere un sesgo liberal en los debates constituyentes de los Estados Unidos, lo que, junto con los elementos protoliberales que proporciona en parte la Constitución española de Cádiz (1812), contribuye a modelar las cartas constitucionales de las nuevas repúblicas americanas[7].

En todo caso, la importancia de la virtud cívica fue especialmente apreciada entre los dirigentes de los movimientos de emancipación de esas nacientes repúblicas. Éstos eran conscientes de que el éxito de los nuevos proyectos políticos dependía tanto o más de la formación de una ciudadanía virtuosa, dotada del patriotismo, espíritu cívico y amor a la libertad que la tarea de la independencia requería, que de la existencia de códigos legales que, por adecuados que fueran en teoría, de poco habrían de servir si no se encarnaban en las mentes y en las conductas de quienes estaban llamados a ponerlas en práctica. Esa conciencia de la necesidad de la virtud cívica hará que los principales ideólogos del proceso de emancipación, comenzando por Bolívar, insistan en la dificultad, si no la imposibilidad, de aplicar a las nuevas repúblicas determinadas fórmulas y soluciones institucionales basadas en modelos europeos, o en el norteamericano, teniendo en cuenta la peculiar naturaleza que, a su juicio, tienen los habitantes de la América hispánica, o al menos la condición que han adquirido históricamente a consecuencia de la dominación hispánica. Bolívar fue pronto consciente de que los proyectos constitucionales que pasasen por alto los condicionamientos debidos a la historia y circunstancias sociales de la América hispana estarían condenados a construir meras "repúblicas aéreas", castillos filosóficos en el aire[8].

Ciertamente, la mayoría de las constituciones en las que se basa este trabajo quedaron en meros proyectos sin realización efectiva, o tuvieron vigencia solamente durante un período de tiempo muy limitado. Los historiadores han llamado la atención reiteradamente sobre el contraste existente entre la estructura social y las costumbres efectivas en las sociedades hispanoamericanas, jerárquicas y corporativas, aún más ancladas en el Antiguo Régimen que la misma sociedad española metropolitana, y el carácter moderno y "avanzado" de los textos y referencias ideológicas surgidos en esos proyectos constitucionales, impregnados de una visión individualista e igualitaria de la ciudadanía[9]. Esto podría llevarnos a pensar que tiene poco interés detenerse en documentos sin eficacia política; pero, paradójicamente, estos textos resultan especialmente atractivos desde el punto de vista del estudioso de la historia del pensamiento político, porque permiten comprobar cómo se relaciona la dinámica de las ideas con la evolución de la política real.

Pues justamente estamos hablando de un período y un lugar en los que todo está por hacer; y lo que se refleja en los textos que examinamos son, valga la redundancia, proyectos de constitución de la sociedad, en el sentido más propio del término: los constituyentes se sienten llamados a construir repúblicas y ciudadanos ex novo, y confían aún en que un diseño adecuado del marco jurídico y político posibilite la construcción de una buena sociedad, conforme a las lecciones de la Historia y a la inspiración de las revoluciones modernas. Es esa seguramente una de las razones que les mueven a incluir en el articulado de estas primeras constituciones prescripciones y disposiciones que entrañan una fuerte carga normativa, moral y política, que irá desapareciendo en períodos posteriores[10]. Por eso las constituciones de la época de la emancipación tienen una aura de particular ilusión, entendido este término tanto en el buen como en el mal sentido: las ideas se adelantan confiadamente a lo que se pretende que sean las realidades futuras.

Bien es verdad que esta actividad constituyente se ejerce en buena medida a espaldas de la sociedad real, de la multiplicidad efectiva de intereses que hay que conjugar. Colom achaca este enfoque a la presencia de una intuición iusnaturalista "que concebía el orden de la sociedad y del cuerpo político en virtud de preceptos externos a ambos, no de consensos surgidos de la interacción de voluntades particulares"[11]. Las disposiciones legales habrían de derivarse del modelo normativo de un orden natural. Rojas, por su parte, se refiere a una homogeneización republicana de la diversidad, que abstrae en la universalidad de la ciudadanía la pluralidad etnocultural e ideológica[12]. Son dos explicaciones que apelan a tradiciones de pensamiento en parte diferentes, pero que coinciden en basar en presupuestos universalistas y normativos respecto a la política y la ciudadanía los textos constitucionales, en vez de concebirlos como un arreglo entre grupos representativos de una pluralidad de intereses.

No hay que pasar tampoco por alto que, como observa Annino, esta opción por constituciones que programan la realidad política más que reflejarla obedece también a la dificultad de asentar el constitucionalismo hispanoamericano sobre el imaginario de una identidad histórica común[13], recurriendo para ello a un "constitucionalismo histórico" como el que Jovellanos trataba de hacer valer para la Constitución de Cádiz. No hay en América una nación cultural previa que continuar, por más que se recurra en ocasiones a mitos y leyendas de la época anterior a la Conquista. En principio, las patrias americanas modernas han de ser vistas como resultado de la unión de voluntades de los ciudadanos, más que de la geografía o la historia.

Esta indagación sobre los valores y virtudes cívicos en los textos de la primera época de la emancipación habría podido adentrarse también en las aportaciones doctrinales de los teóricos y ensayistas políticos hispanoamericanos del momento. Pero, aunque se hará referencia en ocasiones a alguna de esas aportaciones, hemos optado por limitarnos a las constituciones. Además del trabajo y la extensión que requeriría un estudio completo del pensamiento ético-político hispanoamericano, cabe alegar en nuestro descargo que no disponemos para este período de algo así como una filosofía moral, jurídica y política hispanoamericana; no contamos con un corpus teórico desarrollado y sistemático, sino con un pensamiento aplicado a "un presente acuciante que guía la interpretación y de alguna manera guía las consecuencias"[14]. Como observa Breña[15], las ideas parecen ir en este caso a remolque de los acontecimientos. Por otra parte, bien puede decirse que es en las normas constitucionales donde se han concretado y hecho efectivos los principios y valores que formaban parte del debate ideológico en que estuvieron inmersos personajes como Servando Teresa de Mier, Viscardo, Miranda, Moreno, Rocafuerte o Bolívar, por citar a los más destacados.

En suma, este trabajo se centra en el examen y valoración de las referencias a los valores, virtudes y deberes de la ciudadanía en las constituciones del período comprendido aproximadamente entre los años 1810 y 1830. Sin embargo, me ocuparé aquí también, y en primer lugar, del tratamiento de la religión en esos textos. Y ello porque, como vamos a ver inmediatamente, la religión desempeñó, para bien o para mal, un papel de primer orden en la formación moral y en las conductas de los habitantes de las repúblicas hispanoamericanas del primer tercio del siglo XIX, sirviendo de vehículo pedagógico y factor de configuración de la inserción política de los individuos en el espacio político.

II. Religión católica y ciudadanía

Es indudable que la religión ha tenido una presencia e influencia determinantes en la configuración de la moral individual y colectiva de las sociedades del pasado. De hecho, podemos decir que continúa teniéndolo aún hoy, incluso en las más secularizadas. La religión es, por consiguiente, un elemento esencial en la formación y desarrollo de la cultura cívica, y por consiguiente en la consolidación y vertebración ideológica del poder político. A su vez, el reconocimiento de su papel e influencia se plasma en el lugar y tratamiento que tiene la religión en la legislación, y particularmente en la constitución de cada Estado.

El peso político y moral de la religión, o, para ser más precisos, de la religión católica en la América hispánica de las primeras décadas del siglo XIX se evidencia claramente en su encaje en la arquitectura constitucional. La inmensa mayoría de las constituciones y proyectos constitucionales hispanoamericanos del período 1810-1830 proclaman que el catolicismo es la religión oficial del Estado; y en casi todos los casos se proclama además que es la única religión admitida. A menudo, ya el preámbulo constitucional hace referencia a Dios como supremo legislador del universo[16]. Solamente en cuatro constituciones de esta época se omite la referencia a la religión del Estado: son las de Venezuela de 1819 y 1830, la de Colombia de 1821 (se trata de la Constitución de la república de la Gran Colombia), y la de la Federación de las Provincias Unidas del Centro de América de 1824; pero en este último caso hay que tener en cuenta que cada uno de los estados miembros de la federación proclama para su territorio el carácter oficial de la religión católica. Incluso la Constitución boliviana de 1826, que es de inspiración bolivariana, como las antes mencionadas, proclama que la religión católica será oficial y exclusiva de la República, aunque "reconociendo el principio de que no hay poder humano sobre las conciencias" (título 2°, capítulo único, artículo 6º). Un principio liberal que, por cierto, se compadece mal con el monopolio religioso católico consagrado por la misma Constitución.

Son varias las constituciones que subrayan con especial fuerza el compromiso del Estado con la religión católica. Afirman que deberá ser protegida por el Gobierno (Argentina, 1813), que la falta de respeto a la misma ha de ser considerada como una violación de las leyes fundamentales del Estado (Argentina, 1816), que los gobernantes tienen como uno de sus primeros deberes "su protección, conservación, pureza e inviolabilidad" y que no permitirán "jamás otro culto público ni doctrina contraria a la de Jesucristo" (Proyecto de Constitución provisoria para Chile, 1818), o incluso que "no se permitirá otro culto, público ni privado" (Cundinamarca, 1811). La Constitución cuencana de Ecuador de 1820 llega a encomendar al Estado la tarea de persecución de los cismas religiosos. Es decir, no sólo se reconoce al catolicismo la condición privilegiada de religión oficial y única, sino que se confía al poder político la misión de ser guardián de la ortodoxia, sin que pese a ello le competa definirla.

En algunos casos, la profesión de fe católica se convierte en requisito para la adquisición o conservación de la ciudadanía. La Constitución mexicana de Apatzingán (1814) prevé la pérdida de la ciudadanía por herejía y apostasía (artículo 15). La de Quito de 1812 llega a afirmar que "no se permitirá la vecindad de quien no profese esta religión", y la chilena de 1823 establece que ser católico será condición para ejercer la ciudadanía activa, salvo dispensa del poder legislativo. De manera que en todos estos casos se pone a fin de cuentas en manos de la autoridad religiosa la capacidad de determinar la admisión y permanencia en el espacio político. El poder religioso tutela, cuando menos, al político.

Al tratar de explicar el lugar privilegiado que tiene el catolicismo en las constituciones hispanoamericanas, los historiadores suelen destacar la influencia de la Constitución de Cádiz de 1812, cuyo artículo 12, aprobado por unanimidad, proclama enfáticamente que "la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra"[17]. Dispone asimismo el texto gaditano un ritual político en el que lo religioso se entrevera con lo civil: en la constitución de las juntas electorales de parroquia, partido y provincia deben tener lugar ritos religiosos como la celebración de una misa del Espíritu Santo o el canto de un solemne "Te Deum", amén del discurso correspondiente a los electores a cargo del cura párroco o del dignatario eclesiástico que corresponda[18]. Ahora bien, es probable que no se trate tanto de influencia de los legisladores de Cádiz como de coincidencia entre españoles europeos y americanos. Si los textos constitucionales americanos siguen en este punto al español de 1812 es, seguramente, porque sus autores comparten las tesis de los diputados gaditanos –entre los que un buen número procede del continente americano– respecto al lugar y función que deben ser asignados a la religión católica. Prueba de ello es que ya la Constitución federal de Venezuela de 1811 (anterior, por consiguiente, a la de Cádiz) establece igualmente en su artículo 1º que la religión católica es la "única y exclusiva" para sus habitantes, añadiendo que "su protección, conservación, pureza e inviolabilidad será uno de los primeros deberes de la Representación nacional, que no permitirá jamás en todo el territorio de la confederación ningún otro culto público, ni privado, ni doctrina contraria a la de Jesucristo".

Los historiadores coinciden en que la presencia y fuerza de la Iglesia católica en todos los territorios de la Monarquía hispánica no tenía parangón con las de ninguna otra institución: la religión es en estas regiones omnipresente, y su influencia es palpable en todos los ámbitos de la vida social. Además, la Iglesia hispanoamericana era aún más poderosa que la peninsular, y tenía mayor influjo sobre las conciencias[19]. En particular, la Iglesia controlaba por completo el sistema educativo, y tenía un papel privilegiado en el adoctrinamiento de las conciencias y en el control social de la población[20].

Su cercanía a la población la convertirá en un instrumento de legitimación indispensable, primero para el poder político colonial y después para la causa de la emancipación. Es verdad que siempre había habido durante la época colonial un fuerte vínculo entre el Trono y el Altar, y que las autoridades eclesiásticas apoyaron por lo general la causa de la monarquía española durante el período de la emancipación, pese a que el regalismo borbónico hubiera tomado durante el siglo precedente algunas medidas que abrieron fisuras en ese vínculo, como la expulsión de los jesuitas, la prohibición del estudio del derecho natural neo-escolástico en las universidades americanas[21] y la supresión de algunos privilegios eclesiásticos. Pero lo cierto es que, en último término, Monarquía e Iglesia (o, al menos, la jerarquía eclesiástica) defendían valores y posiciones afines frente a los procesos revolucionarios de Europa y América. Paradójicamente, en México la causa independentista será impulsada precisamente por la oposición a las medidas consideradas contrarias a la Iglesia establecidas por las autoridades españolas del Trienio liberal (1820-1823): supresión de diezmos, monasterios y mayorazgos, y sujeción de los clérigos al procedimiento jurídico común[22]. Iturbide será visto como un "salvador de la religión" frente a los impíos españoles[23].

Así, la asociación habitual de la religión a la monarquía hacía en principio difícil conjugar en el ideario popular la adhesión a la causa de la independencia y la república con el catolicismo. Pero el desplazamiento del vínculo de la religión desde el antiguo al nuevo poder fue posible en buena medida gracias a aquellos clérigos que, como Hidalgo y Morelos en México, supieron conectar con los anhelos de las clases populares. La religión podía ser puesta también al servicio de la emancipación nacional, proporcionando elementos de identidad (como, por ejemplo, la Virgen de Guadalupe en el caso de México), e incluso sirviendo de refuerzo al republicanismo[24].

Una muestra interesante de esta contribución ideológica de la religión a la causa de la emancipación es el Catecismo político cristiano (1810) del chileno José Amor de la Patria. Se trata de un panfleto republicano, que contiene las críticas a la monarquía que eran usuales en la tradición republicana (arbitrariedad, servidumbre del pueblo a la voluntad de un solo hombre: "en las monarquías el rey es el todo y los demás hombres no son nada, son sus esclavos" –afirma el autor–). Lo llamativo es que en este caso la reivindicación republicana se apoya en la Biblia, en concreto en los libros de la Sabiduría y de los Reyes. En general, el autor trata de convencer a los lectores de que es la república, y no la monarquía, el régimen más conforme a los designios de Dios, el cual creó a los hombres iguales. La creencia según la cual los reyes derivan su poder de Dios es falsa, sostiene Amor de la Patria; los reyes tienen su autoridad del pueblo, que puede revocarla[25].

A primera vista se diría que hay una cierta inconsistencia, si no contradicción, entre el papel preeminente atribuido a la religión católica, que llega hasta el punto de una generalizada intolerancia religiosa respecto a otras confesiones (si bien es verdad que, por otra parte, no tenían por aquel entonces arraigo social alguno en la América hispana) y el ideario político revolucionario, de inspiración liberal, o incluso deudor del republicanismo radical francés basado en Rousseau, que se plasma en los proyectos constitucionales de esta nueva época (Aunque también haya que tener en cuenta la existencia de un recelo generalizado hacia la influencia de las ideas procedentes de Francia, debido a los excesos atribuidos la revolución de 1789). El catolicismo representaba en conjunto el peso de la tradición y el conservadurismo en el terreno moral y político, y casaba mal con la ciudadanía moderna y los derechos del hombre.

Para entender cómo pudieron convivir efectivamente tendencias ideológicas tan opuestas históricamente como el catolicismo, por un lado, y el republicanismo y liberalismo político, por otro, conviene que consideremos las dos opciones alternativas que aparentemente se planteaban respecto a la relación entre religión y política en el período de las luchas por la independencia de la América hispánica. Ambas opciones reconocen la importancia capital de la religión en la socialización política de los ciudadanos, pero difieren en el modo de entender qué elementos de religiosidad han de incorporarse a la vida política, y de qué manera.

Una primera opción es la que sigue la senda de Rousseau en el Contrato social. En el penúltimo capítulo de dicha obra, el autor, tras subrayar la importancia que históricamente tuvo la asociación entre política y religión, en la forma de una religión patria como las de los antiguos, lamenta que el universalismo moral propio del cristianismo debilite el vínculo de la religión con las sociedades particulares. Propone en consecuencia que la religión positiva sea reemplazada en la esfera pública por una religión civil que cumpla un papel social equivalente, ya que "importa mucho al Estado que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes"[26]. Los dogmas de esa religión civil contendrían los principios indispensables para la convivencia social y, en principio, no serían forzosamente incompatibles con las creencias propiamente religiosas, aunque sí les impondrían ciertas restricciones (como la proscripción de la intolerancia). Se trata, por tanto, de fundamentar axiológicamente la sociedad política sobre una moral pública; en definitiva, de hacer de la moral una religión[27].

Como veremos, la propuesta de una moral cívica, en la cual deberían ser educados los ciudadanos de las repúblicas nacientes, tiene notable presencia en algunos textos constitucionales del periodo. Incluso llega a desaparecer en ellos la referencia habitual a la religión católica y sus dogmas, puesto que resultaría políticamente superflua. En el célebre "Discurso de Angostura" de Simón Bolívar al Congreso venezolano en 1819, el Libertador propone constituir una moral republicana sobre los ejemplos de las antiguas repúblicas, de Esparta y de Roma, y omite significativamente toda referencia a los preceptos religiosos cristianos. (Sin embargo, sólo un año después reconocerá que es necesario dar a la religión la mayor influencia, a causa de la realidad social y política de América[28]).

También en este punto podemos contraponer el punto de vista de Tocqueville al de Rousseau. La experiencia política y social de los Estados Unidos de Norteamérica hace ver al aristócrata francés que el cristianismo, incluso en su versión católica, no tiene por qué ser hostil a las instituciones democráticas y republicanas, una vez asentado el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado. La religión cumple un papel benéfico en la medida en que proporciona un sustrato moral que encierra las disposiciones de civilidad necesarias para la vida democrática, conteniendo las pasiones insociales de los hombres, como la avaricia, el desorden o la búsqueda del placer. Justamente porque en las repúblicas democráticas los deseos de los hombres no son contenidos ya mediante la coacción de un poder superior, es allí más necesario que cuando viven bajo el poder monárquico que la religión refuerce el vínculo moral[29]. Por consiguiente, en vez de pretender sustituir la religión positiva por una nueva moral filosófica, de lo que se trata es de poner los elementos morales de la religión popular, una vez desprendida ésta de su vinculación al antiguo poder, al servicio del orden cívico republicano. Se trata de utilizar la religión como moral.

Esta segunda opción, la de que la religión sea la base de la moral pública, es la que se impondrá en las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Sin embargo, hay un rasgo diferencial en la relación entre religión y política respecto al caso de los Estados Unidos de América que es esencial: la separación entre Iglesia y Estado. Como señala Aguilar, "pasarían varias décadas antes de que los liberales decimonónicos iniciaran reformas para separar los asuntos civiles de los religiosos en sus países"[30]. En la América hispánica la Iglesia católica no sólo tiene influencia moral sino que, como se apuntaba más arriba, es todavía parte del poder político[31].

La mayoría de las constituciones aceptan la independencia o el status preeminente de la Iglesia en la organización constitucional. El reconocimiento de derechos individuales como la libertad de expresión y de imprenta aparece supeditado a la condición limitadora del respeto a la religión católica y sus dogmas[32]. En las primeras décadas del siglo XIX, incluso los proyectos radicales aceptan algunas restricciones a los derechos de los ciudadanos en la medida en que las consideran necesarias para prevenir ataques a la posición o a las doctrinas de la Iglesia. Son minoritarias las defensas de la tolerancia frente a la opresión de una religión única, que corren a cargo de intelectuales como Vidaurre, Rocafuerte o Blanco White.

Si en abstracto parece imposible conjugar la noción de liberalismo con la restricción de libertades básicas, la mirada a la historia efectiva nos ayuda a entender las concesiones y mixturas que se encuentran en las constituciones del mundo hispánico. Los modelos políticos, como "liberalismo" o "republicanismo", son al fin y al cabo tipos ideales, que no se trasladan tal cual a la práctica, sino que más bien han de adaptarse a ella[33]. Teniendo en cuenta el poder y la influencia extraordinaria de la religión católica en todas las capas de la sociedad, la pretensión de llevar a los textos constitucionales la laicidad y neutralidad liberales habría estado condenada al fracaso, tanto en Cádiz como en los nuevos países de la América hispánica[34]. Por otra parte, en la práctica pueden convivir en estas constituciones elementos de diversa procedencia, porque al fin y al cabo no se trata de tratados intelectuales, en los que cabría exigir coherencia teórica, sino de propuestas prácticas, que incorporan aquellos argumentos y disposiciones que se estima que pueden satisfacer y componer los intereses de los grupos o agentes dotados de poder en un momento dado, y garantizar la estabilidad y la cohesión social, cualquiera que sea su origen doctrinal. Así, por ejemplo, observa Dealy[35] cómo algunas constituciones, como la de Cundinamarca de 1811, establecen que se enseñe a los niños en la escuela los fundamentos de la religión católica y también los derechos del hombre y del ciudadano, lo que implica presentar simultáneamente a los alumnos una versión jerárquica y otra igualitaria de la sociedad[36].

La razón última por la que se impone la opción de hacer de la religión la base de la moral cívica incluso entre quienes son más laicistas, como Bolívar, es, seguramente, la constatación de que la mayoría de los americanos, y sobre todo aquellos que no forman parte de la minoría cultivada criolla, no se encuentran en condiciones de atenerse por convicción racional a las exigencias de una moral puramente cívica, bien se explique esta incapacidad como algo congénito o como resultado de las disposiciones inducidas históricamente en la población por la dominación española. "¿Cómo hacer de los indios ciudadanos virtuosos sin la ayuda de la Iglesia?" – se pregunta Barrón[37]. Por otra parte, en ocasiones republicanismo y cristianismo aparecen fundidos, como en el caso del mexicano Morelos: ambas doctrinas aparecen unidas en un anhelo de regeneración moral[38].

Por su parte, los conservadores estaban plenamente de acuerdo en considerar que la moral cristiana debía ser la moral de las nuevas repúblicas, aunque ellos interpretasen el cristianismo de otro modo. A sus ojos, la religión es una fuente de valores que no es posible concebir separados de ella: no es concebible una moral sin religión; o, si se quiere, para ellos moral y moral cristiana se identifican.

Otra cuestión es la de qué valores podía aportar la religión católica, tal como era interpretada y expuesta en aquella época, para la socialización política de la nueva ciudadanía y para la constitución de una moral cívica. El énfasis compartido por legisladores de muy distinto signo político respecto a la importancia moral de la religión está seguramente unido a su contribución a formar disposiciones de obediencia a las leyes y a prescribir ciertas pautas de conducta que, aunque en principio corresponden sobre todo a la moral individual, y no son propiamente cívicas, son necesarias para mantener el orden público y la cohesión social: estabilidad conyugal, sobriedad, respeto de la propiedad ajena, etc. Después de todo, como se ha apuntado ya, en el marco cultural de la época de la emancipación resultaba arduo diferenciar los principios y contenidos de una moral laica, racional, del ciudadano de los característicos de la moral religiosa[39]; y como se excluía la posibilidad de un pluralismo religioso o de una diversidad de formas de vida, quedaba descartado de entrada un hipotético conflicto entre moral religiosa y moral pública.

III. Virtud cívica y deberes del ciudadano

Como decíamos al principio, las constituciones hispanoamericanas surgieron movidas por la conciencia y la voluntad de parte de sus redactores de crear repúblicas verdaderamente nuevas, a las que se unía la convicción de que normas e instituciones habían de ser encarnadas y sostenidas por quienes accediesen a la nueva condición de ciudadanos. Ciudadanos que no eran concebidos simplemente como titulares de ciertos derechos, sino como sujetos activos llamados a desempeñar tareas esenciales e indispensables para la estabilidad y la felicidad del conjunto de la sociedad. Razón por la cual se les encarece, y hasta se les exige, en los textos constitucionales el cumplimiento de sus deberes cívicos y el ejercicio de un conjunto de virtudes ciudadanas.

Eso hace que las nuevas constituciones sean en esta primera época particularmente receptivas a la retórica revolucionaria republicana, a un léxico político de origen rousseauniano que habla de la ciudadanía en términos de virtud antes que de derechos. "El patriotismo, el coraje, la destreza guerrera, la solidaridad, la austeridad, la frugalidad, fueron todas virtudes que, en un momento u otro, se reconocieron como "fundacionales", indispensables para el fortalecimiento de la vida comunitaria"[40]. En este sentido, podría decirse que las primeras constituciones americanas son más republicanas que liberales, y que su concepción de la ciudadanía y de la libertad era más positiva que negativa (para decirlo en los términos del ensayo sobre la libertad de Berlin[41]).

En concreto, las constituciones a las que nos estamos refiriendo suelen contener varios artículos relativos a los deberes del ciudadano. A veces incluso consagran a esos deberes todo un título o capítulo del texto constitucional; pero en todo caso nunca falta la referencia explícita del constituyente a esas obligaciones cívicas.

Puede decirse que hay una pauta general: las constituciones hispanoamericanas expresan el núcleo de los deberes del ciudadano en cuatro tipos de obligaciones: i) La sumisión a la Constitución y a las leyes, y el cumplimiento de las mismas; ii) La obediencia y respeto debidos a las autoridades y funcionarios del Estado; iii) La contribución a los gastos del Estado, e incluso el sacrificio de los bienes de los particulares en los casos en que sea necesario para la conservación de la república; y iv) La disposición a servir con las armas (y aun sacrificar la propia vida, si es preciso) a la patria[42].

Algunas constituciones añaden deberes adicionales. Así, la Constitución de Venezuela de 1811 afirma que es un deber de cada individuo, entre otros, mantener la libertad y la igualdad de derechos (artículo 194). El Estatuto Provisional de Argentina de 1815 establece el deber de "contribuir por su parte al sostén y conservación de los derechos de los ciudadanos y a la felicidad pública del Estado" (capítulo 6°, artículo 4). La Constitución peruana de 1826 incluye el deber de "velar por la conservación de las libertades públicas" (artículo 12), lo mismo que la colombiana de 1830 (artículo 11, párrafo 5°). El compromiso exigido al ciudadano no se refiere sólo al Estado como tal, sino a los derechos y libertades que forman el contenido de la ciudadanía.

Debe advertirse también que de ordinario los deberes se extienden no sólo a los ciudadanos, a quienes parece razonable que les sean exigidas ciertas obligaciones como contrapartida de los derechos de que disfrutan, sino a todos los residentes en el territorio del Estado, sin distinción por su condición legal[43].

Es menos frecuente la especificación detallada de las virtudes cívicas, al margen de la invocación genérica al patriotismo de los ciudadanos o al sacrificio por la patria. Una notable excepción la constituye la Constitución de Chile de 1823, cuyo artículo 250 destaca la "integridad y celo por la justicia" que deben tener los jueces, los "actos heroicos y distinguidos respecto a la ley, los magistrados y los padres", el valor militar, especialmente en "los peligros arrostrados por la defensa de la Patria", "la magnanimidad en proclamar, defender y proteger el mérito ajeno", así como "el celo y sacrificios hechos por la defensa de los oprimidos o por la justa salvación de un ciudadano", y los gastos y gestiones en pro de la industria, la beneficencia o la instrucción pública. Como puede verse, el legislador traza un retrato multifacético del buen ciudadano.

También encontramos en las constituciones hispanoamericanas del período referencias a rituales, símbolos y reconocimientos de la virtud y el mérito de los ciudadanos ilustres (así como, en algunos casos, censura pública del demérito), y elementos de lo que podríamos considerar la liturgia de una religión civil, liturgia que en parte viene a suplir o complementar la utilización de los cultos y símbolos religiosos a los que se ha aludido más arriba. Se reviven con ello usos característicos de las repúblicas de la Antigüedad, remozados en los procesos revolucionarios que dan lugar a las repúblicas modernas (en particular la francesa), al tiempo que se despiertan y refuerzan los sentimientos de identidad nacional, que en buena medida era necesario crear ex novo en comunidades políticas que no habían tenido hasta entonces otra identidad que la meramente administrativa, procedente de la época colonial.

Así, por ejemplo, la Constitución peruana de 1823 faculta al Congreso para "instituir fiestas nacionales para mantener la unión cívica, avivar el patriotismo y perpetuar la memoria de los sucesos más célebres de la independencia nacional" (artículo 60, párrafo 21°), manifestando con claridad cuál es el sentido de la liturgia cívica: promover la cohesión, los sentimientos de adhesión a la comunidad patria y el recuerdo de los hechos que conforman el relato fundacional de la misma. Y la Constitución de Chile de ese mismo año precisa: "Se establecerán cuatro fiestas cívicas en el año, decoradas de toda la pompa exterior e incentivos heroicos posibles; en cuyos días serán honrados y premiados los que se hayan distinguido en las virtudes análogas a aquella fiesta"[44].

En casi todas las constituciones se menciona entre las funciones de las cámaras legislativas la de conceder premios y recompensas a los ciudadanos distinguidos. Pero algunas detallan particularmente la prescripción de manifestaciones explícitas de reconocimiento. Destaca en ese sentido la Constitución venezolana de 1819, que incluye entre las funciones del Poder Moral[45] "distribuir premios o coronas cívicas cada año a los ciudadanos que más se hayan distinguido por sus rasgos eminentes de virtud y patriotismo" (Apéndice, artículo 5), y proclamar públicamente los nombres de estos ciudadanos. En contrapartida, se deberá "pregonar con oprobio e ignominia los [nombres, JP] de los viciosos, y las obras de corrupción e indecencia" (artículo 7). Por su parte, la mencionada Constitución chilena de 1823 encomendaba a la Secretaría del Senado la publicación trimestral, con el nombre de "Mercurio cívico", de un extracto de los servicios distinguidos realizados por cuerpos, magistrados, funcionarios o simples ciudadanos, así como de los premios correspondientes a los mismos.

Por otra parte, suele encontrarse en los textos a los que nos referimos una cláusula que establece una relación de continuidad entre la buena conducta del individuo en el ámbito privado o doméstico y la buena ciudadanía en el público. En estos o análogos términos, la cláusula es la siguiente: "No es buen ciudadano el que no es buen hijo, buen padre, buen hermano, buen amigo, buen esposo" (Constitución de Cundinamarca de 1811)[46].

Una exhortación semejante a la virtud doméstica es ajena a las primeras constituciones surgidas de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. Dichos textos se limitaban a enunciar los derechos del ciudadano. No se incluían deberes del ciudadano en la Constitución americana de 1776 (aunque, inicialmente, esta Constitución tampoco incorporaba derechos), ni en la Constitución monárquica francesa de 1791 (que incluía como preámbulo la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano); tampoco en la Constitución jacobina de 1793. Es en cambio en la Constitución de 1795 (o 5 de Fructidor del Año III, según el calendario revolucionario), expresión de la reacción anti-jacobina del Directorio francés surgido del golpe de Estado de Termidor, donde por primera vez aparece una Declaración de derechos y deberes del hombre y del ciudadano. Y es en ella donde aparece el texto que se acaba de citar, que es copia literal del artículo 4 de esa Declaración: "Nul n'est bon citoyen s'il n'est bon fils, bon père, bon frère, bon ami, bon époux".

En rigor, la tesis no es nueva; puede encontrarse ya, en parecidos términos, en el Emilio de Rousseau. Allí, el filósofo ginebrino, en un pasaje de su examen crítico de la República de Platón, afirma: "[...] como si no fuera por la pequeña patria, que es la familia, por donde el corazón se une a la grande; como si no fueran el buen hijo, el buen marido y el buen padre quienes hacen el buen ciudadano"[47].

Ahora bien, esta vinculación de la virtud cívica a las virtudes domésticas admitía una doble lectura. Podía entenderse en el sentido de que la familia constituía una primera escuela de educación cívica, en la que se podían adquirir hábitos de lealtad, responsabilidad y solidaridad que luego se extenderían a la comunidad patria; ésta es, a mi juicio, la posición de Rousseau en la obra pedagógica citada. Pero también se podía interpretar que la buena ciudadanía, lejos de radicar en una devoción a lo público que llega a excluir o condenar el interés meramente privado incluso mediante la coacción, como habían pensado los jacobinos[48], consistía sobre todo en el ejercicio virtuoso de las diferentes responsabilidades del hombre en la vida social, mucho más que en la actividad específicamente política. En la cláusula termidoriana, la apelación a una ciudadanía según el modelo clásico ("de los antiguos") es reemplazada por una moralidad burguesa del individuo. Y si encontramos la referida cláusula tanto en las constituciones americanas conservadoras como en las republicanas es, probablemente, porque, estando interesados unos y otros en asegurar un cierto nivel de moralidad privada, cabe esa doble lectura, burguesa y republicana, que permite a todos vincularla a sus respectivas concepciones de la política y la ciudadanía[49].

También puede haberse inspirado en la Constitución francesa de 1795 la invocación explícita de la llamada "Regla de Oro" de la moralidad –no hacer a otros lo que no uno no quisiera que hiciesen con él, o bien comportarse respecto a los otros como uno querría que se comportasen, con él– que hacen algunas constituciones hispanoamericanas. La Constitución de Cundinamarca (1811) la presenta, expresada en forma negativa, como un principio "inspirado por la naturaleza, sancionado por la ley y consagrado por la religión" (título 12°, artículo 4). A diferencia de la carta francesa, que considera dicho principio como algo "grabado por la naturaleza en todos los corazones" el legislador de Nueva Granada considera que el principio tiene una triple y coincidente base, natural, jurídica y religiosa. También apelan a la regla de oro la Constitución provisional de Antioquia (1815), el proyecto de Constitución de Chile de 1818[50], redactado por O'Higgins (que no incluye en ese punto referencias religiosas) y las constituciones venezolanas de 1811 y 1819 (tanto en su forma positiva como en la negativa). Por su parte, la Constitución peruana de 1823 funda los deberes de los peruanos en la "justicia natural". No deja de llamar la atención el interés del constituyente por apelar a un principio ético que es de fácil comprensión y probable aceptación por parte de cualquiera, y con el que pueden estar de acuerdo tanto quienes invocan la razón como los que remiten la moral a la religión. En conjunto, sorprende al lector actual la carga moral explícita que puede encontrarse en estos textos constitucionales.

La misma continuidad entre la moralidad privada y la pública se aprecia al comprobar que entre los requisitos para el pleno disfrute de la ciudadanía figuran a menudo condiciones morales que no están relacionadas, al menos directamente, con la cosa pública. Entre las razones para la suspensión de los derechos de ciudadanía figura en casi todas las constituciones la condición de "vago declarado" o "ebrio por costumbre", así como la mendicidad. En algunas constituciones se considera motivo de suspensión de derechos no habitar con la propia esposa, sin causa legal (Venezuela, 1819). A veces se habla, en general, de "conducta notoriamente viciada" (Centroamérica, 1824). En general, la inmoralidad en la vida privada –o quizá mejor, la trascendencia pública de los vicios asociados a la exclusión social– sirve también como factor de exclusión cívica. En cambio, las constituciones iberoamericanas no optan en general por una ciudadanía censitaria, como la que proponía el liberalismo doctrinario europeo. Y la exigencia de competencia intelectual –que se concreta en el requisito de alfabetización– se aplaza a un futuro indeterminado en el que la instrucción pública generalizada sea ya una realidad, y no solamente un proyecto.

Podríamos quizá hablar entonces de un perfeccionismo generalizado en estas constituciones. Aunque no es fácil proponer una definición de ese concepto que sea aceptada sin discusión, consideraremos perfeccionistas[51], siguiendo a Gargarella[52], aquellas posturas que sostienen que existen concepciones del bien que son más valiosas que otras, concepciones que la comunidad debe adoptar como propias, y que la autoridad pública debe asegurar que las conductas se orienten a la realización de tales valores o pautas, acudiendo para lograrlo incluso a la coacción, en caso necesario. Esta posición perfeccionista se contrapone a la neutralidad que caracteriza al liberalismo, según el cual el Estado debe abstenerse de promover la consecución de bienes o valores determinados, con el fin de no interferir en la autonomía de los ciudadanos.

Obviamente, el perfeccionismo es característico del pensamiento conservador, el cual tiende imponer dogmáticamente la moral cristiana (según su particular interpretación) como la moral, y a establecerla, además, como norma universal de la vida cívica. Esta continuidad entre moral privada –cristiana– y moral pública, se aprecia por ejemplo en el Proyecto de Constitución chileno de 1818, que afirma que "todo individuo que se gloríe de verdadero patriota debe llenar las obligaciones que tiene para con Dios y los hombres siendo virtuoso, honrado, benéfico, buen padre de familia, buen amigo, buen soldado, obediente a la ley y funcionario fiel, desinteresado y celoso" (título 1°, capítulo 2º: "De los deberes del hombre social", artículo 5).

Y eso porque, como señalaba el "Preámbulo" de la Constitución de 1822 del mismo país, "[...] las mejoras en la educación doméstica y en la moral, fundada en la base sólida de la pura religión, preparan la perfección ulterior de las leyes y de las instituciones".

Ese moralismo tiene un claro adversario, frente al cual se alza. Como señala Gargarella, "para el perfeccionismo latinoamericano, normalmente las ‘fuentes' de la inmoralidad y la degradación fueron las nuevas ideas que propiciaban el establecimiento de la autoridad popular –terrena– por sobre la autoridad divina"[53]. Frente a las ideas ilustradas revolucionarias, el conservadurismo hispanoamericano reivindicaba la plenitud de la tradición cristiana y el valor superior de la herencia moral de la propia sociedad. Postura que casa perfectamente, por otra parte, con la intolerancia institucionalizada en los textos de las constituciones.

Quizá es la Constitución chilena de 1823, a la que se ha hecho referencia repetidamente, la que proporciona el ejemplo más claro de perfeccionismo, al menos desde el lado conservador. En ella se atribuye al Senado, entre otras, la función de "velar sobre las costumbres y la moralidad nacional, cuidando de la educación y de que las virtudes cívicas y morales se hallen al alcance de los premios y los honores" (artículo 38, 4). En este texto el Estado opta abiertamente por una política de la virtud, como podemos leer en el artículo 249: "En la legislación del Estado, se formará el código moral que detalle los deberes del ciudadano en todas las épocas de su edad y en todos los estados de la vida social, formándole hábitos, ejercicios, deberes, instrucciones públicas, ritualidades y placeres que transforman las leyes en costumbres y las costumbres en virtudes cívicas y morales".

Más aún, esta Constitución exige para el acceso a los cargos públicos el denominado "mérito cívico", determinado a partir de un amplio y variado elenco de servicios o actividades útiles al Estado, como la milicia, la industria o el mecenazgo, la actividad a favor de la moralidad religiosa o el culto, la dedicación a la filosofía moral, la medicina o las ciencias naturales, o ser padre de más de seis hijos legítimos (artículo 112).

Ahora bien, cabe preguntarse si podemos asociar el perfeccionismo únicamente al pensamiento conservador. Porque podemos encontrar también ejemplos de propuestas de moral cívica, enunciadas desde las posiciones que solemos calificar como radicales o republicanas, que podrían igualmente ser consideradas perfeccionistas, en la medida en que promueven asimismo un conjunto de principios o valores morales públicos.

La respuesta a este interrogante depende quizá de si adoptamos una noción laxa de perfeccionismo, considerando perfeccionista cualquier posición que vaya más allá de una neutralidad estricta respecto a fines y valores (en cuyo caso sería difícil encontrar un ejemplo de constitución no-perfeccionista, en cualquier tiempo o lugar), o reservamos el término para la posición que apela a un bien moral predeterminado, cuya inobservancia ha de ser objeto de sanción. En todo caso, sí podemos advertir una importante diferencia entre el perfeccionismo conservador y el supuesto perfeccionismo republicano. Para este último, los valores no son anteriores y superiores a la voluntad ciudadana, sino que es ésta las que los define como rasgos y requisitos de la buena ciudadanía[54].

Rojas reconoce que se puede hablar de un paternalismo republicano. Sin embargo, puntualiza: "Pero el paternalismo republicano tenía una diferencia sustancial con el paternalismo de los Borbones o los Austrias: no buscaba preservar a las comunidades del Antiguo Régimen, con el fin de evangelizarlas, sino que proclamaba su transformación en núcleos de ciudadanos modernos con igualdad ante la ley y derechos y deberes cívicos, sin cuya realización era inconcebible el establecimiento de un nuevo orden político"[55].

Quizá sea en los textos constitucionales de autoría o inspiración bolivariana donde se pueda apreciar con más claridad el proyecto de una ética propiamente cívica, la cual tiene como referencia inspiradora la moral republicana antigua, en vez de acogerse a la moral religiosa tradicional, como los proyectos conservadores.

En el célebre discurso de Bolívar al Congreso grancolombiano reunido en Angostura en 1819, el Libertador afirma que "moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras primeras necesidades". No es una proclamación meramente retórica: la importancia que Bolívar atribuye a la moralidad pública, a la virtud cívica, para la estabilidad y progreso de la República, le lleva a promover la inclusión en el diseño constitucional de un cuarto poder junto a los tres "clásicos", el Poder Moral, "sacado del fondo de la oscura antigüedad y de aquellas olvidadas leyes que mantuvieron, algún tiempo, la virtud entre los griegos y los romanos [...] cuyo dominio sea la infancia y el corazón de los hombres, el espíritu público, las buenas costumbres y la moral republicana"[56]. Este Poder se situaría al margen de los tradicionales, en la línea del "poder neutro" ideado por Constant, con el fin de impregnar la vida pública y las costumbres de los ciudadanos de la moral republicana[57].

La Constitución de 1819 descartó finalmente la inclusión de este Poder Moral, si bien incluyó como "Apéndice" el título correspondiente al mismo, aunque sin valor normativo. En el preámbulo de dicho apéndice se señala cuál fue la razón de esa decisión: el desacuerdo existente entre aquellos diputados que juzgaron que se trataba de "la idea más feliz y la más propia a influir en la perfección de las instituciones sociales", y los que creían que dicho poder equivaldría a "una Inquisición moral no menos funesta ni menos horrible que la religiosa". En otros términos, la iniciativa provocó un debate entre perfeccionistas y antiperfeccionistas, entre los republicanos radicales que creían posible y necesaria una cierta institucionalización de la virtud cívica, y los congresistas liberales que recelaban de que la apelación a dicha virtud se tradujera en una nueva dictadura moral, que sustituyera a la que habían padecido tradicionalmente en nombre de la religión[58]. En todo caso, unos y otros coincidieron en que la propuesta era "de muy difícil establecimiento y en los tiempos presentes absolutamente impracticable", si bien invitaban a los sabios de todo el mundo a sumarse a la reflexión sobre el modo apropiado de realizar socialmente la virtud pública[59].

Años más tarde, la Constitución de Bolivia de 1826, que era igualmente de inspiración bolivariana, establecía un cuerpo de censores vitalicios cuya misión era asegurar el ajustamiento a la Constitución de la actividad del poder Ejecutivo, elegir entre la terna presentada a los altos dignatarios judiciales y eclesiásticos, establecer leyes relativas a la educación y a la imprenta, y conceder premios, honores y condena al oprobio público (artículo 59)[60]. Ellos representaban en parte ese "poder moral" que Bolívar había considerado necesario.

Pero al considerar el lugar de la virtud en las constituciones bolivarianas es importante atender a la fundamentación que la Constitución de Venezuela de 1819 propone para la exigencia de cumplimiento de los deberes cívicos, y de su exhortación a la virtud de los ciudadanos. Terminológica y conceptualmente, la argumentación nos remite indudablemente a Rousseau: "El cuerpo social tiene derechos respecto al ciudadano, que son los deberes del ciudadano, relativos a los demás individuos o al cuerpo social en general" (título 1°, sección 2ª, artículo 1).

La condición de ciudadano no es secundaria o funcional respecto al individuo y sus intereses como tal. El individuo existe simultáneamente como integrante de un cuerpo cívico, que requiere para subsistir que cada uno cumpla con sus deberes. La autonomía privada de cada ciudadano (su existencia libre) depende del cumplimiento por parte de cada uno de sus deberes respecto a los demás, como había sostenido Rousseau en el Contrato social.

Por eso, la Constitución no se conforma con requerir al ciudadano el acatamiento pasivo de las leyes –"no quebrantar las leyes"–, como hacen, en general, las constituciones de corte liberal, sino que le exige que vele activamente por su cumplimiento, por medio de su ejemplo personal y el recurso a las autoridades en último término (artículo 4). Más aún, afirma que "la sociedad desconoce al que no procura la felicidad general", es decir, la prosperidad nacional, aportando a ella su trabajo, talentos e industria.

Sin embargo, no todas las constituciones comparten este impulso perfeccionista. Es interesante observar, incluso, cómo en algunas comienza a abrirse paso la convicción de que a la ley no le incumben las acciones que no afecten abiertamente al orden y la moralidad pública, y que por tanto hay que prevenir los intentos de llevar la moralización coactiva al ámbito privado, invadiendo los derechos y libertades individuales[61].

Por otra parte, la confianza en la posibilidad de generalizar la virtud cívica parece ir disipándose paulatinamente, incluso entre los más entusiastas. Las iniciativas que tratan de incrementar la participación cívica, distribuir el poder y garantizar la preeminencia de la representación ciudadana son sustituidas por propuestas y medidas que tratan más bien de concentrar el poder ejecutivo, recurriendo al presidencialismo, y de fortalecer el gobierno central (frente al federalismo que muchas constituciones iniciales adoptaron, siguiendo el ejemplo norteamericano). Esto no es sorprendente en el caso de los conservadores, coherentes con su concepción antropológica y política elitista[62]. Sorprende más que un republicano como Bolívar pueda acabar auspiciando fórmulas que resultan cercanas, cuando menos, a las del autoritarismo conservador. Pero lo cierto es que el Libertador acaba por desesperar de la posibilidad de que se ajuste a la virtud cívica la conducta de los americanos, lastrada por causas históricas (por la colonización española desde la Conquista) que les hacen incapaces de gobernarse mediante instituciones liberales, y por ser proclives a la anarquía, razón por la cual necesitan un gobierno fuerte[63]. Este diagnóstico moral sombrío sobre la constitución moral de la ciudadanía hispanoamericana y el peso de la herencia colonial y absolutista de la monarquía católica hispánica, desemboca en una cultura de la frustración[64].

Con todo, según Rojas[65], el argumento de Bolívar sigue siendo ilustrado: las repúblicas requieren ciudadanías virtuosas, y cuando éstas no existen, han de ser creadas. No se trata de renunciar a la virtud, sino de establecer las condiciones institucionales para su aparición; y para ello hay que adaptar el ideal del gobierno republicano a las condiciones de las sociedades poscoloniales (estableciendo una centralización administrativa y limitando la autonomía personal y partidaria).

En último término, unos y otros habrían de aceptar que valores morales y virtudes cívicas dependían de un marco social e institucional que lo hiciera posible, y por tanto de condiciones sociales y culturales que no podían transformarse a voluntad mediante la creación de leyes. Pero no era menos cierto que sin las disposiciones cívicas y la cultura política adecuada difícilmente podía modificarse la herencia recibida y convertirse los territorios americanos en repúblicas modernas. La dificultad de conjugar ambos elementos se haría patente en la evolución histórica de esos estados.

Notas

[1] Se ha tomado como período de referencia el que media entre el año 1810, fecha de los primeros movimientos de independencia, y 1830, en el que ordinariamente se da por concluido el proceso de emancipación de la América hispánica.

[2]Rousseau, Jean Jacques, Del contrato social, II,12 (Madrid, 1980), p. 60.

[3]Cf. Tocqueville, Alexis, La democracia en América, I, 2, 9 (Madrid, 1980), p. 271.

[4]En Aguilar, José Antonio - Rojas, Rafael (coordinadores), El republicanismo en HispanoAmérica. Ensayos de historia intelectual y política (México, 2002).

[5]Palti, E., Las polémicas en el liberalismo argentino. Sobre virtud, republicanismo y lenguaje, en Aguilar, José Antonio - Rojas, Rafael, cit. (n. 4), pp. 167-209.

[6]Véase: Barrón, L., La tradición republicana y el nacimiento del liberalismo en HispanoAmérica después de la independencia. Bolívar, Lucas Alamán y el "poder conservador en Aguilar y Rojas, cit. (n. 4), p. 250.

[7] Sobre el resultado de este entrecruzamiento de discursos en el constitucionalismo hispanoamericano escribe Palti, cit. (n. 5), p. 211, lo siguiente: "[...] propondría que el liberalismo latinoamericano debe concebirse como una ideología de síntesis que buscó amalgamar en un mismo esquema institucional el origen electivo de los gobernantes, proveniente del republicanismo democrático, con una interpretación conservadora de la república que proclamaba la necesidad de centralizar el poder, reducir la influencia de las asambleas legislativas y fortalecer la autoridad del gobierno".

[8]La expresión figura en el célebre "Manifiesto de Cartagena", de 1812, en el que hace balance del primer y fallido intento de independencia de Venezuela: "Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano": Bolívar, Simón, Obra política y constitucional. (Madrid, 2007), p. 52.

[9]Guerra, François Xavier, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (Madrid, 1992), p. 360.

[10]Cf. Romero, Luis Alberto, Ilustración y liberalismo en Iberoamérica, 1750-1850, en Vallespín, Fernando (editor), Historia de la teoría política (Madrid, 1991), III, pp. 466 ss.

[11]Colom, Francisco (editor), Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico (Madrid, 2005), I, p. 49.

[12]Rojas, Rafael, Las repúblicas del aire. Utopía y desencanto en la tradición de Hispanoamérica (Madrid, 2009), p. 13.

[13]Annino, A., El paradigma y la disputa. La cuestión liberal en México y en la América hispana en Colom, Francisco, cit. (n. 11), p. 115.

[14]Romero, Luis Alberto, cit. (n. 10), pp. 448-449.

[15]Breña. Roberto, El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824. Una revisión historiográfica del liberalismo hispánico (México, 2006).

[16] Lo que puede leerse como una referencia a la doctrina tradicional que hace de Dios el fundamento último de todo poder, aunque también se aprecia en ocasiones una connotación deísta de inspiración ilustrada.

[17]Gargarella, Roberto, Los fundamentos legales de la desigualdad. El constitucionalismo en América (1776-1860) (Madrid, 2005), p. 112, llega a afirmar que se trata de "[...] el legado más importante del constitucionalismo de Cádiz en América".

[18]Disposiciones semejantes encontramos en la Constitución de Cundinamarca de 1811, el proyecto constitucional argentino de 1813, el mexicano de 1814. La Constitución peruana de 1823 establece que los diputados electos deberán hacer el juramento de defender la religión católica como única religión del Estado.

[19]Breña, Roberto, cit. (n. 15), p. 38.

[20]Breña, Roberto, cit. (n. 15), p.254.

[21]Véase: Yepes, José María, La evolución del pensamiento constitucional de la América Latina (1810-1830), en El pensamiento constitucional de Latinoamérica (Caracas, 1962), III, pp. 95-146.

[22]Rojas, Ricardo, cit. (n. 12), p. 99.

[23]Lynch, John, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826 (4ª edición, Barcelona, 1985), p. 389.

[24]Garrido, M., Palabras que nos cambiaron: lenguaje y poder en la Independencia, en www.banrepcultural.org/palabras-que-nos-cambiaron/ (Bogotá, 2000), menciona un decreto del vicepresidente colombiano Santander (26 de diciembre de 1819), que ordenaba a los curas hacer ver a los feligreses que el nuevo sistema político era conforme a la doctrina de Jesucristo.

[25]No entraré aquí en la cuestión de cuáles sean los fundamentos de la toma de posición del autor del Catecismo. Es muy posible que influyan en José Amor de la Patria tanto la doctrina escolástica hispana sobre el origen popular inmediato del poder político como la tesis rousseauniana de la soberanía popular, por más que no sean en rigor una y otra homologables.

[26]Rousseau, Jean Jacques, cit. (n. 2), p. 139.

[27]Un caso revelador de la singular recepción en el contexto hispanoamericano de las ideas revolucionarias francesas, es el del rioplatense Mariano Moreno, que suprimió en su traducción del Contrato social los pasajes sobre el cristianismo y la religión civil.

[28]Breña, Ricardo, cit. (n. 15), p. 331.

[29] "¿Cómo podría la sociedad dejar de perecer si mientras el lazo político se relaja el lazo moral no se atiranta? ¿Y qué hacer con un pueblo dueño de sí mismo, si no está sometido a Dios?": Tocqueville, Alexis, cit. (n. 3), p. 278.

[30] En Aguilar, José Antonio - Rojas, Rafael, cit. (n. 4), p. 65.

[31] Si bien se introducen paulatinamente algunas limitaciones al poder de la Iglesia, como la abolición de la Inquisición (Argentina, 1813), la abolición de los diezmos (Argentina, 1813), o la enajenabilidad de las propiedades eclesiásticas (Bolivia, 1826).

[32]Así, por ejemplo, en las Constituciones de Cundinamarca, 1811; Quito, 1812; Apatzingán (México), 1814; Chile, 1818.

[33]Breña, Roberto, cit. (n. 13) observa cómo en la España de 1812 el liberalismo es compatible con el tradicionalismo en cuestiones como la libertad de creencias o de comercio y el recurso al constitucionalismo histórico como base de justificación de sus propuestas.

[34] Observa Guerra, François-Xavier, cit. (n. 10), p. 249, cómo en los artículos de la prensa revolucionaria "el silencio sobre la religión es estruendoso", en contraste con las constantes referencias a las virtudes cívicas y a la moral, lo que interpreta como una muestra de la condición minoritaria de los patriotas revolucionarios en una sociedad en la que la presencia de la religión en discursos y publicaciones es abrumadora.

[35]Dealy, Glen, Prolegomena on the Spanish American Tradition, en The Hispanic American Historical Review, 48 (1968) 1, p. 45.

[36]Ávila, Antonio, Pensamiento republicano hasta 1823, en Aguilar, José Antonio - Rojas, Rafael, cit. (n. 4), p. 31, observa, por su parte, cómo en un catecismo mexicano de la época se afirmaba que "el cristianismo con su divina moral produce necesariamente todas las virtudes cívicas que convienen a una república".

[37]Barrón, cit. (n. 6), p. 135.

[38] "[...] el republicanismo cristiano de Morelos no sólo manifestaba su convicción de que la nación americana era una feligresía o una comunidad de ciudadanos fieles que practicaban una misma religión, sino que poseía una voluntad de regeneración moral cuyos testimonios se rendirían en la guerra separatista": Rojas, cit. (n. 12), p. 40.

[39]"Había una coincidencia básica: sin una moral firme no era posible tener un país fuerte; ya que sin valores que normaran la conducta sería imposible el cumplimiento de las leyes. Pero mientras para Rocafuerte y otros periodistas y políticos era imprescindible el surgimiento de una escala valorativa independiente, para otros la moral católica significaba el instrumento ideal, pues la compartían todos los mexicanos, y sería el fundamento ya establecido para el nuevo país": Santillán, Gustavo, Tolerancia religiosa y moralidad pública, 1821-1831 en Signos históricos, 7 (México, 2002), p. 93.

[40]Gargarella, Roberto, cit. (n. 17), p. 30.

[41]Berlin, Isaiah, Dos conceptos de libertad en Berlin, Isaiah, Cuatro ensayos sobre la libertad (Madrid, 1988), pp. 215-280.

[42]La Constitución de Cádiz incluye estos mismos deberes, en parecidos términos (título 1°, capítulo 2°, artículos 7-9). Añade además el tan citado artículo 6º: "El amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y benéficos".

[43]Una llamativa excepción a la demanda incondicional de cumplimiento de los deberes por parte de los ciudadanos es la Constitución de la República de El Salvador de 1824, que después de enunciar los cuatro deberes de los salvadoreños, afirma que estos deberes están sujetos a una cláusula condicional: "Si la República y el Estado protegen con leyes sabias y justas la libertad, la propiedad y la igualdad de todos los salvadoreños" (artículo 9).

[44]Artículo 258. El mismo artículo precisa que las fiestas estarán dedicadas "a la beneficencia pública y prosperidad nacional", "a la justicia, al amor y respeto filial, y a la sumisión a los magistrados", "a la agricultura y artes" y, por último, "a la gratitud nacional y memoria de los beneméritos en grado heroico, y defensores de la patria".

[45]Un cuarto poder sui generis añadido a los habituales ejecutivo, legislativo y judicial, al que se hará referencia detallada más adelante.

[46] La encontramos también en la de Antioquia (1812), sección 3ª, artículo 4 y otros estados colombianos (Neiva, Tunja, Pamplona); en el proyecto constitucional de Argentina de 1813 (estatuto de 1815), o en las de Venezuela de 1811 y 1819.

[47]Rousseau, Jean-Jacques, Emilio, o De la educación (Madrid, 1990), p. 491.

[48]También el propio Rousseau, en el Contrato social, proclama la prioridad que ha de darse al interés público del ciudadano frente al privado del hombre, y la necesidad de salvaguardar lo público aun por la fuerza, si es necesario. De ahí la célebre paradoja de la libertad: "On le forcera d'être libre" (I, 7).

[49] Creo, en consecuencia, que no es acertada la interpretación de Dealy, Glen, cit. (n. 35), pp. 43-44, para quien la cláusula citada como muestra de una política orientada al bien común, según la tradición tomista, que vincula el bien moral al político, y la contrapone a un modelo de política cuyo objetivo es la satisfacción de los intereses individuales, en una dirección liberal utilitarista.

[50]Proyecto de Constitución Provisoria para el Estado de Chile (1818), título 1°, capítulo 2°, artículo 4.

[51] Adviértase que aquí nos referimos a un perfeccionismo político, que no va unido necesariamente a un perfeccionismo moral.

[52]Gargarella, Roberto, cit. (n. 17), p. 90.

[53] Ibíd.

[54] Ibíd., p. 106.

[55]Rojas, Rafael, cit. (n. 12), p. 206.

[56]Bolívar, cit. (n. 9), p. 94.

[57]Barrón, cit. (n. 6), p. 274.

[58]En honor a la verdad, hay que decir que las atribuciones de los miembros de este Poder Moral, elegidos "entre los más virtuosos ciudadanos de la república", se limitaban a proclamar públicamente qué conductas o publicaciones eran merecedoras de premio u oprobio públicos, sin que esta censura implicara prohibición o castigo alguno.

[59] Puede decirse que se trata de una cuestión que sigue ocupando actualmente a los teóricos de la política en los debates sobre ciudadanía, virtudes cívicas, capital social y temas análogos.

[60]Afirma Bolívar, cit, (n. 9), pp. 134-135, en su mensaje al Congreso Constituyente desde Perú: "Los Censores ejercen una potestad política y moral que tiene alguna semejanza con la del Areópago de Atenas y de los Censores de Roma [...]. Son los Censores los que protegen la moral, las ciencias, las artes, la instrucción y la imprenta. La más terrible como la más augusta función pertenece a los Censores. Condenan a oprobio eterno a los usurpadores de la autoridad soberana y a los insignes criminales. Conceden honores públicos a los servicios y a las virtudes de los ciudadanos ilustres".

[61]Así, el proyecto de Constitución de Uruguay de 1830 afirma: "Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo atacan el orden público ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados".

[62]Por ejemplo, el chileno Diego Portales escribió que "la Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen por completo de la virtud necesaria para una verdadera República" [cit. por Gargarella, cit. (n. 18), p. 102].

[63]Breña, Roberto, cit. (n. 15), p. 321.

[64] En cambio, San Martín comienza a sostener a partir de 1830 que lo determinante de la inestabilidad no son los vicios ciudadanos, sino un diseño constitucional que no ofrece garantías de protección de derechos [Rojas, cit. (n. 13), p. 348].

[65]Rojas, cit. (n. 12), p. 239.

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Correspondencia: Catedrático de Filosofía Moral y Política en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid. Dirección postal: Plaza del Campus Universitario, s/n, 47011 Valladolid, Valladolid, España.Correo electrónico: javierp@fyl.uva.es.

Recibido el 24 de junio de 2012 y aceptado el 24 de abril de 2013.

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