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La Ilustración Liberal

Las cruzadas de doble filo

Las cruzadas contra la corrupción, indispensables para higienizar la vida pública, adecentar la escena política y hacer prevalecer la justicia, siempre me han inspirado, no obstante sus virtudes, una sutil sensación de suspicacia, como si se tratara de armas de doble filo. Probablemente esta desconfianza es producto de mi tendencia a juzgar con una dosis de escepticismo todo lo relacionado con la naturaleza humana y con los actos que esta conlleva. Aplaudo la búsqueda, identificación y castigo de los corruptos y los corruptores, pero no puedo reprimir la necesidad de ir más allá, indagando en el contexto de la corrupción y en las motivaciones de los justicieros. Las operaciones de limpieza enmascaran, con demasiada frecuencia, los mecanismos de un golpe de estado encubierto o de una ofensiva populista programada para desembocar en una dictadura.

Cuando España vivía sacudida por los escándalos que empezaban a minar la credibilidad del gobierno socialista publiqué en las páginas de cultura de La Vanguardia (8/5/1990) un extenso artículo titulado "Fray Girolamo: las paradojas del fuego purificador". Ahora, cuando se repite el fenómeno con perfiles aun más peligrosos, pues amenaza tanto el entramado institucional, empezando por la monarquía, como la gobernabilidad y la integridad de España, retomé, en Libertad Digital (13/2), la figura paradigmática en "Vade retro, Savonarola". Y lo hago aquí una vez más porque nadie sintetiza mejor que aquel fraile dominico los dos filos –el justiciero y el sectario– de las cruzadas contra la corrupción. La fuente de datos es The Unarmed Prophet. Savonarola in Florence (El profeta desarmado. Savonarola en Florencia), de Rachel Erlanger (McGraw-Hill, 1988).

Predicador de los desesperados

Cuando fray Girolamo Savonarola (1452-1498) llegó a Florencia, en 1491, para convertirse en prior del convento de San Marco ya era famoso por sus furibundos sermones contra los ricos. De entrada, una visión le reveló que, sobre 28 frailes que habían muerto en San Marco, 25 habían sido condenados por su excesivo apego a las riquezas. La congregación, aterrada, le entregó sus crucifijos de oro y plata y sus biblias iluminadas para que los vendiera. Así recaudó 300 florines, que donó a los pobres. A partir de ese día los monjes empezaron a dormir sobre jergones de paja; se cubrían con una sola sábana, comían apenas lo indispensable, vestían hábitos de tela basta y remendada y ayunaban con frecuencia.

El proyecto de Savonarola era mucho más ambicioso y no se ceñía a los límites de su convento: deseaba regenerar a toda la sociedad florentina. Florencia, gobernada por Lorenzo de Médicis, era una metrópoli opulenta, con 75.000 habitantes; contaba con 33 bancos, 83 tejedurías de seda y 270 de lana, 54 locales donde se labraba la piedra y 84 donde se tallaba la madera, 31 estudios de pintores y 26 de escultores, 44 joyeros y orfebres, e incontables constructores. Era el foco de irradiación del Renacimiento, por lo que más tarde Voltaire habría de comparar la Florencia del siglo XV con la Atenas de Pericles. Pero el hedonismo y la corrupción rampantes la convertían en terreno abonado para la prédica de Savonarola. El hecho de que los alemanes apodaran a la homosexualidad "el vicio florentino" completaba el panorama.

Savonarola trasladaba a sus sermones las visiones apocalípticas que, como no se recataba de explicar, le habían sido transmitidas directamente por Dios, la Virgen María, San Agustín, santo Tomás y santa Caterina de Siena. Empezó despotricando contra el papa Inocencio VIII, que había designado cardenal in petto a Giovanni, hijo de Lorenzo de Médicis, cuando aún no había cumplido 14 años. A este Papa lo definió como "el más bochornoso de toda la historia, con el mayor número de pecados, reencarnación del mismísimo diablo". Luego embistió contra su sucesor, Alejandro VI, Rodrigo Borgia, síntesis de todas las depravaciones que el monje denunciaba.

El segundo domingo de Cuaresma de 1491 lo invitaron a ocupar el púlpito de la catedral, desde donde lanzó una admonición dictada, nuevamente, por voces celestiales:

Pensadlo bien, oh vosotros los ricos, porque la aflicción os abrumará. Esta ciudad ya no se llamará Florencia, sino antro de ladrones, de depravación y derramamiento de sangre. Entonces seréis todos víctimas de la pobreza, todos miserables, y vuestro nombre, oh sacerdotes, se trocará en flagelo de terror (…) Sabed que están próximos tiempos portentosos.

La agitación religiosa se identificaba cada vez más con la agitación política. Savonarola impugnaba las injusticias del sistema fiscal, lo que le valió el mote de "predicador de los desesperados". Explicaba que los pobres vivían agobiados por los impuestos que servían para pagar los palacios y las rameras de los ricos. El verdadero destinatario de sus invectivas alegóricas contra Nabucodonosor y Nerón era Lorenzo de Médicis. Las alusiones eran transparentes. Paradójicamente, Savonarola adjudicó a Carlos VIII de Francia, un rey poco virtuoso y fiable, el papel purificador que Ciro había desempeñado en el Antiguo Testamento.

Rebeldes decapitados

Muerto Lorenzo, le sucedió su hijo Piero, derrocado poco después al grito de "¡Pueblo y libertad!". El “predicador de los desesperados” vio cumplido su sueño de contar con un instrumento de poder político: el Consejo del Pueblo y la Comuna se plegó a sus deseos y dictó leyes contra la poesía, el juego, la bebida, los vestidos indecorosos de las mujeres y “todas aquellas cosas que son perniciosas para la salud y el alma”. Miles de fanciulli, jóvenes gamberros que anteriormente habían aterrorizado a los ciudadanos con sus fechorías, continuaron aterrorizándolos, pero ahora convertidos en precoces inquisidores que despojaban a las mujeres de sus galas y afeites y que iban de casa en casa confiscando artículos lascivos, perfumes, cintas, redecillas tachonadas de perlas y joyas, naipes, dados, tableros y piezas de ajedrez de marfil y alabastro, arpas, guitarras, cuernos de caza, cupidos de terracota y estatuillas indecentes.

Los artículos prohibidos eran incinerados periódicamente en la Plaza de la Señoría, donde también ardían las obras de Platón, Boccaccio, Dante y Petrarca. Pero las hogueras no devoraban sólo objetos inanimados. Savonarola arrancó al Consejo de la Comuna una ley en virtud de la cual todo homosexual que reincidiera por tercera vez en sus prácticas sería quemado en la pira. Y, una vez que le tomó el gusto a las ejecuciones con pretextos morales, empezó a imponerlas por motivos políticos. El abanderado de los pobres sostuvo que el pueblo debía "cortar la cabeza" a cualquiera que intentase convocar un “parlamento”. En 1497 cinco ciudadanos rebeldes fueron decapitados con el visto bueno de Savonarola.

Al producirse aquel episodio sangriento, Savonarola ya había sido excomulgado por el papa Alejandro VI. El pretexto fue que el monje se negaba a comparecer en Roma para explicar sus presuntas conversaciones con Dios, Cristo, la Virgen y diversos santos. La causa verdadera había que buscarla en sus sermones incendiarios contra el clero en general y Alejandro VI en particular. Cuando los enviados del Papa arrestaron a Savonarola, los mercaderes ya estaban conspirando contra él, y los pobres, que habían sido sus más fervientes partidarios, lo habían abandonado: la guerra contra el Papado y los Estados vecinos había generado una situación de escasez y paro generalizado. Miles de personas morían, famélicas, en la calle o en los portales de las tiendas.

Alejandro VI autorizó expresamente que lo sometieran a torturas para arrancarle una confesión, y fue condenado a muerte al cabo de tres juicios, en los que actuó como principal acusador el eclesiástico y jurista catalán Francesc de Remolins. El 23 de mayo de 1498 las llamas consumieron su cuerpo en la Plaza de la Señoría, exactamente en el mismo lugar donde él había ordenado incinerar a homosexuales, disidentes políticos; joyas, cosméticos, libros, obras de arte y artículos de lujo. La multitud, compuesta por muchos de los que él había halagado y de los que habían obedecido algunas de sus órdenes más inicuas, disfrutó del espectáculo. Sus cenizas fueron arrojadas al río Arno.

Erlander documenta que Mussolini le consideró el primer fascista, "seguramente deslumbrado por la forma en que organizó a los niños"; en tanto que, desde el bando opuesto, el comunista Antonio Gramsci afirmó: “Fueron la clase revolucionaria de la época, el pueblo y la nación italianos, la democracia ciudadana, los que engendraron a Savonarola”. Es significativo comprobar cómo esta coincidencia entre los dos extremos totalitarios se repite cíclicamente en cualquier totum revolutum con apariencia moralizadora, hasta nuestros días.

La santa guillotina

A mitad de camino entre las campañas purificadoras de Savonarola y nuestros tibios simulacros de limpieza se levantó aquel histórico instrumento moralizador que fue la guillotina. Escribió Anatole France en Los dioses tienen sed:

Cuando [el incorruptible revolucionario Gamelin] iba de noche a casa de su amada Elodia por calles oscuras, en cada tragaluz de bodega creía vislumbrar un molde para imprimir asignados falsos; en el fondo de cada tienda vacía imaginaba ocultos almacenes de víveres acaparados; a través de las vidrieras de los figones le parecía oír las confabulaciones de los agiotistas que decretaban la ruina de la patria mientras bebían unas botellas de Beaune o de Chablis; en las callejuelas apestosas, las humildes prostitutas le parecían siempre dispuestas a pisotear la escarapela nacional entre los aplausos de un grupo de jóvenes elegantes. Veía un traidor en cada hombre, una conspiración en cada casa, y meditaba: "¡República! Entre tantos enemigos declarados o secretos, ¿cómo te defenderás? ¡Oh, santa guillotina, salva a la Patria…!".

Si Anatole France abordó el tema del Terror purificador con su típica ironía cáustica, François Furet lo hizo con rigor académico, asociando, precisamente, el antecedente revolucionario francés con las más próximas purgas bolcheviques (El pasado de una ilusión, Fondo de Cultura Económica, 1995):

Mientras que la Revolución francesa tenía por objetivo el advenimiento del régimen representativo y del individuo moderno, Robespierre y sus amigos creían, por el contrario, esforzarse por un retorno a la democracia directa a la antigua, fundada sobre la virtud cívica.

Para desvelar, más adelante, cómo se asoció esta imaginaria "virtud cívica" con los juicios de Moscú:

El proceso de Danton por Robespierre acaba de ser reconstruido por [el historiador comunista Albert] Mathiez, quien no ve en él otra cosa que el castigo de un traidor y de un hombre corrompido, en manos de la justicia revolucionaria. El protector del traidor Dumouriez es el antepasado de los Zinóviev y los Kaménev, y Saint-Just es un justiciero, como Vishinski.

De Savonarola a Robespierre, de Robespierre al fiscal estalinista Vishinski, evidentemente la historia de la lucha contra la corrupción se escribe con renglones torcidos y demasiado a menudo impregnados de sangre. Una última reflexión sobre algunos varones probadamente virtuosos y los recursos que emplean para imponer la justicia. Escribió José María Ruiz Soroa (El País, 13/12/2012):

Que Robespierre y Saint-Just fueron personas buenas, rectas y virtuosas es algo obvio para quien conozca mínimamente su pensamiento. Quien escribió que "en nuestro país queremos sustituir el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, las costumbres por los principios, el amor al dinero por el amor a la gloria, y un pueblo frívolo y miserable por un pueblo magnánimo y feliz" no podía ser sino un enamorado de la virtud (…) Ambos fueron virtuosos implacables, en palabras de Rafael del Águila, personas cuyos esfuerzos por traer el bien a la tierra llevaron al mal del Terror.

Y concluía, citando a Kant:

Cuidado, recordemos que la moral nunca puede sustituir a la política, que las buenas intenciones virtuosas engendran monstruos. Que con la virtud hay que tener mucho cuidado, porque "de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto".

Savonarolas locales

"De una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto", es la sentencia que antepondría a las largas disquisiciones que se formulan en torno de lo que está sucediendo en España, sobre todo para tapar la boca de algunos savonarolas locales que pretenden monopolizar la virtud. La madera de la que ellos están hechos no tiene una textura distinta de aquella con que la naturaleza ha dotado a los demás seres humanos.

Para empezar, la Transición que nos ha instalado en el reino de la sociedad abierta, por lo que todos deberíamos estarle agradecidos, y que también ha permitido el afloramiento de los nihilistas, antisistema y secesionistas que hoy abominan de ella, aunque sin ella seguirían languideciendo en la inopia, no habría prosperado si no hubiera existido lo que hoy se denomina "financiación ilegal de los partidos políticos". Fue la Fundación Friedrich Ebert, afín al Partido Socialdemócrata Alemán, la que alimentó inicialmente las arcas del PSOE, sea cierto o no que sus aportes incluyeron un millón de marcos que donó el consorcio Flick, criatura del magnate Friedrich Karl Flick, anteriormente condenado a ocho años de prisión por el Tribunal de Nuremberg. Esto fue lo que afirmó en 1984 el diputado socialdemócrata alemán Peter Struck, quien no se retractó cuando el Congreso español rechazó la versión. Vale la pena señalar que el canciller alemán Helmut Kohl también fue salpicado por los escándalos del consorcio Flick.

Recordemos que los fanciulli de Savonarola arrojaban a la hoguera las joyas y los vestidos suntuosos que lucían las damas florentinas. Ahora también la indumentaria atrae las iras de los modernos ascetas. No me refiero a los trajes de Camps ni a los vestidos de Ana Mato. En 1988, a la entonces directora general de RTVE, Pilar Miró, la pusieron en la picota por haber comprado con dinero público vestidos de Raúl del Pozo por valor de lo que hoy serían 23.465 euros y regalos por un monto de 30.000. La denuncia la formuló en el Congreso el diputado de lo que entonces era Alianza Popular Luis Ramallo, posteriormente involucrado en el caso Gescartera. Sin embargo, fueron Alfonso Guerra y José María Benegas quienes, en ausencia de Felipe González, convirtieron la Ejecutiva del PSOE en un tribunal inquisitorial para machacar a la hereje Miró (El País, 19/10/1988). La Audiencia de Madrid la procesó, la Unión de Técnicos y Cuadros de RTVE se personó como acusación particular y solicitó para ella 14 años de prisión, el fiscal pidió que se archivara el caso y la Audiencia siguió con el procesamiento, hasta que en 1993 dictó la absolución por falta de pruebas. Pilar Miró había renunciado a su cargo en 1989, después de devolver el dinero, y falleció en 1997.

Otro hereje aborrecido por el guerrismo, Jorge Semprún, entonces ministro de Cultura, opinó sobre el caso Miró (El País, 13/12/1988):

El episodio de los vestidos es lo de menos, todos los ministros y altos cargos de gobiernos democráticos tienen gastos de representación (…) Yo ganaba mucho más como guionista que como ministro.

En Federico Sánchez se despide de ustedes (Tusquets, 1993), Semprún nos obsequia un retrato descarnado de la forma en que reaccionó Alfonso Guerra, el moderno Savonarola, cuando le llegó el turno de lidiar con las trapisondas de su hermano Juan, que lo comprometían sobremanera:

Pero si hacía el paripé de desdeñar las pompas del poder, para sacar gloria y ventaja de su aparente indiferencia, celebrada por sus fieles, y para confortar su imagen de austero hombre de izquierdas, próximo a los humildes, los descamisados, Alfonso Guerra no despreciaba por ello los privilegios de su puesto. Coches, escoltas, exigencias protocolarias: ¡no era moco de pavo un desplazamiento del Vice!

(…)

Entonces se desveló la verdadera naturaleza del personaje. Largamente, en un tono arrogante o insinuante, sectario siempre, olvidándose de que era el acusado y no el fiscal, comenzó a sacar trapos sucios, o presentados como tales, de unos y de otros. Citó o hizo veladas alusiones a expedientes confidenciales. Se refirió a correspondencias privadas, de las que uno podía preguntarse cómo habían llegado a sus manos. En una palabra, replicó salpicando de lodo al conjunto de la clase política, utilizando a veces expresiones al borde del chantaje. Amenazadoras, en todo caso. Su táctica era sencilla. Reprobable en un plano ético, sin duda; ineficaz, además, a largo plazo, pero muy sencilla. Y es que se limitaba a exigir silencio sobre el caso de su hermano Juan, para que él no sacara los trapos sucios de los imprudentes.

Acusaciones recíprocas

De te fabula narratur, están contando tu historia, es lo que podríamos decirles a muchos de los personajes que están involucrados, como pecadores o como virtuosos, en los actuales episodios de corrupción. Pero el lector que, movido por la curiosidad morbosa o por el apetito de información, desee hurgar en los entresijos de recientes escándalos, narrados por sus protagonistas mediante un intercambio de acusaciones recíprocas entre ministros y funcionarios de un mismo Gobierno, podrá consultar La memoria recuperada. Lo que nunca han contado Felipe González y los dirigentes socialistas (Aguilar, 2003). En este volumen de 1.017 páginas, María Antonia Iglesias, una periodista que está tan identificada con los estercoleros políticos como un surfista puede estarlo con las olas del mar embravecido, consigue que sus entrevistados exhiban sin pudor los rencores y rivalidades que acumularon durante muchos años de convivencia forzada.

Aquí la honestidad me obliga a hacer una acotación: hasta el año 1994, cuando voté a Aleix Vidal-Quadras en Cataluña, y 1996, cuando voté a José María Aznar, apoyé consecuentemente a los candidatos del PSOE, porque consideraba, y sigo considerando, que en aquellas circunstancias ofrecían las mejores respuestas a los problemas de la sociedad española. Sus vicios evidentes los atribuía, como ahora atribuyo los del PP, al que sigo y seguiré votando, a las debilidades humanas y a la inexistencia de recetas infalibles para abordar los males de la sociedad. Al mismo tiempo, si soy un crítico tenaz de la camarilla secesionista catalana no es porque esta se lucre con sórdidos chanchullos, que también, sino porque su proyecto identitario tiene un sello aislacionista y retrógrado que sólo augura lo peor para los ciudadanos sujetos a sus caprichos.

El Fouché autóctono

Volvamos al libro de María Antonia Iglesias. Carlos Solchaga relata (págs. 134-137):

No era sólo que Manolo Rubio pudiera tener algo que ver con un asunto de información privilegiada sino que, además, había acumulado unos cien millones de pesetas, producto de una operación que había ocultado al fisco. Esto era otra cosa. Yo no comprendo cómo un funcionario –ni de la escala alta ni de la baja–, particularmente un funcionario con una responsabilidad pública como gobernador del Banco de España, puede mantener una situación fiscal de ocultamiento del patrimonio. (…) Estábamos en una situación dramática, porque surgían por doquier todos los temas de Mario Conde, rebosando por aquí y por allá. (…) Teníamos también encima, aquellos días, la huida de Roldán, la dimisión del ministro de Interior. (…) Pero lo peor de esta tremenda situación de escándalos es que, además de ser crítica, estuvo extraordinariamente mal gestionada. (…) La gente tuvo la impresión de que aquello se disolvía.

Luis Roldán. El ubicuo Luis Roldán. Engatusó a Alfredo Pérez Rubalcaba, lo que ya es mucho decir. El Fouché autóctono se lame la herida y confiesa, con énfasis en el probabilismo y con macabras reminiscencias del Terror jacobino (pág. 677):

Hubo también un problema relacionado con la incapacidad de reaccionar frente a determinadas cuestiones. Existía cierto enojo por no haber sabido reaccionar más rápidamente ante temas que estaban sobre la mesa. Había casos de corrupción que probablemente hubieran exigido cirugía y en los cuales nosotros aplicamos farmacopea. (…) La gota que colmó el vaso fue el caso Roldán. (…) A veces reaccionamos tarde, es cierto. Los temas de corrupción no se atajaron a tiempo. Unos, porque no nos atrevimos, otros porque nos sorprendieron. (…) Probablemente quisimos cerrar los ojos ante una realidad que teníamos delante. (…) Es probable, insisto, que si le hubiéramos cortado la cabeza al primer golfo que apareció por la puerta y la hubiéramos expuesto en la plaza pública, tal vez habría sido todo de otro modo.

Manuel Chaves transita por terreno minado cuando reconoce (pág. 334):

Lo de Mariano Rubio y lo de Juan Guerra no tenía nada que ver con la financiación del Partido. Eran operaciones (sic) puramente personales. Ahora bien, lo de Filesa sí tenía que ver con la política: efectivamente, fue una operación de financiación del Partido. Todo se debió a la gran deuda del Partido. Fue una operación para cubrir las deudas del Partido. (…) Guardaba relación, en parte, con lo que habían sido los métodos que habían seguido los partidos de izquierdas, los partidos socialdemócratas de toda Europa para financiarse. El PCE había contado con la vía Moscú.

Deuda con un patriota

¿Sobresueldos? ¿Fondos reservados? ¿Imágenes injustamente empañadas? José Luis Corcuera tuvo algo que contar al respecto (págs. 445-446):

Vamos a ver: los fondos reservados, por su naturaleza –por lo menos eso fue lo que me dijeron cuando llegué al Ministerio del Interior–, eran eso: "reservados". (…) Yo dije una vez en el Parlamento que si un funcionario público francés me ayudara a detener a un comando de ETA, probablemente le haría rico. Y me dijeron de todo menos bonito. “¡Qué dice usted! ¡Eso, además de ser ilegal, es la compra de un funcionario público extranjero!”. Aquello lo dije sólo como ejemplo. Pero ocurre que no tiene sentido preguntar acerca de esos fondos. A los servicios de inteligencia o a las fuerzas de seguridad que tienen fondos reservados, en EEUU o en Francia, no les preguntan a qué los dedican. Porque se da por supuesto que los utilizan para cumplir mejor la tarea que tienen encomendada. (…) La pregunta es: ¿sobresueldos? ¿Dónde están los sobresueldos?

Y aquí, Corcuera se refirió a un patriota con el que España tiene contraída una deuda de gratitud que no termina de pagar:

¿Alguien recuerda el patrimonio que se le atribuyó al general Enrique Rodríguez Galindo? ¿Alguien recuerda la campaña mediática que se desplegó en España para tratar de llevar a la opinión pública la idea de que el general Rodríguez Galindo se había enriquecido con la lucha antiterrorista? (…) ¿Quién sabe que el único patrimonio que tiene el general Rodríguez Galindo es su casa, que está hipotecada y con una situación de embargo? Pero se hizo toda aquella campaña –que era mentira– para desacreditarle; porque había que desacreditarle. (…) Primero, socialmente, y luego, si era posible, utilizar algunas de las cosas que ocurrieron en España para implicarlo en ellas. Tengo que decir dos cosas: lo primero no es verdad, y lo segundo tampoco. Porque, aunque haya una verdad judicial, la sentencia que le condenó no dice la verdad. (…) Así, pues, en el caso del general Rodríguez Galindo y del coronel Ángel Vaquero, la sentencia que dictaron los jueces no se ajusta a la verdad.

Mercancías taradas

La historia, como hemos visto, y la experiencia, como la estamos viviendo, nos demuestran que la cruzada contra la corrupción, contra el mal, tiene, además de su filo justiciero, un segundo filo en el que se condensan las pasiones y los intereses de sus instigadores y sus ejecutores. Atento a esa realidad, Tzvetan Todorov escribió en Memoria del mal, tentación del bien (Península, 2002):

El mal no es una adición accidental a la historia de la humanidad, de la que podríamos librarnos fácilmente; está vinculado a nuestra propia identidad. Para apartarlo habría que cambiar de especie. (…) La búsqueda del bien, en la propia medida en que olvida a los hombres que deberían ser sus beneficiarios, se confunde con la práctica del mal. Los sufrimientos de los hombres, incluso, proceden más a menudo de la búsqueda del bien que de la del mal.

Desde Savonarola hasta el Che Guevara, sin olvidar a sus imitadores, discípulos y secuaces, proliferaron los cruzados de la justicia y la igualdad que sembraron el mundo de cadáveres. En una escala mucho más modesta, asoman en España autoproclamados modelos de virtud cívica que se ensañan con aquellas instituciones que –como la Corona– todavía sostienen, precariamente, el andamiaje de nuestra sociedad abierta. Los demagogos pseudoizquierdistas, los antisistema nihilistas, los paleorrepublicanos irredentos, los secesionistas retrógrados, ofrecen sus mercancías taradas en el mostrador de la crisis. Sus pretendidas panaceas son veneno puro. Volviendo a Todorov:

Lo contrario del mal no es forzosamente un bien; puede ser otro mal.

O, para decirlo en el lenguaje del pueblo: Es peor el remedio que la enfermedad.