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Manuel Vicent

Los espejos de la memoria

Coloquio Vicent • Cruz • Sánchez Harguindey
Imagen Eva Sala

Manuel Vicent es un escritor clave de la literatura española reciente. Su trabajo narrativo utiliza la memoria personal como herramienta, haciendo saltar por los aires las fronteras entre realidad y ficción, recuerdo e imaginación. Al mismo tiempo, Vicent ha desarrollado una labor periodística profundamente renovadora, lúcida y libre. La historia política y cultural de las últimas décadas sería incomprensible sin algunas de sus crónicas y reflexiones. En 2010 recibió la Medalla de Oro del CBA y, tras la ceremonia de entrega, mantuvo una conversación con los también periodistas Juan Cruz y Ángel Sánchez Harguindey.

LITERATURA Y MEMORIA

ÁNGEL SÁNCHEZ HARGUINDEY: En León de ojos verdes describes a una serie de personajes del Benicássim de 1953. Me parece un ejemplo paradigmático de tu uso literario de la memoria, una memoria por la que ha pasado el tiempo y que empieza a mitificarse, a mezclarse con la imaginación. También de tu renuncia a la fantasía.

MANUEL VICENT: La fantasía no se afinca en la realidad, es volátil, es etérea. En cambio, la imaginación es parte de la observación de la realidad. Todos los genios, todos los que han inventado algo, desde la escoba hasta la célula artificial, han observado primero la realidad y a partir de la realidad han echado a volar la imaginación y de ella han sacado consecuencias. Han imaginado la forma de hacer soportable esta vida. Para inventar la fregona fue necesario que alguien se fijase en que las mujeres limpiaban el suelo arrodilladas e imaginar que eso podría solucionarse. Si hubiera fantaseado, hubiera sido un escritor de cuentos orientales.

JUAN CRUZ: Hace diez años, en un momento de hastío por la situación que estaba viviendo este país, dijiste que si se consolidaba la oscuridad a la que parecíamos avocados, darías por terminada tu larga excursión por la Meseta. ¿Cómo ha sido esa excursión?

VICENT: Vine a Madrid huyendo de Valencia. Al terminar la carrera de Derecho, todos mis amigos se encerraron a estudiar para notarios, registradores y yo me encontré solo en la calle sin saber qué hacer y me vine a Madrid a ver qué pasaba. Vine de excursión, una excursión que ha durado cuarenta años. Todavía me siento como un excursionista. No conozco a nadie que quiera morir en Madrid. Todo el mundo dice: cuando muera, que me lleven a Cádiz, a Pontevedra, o a Bilbao... Lejos de aquí. En Barcelona hay gente que quiere morir en Barcelona, lo mismo en Valencia y no digamos en Bilbao. Sin embargo, nadie tiene entre sus proyectos morir y ser enterrado en Madrid. Esta es una ciudad para vivir y para estar vivo, es un campamento al que la gente viene de paso y deja unos rescoldos, unas señales. Es una ciudad porosa. Ese es el espíritu de Madrid.

CRUZ: Pero, por otra parte, siempre has trabajado con tu memoria, una memoria telúrica, marítima, por decirlo así, en la que siempre está presente esa Valencia de tu infancia.

VICENT: La memoria no tiene interés si no se pudre, y lo que pudre la memoria es la imaginación. Uno escribe con materiales de deshecho. Cuando llegas a una edad y rememoras un espacio, un tiempo pasado, debes describirlo tal como lo recuerdas o imaginas en ese momento. Si después vas al lugar de los hechos, la habitación siempre resulta ser más pequeña, o la casa no tan bonita, o el pueblo un desastre... Todos los grandes han escrito sobre vivencias personales, aunque lo hayan disfrazado con otros personajes. Cualquier crepúsculo descrito, siempre será tu crepúsculo; cualquier bebida que beba el protagonista, será esa bebida que bebiste. En literatura no hay que inventar nada. Se trata más bien de desfigurar estéticamente vivencias personales, atribuirlas quizás a otros personajes. El lector nota perfectamente cuando el escritor sabe de qué habla.

ESCRITURA

HARGUINDEY: En Póquer de ases señalas que la joya literaria de Juan Benet, un autor con cierto desprecio por el costumbrismo, es Otoño en Madrid hacia 1950. Estoy seguro de que Benet consideraba que era una obra menor dentro de su producción. ¿Hasta qué punto el autor es incapaz de controlar lo que escribe? ¿Notas el descontrol sobre tu propia obra?

VICENT: Nada de eso. Creo que el arte consiste en acertar. También en saber detenerse a tiempo. Admiro que, por ejemplo, Hemingway escribiera para una revista El viejo y el mar en un par de días, o que Kafka escribiera La condena y La metamorfosis en un fin de semana. Y me digo, ¿y por qué no voy a tener yo un fin se semana maravilloso y tumbo el patito del barracón de feria aunque mi rifle esté trucado?

CRUZ: Por ejemplo, tuviste una hora para escribir «No pongas tus sucias manos sobre Mozart».

VICENT: Exactamente. Hay momentos en los que, sin darte cuenta, tocas la tecla adecuada. Escribí ese artículo prácticamente de pie mientras me estaban llamando por teléfono. Arranqué los folios de la Olivetti y los mandé pensando que habría escrito una estupidez. Pero se publicó en la revista Triunfo y al día siguiente me llamó Ezcurra diciendo que era un éxito. Había acertado.

CONVERSAR

CRUZ: Volviendo a Póquer de ases. En ese texto repasas tu encuentro con distintos personajes y dices que algunos de ellos son proteína pura. ¿Por qué? ¿Qué te interesa de la gente?

VICENT: En primer lugar, que no sea un hombre-báscula, es decir, que lo primero que te diga un amigo cuando te encuentras con él no sea «estás más gordo» o «estás más delgado». En segundo lugar, que sea un buen espejo. Cuando vas de vacaciones a tu tierra, te miras en el espejo y ves que has cambiado, porque en ese espejo todavía estaba la imagen que habías dejado allí abandonada. Cuando vuelves al cabo de un tiempo a la ciudad, te notas cambiado en el espejo de casa, porque en él estaba el rostro que habías dejado antes de marchar. Así vas envejeciendo a lo largo de una travesía de espejos. Del mismo modo, hay personas que son como espejos, donde te reflejas y te ves bien o mal. Hay espejos que te quieren y hay otros que no, en el sentido de que hay personas que de ti sacan lo mejor que tienes y otras que siempre apuestan por la parte más débil, secreta o indefensa de tu persona. Y en tercer lugar, que todo lo que diga sea interesante, que te sorprenda, que no se repita y, sobre todo, que tenga una sobremesa agradable. Como decía nuestro amigo y maestro Rafael Azcona –pura proteína– las comidas no son pesadas ni dan acidez, eso lo provocan ciertos comensales.

HARGUINDEY: ¿Qué importancia han tenido las tertulias, los cafés, en la literatura contemporánea?

VICENT: Unamuno decía que la tertulia de café era la verdadera universidad popular española, que la gente se formaba en las tertulias. Yo puedo hablar de la tertulia del Café Gijón, en la que participé durante muchos años. Nuestra tertulia estaba formada por cómicos, magistrados demócratas y periodistas. Estaba prohibido hablar de sentimientos, de la familia, de hijos, de enfermedades... Tenías que llegar tosido y llorado de casa. Y allí no se hablaba de literatura, se hablaba de política. Y se hablaba de forma desenfadada, con sarcasmo e ironía. Una vez a Eusebio García Luengo –un hombre correctísimo como un hidalgo, elegante y un poco menesteroso, muy acreditado porque había escrito muy poco y no quería escribir nada más– le pregunté : «Eusebio, ¿qué está escribiendo ahora?» «Uf, yo ya no escribo, yo desde hace seis o siete años me dedico única y exclusivamente a odiar a Camilo José Cela». A veces te planteas si no habrás perdido el tiempo en la tertulia. Francamente, no lo creo. Para mí fue una experiencia interesantísima. Ya no voy al Café Gijón porque me he negado a envejecer en público. En el Café Gijón hay muchos dibujos que algunos escritores han comentado con una frase. En uno de ellos yo escribí: «El Gijón también es una forma de envejecer». Pero envejecer de cara al público en un ventanal es demasiado.

HARGUINDEY: Has dicho muchas veces que descubriste el Mediterráneo desde Madrid. ¿Y cómo descubriste Madrid?

VICENT: Descubro Madrid cuando voy a Valencia o a Denia. Si todo el tiempo que he pasado en el Café Gijón con el puño en la mandíbula mirando por el ventanal lo hubiera dedicado a estudiar piano, sería como Arturo Rubinstein. Un día, mirando por ese ventanal, pensé: qué maravilloso sería que el Mediterráneo llegara hasta aquí. Pero también me di cuenta de que si yo quería, eso era posible. Bastaba con imaginarlo, es decir, con inventarlo.

PERIODISMO

CRUZ: ¿Cómo ejerces el periodismo?¿Qué piensas de su porvenir?

VICENT: Las tragedias griegas o las tragedias de Shakespeare son un juego de niños comparado con lo que está sucediendo ahora. Estalla un coche bomba en Bagdad que mata a cincuenta personas y, mientras las vísceras están todavía palpitantes, esa tragedia pasa al telediario, que lo reduce a tres minutos y convierte esos cuerpos en algodoncillos rosas y azules. Ficción, pura ficción. Si alguien logra describirla con la palabras precisas, exactas, y con gran estilo, no hay Shakespeare que lo mejore. Ahora el drama es real y simultáneo a la ficción.

CRUZ: Has sido un espectador privilegiado del Parlamento. Has tratado con Suárez, con González, has visto a Aznar en el descansillo de una escalera buscando una obra fatigada de Manuel Azaña, te has encontrado con Zapatero... ¿Cómo sería tu daguerrotipo de tu generación política?

VICENT: España llegó a la Transición por un equilibrio entre dos miedos: la derecha tenía miedo a la izquierda y la izquierda a la derecha. Llegó un momento en que todos decidieron empujar en la misma dirección para sacar la carreta del charco. Fue un momento maravilloso en el que fuimos la admiración de Europa. Se percibía una cierta euforia entre los españoles por haber llegado a un acuerdo para impulsar el país. Lo que ha pasado después es que, por una especie de maldición cainita, se ha vuelto al odio personal, al enemigo en vez del adversario. Esa negatividad empezó en la segunda legislatura de Aznar. Y fue extraño, porque la primera fue casi modélica. La sensación que da hoy la oposición es que no le importa que se hunda la economía si eso sirve para llegar a la Moncloa. Como aquello de Sansón que leíamos de niños en la historia sagrada: «Caiga el templo y muera yo con todos los filisteos...». Y del PSOE se puede decir eso y más. Es realmente una desgracia.

HARGUINDEY: En un perfil de Scott Fitzgerald escribes que en su tiempo había cuatro objetos paradigmáticos de la modernidad: el coche, el cine, el teléfono y el avión. ¿Qué aparatos definen estos comienzos del siglo XXI?

VICENT: Las cámaras dejaron de ser inocentes desde el momento en que un tal Abraham Zapruder, sin pretenderlo, enfocó su cámara tomavistas un día en Dallas en el momento en que pasaba la comitiva presidencial de Kennedy. Y la vida, el azar o la historia le regalaron a esa cámara un magnicidio. A partir de ese momento, no hay acontecimiento que no cuente con su propio videoaficionado: un terremoto, un tsunami, un asesinato. Algo que se ha multiplicado exponencialmente con el móvil. La cámara ha dejado de ser inocente, donde quiera que vayas hay un objetivo que observa todos tus movimientos. Por otro lado, hemos vuelto a pensar con las manos. El pensamiento humano, que salió del dedo gordo de un mono, ha vuelto a los dedos, el pensamiento digital está en los dedos. Si fuéramos condenados a llevar siempre guantes de boxeo, la cultura desaparecería. Aparatos y más aparatos pero, sobre todo, el cuerpo. Vivimos el cuerpo como aparato. Vivimos una cultura corporal. El que elevó eso a una categoría, digamos, estética fue Andy Warhol. Un día, en una de sus exposiciones, no llegaron los cuadros por un problema de transporte. La sala estaba llena gente y las paredes blancas. Y él, desde un altillo, vio a unos seres que se movían como peces de colores dentro de un acuario. Entonces pensó: realmente lo que he creado son estas criaturas. Esas criaturas que en un juego de espejos se miraban y se realizaban y existían por el hecho de mirarse. En eso consiste hoy la cultura.

HARGUINDEY: Los taurinos en Madrid estamos esperando que Manuel Vicent saque su columna antitaurina, como cada año. ¿Podrías contar el milagro del desolladero?

VICENT: Luis Carandell escribió un santoral, una vida de santos, de milagros surrealistas, y en la presentación de ese libro yo conté un milagro que me pasó a mí y que llamo «el milagro del desolladero». He de decir antes que siempre me han confundido con Carandell. Un día vino la televisión alemana para hacer un reportaje sobre la fiesta de los toros y me pidieron algunas declaraciones. Yo no suelo prestarme a esas cosas, pero en esa ocasión acepté. Quedamos en Ventas, en pleno San Isidro. Por entonces los apoderados de la plaza eran los hermanos Lozano, amigos míos. Cuando me vieron allí con la televisión alemana, me invitaron a mí y a un amigo que iba conmigo a tomar un whisky en su despacho. Después de dudarlo mucho, decidimos ir. Entramos por la puerta del desolladero, que es una especie de patio muy amplio y despejado. En ese momento, mientras cruzábamos el patio, de entre un grupo de gente de seis o siete personas, muy aficionados, se me acerca uno, se me pone a dos palmos de la nariz con cara de facineroso y me dice: «¿Tú eres ese cabrón de Vicent?» Y yo respondí: «No, yo soy Carandell». Y entonces dice: «¡Ah, hombre!» Y me dio un abrazo... Así que lo llamo el milagro del desolladero.

Póquer de ases, Madrid, Alfaguara, 2009

León de ojos verdes, Madrid, Alfaguara, 2008

El cuerpo y las olas, Madrid, Alfaguara, 2007

Verás el cielo abierto, Madrid, Alfaguara, 2005

Nadie muere la víspera, Madrid, Alfaguara, 2004

Cuerpos sucesivos, Madrid, Alfaguara, 2003

El azar de la mujer rubia, Madrid, Alfaguara, 2002

La novia de Matisse, Madrid, Alfaguara, 2001

La muerte bebe en vaso largo, Barcelona, Destino, 2000

Jardín de Villa Valeria, Madrid, Alfaguara, 1999

Son de mar, Madrid, Alfaguara, 1999

Tranvía a la Malvarrosa, Madrid, Alfaguara, 1997

No pongas tus sucias manos sobre Mozart, Barcelona, Debate, 1995

Del café Gijón a Ítaca, Madrid, Aguilar, 1994

Pascua y naranjas, Madrid, Alfaguara, 1993

Por la ruta de la memoria, Barcelona, Destino, 1992

Arsenal de balas perdidas, Barcelona, Anagrama, 1988

Balada de Caín, Barcelona, Destino, 1987

Daguerrotipos, Barcelona, Debate, 1984

Inventario de otoño, Barcelona, Debate, 1983

Ángeles o neófitos, Barcelona, Destino, 1980

El anarquista coronado de adelfas, Barcelona, Destino, 1979

MEDALLA DE ORO DEL CBA A MANUEL VICENT


14.06.10

PARTICIPAN JUAN CRUZ • ÁNGEL SÁNCHEZ HARGUINDEY • MANUEL VICENT
ORGANIZA CBA