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LOS GRANDES
RELATOS, DE JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO:
Ana Calvo Revilla
(Universidad CEU
San Pablo de Madrid)
RESUMEN
En este estudio nos detenemos a
analizar uno de sus géneros literarios predilectos de José Jiménez Lozano, el
relato y, en concreto, en Los grandes relatos (1991), una gran parábola
sobre la condición humana. Destacamos algunos rasgos constitutivos de su
escritura: la predilección por las historias y por los seres de desgracia, la
ficcionalidad, la polifonía y el dialogismo, el imaginario del escritor, la
dimensión ética de la memoria, etc.
PALABRAS CLAVE: José Jiménez
Lozano, relato, ficcionalidad, narrativa, memoria.
LOS GRANDES RELATOS, BY JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO:
THE
ABSTRACT
In this study we detain to analyze one of his Jose Jiménez Lozano's
favorite genres, the short story and, and, specifically, into Los grandes relatos (1991), a great
parable on the human condition. We emphasize some constitutive features of his
writing: the predilection for the histories and for the beings of misfortune,
the fictionality, the polyphony and the dialogism, the imaginary of the writer,
the ethical dimension of the memory, etc.
KEYWORD: José Jiménez Lozano, short story, fictionality,
narrative, memory.
El narrador es, en
realidad, muy poca cosa. Se le regala todo; sólo tiene que olvidarse de sí
mismo, ser fiel a los rostros que ve, a las voces que oye, a las historias que
en sus adentros se le cuentan; y luego levantar esa vida con palabras. Sin
dejar de advertir que, entre dos de ellas, la más humilde e inaudible es la más
hermosa y verdadera.
José Jiménez Lozano
CONTADOR
DE HISTORIAS
La producción literaria de José
Jiménez Lozano comienza en la década de los sesenta, sin dejar de producir
desde entonces frutos abundantes, que testimonian la madurez de la obra del
escritor abulense. Aunque resulta difícil la adscripción de nuestro autor a una
corriente literaria concreta, dado su interés por mantenerse al margen de
movimientos definidos, “ajeno al sentir del mundo y sus reconocimientos”
(1996a, p. 32), consideramos que una de las mejores interpretaciones que se han
hecho de su obra literaria es la realizada por José Ángel González Sainz,
cuando la encuadra bajo la designación genérica de novela esencialista (p.
143).
En este estudio nos detenemos a
analizar en uno de sus géneros literarios predilectos, el relato y, en
concreto, en Los grandes relatos, publicada en 1991 por
El título que conforma este
volumen de pequeños relatos no deja de ser significativo: Los grandes
relatos. Sin embargo, no estamos sino ante fragmentarias narraciones que
cuentan verdades sencillas, sin adorno, pronunciadas bajo un susurro, en voz
baja, que se interrumpen sin previo aviso. Y aquí radica su grandeza. Nos
encontramos ante unas historias, que se escapan de las coordenadas de espacio y
de tiempo en que fueron contadas, vistas y oídas para generar encuentros de
hombres a hombres:
Si alguien tiene dos ojos, nariz,
boca, brazos, piernas y otros músculos, lo dulce le sabe dulce, y lo amargo
amargo, se conmueve con un beso y se duele al golpe de un látigo, y la belleza
le devasta y fascina, es que es un hombre. (Jiménez Lozano, 1996, p. 42)
Consciente de que la Historia está
hecha de pequeñas historias de hombres, a lo largo de los treinta y tres
relatos que componen esta obra recupera José Jiménez Lozano el elemento
narrativo y el afán por contar historias de forma realista, sin prescindir de
elementos fantásticos o ficcionales (Calvo Revilla, 2010). Esta preferencia
marcada por el hecho de contar historias es resultado en nuestro Premio
Cervantes de su fascinación por los relatos de tradición oral, de ahí que se
pueda hablar de una reivindicación de la narratividad; como él mismo señala, la
opción por el relato responde a la concepción de la narración como el primer
modo de conocimiento de la realidad (Jiménez Lozano, 2003, p. 90).
Estamos ante unas historias contadas
desde el asombro ante la belleza y desde la fascinación por lo genuinamente
humano, con la sola intencionalidad de redimir la memoria de los pueblos y
hombres frecuentemente olvidados, como refleja en una anotación de su dietario Los
tres cuadernos rojos:
En multitud de casos, la memoria e
historia de hombres, grupos y pueblos enteros resultará ya irrecuperable. La
losa no se levantará nunca. Las víctimas seguirán por años y siglos cargadas de
crímenes, deshonradas, con su rostro horrible o ridículo, su sambenito de
maldad. Hasta que el olvido total sea más misericordioso para ellos. Y el
historiador intuye que está ante un aplastamiento en toda regla, pero ¿qué
puede hacer? ¿Dónde están los documentos para saber, reconstruir y juzgar,
reivindicar?
Sólo la narración
puede hacerlo. Incluso cuando todo ha sido borrado, cuando todo ha sido
confundido y las propias víctimas y sus descendientes carnales o espirituales
guardan una memoria culpable, el narrador puede levantar de la nada, la
irrisión y la vergüenza, la memoria verdadera, mostrar la historia de la
intrahistoria, que decía Unamuno. Tal es el poder de la compasión y de la
palabra. (p. 199)
CONSTRUCCIÓN
MIMÉTICA Y FICCIONAL: UNOS SERES DE DESGRACIA
Uno de los ejes nucleares que
confiere coherencia a toda la producción literaria, en prosa o en verso, de
Jiménez Lozano, y que vertebra este libro de relatos, es el respeto silencioso
que muestra ante cualquier ser de desgracia, ante todo lo herido y doliente que
percibe en la naturaleza humana, y que somos cada uno de los mortales (Calvo
Revilla, 2005a).
En Los grandes relatos el
escritor abulense recrea un mundo ficcional singular y propio. Interesado por
la individualidad humana, por el hombre concreto y singular que somos cada uno,
tiene una mirada amorosa hacia la precariedad y la contingencia humanas y
mantiene una actitud de admiración y contemplación ante la grandeza oculta en
el corazón humano. Sobresale a lo largo de los mismos una extraordinaria
capacidad fabuladora de historias y ficciones que invitan a tomar en serio lo
que sabemos que no lo es, pero que en el juego literario que la ficción crea
enseñan a vivir, a mirar de manera no mezquina el mundo que rodea el acontecer
diario y a contemplar con grandeza de alma la vida de otros hombres, para
aprender de ellos e identificarnos con sus anhelos, frustraciones, deseos y
esperanzas.
Atendiendo a la diferenciación
establecida por el profesor Tomás Albaladejo Mayordomo entre los tres modelos
de mundo en los que pueden ser encuadrados los referentes de los textos
literarios concretos, los seres y acciones que desfilan a lo largo de estos
relatos pertenecen al modelo de mundo de lo ficcional verosímil. La obra contiene
historias que no pertenecen al mundo real efectivo, pero que están construidas
de acuerdo con éste (1992, pp. 53-54), como él mismo manifestó en la entrevista
que le hicieron Álvaro Bustos y Jerónimo
La literatura es invención, no
pura transposición de la realidad, y ha de constituir una realidad que, si todo
se consigue, es más real que la realidad, aunque de otro modo. No hay ni un
solo personaje de mis narraciones que esté construido a partir de un solo
personaje conocido por mí, ni tampoco una historia sucedida que yo haya
contado, salvo, naturalmente, en las novelas históricas Historia de un otoño
o El sambenito” (2000, p. 4).
En Los grandes relatos, el
grado de maestría en la construcción ficcional de mundos y submundos
imaginarios determina el valor estético de este texto ficcional narrativo, del
que había hablado Wolfgang Iser (1990). José Jiménez Lozano construye estos
mundos y submundos imaginarios de acuerdo con las reglas que rigen el mundo
real efectivo, configurando artísticamente un mundo de ficcionalidad mimética;
y dentro de la clasificación que el profesor Albaladejo diseñó atendiendo a los
diversos grados de verosimilitud que pueden estar presentes en la ficcionalidad
mimética (ficción mimética con alto grado de verosimilitud, ficción mimética
con menor grado de verosimilitud, ficción mimética con bajo grado de
verosimilitud), los modelos de mundo que presenta esta narrativa breve del
escritor abulense poseen un alto grado de verosimilitud; por estos mundos
imaginados desfilan personas reales, que sueñan y desean y temen, que realizan
acciones cotidianas y encarnan a la perfección las ansias, temores y anhelos
del corazón humano; es importante subrayar el componente de realidad de las
narraciones, si atendemos a una de las anotaciones hechas por el autor en otro
de sus dietarios, en La luz de una candela:
A. se percata de que muchas
anotaciones de hechos o vivencias de Los tres cuadernos rojos han
quedado luego transmutadas en narraciones. Sí, así es. Es en esos momentos
cuando debí ver los rostros y oír las palabras, y cuando supe las historias. (p.
34)
Los personajes que desfilan en
cada uno de los relatos, como las figuras que aparecen en las estancias
holandesas de la pintura de Vermeer –que nuestro autor ha comentado–, “son
siempre retratos, aun cuando fuesen siempre imaginarios, porque tienen un yo, y
ahí están con su melancolía o su serenidad, ataviadas de éste o el otro modo,
con su tocado y aderezos” (2004, p. 61). Nosotros tampoco podemos saber la
relación de José Jiménez Lozano con cada uno de ellos, porque, en este caso,
son secretos de ánima, que, sin embargo, ayudan a entablar relaciones secretas
y a conversar en confidencia íntima y profunda en el silencio de las palabras:
Y, otras veces, tú mismo no sabes
quién es y de dónde ha venido tal personaje y tal historia, preguntas a esos
tus parientes y amigos, y a los más cercanos y a quienes te une el amor más
acendrado, y tampoco lo saben: pero están ahí dentro de ti y, cuando cuentas su
historia y son ya independientes y están ahí, en la realidad tampoco te
explican ni quizás pueden decirte de dónde vienen. Aunque tú los zarandeas y
torturas incluso, por ver si son reales, como los cartesianos hacían
inmisericordiosamente con los animales para comprobar que eran máquinas, para
cerciorarte de que no son fantoches, ni figuraciones de tu cerebro; porque
también aprendiste en casa de esos grandes que ese oficio de escritor es bien
humilde y no un taller de demiurgos y dioses: oficio de realidad y verdad, de
memoria y lenguaje, de vivir y sufrir o gozar tú, dejando de ser tú, las vidas
que narras o transparentas. (Jiménez Lozano, 2003, pp. 86-87)
Los grandes relatos de José Jiménez
Lozano, por el grado de verosimilitud que presentan y por su poderosa
apariencia de verdad, crean una fuerte ilusión de realidad; y debido al
carácter mimético de los mismos –aunque dicho carácter mimético no es una
condición de la ficcionalidad, presente también en construcciones ficcionales
no verosímiles, debidas a su configuración fantástica (García Berrio, 1994, p. 447)–,
a través de ellos experimentamos sucesos, encuentros con personas que vivimos
como si fueran casi reales:
En la reflexión sobre la
literatura, la ficción representa como uno de los elementos clave de la
estructura del hecho literario, especialmente por su capacidad de organizar la
obra literaria como representación, a causa de la conexión fundamental entre
texto y mundo que tal concepción implica. La literatura, en la medida en que es
plasmación artístico-verbal de la realidad imaginaria, no puede ser entendida
sin la explicación de la ficción, sobre la cual la Poética de
Aristóteles fundó una tradición que llega hasta nuestros días, en la que se
suceden reflexiones teóricas generales sobre la literatura con la ficción como
agente predominante. (1994, p. 436).
Los personajes, en busca de la
autenticidad de lo narrado o relatado, aluden con cierta periodicidad a que lo
que cuentan lo han visto u oído y aparecen en calidad de testigos que legitiman
la veracidad; así lo analizó Antonio Piedra:
(...) el narrador cuenta lo que ve
y oye en sus adentros, y a él le cuentan sus personajes, y su único
comportamiento es con todo eso”, y también: “el escritor, en tanto que
escritor, no tiene otros compromisos que los que le decía: contar lo que ve y
oye y sus voces le cuentan, poner una pared de cristal o, mejor, de puro aire,
entre la realidad y el lector; y escribir, por lo tanto, con palabras
verdaderas y carnales, que nombren esa realidad. Sin la mínima voluntad de
estilo. (1996, pp. 134-135)
A partir de su encuentro con seres
concretos y a raíz del desarrollo de acciones concretas, en ocasiones el
narrador aparece como protagonista de lo narrado y eso le permite expresar las
emociones y sentimientos que experimenta; así, en “El mes traicionero” –relato
que forma parte de Los grandes relatos– se cuenta:
A mí me hubiera gustado casarme
con la Zótica, si hubiera llegado al gallinero, y no se hubiera muerto. Y lo
pensaba cada vez que la veía sus ojos. Pero bien se ve que ya estaba señalada
para no llegar allí, y ni asomo tenía de pechos ni caderas ni nada: sólo ojos
que la comían toda la cara como dos carbones. (p. 17)
Otras veces, desde la memoria se
recrean y rememoran escenas de la vida cotidiana, vividas en la infancia y
recordadas en la madurez con la ingenuidad e inocencia con la que se
contemplaban de niños; en el relato “Los oficios” se narra:
Así que ahora mismo me parece
mentira que allí en el corral hayamos podido jugar a los oficios cuando éramos
muchachos, y poníamos allí las tiendas de ultramarinos, o la botica y las
tiendas de telas y la lechería, que nos parecía Arévalo de grande que nos
parecía.
Los garbanzos y
las lentejas eran piedras pequeñas, y el ladrillo molido el pimentón; o cal la
leche, y las hierbas de llantén o las acederas eran las lechugas o las berzas,
aunque a veces éstas eran de verdad: de las hojas que se quitaban y tiraban en
nuestra cocina, como eran de verdad los berros porque íbamos a buscarlos a un
regato. (pp. 22-23)
En numerosas ocasiones, son los
protagonistas de estos relatos quienes se constituyen en garantes de la
veracidad de lo recordado, no sin estar exentos del temor lógico a las huellas
que el olvido puede dejar en la vida; se percibe bien en el relato que lleva
por título “Los Episodios Nacionales”:
Yo ya le digo a usted y a todos
que esto de contar lo que pasó y de lo que se acuerda uno, o se acuerdan otros
y te espolean para que te acuerdes tú mismo, es un asunto que según se mire.
Siempre te quedas no sé cómo decir, después de haberlo contado; porque se te
olvida algo o qué sé yo (...). Siempre tienes miedo, porque es como si
anduvieses vertiendo el agua de una vasija a otra y luego a otra, que siempre
algo se pierde o se evapora o qué sé yo. (p. 64)
POLIFONÍA Y DIALOGISMO: UNA GALERÍA DE
RETRATOS EN CONVERSACIÓN
En Los grandes relatos ofrece el escritor castellano una
galería de retratos y un desfile de registros de voces, una pluralidad de voces
distintas plasmadas en la condición verbal y expresiva de los retratos de estos
seres de ficción (Bajtin 1970, p. 33); una polifonía, a través de la cual se
reconocen distintas formas de la realidad; aunque Bajtin atribuyó a la novela
la capacidad de sustituir la voz del autor por la polifonía social, en este
caso no es la voz social la que predomina sino la voz de cada uno de los
protagonistas de los relatos, a los que el autor concede una entidad propia, un
rostro propio y unos ojos y una mirada peculiar, invidualizada, sobre la
realidad que lo circunda; podríamos aplicar a los relatos de Jiménez Lozano las
palabras de M. Bajtin cuando subraya que en las novelas dialógicas, “la
conciencia ajena no se enmarca en la conciencia del autor, sino que se
manifiesta como algo puesto fuera y junto, con lo cual el autor
establece relaciones dialógicas” (Bajtin, 1992, p. 324): el autor siempre fuera
del recinto de la narración.
En esta obra de narrativa breve,
la conciencia de los personajes no se funde con la del autor ni se subordina a
su punto de vista, sino que conserva su integridad e independencia; los
personajes –seres de carne y hueso– son sujetos de su propio mundo
insignificante, sin que haya una voluntad ajena que unifique sus puntos de
vista; y en este sentido se podría decir que el mundo de ficción de Los
grandes relatos es un mundo realista –en el sentido con que Bajtin
utilizaba este término cuando afirmaba: “Yo soy tan sólo un realista en el
sentido superior, es decir, represento las profundidades del alma humana”
(Bajtin, 1992, p. 193) –, y que José Jiménez Lozano alcanza en ellos gran dosis
de realismo. Como ya dijera Bajtin –refiriéndose a las novelas de Dostoievski–
los personajes en estos relatos se presentan a sí mismos con sus actos y
palabras y ayudan a perfilar la imagen de otros personajes al referirse a ellos
en algún momento; y por este mismo motivo, adquieren un papel preponderante los
pensamientos de los personajes materializados en unas palabras que son reflejo
siempre de la conciencia de cada uno de los seres de carne y hueso que van
desfilando a lo largo de
En la narración de las vidas de
estos personajes a menudo da relevancia a aquellas experiencias íntimas, que
destacan la soledad, el anhelo de felicidad humana, de consuelo, etc.; y
proyecta a través de ellos el tema de la visión interior, de la experiencia
íntima y profunda; a través de sus voces, de la revelación de sus secretos,
deseos y miedos proyecta la pluralidad social de los conflictos de la época que
reflejan; este rasgo, junto con la capacidad de Jiménez Lozano para mostrar el
debate psicológico íntimo de cada uno de ellos, revela la presencia de los
rasgos que en el pensamiento del profesor García Berrio configuran la novela
moderna (García Berrio y Hernández, 1988, pp. 147-148).
En Los grandes relatos el
lector se asoma a la maestría del escritor abulense para penetrar en el ámbito
de la conciencia, una capacidad que se remonta a la influencia de la literatura
mística, pues como ya subrayó Américo Castro (1972), no se ha encontrado antes
de Santa Teresa de Jesús la descripción directa de los estados íntimos, de las
experiencias interiores del alma. Percibe el lector, asimismo, la existencia de
mundos y submundos imaginarios, deseados, temidos, intuidos, soñados, etc., que
configuran la ficcionalidad (Albaladejo Mayordomo, 1986); con frecuencia es la
infancia la que refleja el mundo de los sueños; cobran relevancia en el relato
“Los oficios”, que refleja los oficios a que jugaba cuando uno era muchacho (p.
22).
La realidad efectiva está presente
en la ficción, según ha señalado el profesor Antonio García Berrio, de dos
modos diferentes, pero complementarios; en primer lugar, “como conjunto de
elementos y relaciones cuya organización determina en parte la construcción
mimética”; y, en segundo lugar, “como fragmentos del mundo real incluidos en el
referente del mundo ficcional” (1994, p. 448); para hacer esa realidad efectiva
en la ficción, en varios de los relatos que configuran Los grandes relatos se advierte la presencia de personajes y
acontecimientos históricos junto con seres y acontecimientos ficcionales que
contribuyen a que el índice de verosimilitud de los mismos sea elevado, aunque
a pesar de la apariencia de realidad alcanzada no se pueda decir que pasan a
formar parte del mundo de la realidad (1994, p. 449).
Sobresalen, en algunos de ellos,
las referencias políticas y sociales, que contextualizan la acción en una época
histórica concreta, junto a seres y acontecimientos verdaderamente existentes
–el general Franco en “La chaquetilla blanca”, Eva Duarte de Perón, en “El
pájaro verde”– que acompañan a otros de ficción, apoyando e intensificando así
la apariencia de realidad de la construcción ficcional mimética. Otras veces se
contemplan alusiones y referencias explícitas a acontecimientos vividos; por
ejemplo aparecen menciones a la llegada de la televisión, el clima vivido en la
posguerra en ambos bandos políticos como se cuenta en “La purificación”; el
clima de las ferias de pueblo, el auge de los coches Serré, Renol, For y
Seiscientos en el relato titulado “El desarrollo”; o algunas costumbres que
presiden la vida de los pueblos: la de enjalbegar las casas en el mes de julio,
en “El pañuelo”; la mili, en “Los oficios”; lavar en el río la ropa, en “El
desarrollo”; estar sentada en una mecedora con las manos sobre el halda
mirando, en “
En el tratamiento de la
ficcionalidad sobresale asimismo la capacidad de movilización imaginaria del
autor (García Berrio 1994, p. 440); cada uno de los protagonistas traslada un
mundo imaginario lleno de sugerencias caracterizado principalmente por la
universalidad de los símbolos imaginarios que desfilan. Este imaginario esboza
una visión profundamente humanística, tras la melancolía y fabulación alegórica
de la propia vida (Pozuelo Yvancos, 2003, 75).
UNA
PARÁBOLA DE
La vida de los protagonistas de
estos relatos, seres normales y sencillos, se desenvuelve en un medio
socialmente insignificante, como lo reflejan las costumbres narradas, como la
de sentarse al sol, a la puerta de la casa, para dejar pasar las horas muertas,
reflejada en esta escena de “
Se sentaba como una viejecilla al
sol a espulgar lentejas o a coserse un calcetín, o simplemente con los codos
sobre las rodillas y mirando a lo lejos a ningún sito, Dios sabe dónde; así
pasaba las horas muertas. (p. 16)
Las narraciones no se limitan a
narrar las historias de Rosa, la Zótica; de D. Jacinto, el boticario; de Dª
Concha, la maestra; de D. Zacarías, el viejo médico; de
Toda la obra se transforma así en
una gran parábola de la condición humana, en su contingencia e indigencia más
profunda, sin dejar de mostrar las llagas y el fondo oscuro que late tras el
odio, la trivialidad, la banalidad, etc. Los personajes se convierten en
símbolos universales de la condición humana y modelos de humanidad; en ellos
atrapa trozos de la realidad de vidas anónimas que desarrollan grandes gestas
para salir adelante, pero insignificantes desde una concepción utilitarista de
la historia; vidas de personajes desvalidos a los que dirige una mirada
misericordiosa y a los que juzga con piedad y ternura. Jiménez Lozano, sin un
análisis psicológico ni una labor de rastreo en la complejidad del alma,
consigue dibujar y perfilar en Los grandes relatos los contornos del
rostro auténtico del hombre; encontramos las claves de sus relatos en una de
las anotaciones de uno de sus dietarios, Los tres cuadernos rojos:
La novela o el cuento son
ciertamente, antes que nada, un instrumento de conocimiento mediante un
acercamiento por los sótanos, por el lado de atrás de
Estos relatos, dada su naturaleza
breve, no alcanzan la totalidad de la realidad objetiva sino que van dando
cuenta de aspectos parciales de la existencia humana, de manera que el lector
va, poco a poco, impregnándose de la experiencia de humanidad que transmiten
con gran intensidad de vida. En la ficción narrativa realidad y apariencia
coinciden. Los protagonistas se muestran como seres de verdad, genuinos,
siempre reales en el sentido más pleno de la expresión; a veces, colocados en
situaciones de adversidad como las derivadas de las consecuencias de la
dictadura, muestran la calidad de sus vidas, como se narra en “La
purificación”:
El maestro con el que yo fui a la
escuela era de ‘los purificados’, o sea que, entonces, si un maestro o un
médico o gente de ésta habían tenido ideas, se los purificaba. O sea, que
estaban en la cárcel, o desterrados como rojos en un algún pueblo, sin
ejercer lo que fueran: médicos o
maestros, y así se purificaban o tenían ‘la depuración’ que se llamaba. O sea,
que ya pensaban y hablaban como todo el mundo, y como tenía que ser, de la
política y la religión; y luego ya se los incorporaba cuando recibían los
certificados. (p. 59).
El contacto con las realidades más
prosaicas de la existencia afirma el propio yo de los personajes, sus raíces
más hondas, y esto viene dado por la naturaleza de su ser; se ve lo que hay en
el fondo de sus almas, con sus miserias y grandezas, dureza de corazón y
misericordia, como en “La Zótica” o en “El desamparado”:
Y la gente decía que, si estaba
contenta, era “porque esa era la alegría que tenían todos los tísicos cuando se
iban a morir, y yo no podía soportar que lo dijeran, ni escucharlo”. (p. 17)
Los sentimientos y emociones se
visten de imágenes plenas de significado; la soledad, la neblina, la memoria
despliegan infinitas posibilidades de evocación sentimental e imaginaria,
vinculadas, generalmente, a campos semánticos relacionados con la nostalgia, la
tristeza, la melancolía, la ternura, la contemplación amorosa de lo real, el
sigilo ante la intimidad del corazón humano, etc.; no son infrecuentes las
ocasiones en que los retratos aparecen velados por la neblina, o en los que
éstos recrean espacios de soledad y de intimidad, tan propios de la poesía y
que reclaman asimismo la soledad de la lectura para ser recreados. Y quizá por
la reiterada aparición, aunque no obsesiva, de ciertas ocurrencias y elementos
narrativos y por el reducido número de temas que desfilan de modo recurrente,
la obra literaria de Jiménez Lozano podría venir a constituir un texto
unitario; los topoi de su invención son múltiples, aunque no nos
detendremos en esta ocasión en todos ellos: la confrontación de la humildad y
el poder, la presencia de la muerte, el silencio, el murmullo, etc.; motivos
que soportan la presencia de la amenaza del poder, la libertad como núcleo de
la interioridad del ser humano, la tolerancia como soporte de la convivencia
entre los pueblos, la ironía sobre la ciencia y las controversias filosóficas
sobre la realidad, sobre el nuevo discurso filosófico-científico, el dolor del
inocente y humillado, la trascendencia, el ensimismamiento ante lo creado, la
contraposición entre libertad y esclavitud, etc.
José Jiménez Lozano escribe sobre
los conflictos interiores de sus personajes, sobre las incidencias cotidianas,
en una búsqueda sincera de identidad que le lleva a no ocultar las
vacilaciones, ilusiones, amarguras, miedos, etc. Se percibe de modo magistral
en el relato “El Abilito”:
Pero mejor era que no se hubiera
dirigido a ellas, y que a lo mejor lo sabía, y ya no la quedaba nada por hacer
cavilando todo el día, sin dejarlo ni un momento, sobre lo que sería del
Abilito, cuando ella faltase; pensando que le llevarían a un asilo, balando
como un corderillo, cuando le separaran de su madre; diciendo ‘mamá, mamá’, día
y noche, que era lo único que sabía decir con claridad, con aquella boca
abierta y aquella lengua gorda, que casi no le cabía en ella y era la que tenía
la culpa de que el Abilito babease. (p. 58).
A través de la ficción artística
de estos relatos, el lector reconoce las experiencias históricas más cruciales,
aquellas que llegan a la radicalidad de su ser, en definitiva, a la afloración
de las vivencias íntimas, y, por ello, Los grandes relatos aparecen
impregnados de raíces cristianas fuertes y de referencias a acontecimientos
religiosos que atraviesan y marcan la historia de los pueblos (Calvo Revilla,
2005); unas veces se trata de referencias a los tiempos litúrgicos como
Se alcanza en Los grandes
relatos una perfecta combinación de historicidad y ficción, un ensamblaje
que facilita al lector el reconocimiento de un mundo referencial próximo; a
partir de la realidad objetiva, y mediante un proceso de ascensión semántica,
se construye la realidad literaria ficcional, la cual presenta una tendencia
tan fuerte a la representación fantástica que absorbe en su totalidad al
referente real, haciendo de la totalidad del relato un mundo ficcional (García
Berrio, 1994, p. 452).
ANDADURAS
DEL DESPOJAMIENTO
En estas piezas cortas, que son
cada una de estas visiones de un mundo contemplado con calma y reflexión, sigue
Jiménez Lozano la andadura de la mística por los caminos del despojamiento y la
búsqueda de las cosas esenciales. El sentir del autor expresado en La luz de
una candela: “La conciencia
de que no coinciden apariencia y realidad última de lo que es, de modo que cabe
el presentimiento de que al final pueda tener sentido la lucha por la justicia”
(1996a, p. 13), está presente en el mundo narrativo de Los grandes relatos. Contemplación y literatura se dan la mano en
perfecta simbiosis, como ya hicieran San Juan de la Cruz o Santa Teresa de
Jesús. Dentro de este mundo ficcional, la temática religiosa y trascendente es
central; la espiritualidad y religiosidad latentes van impregnando los
caracteres y los anhelos del corazón de los personajes; sin apelar a
reflexiones metafísicas late en todos ellos la noción de trascendencia. Y el
lector acude a estas narraciones como accediendo a través del cristal de una
ventana a la intimidad de un hogar o los recovecos del alma; como bien ha
señalado J. A. González Sainz, la literatura de Jiménez Lozano debe ser
entendida “como una apelación en toda regla a la definitividad y unicidad de la
realidad y la historia, como una impugnación de la excluyente opacidad de los
hechos de la realidad histórica, de su irreversibilidad y absolutismo, del
hecho de que no haya más cera que la que arde, de que esto sea todo” (1996, p. 143).
Los grandes relatos se entienden
bien desde la admiración y los lazos estrechos que el escritor entabla con
Pascal; halla como él, en el ámbito de la abadía de Port-Royal, el clima de
austeridad que preside su narrativa. Estas narraciones breves manifiestan la
debilidad del escritor por la miseria e iniquidad humanas, camino pascaliano
que también le conduce a Dios. Encontramos en ellos lo que el filósofo francés
había denominado esprit de finesse (en oposición a esprit de
géométrie): la capacidad de captar en su singularidad la compleja realidad
humana con un hondo sentido del matiz, del detalle aparentemente insignificante
que encierra riquezas insospechadas. Con la concepción pascaliana del espíritu,
desde el amor se aproxima a la memoria de los seres que vivieron y que lo
habitaron, y penetra en el hontanar del alma. La presencia de la muerte y de la
indigencia humana también pone de relieve el sentir pascaliano al considerar
que desde el reconocimiento de la miseria se puede declarar la grandeza hombre
por encima de lo creado. La muerte, vista con normalidad y sosiego, es reflejo
fiel de la concepción del tiempo para nuestro autor cuando señala en uno de sus
diarios, en Segundo abecedario, “lo específico de la mirada cristiana
del tiempo es que éste es corto, y no vuelve: la puerta se cierra” (1992, p. 23).
Y aparece la muerte como camino abierto a la esperanza humana, pues sólo ella
“nos revela el valor más escondido de cualquier hombre” (1992, p. 61).
La grandeza de Los grandes
relatos es tan intensa como breve. Prescinde de lo anecdótico y superficial
para penetrar de golpe, pero con delicadeza extrema, en las más hondas
profundidades del alma humana, rescatando lo más plenamente humano,
redimiéndolo de su aparente debilidad y fragilidad, de su miseria humana,
moral, para manifestar la grandeza del ser del hombre. Si no podemos hablar de
una prosa mística en esta obra, sí se perciben elementos que configuran una
dimensión religiosa de la vida, en la que la realidad del mundo exterior, de lo
humano y lo terreno en todos los ámbitos, no queda anulado sino elevado a altas
cimas de dignidad humana; se resuelve en reminiscencia, en imagen plástica,
bajo la que se entreve la esencialidad religiosa; con estos relatos ficcionales
–como en éste que lleva por título “Las manos de los poderosos”– ofrece el
escritor castellano una forma de reflexión crítica sobre la propia vida, que
interpela al lector y magnifica los deseos de trascender una vida que se
presenta limitada:
Que lo examinas bien y ¿cuánto
vive un pájaro? Bien poquito. Aunque te parece que tendrían que ser eternos,
cuando los ves volar o están picoteando en el prado. ‘¿Y nosotros mismos? ¡Si
pasamos como una figuración y un
viento!’. Y que me fijase en mi padre mismo: ‘Nos casamos en vísperas de
la Ascensión, tú naciste el día siguiente de San José del año siguiente, y ese
mismo año, en julio, ya estaba tu padre muerto’ Se ponía muy seria mi madre y
decía: ‘Como un vuelo de pájaro es la vida, o como la sombra que hace una vela,
subiendo por una escalera, que ni siquiera se está quieta. (pp. 80-81)
En el relato “El mes más
traicionero”, el narrador ofrece una visión retrospectiva de su vida, anclada
en unos recuerdos presididos por la muerte del padre y por la vivencia de
Si Dios mismo murió, ¿cómo no
vamos a morir nosotros?”, o para acoger en su seno a sus seres queridos:
“¡Anda, anda, calentaos un poquillo!, decía mi madre, antes de golpear en
ellos. Y poníamos allí nuestras manos ateridas un instante y luego nos las
frotábamos muy fuerte, y mi madre nos las ponía entre las suyas. (p. 10)
En “El pañuelo” son las
fotografías las que sirven de vehículo transmisor de los recuerdos; al hilo de
las fotografías se ofrecen datos relativos al padre fallecido –“cuando estaba
sirviendo en el ejército en África” (p. 13), o “cuando estaba haciendo las
oposiciones para el ferrocarril en Madrid” (p. 14) –, a su abuelo cuando estaba
sirviendo como cochero en casa de doña Luz, la Mensajera, y a la muerte de su
madre:
Hasta que luego ya cuando mi madre
murió, dice mi hermana Rosa que, cuando deliraba, ya casi en la agonía, la
brotaba la obsesión de cuando enterraron a mi padre, no sabíamos bien dónde de
seguro, y decía que ni siquiera le pusieron el pañuelo que ella llevó para que
le cubrieran los ojos. (p. 15)
En algunos relatos como “La
Zótica”, es la muerte la que pone término a los anhelos del corazón humano,
enamorado en esta ocasión de una chica de diecisiete años, débil, huérfana de
madre, analfabeta y tísica:
A mí me hubiera gustado casarme
con la Zótica, si hubiera llegado al gallinero, y no se hubiera muerto. Y lo
pensaba cada vez que la veía sus ojos. Pero bien se ve que estaba señalada para
no llegar allí (...). (p. 17)
La muerte aparece como la realidad
que se lleva a ricos y pobres, a todos los hombres, al margen de la condición y
situación social; así en “La Chaquetilla blanca”, es el ministro quien “tenía
un brazalete negro, en un brazo; pero eso extrañó menos a todos, porque
entonces había mucha gente que guardaba así los lutos, porque casi todo el
mundo tenía un muerto por el que llevar luto, y si se le guardaba luto en el
traje entero de negro, pues todos juntos los españoles hubieran parecido como
una bandada de tordos cuando cae sobre un sembrado.” (p. 21)
En el relato “Los oficios” el
narrador contempla la infancia con la visión que le otorga el paso del tiempo
cuando cambia la perspectiva de lo que siempre se ha visto; la muerte se
presenta, inesperada, con toda su dureza y crudeza a través del personaje de
Rosarito, en el relato “La estepa rusa”:
Hasta que, de repente, un día, la
Rosarito que estaba de compra en la botica y yo la daba siempre un poco más de
tomillo o hierbabuena que a otras, porque la gustaba mucho cómo olía y ella no
tenía huerto en su corral, cuando estaba diciendo que no podía pagar porque a
su marido le habían fusilado y tenía que dar de comer a cinco bocas, se echó a
llorar de verdad (...). (p. 99)
O aparece vinculada a hechos que
han marcado la historia de España, como a la “llegada de los rojos” en el
relato “Los preparativos”.
Y entonces una tía mía, que tenía
unos cuantos duros de plata guardados en la cómoda o en otra parte dijo
también: “¡Preparaos, que tenemos que irnos! Que, si vienen los rojos, a mí me
quitan los duros y me fusilan; y a vosotros también, que sois mi familia”. (pp.
113-114)
En Los grandes relatos todos
mueren; la muerte le llega a seres débiles, “marcados”, como al pobrecito
fraile Antonio en “El desamparado”; al pobre de pedir, Pedro, en “Don
Tucídides”; o a
En algunos relatos, como en “El
concurso”, o en “La estepa rusa”, la muerte se presenta inesperada, con
desgarro y dureza:
Íbamos a enterrar a un hombre
pobre, que era muy joven y se había caído de un andamio, y cuando ya llegó el
médico estaba agonizando, que no se podía haber salvado, dijo. Y su mujer no
quería enterrarle, porque no se quería separar de aquel cuerpo. Se había casado
en noviembre, y ese día de los Santos Inocentes ya estaba allí muerto. (p. 99)
En “El señor Torres” la muerte
avanza a pasos silenciosos, sigilosos, apenas perceptibles, pero muy cercanos (pp.
128-131); y también muestra su rostro veladamente a través de la caducidad que
llega también a todas las realidades creadas, en “El mes traicionero”: “Me
acuerdo yo de haber visto las flores de los almendros convertidas en cenizas
(...)” (p. 9); o en “El reloj”:
Y que dijo el peregrino que esas
manchas eran de la arenilla y el polvillo que caían de los días y las horas y
los años, al mezclarse con el aceite y, sobre todo de tantas tres de la tarde
que el reloj se había comido: la hora más amarga, cuando murió Nuestro Señor;
que algunos relojes la sentían mucho esa hora y, con los años, ya se negaban a
darla. (p. 96)
Otras veces Jiménez Lozano alude a
la muerte a través de la mortaja en “
La muerte ocupa un lugar destacado
en el relato “El grajo”, un relato cargado de simbología y de misterio. De los
treinta y tres relatos de que consta Los grandes relatos, solamente se
elude esta realidad que acompaña la existencia humana en nueve relatos: en “Las
gafas de leer”, “La purificación”, “La Sulamita”, “El desarrollo”, “El
aparato”, “El dominante”, “La luz del alma”, “El molino” y “El espejo”.
Algunos de estos relatos
constituyen una reflexión sobre el paso del tiempo y la soledad; otros, sobre
el sentido de la vida y de la muerte, con un cierto tono metafísico, que no
domina la narración debido a la cotidianeidad de lo narrado, recordado o
evocado; uno de los elementos de comparación más evocadores lo hallamos en la
figura del gorrión, sujeto como el hombre a la manipulación, en manos de
cualquier poder, y susceptible de ser tratado violentamente; así aparece en el
relato “Las manos de los poderosos”:
Esto es lo que siempre he oído
decir, y es la mayor verdad del mundo: que Dios nos libre de una muerte
repentina y de las manos de los poderosos. Porque esto es como cuando cae un
gorrión en manos de algunos desalmados: le meten un alfiler en la cabeza o le
despluman vivo; o como los que van de caza por gusto de pasarlo bien y de matar
o ser poderosos con los animales indefensos. (p. 80)
Con una mirada profunda transporta
el escritor al lector al mundo de los anhelos y realidades eternas, plantea con
sencillez y mirada ingenua temas radicales en torno a la fugacidad de la vida y
la llegada inesperada de la muerte y, con gran eficacia apelativa, suscita en
las disposiciones espirituales e íntimas del lector el deseo de emular una
conducta o despierta la capacidad de asombro; la palabra y el estilo se
convierten en fiel reflejo de su actitud ante la vida, de su modo de mirar y
contemplar lo humano, de su búsqueda de la expresión de lo inefable; y ante la
insuficiencia del lenguaje recurre a los silencios, a los inusitados matices en
la adjetivación.
Los grandes relatos ofrece rendido
homenaje a la sencillez de la vida y de las cosas, ante la cual ofrece también
una actitud de rendido respeto a través del silencio, otro de los leitmotivs
más destacados y escenario habitual en el que transcurre la vida de unos seres
olvidados, como éste de “
En el silencio se disfruta con
frecuencia del arte de
O que habían cerrado las maderas
del balcón, porque a lo mejor tenía que levantarse, aunque ya no se levantaba
ni podía levantarse, decían, o que tuviese el vómito de sangre. E íbamos y
veníamos de puntillas por la calle, y todo el pueblo estaba silencioso, que se
oían las pisadas ya a esas horas de la noche, aunque estuviese la gente fuera
de las casas tomando el fresco como si fuesen la una o las dos y todo estuviese
desierto, y lo mismo se oía: con la misma soledad, el ladrido de un perro, que
en seguida se callaba, luego. (p. 53)
O cuando es preferible no hablar para no hacer
daño; está muy bien narrado en “El pañuelo” (p. 15). Los grandes relatos
invitan al silencio, a la búsqueda de espacios de reflexión, de momentos de
evasión, de fuga y huida del trasiego; un silencio que habla y que se escucha,
de ahí que su lectura necesite la soledad callada como escenario desde el que
se haya de producir el encuentro con lo más profundamente humano. El origen del
silencio se encuentra, no pocas veces, en la actitud y respuesta inefable ante
el sufrimiento humano, ante lo trágico; como ha señalado el propio autor, “si
lo trágico resulta indecible, estaban los silencios, tanto de las víctimas como
de los verdugos; y también había que aprender a distinguirlos” (2003, p. 89).
Las fuentes de su aprecio hacia el silencio –concebido como el destino de toda
escritura, con el convencimiento de que la nada, lo no pintado y esculpido
ofrecen una soberana belleza–, hay que ir a buscarlas “en Rothko, en Pascal, en
Juan de la Cruz, en Bernardo de Claraval y su odio a la figura, en el arte
islámico, en la poesía que se va oscureciendo y sólo deja agujeros como en
Francisco Pino” (1996a, p. 37). José Jiménez Lozano busca en el silencio la
hermosura, la sencillez de corazón, la presencia del rostro humano, de “yoes”
en la literatura y en la historia de cada uno de nosotros.
Uno de los relatos, el que lleva
por título “Los Episodios Nacionales”, ofrece en distintos momentos las claves
de este silencio, el respeto a la interioridad de cada alma, que impone como
actitud digna la memoria de las cosas como realmente sucedieron, sin
interpretaciones ni tamizaciones subjetivas que acaban deformando la veracidad
de lo narrado:
(...) pero aquí no hay trama
ninguna en lo que cuento, porque nunca sabes la trama y sólo Dios en el Juicio
Final, si le hay, la descubrirá; y si no, pues ¿qué le vamos a hacer!: la
tierra se lo tragará todo y nos quedaremos sin saberlo. No sé yo. Pero, por eso
mismo, cuento yo las cosas, ¿no? Te parece que viven, otra vez los
protagonistas, y los está viendo, y lo que les pasó o a ti te pasó con ellos; y
ahora, que están muertos, como si se agarrasen a ti para que cuentes esas cosas
y volvieran a vivir. (p. 66)
Y más adelante: “Bastante misterio
tienen las personas como para, encima, andar con madejas y tramas o episodios
nacionales, ¿no?” (p. 67). La presencia del silencio es recurso intencionado,
camino del que se dispone para penetrar en lo más íntimo del corazón humano:
(...) hay tanto ruido en este
mundo, que su superabundancia misma produce silencio, o la conciencia de la
necesidad de silencio, y ahí los hombres se encontrarán con lo más
profundamente humano y, como dirían mis amigos ‘mesieurss’ y ‘mesadmes’de
Port-Royal, con el Deus absconditus. (Piedra, 1996, p. 136)
Por esta fidelidad a la verdad y
por el respeto a la conciencia, gran parte de los relatos rinden homenaje a la
memoria, sustrato de la vida del hombre y de la literatura, y eje de la narración,
que proporciona el esqueleto de algunos de los relatos y constituye el eje
argumental de los mismos; mezclados los elementos históricos y ficcionales, el
sustrato memorístico (unas veces histórico –y entonces marco social en el que
se sitúa lo narrado– y otras veces ficcional) se convierte en el material
narrativo por excelencia a través del cual reconstruye el narrador de modo
evocador los anhelos humanos con toda su capacidad de belleza, de bondad y de
misterio. La memoria se convierte en el marco estructural de la obra.
DIMENSIÓN
ÉTICA DE
Y aparece así otro de los rasgos
que preside la ficcionalidad de estos relatos: la dimensión ética de la memoria
que transmite la realidad con veracidad, por encima de cualquier otro tipo de
intereses:
Bastante misterio tienen las
personas como para, encima, andar con madejas y tramas o episodios nacionales,
¿no? Nada de esto, sino sólo lo que pasó a cada uno, como el agua clara o pan recién
hecho de los de antes, que con un currusco o cortecilla te bastaba, y era lo
mejor; mejor que la torta y todos los otros ringorrangos para sacar cuartos y
como si se quisiera disimular que el pan es pan, la única verdad del mundo, que
es lo que tienes que contar y acordarte de los muertos; y sólo por esto, y
porque te revives siempre recordando como si estuvieras bebiendo en un
manantial, sigo yo contando todas estas cosas. (p. 67)
Una memoria a través de la cual
serpentea la memoria colectiva de un pueblo, con su idiosincrasia propia. Son
muchas y variadas las historias recreadas: los recuerdos de infancia de una
Semana Santa nevada en “El mes traicionero”; a través del recuerdo prima e
interesa mostrar a la luz la grandeza de la debilidad, la riqueza de la
indigencia, la ternura de lo débil y pequeño, como muestra en el retrato lleno
de bondad de corazón de El Abilito: “Pero el Abilito, el pobre, abría la boca
un poco, y decía: ‘ji, ji, ji’, y se le caía un poco también la baba, cuando
hacía ji, ji, ji.”(p. 56). O, como nos cuenta en “El desamparado”: “¿Adónde
andará el pobre Antonio, el fraile? ¿Os acordáis de él? Estaba marcado, y
terminará mal en este mundo’. Siempre decía lo mismo, y que nadie podría decir
nunca nada malo de él, pero que era un desamparado, uno de esos seres.” (p. 39)
Los relatos ofrecen una visión
unitaria y congruente del mundo, de ahí que los motivos y los temas parezcan
repetirse y entrelazarse unos con otros, al servicio siempre de una visión
humanizadora de la familia, del hombre, de las relaciones sociales. La unidad
de los relatos proviene de esa unidad de mundo: se articula plenamente la
palabra con el mundo reflejado; el narrador recrea los personajes y su historia
con cierta ingenuidad, ternura, suavidad; no de un modo directo, sino velado,
como el velo de tristeza que tenía el Abilito en su cara (p. 57); y esta
descripción se ofrece desde una óptica positiva y esperanzadora, hallándose la
clave de estas ilusiones en la bondad de la mirada con que el narrador percibe la realidad; a diferencia de otros
autores que han escogido como escenario el abandono de los pueblos, etc.
Personajes buenos, de corazón magnánimo, que saben enternecerse ante la miseria
humana y que frenan de este modo cualquier posibilidad de frustración, amargura
o desesperanza. Una concepción antropológica profundamente humana, una visión
del mundo y de la naturaleza profundamente humana y cristiana.
Con el dedo en la llaga de las
miserias humanas (la enfermedad, la pobreza, etc.) Jiménez Lozano profundiza de
manera magistral en los caracteres de los personajes; de ahí que la aparición
de nuevos personajes y el desfile de rostros variados no se corresponda con la
variedad de la acción, que se sucede con la tranquilidad de un pueblo
castellano, en unos espacios abiertos, diáfanos, claros, sencillos, llenos de
nitidez y de realismo.
En Jiménez Lozano todo parte de
las historias individuales, de las zonas de vivencia interior; porque incluso
cuando en su prosa alude a realidades ajenas a un proceso de interiorización,
por tratarse de referentes no espirituales (animados o inanimados), éstos son
convocados desde esta perspectiva; y el contacto con las realidades físicas y
sensibles no dilapida esa riqueza interior, sino que la manifiesta; de ahí que
otro de los rasgos configuradores de la ficcionalidad de Los grandes relatos
sea el acercamiento a la naturaleza, a los ambientes sencillos, rurales,
con una contemplación propia de un miniaturista que se recrea en el detalle
minúsculo. Una presencia de la naturaleza que evoca la admiración por otro de
los místicos castellanos, Fray Luis de León, y, como él, Jiménez Lozano la
contempla no con la fría mirada de un naturalista sino con amor y regocijo, con
minuciosidad; con frecuencia el paisaje se carga de sentido trascendente y se
convierte en el punto de referencia necesaria para establecer una comparación
que defina la esencia de lo relatado, como en “
En “
Todos en el pueblo sabíamos que
iba a morir porque tenía vómitos de sangre, y estaba muy pálida y delgada, y
con aquel vestido blanco que se ponía, cuando andaba de un lado para otro en la
habitación, parecía como una pluma que se la llevase el aire, de lo poco que
tenía que pesar: como un pájaro, decían. Y entonces, decíamos en voz muy baja
si ella sabría también que tenía que morir. (p. 52)
Otras veces son los animales los
que comparten el anhelo de esperanza humana de los protagonistas de estos
relatos, como “En las manos de los poderosos”:
“¿Por qué tendrá que ser así la
vida?”, decía también mi madre. Menos mal que, otras veces, estás en la gloria
viendo volar a un milano o a un águila, o a las palomas mismas como un
resplandor de luz, aunque esté nublado el sol; o ves las perdices con sus
antifaces en los ojos, y la corbata o las patas: como si llevasen un chal y
zapatos rojos como las muchachas: se te olvida el mundo entero. (pp. 81-82)
El recurso a los animales como
término de comparación y fuente de conocimiento es frecuente en la literatura
sapiencial, y es recurso frecuente en Los grandes relatos: “Que fueron
dos corderos de un golpe, y dos seres indefensos,
En “El pájaro verde” siente, como
su amo, los ánimos propios ante un cambio de tierras y de ambiente, la
extrañeza de la tierra que lo vio nacer, compartiendo los sentimientos y
añoranzas humanas:
Pero de momento, no: estaba como
amorrugado e indiferente; como si extrañase la tierra o qué sé yo. Y eso que le
pusimos, cuando nos lo trajeron, en su jaula bien limpia, en el huertecillo,
entre sol y sombra por donde la higuera clareaba o debajo de la parra; y al
principio con medio pueblo y toda la chiquillería mirándole, y él mirándonos a
todos con aquellos ojos redondos como un aro amarillo, que hasta el gallo y las
gallinas se quedaban parados, como ensimismados, mirándole también, y lo mismo
los gatos que comenzaban a dar vueltas, pero recelaban y al final le dejaron en
paz. (p. 44)
Este sentido trascendente del
paisaje hace que sean las claves alegórico-simbólicas aquellas que lo
espiritualizan, como en estas descripciones de “El mes más traicionero”: “todo
estaba blanco por la escarcha como un sudario” (9); “(...) y una helada la
noche del Jueves al Viernes Santo, con una luna alta y reluciente como un
hacha, que parecía el mes de enero”. (p. 9)
Sobresale en Los grandes
relatos el cultivo de la estética de lo humilde. El afecto que siente hacia
los personajes y el mundo que los rodea puede dar explicación de la sencillez
que impregna su lenguaje; a través de lo narrado, con mirada profunda y palabra
certera, fija el instante, capta la esencia del momento, lo invisible, detiene
el tiempo y rescata la belleza que late en lo perecedero y caduco. Sus relatos
son bocanadas de belleza, de bondad, de ingenuidad, de felicidad, de gestos
entrañablemente humanos en la cotidianidad de
La opción estética que el narrador
de esos sucesos hace, al seleccionar la realidad del tal modo, es obviamente la
de lo pequeño y socialmente insignificante frente a lo majestuoso y faraónico;
la de la hermosura de lo humano y de lo que significa vida frente a lo que está
construido, y, aunque resulte hermoso, es algo mineral y muerto, o puede en sí
ser anquilosado (2003, p. 90)
En Los grandes relatos se
alcanza, en medio de las realidades más sencillas y cotidianas –pertenecientes
al ámbito de la realidad física y corpórea– la sublimidad estética que ya
definiera Pseudo-Longino, cuando expresaba que “lo realmente sublime da
abundante pábulo a la meditación; las sensaciones que despierta resultan
difíciles, qué digo, imposibles de resistir, y dejan en el recuerdo una huella
profunda e imborrable” (VII, p. 3); y a partir de las peculiaridades verbales
del texto, Jiménez Lozano comunica el universo de la imaginación a través de la
dimensión semántica de sus símbolos; si entendemos la poeticidad en los
términos en que la ha definido Antonio García Berrio, como “resultado
sentimental y efecto general estético” o como “las resonancias multiformes,
sentimentales y fantásticas, de las sugerencias verbales en el poroso entorno
del silencio, las que convocan el eco inesperado, arrancado y multiplicado por
la voz o en las cavidades subconscientes, insondables e imprevisibles, de la
constitución e imprevisibles, de la constitución antropológica individual y de
las remotas experiencias en biografías profundas y latentes” (1987, p. 187),
podemos afirmar que nos hallamos ante una prosa poética, llena de resonancias
sentimentales, que configuran un mundo imaginario propio y que evocan muchas
sugerencias confidenciales en el lector; una prosa, que alcanza inusitados
matices de inocencia, de virginidad, de delicadeza, y que se convierte en
expresión de lo inefable, de lo inasible de la existencia humana.
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