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Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  n.41 Medellín ene./jun. 2010

 

La justicia económica global ante la vuelta a la economía de la gran depresión*

Global Economic Justice in the Face of a Return to the Economy of the Great Depression

 

Por: Francisco Cortés Rodas1, Fernando Arbeláez Bolaños2

1. Instituto de Filosofía

Universidad de Antioquia

franciscocortes@gmail.com

2. Facultad de Finanzas

Universidad Externado de Colombia

fernando.arbelaez@uexternado.edu.co

Medellín, Colombia

Fecha de recepción: 13 de agosto de 2009

Fecha de aprobación: 14 de abril de 2010


Resumen: En este artículo se critican algunas de las propuestas teóricas de justicia global por su incapacidad para señalar alternativas que permitan superar los agudos problemas de pobreza mundial y de aumento de las desigualdades en el mundo actual. La crítica central señala que las propuestas de justicia global, como las de Rawls, Habermas o Pogge, son insuficientes en la medida en reducen el problema de la justicia a un asunto meramente redistributivo. Al restringir el problema de la justicia a la distribución equitativa de los bienes sin considerar las causas que determinan las desigualdades sociales y las asimetrías estructurales en las relaciones de poder del orden capitalista actual, las teorías de justicia global terminan afirmando los principios fundamentales del sistema de dominación imperante. Para fundamentar esta idea los autores se basan en la literatura que sobre el tema de la crisis del capitalismo vienen produciendo autores como Michel Aglietta, Laurent Berrebi, Joseph Stiglitz, Paul Krugman y los autores franceses de la escuela regulacionista.

Palabras clave: neoliberalismo, globalización, capitalismo financiero, escuela regulacionista, justicia global, derechos humanos.


Abstract: This article criticizes some of the Theoretical Proposals for Global Justice because they are not able to point out alternatives which will enable us to overcome the pressing problems of world poverty and the increase of the inequalities of the contemporary world. The central criticism points out that the Proposals for Global Justice, such as Rawls`, Habermas` or Pogge`s, are insufficient inasmuch as they reduce the Problem of Justice to a merely re-distributive matter. By restricting the Problem of Justice to a Fair Distribution of Goods without bearing in mind the causes that determine social inequalitiesTheories of Global Justice end up affirming the fundamental principles of the ruling domination system. To base these ideas, the authors take their bearings in the literature that Michel Aglietta, Laurent Berrebi, Joseph Stiglitz, Paul Krugman and the authors of the French Regulationist School have been producing about the crisis of Capitalism.

Key words: neoliberalism, globalization, capitalism, regulationist school, global justice, humans rights.


Los profundos cambios que se están dando como consecuencia de la crisis actual de la economía mundial permiten mostrar que las alternativas de justicia global propuestas por el liberalismo contemporáneo para superar los agudos problemas de pobreza mundial y de aumento de las desigualdades son insuficientes en la medida en reducen el problema de la justicia a un asunto meramente redistributivo. Al restringir el problema de la justicia a la distribución equitativa de los bienes, como es propuesto en el proyecto cosmopolita, o a la de unos derechos humanos básicos, como lo hacen Rawls y Habermas, o al aseguramiento de unas capacidades humanas básicas al estilo de Nussbaum y Sen, sin considerar las causas que determinan las desigualdades sociales y las asimetrías estructurales en las relaciones de poder del orden capitalista actual, las teorías de justicia global terminan afirmando los principios fundamentales del sistema de dominación imperante. La alternativa de justicia global de Rawls es insuficiente porque reduce el asunto de la justicia al aseguramiento y protección los deberes negativos de salvaguardar la paz e imponer los derechos humanos y porque desconoce el entrelazamiento de las causas de la pobreza y el aumento de las desigualdades económicas con las estructuras de dominación del sistema de relaciones de poder en el capitalismo (Cortés, 2009). El planteamiento de Habermas es también problemático porque limita de manera drástica las demandas de justicia económica global en función de sostener una diferenciación de tareas de la comunidad internacional, según la cual, el problema del aseguramiento y protección de los derechos humanos por parte de la comunidad internacional no puede ir más allá de cumplir con los deberes negativos de salvaguardar la paz e imponer los derechos humanos a escala global. Habermas excluye de su propuesta que la comunidad internacional reformada se ocupe de las violaciones de los derechos humanos de origen económico. De este modo, libera a la comunidad internacional de las tareas implicadas en una nueva regulación del orden económico mundial, que se construya, por razones de justicia, en función de conseguir mejores ventajas para los países más atrasados y pobres. Esta exclusión de las violaciones de los derechos humanos de raíz económica condiciona que su planteamiento de un nuevo orden internacional sirva más para afianzar el sistema normativo que actualmente regula el orden económico mundial, que para buscar su transformación de acuerdo con las exigencias de justicia global (Cortés, 2010).La propuesta de Pogge es limitada porque favorece un proyecto redistributivo minimalista y no cuestiona las estructuras del actual sistema económico global. Pogge piensa que el planteamiento redistributivo de justicia debe ser construido de manera tal que no altere de forma radical el sistema económico global (Pogge, 2003: 204). Parte del supuesto realista de que un programa redistributivo que exija una transformación radical del sistema económico global es irrealizable. El problema es que con esta concesión al realismo termina limitando sus propias aspiraciones de justicia económica global. De este modo, aunque Pogge hace un muy agudo diagnóstico del orden mundial contemporáneo, al excluir de su propuesta la necesidad de implementar transformaciones sustanciales en la economía global, termina eximiendo a los países más ricos y poderosos de las tareas implicadas en la transformación del sistema de relaciones de poder dominante en el orden capitalista actual.

Pero, ¿es verdaderamente plausible pensar, como lo hace el liberalismo contemporáneo, que desde un punto de vista normativo, todo lo que la justicia exige de la comunidad internacional es solamente asegurar y proteger los deberes negativos de salvaguardar la paz e imponer los derechos humanos a nivel mundial y que un fin más ambicioso, como el de garantizar los derechos humanos sociales y económicos, que pueda implicar una transformación radical del sistema económico global, no puede ser vinculado a un proyecto de reestructuración del orden económico y político mundial? ¿Es posible en el marco del orden internacional actual hablar de justicia económica global? (Lafont, 2008). ¿Es viable este proyecto? ¿Intentar realizar las pretensiones de justicia global en el contexto del sistema y de la sociedad de Estados no implica, como lo advierte el realismo, entrar en conflicto con los mecanismos a través de los cuales se mantiene el orden en la actualidad? ¿Existen condiciones en el ámbito de la política mundial favorables a una propuesta de transformación de las relaciones de poder en el orden económico y político internacional en función de las pretensiones de justicia económica global? ¿Posee el sistema de los Estados la madurez suficiente como para pasar de un orden internacional de protección y aseguramiento de los deberes negativos de salvaguardar la paz y la seguridad, a un orden internacional de promoción de los derechos humanos sociales y económicos? A estas difíciles cuestiones, planteadas en esta serie de preguntas, intentaremos dar respuesta en este ensayo. Para esto vamos a reconstruir, en primer lugar, una parte de la argumentación desarrollada por Michel Aglietta y Laurent Berrebi en el libro Desordenes en el capitalismo mundial, echando mano igualmente de parte de la vasta y reciente literatura que sobre el tema de la crisis vienen produciendo los autores franceses de la escuela regulacionista. Al final volveremos sobre el asunto de la justicia económica global en el marco del orden internacional actual.

Para economistas como Aglietta, Berrebi, Krugman, Stiglitz y Henrich, y para los mencionados regulacionistas franceses, la crisis actual de la economía mundial es el resultado del fracaso del modelo de orden económico internacional que se diseñó en el Consenso de Washington por los arquitectos de la ideología neoliberal. Las reformas propuestas por los encargados del diseño de las tres instituciones que han determinado el orden económico internacional, el FMI, el Banco Mundial y los acuerdos de tarifas y de comercio de la OMC, apuntaban a crear un espacio para la proyección del capitalismo occidental en el mundo (Moellendorf, 2005).La liberalización de los mercados, la eliminación de las barreras arancelarias, la privatización de las empresas públicas, la política macroeconómica y el endeudamiento desmesurado en dólares, constituyeron algunas de las nuevas políticas, que avaladas por los economistas del FMI, permitieron crear las condiciones en los países emergentes y en los países llamados "en transición hacia el capitalismo" para acoger a las inversiones extranjeras. El FMI se convirtió, en efecto, en la institución que guiaba y protegía a los países en desarrollo, e hizo lo mismo con los países que surgieron del sistema soviético en los años 1990. El FMI fue el creador y el ejecutante de una doctrina que apuntaba a generalizar las instituciones del capitalismo occidental al conjunto del planeta. Los países del Tercer Mundo o países en desarrollo, llamados desde ese momento por los tecnócratas de la banca internacional países emergentes, fueron pues considerados como un espacio abierto para la inversión extranjera. La caída del comunismo, al disminuir la amenaza de la toma radical del poder, hizo que la inversión en los países emergentes pareciera menos arriesgada que antes. Los países emergentes fueron entonces presionados a emprender las reformas dictadas por el FMI y el Banco Mundial para acoger en forma ilimitada a los capitales extranjeros.

Antes de las reformas que arrastraron al mundo a los cambios de la economía globalizada, los países emergentes, como México, Argentina, Brasil, Corea, Filipinas, Indonesia y Bangladesh, habían sido exportadores de materias primas e importadores de bienes manufacturados. Algunos sectores manufactureros atendían a sus mercados internos, protegidos por cuotas de importación, pero estos sectores generaban pocos empleos. Los campesinos eran obligados a cultivar cada vez más tierras marginales o a buscar su sustento de cualquier manera en la periferia de las grandes ciudades del Tercer Mundo. Dada esta falta de oportunidades era factible contratar trabajadores por una miseria. Esto hizo en parte posible que desde los años ochenta los inversionistas consideraran atrayentes a estos mercados para la inversión de capital y para el traslado de la producción de algunas empresas o partes de ellas a países como México o Asia oriental. Se dieron otros factores adicionales que influyeron, como los aranceles más bajos, mejores comunicaciones, aumento del transporte; pero es indudable que uno de los factores importantes fue que para una cantidad importante de industrias los salarios bajos les daban a los países en desarrollo una ventaja competitiva suficiente para entrar en los mercados mundiales.

Ahora bien, podría argumentarse en forma válida que los tales salarios bajos habían sido siempre una característica protuberante de las economías en cuestión, sin que ello, y en contra de las predicciones de Lenin en "El imperialismo, fase superior del capitalismo", diera lugar a los procesos de deslocalización que ahora se evocan. ¿Por qué ahora invocarlos como argumento explicativo de lo atractivos que se volvieron los países emergentes para los capitales internacionales si en el pasado no habían bastado como argumento para atraer dichos capitales?

La respuesta a este asunto tiene relación con la manera en que los capitalistas de los países desarrollados trataron y lograron sobreponerse a la crisis de valorización a la que se enfrentaban en los sesenta y en los setenta. Puesto que sus clases trabajadoras habían logrado obtener los mecanismos de indexación salarial que las protegían de la ofensiva patronal sobre el poder de compra a nivel interno, la mejor alternativa consistía en deslocalizar segmentos productivos a países de bajos salarios, siempre y cuando se pudiera vender esa producción en los mercados del centro. Para hacer eso posible se promovieron las políticas de liberalización comercial. Esta respuesta tenía además de carambola la ventaja de promover la disciplina salarial en los países del centro, puesto que, al contribuir dichas importaciones a producir o a agravar problemas de balanza comercial, se convirtieron en la excusa para implementar políticas de austeridad, salarial y de gasto público.

Los países en desarrollo pasaron de vender productos agrícolas tradicionales a producir camisas, zapatos deportivos y a ensamblar carros. Por cierto, a los trabajadores en estas fábricas se les pagaba muy poco y estaban sometidos a terribles condiciones de trabajo, sin protección social ni laboral. A pesar de esto se produjo una indudable mejoría en las vidas de las personas en estos países. Al crecer la producción, creció el empleo. La presión sobre la tierra se hizo menos fuerte y se elevaron los salarios en el campo. El número de desempleados urbanos disminuyó, de modo que las fábricas comenzaron a competir entre sí por los trabajadores y los salarios urbanos comenzaron a elevarse. A comienzos de los años noventa, las tasas de interés en los países avanzados fueron excepcionalmente bajas porque los bancos centrales estaban tratando de sacar a sus economías de una recesión leve y muchos inversionistas salieron al exterior en busca de mayor rentabilidad. La inversión extranjera pasó de 42 mil millones de dólares en 1990 a 256 mil millones de dólares en 1997. Y de este gran aumento de la inversión en el Tercer Mundo participaron no solamente entidades oficiales como el FMI y el Banco Mundial, sino también la inversión privada. Y aunque puedan invocarse las bajas tasas de interés como parte de la raíz del fenómeno, la razón esencial del mismo hay que buscarla en la eficacia performativa de esa rama de la teoría económica que se denominó la hipótesis de los mercados eficientes: engendrada en 1952 a través de un escrito seminal de Markowitz ("Portfolio selection") y desarrollada con los aportes de, como Markowitz, toda una pléyade de posteriores premios Nobel de economía entre los que se cuentan Modigliani, Scholes, Arrow-Debreu y muchos otros, la hipótesis de los mercados eficientes pretendió, entre otras muchos disparates, haber demostrado científicamente los beneficios de aplicar en la gestión de portafolio ese viejo principio sabido hasta por las amas de casa de que no hay que poner todos los huevos en el mismo canasto porque corren el riesgo de romperse todos (Markowitz, 1952). El cuento fue objeto de una brizna de sofisticación estadística, pues se blandió el, apabullante para legos, concepto de covarianza de los retornos para probar que la volatilidad de estos últimos disminuía a medida que se diversificaban los activos que conformaban un portafolio.

Lo que nos interesa como argumento es señalar que la explosión de los flujos de capital en dirección a los países periféricos fue en gran medida producto de uno de los resultados alcanzados por Markowitz y sus socios; en efecto, la hipótesis de los mercados eficientes no sólo pretendió haber demostrado los beneficios de diversificar las inversiones para reducir el riesgo, sino que creyó, y con ella lo creyeron también los financieros y los responsables políticos, encontrar el límite natural a los beneficios que brindaba dicho procedimiento: diversificar las inversiones, decía la hipótesis, permite reducir el riesgo, pero un portafolio, aún si está bien diversificado, seguirá exhibiendo cierta variabilidad en sus retornos, pues dichos rendimientos se generan todos en un mismo sistema y están pues afectados por un destino común, el de la nación. Pongámosle un nombre aséptico, el de riesgo sistemático, y procedamos a mostrar que si los portafolios son capaces de fluidificar esa rigidez, anacrónico producto de la historia, que es el hecho nacional, si los portafolios se internacionalizan y pierden, para parafrasear a Alan Greenspan, su sesgo doméstico, les será posible materializar el fantasma del alma financiera: tener igual rentabilidad con menos riesgos, o, lo que es lo mismo, tener más rentabilidad con igual riesgo (Lordon, 2008). En la internacionalización de las inversiones de portafolio estaba esa tierra prometida. Los países emergentes fueron entonces presionados a emprender las reformas necesarias para acoger en forma ilimitada a los capitales extranjeros pues sus mercados de títulos tenían la maravillosa propiedad de presentar un co-movimiento de sus rendimientos respecto del movimiento de los mercados desarrollados bien inferior a la unidad, y a veces incluso negativo! Los fondos de pensiones norteamericanos o los mutual funds, que ahora concentraban la fuerza de choque fundamental del poder financiero gringo no podían verse privados de semejante maravilla. La globalización se veía como una protección del capitalismo occidental. Los países desarrollados exportaban sus capitales a las economías emergentes y las conminaban a abrirse, a liberalizarse y a realizar políticas conformes a los intereses de los inversores: rigor presupuestario y lucha contra la inflación. La globalización económica fue pues percibida como una proyección del capitalismo occidental en el mundo entero. Así, se llegó a considerar que con esta primera oleada de globalización el mundo avanzaba en el proceso de superación de la pobreza. Con la entrada a los nuevos mercados de América Latina, el sudeste asiático, la China y la India, se estaban creando millones de nuevos puestos de trabajo y entonces se pensó que así el Tercer Mundo subía un primer escalón para salir de la trampa de la pobreza. Pero este modelo unilateral de la globalización, centrado en las preferencias políticas neoliberales fuertemente respaldadas por una elite dominante, hizo crisis primero en Japón desde comienzos de los años noventa, luego en México en 1995, en Tailandia, Malasia, Indonesia y Corea en 1997, en Argentina en 2002 y en casi todo el mundo en 2008 (Krugman, 2008: Cap. 2, 3, 4, 9 y10). La crisis del modelo se manifiesta en una profunda recesión: el desempleo aumenta, las grandes empresas industriales entran en bancarrota, se cierran empresas comerciales y del transporte, el crédito bancario se paraliza, los precios caen rápidamente generando deflación y la demanda general se disminuye vertiginosamente. La economía de la depresión, es decir, la clase de problemas que caracterizaron a buena parte de la economía mundial de los años treinta, ha regresado, afirman economistas como Aglietta, Berrebi, Krugman, Stiglitz, y Rubin. ¡Y hay que creerles!

¿Cómo este modelo unilateral de la globalización hizo crisis? En el diseño de la nueva estructura económica internacional propuesta en los años ochenta en el Consenso de Washington fueron determinantes tres elementos: la transformación del crecimiento en los países emergentes, asiáticos ante todo, que convirtió a esos países en acreedores de los Estados Unidos, las transformaciones que se dieron en la organización de las empresas en los años 1980 en el seno de los países desarrollados y el proceso mediante el cual el endeudamiento de las empresas y los hogares, a través del estímulo al consumo, desplazó el riesgo macroeconómico hacia los hogares (Aglietta y Berrebi, 2007).

Comenzamos pues explicando la formación de las bases de la nueva estructura económica internacional. Hay que apreciar bien la fantástica amplitud de los cambios de la economía globalizada y la estrecha interdependencia de sus componentes. El cambio fue emprendido después de la crisis asiática de 1997 que afectó a Singapur, Tailandia, Malasia, Corea del Sur, Indonesia y Hong Kong. La competencia de los países emergentes del sudeste asiático transformó el modo de formación de precios en los mercados de bienes y de trabajo en el mundo. Esta transformación fue resultado de la respuesta de estos países a la crisis de finales de 1997. Esta respuesta al peligro provocado por la liberalización financiera salvaje y por el endeudamiento desenfrenado en dólares fue radical y le dio un giro total al conjunto de la economía mundial. La crisis de finales de 1997, duradera y estructural, de la demanda interna fue superada en virtud de una política agresiva de comercio exterior implementada por estos países, que con el fin de evitar la quiebra de las empresas mantuvieron sus capacidades productivas en forma sostenida. Endeudados en dólares, los países asiáticos cobraron consciencia en ese momento de que su desarrollo era completamente dependiente de los países desarrollados. Cambiaron entonces de forma radical sus políticas. Así, en virtud de una política agresiva en los mercados de exportación, sostenida a pesar de las presiones bajistas sobre sus precios de venta, los países asiáticos pudieron compensar la debilidad de su demanda interna por un crecimiento fuerte de sus exportaciones.[1] Es decir, para dejar de ser importadores de capitales, organizaron sus economías en torno a la exportación, y para asegurar su competitividad, devaluaron sus monedas. De este modo frenaron su demanda interna y se convirtieron en países excedentarios. Pero con esto, los países asiáticos exportaron a la vez en el resto del mundo, ese choque deflacionista, afectando en forma violenta a sus mayores competidores, como el Japón, a algunos de los países del mercado del Euro, particularmente a Alemania, y a los Estados Unidos. Los países asiáticos pudieron devolver sus deudas y ganaron su independencia frente al FMI y a sus exigencias. Eso produjo a escala mundial una presión inmensa sobre los precios de los productos y sobre los salarios. Como consecuencia de las presiones bajistas que la competencia asiática ejercía sobre los precios de venta de los productos, las empresas norteamericanas vivieron, al igual que las japonesas y alemanas, un muy claro descenso de su rentabilidad. Con la baja de precios se degrada la rentabilidad y esto empuja en forma necesaria a las empresas a aplicar una política comercial suicida, créditos a tasa cero, rebajas cada vez mayores, y lo que es más grave a la desaparición de uno o varios de los actores del sector.

Mientras que el Japón, que para entonces estaba aún enredado dentro de las repercusiones estructurales del estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera del comienzo de los años 1990, se hundió en la deflación, las empresas de los Estados Unidos respondieron continuando con unos agresivos programas de endeudamiento "para recomprar sus acciones, para aumentar los dividendos y para efectuar operaciones de crecimiento externo, únicos medios de mejorar la rentabilidad de sus fondos propios y de hacer subir las cotizaciones" (Aglietta y Berrebi, 2007: 12).[2] Pero esta política agresiva de endeudamiento, impulsada en un entorno de disminución de la rentabilidad de las empresas, desembocó en forma inevitable en una crisis financiera de gran amplitud. La política de endeudamiento de los Estados Unidos hizo viable el crecimiento de la capacidad financiera de las empresas y de los hogares. El surgimiento primero de la burbuja financiera y, posteriormente, de las burbujas de Internet y la vivienda, posibilitó aumentar en forma artificial la demanda de las empresas y de los hogares. Los hogares pudieron aumentar su capacidad de consumo y las empresas se vieron motivadas a invertir en nuevos proyectos de producción en virtud de la disminución del costo del financiamiento. Para responder a ese aumento importante de la demanda, las empresas ensancharon sus capacidades de producción, y desarrollaron nuevos proyectos, motivadas por las perspectivas de mayores utilidades. La capacidad de producción de las empresas ascendió en los Estados Unidos de un año al otro hasta 10,2%. Pero para fines de 2003 la burbuja financiera había estallado; es decir, la demanda se había contraído y esto fue catastrófico para las empresas. Cuando la burbuja se desinfló, la demanda retrocedió rápidamente, pero la oferta continuó creciendo durante un buen tiempo. Así, los proyectos que se habían concebido de ampliación de la capacidad productiva de las empresas, de nuevas fábricas y de nuevos comercios, ya habían sido lanzados y los nuevos productos que se habían diseñado ya estaban en proceso y no podían detenerse de un momento a otro pues su concepción e instalación demandan trimestres e incluso años.[3] El crecimiento de las capacidades de producción ascendió año tras año en todas las industrias, en el sector de nuevas tecnologías de la información, en el comercial y en el transporte, a partir de proyecciones de demanda optimistas que se realizaron durante los años de la burbuja de Internet de 1998 a 2000. Así como en los países asiáticos el freno de la demanda había conducido a implementar fuertes reducciones de los precios para poder sobrevivir en el mercado de exportaciones, las empresas norteamericanas, ante una reducción repentina de la demanda, entraron en una competencia feroz, la cual obligó a unas a cerrar parte de su capacidad productiva y a otras a desaparecer del mercado.[4]

Por cierto, las empresas que sobrevivieron tuvieron que aceptar fuertes reducciones de sus precios con el objeto de sostener la demanda.[5] Pero recordemos que este ensanchamiento de la capacidad productiva de las empresas se realizó mediante una agresiva política de endeudamiento. Los bancos, al ver la precaria situación financiera de las empresas, no pudieron continuar financiándolas y debieron, entonces, cerrar el crédito. Esto significó que los bancos ya no pudieron sostener más a las empresas.[6] La existencia de relaciones de largo plazo entre las empresas y los bancos, la cual es la que hace posible que las empresas consideren a los préstamos como fondos propios, se acabó.[7] De otro lado, la gran necesidad de desendeudamiento de las empresas constituyó una presión deflacionista adicional. Las empresas, sometidas a la necesidad de desendeudarse buscaron aumentar sus utilidades y esto lo hicieron bajando los precios, disminuyendo la proporción de los ingresos de los asalariados en el valor final del producto e invirtiendo las reducidas utilidades en el pago de la deuda. En suma, la disminución de la demanda doméstica en los Estados Unidos afectó entonces inevitablemente a la demanda mundial y contribuyó al crecimiento desenfrenado de la competencia en todo el planeta. En conclusión, en todos esos países golpeados por la crisis, en el Japón, en numerosos países asiáticos, en Estados Unidos, en Alemania, el resultado fue un exceso de capacidades estructurales de bienes y servicios y una disminución de la demanda. La llegada de China y de la India en el comercio mundial vino a completar el aumento de la oferta de capacidad productiva en el mundo y es así como quedó plantada la primera estructura del edificio de un entorno deflacionista.

Pasamos ahora a explicar la formación de la segunda estructura de este edificio de tan frágiles bases. Hemos visto que los excedentes de capacidad productiva que los países emergentes trasladaron a los países desarrollados provocaron que en éstos también aumentaran las capacidades de producción y presionaron a la baja los precios de los bienes manufacturados. Estos cambios estructurales, afirman Aglietta y Berrebi, no se dieron sin transformaciones en las empresas, en la repartición de los ingresos y en el comportamiento de los hogares. El cambio en la estructura organizativa de las empresas, que se realizó en los años 1980 en los países desarrollados, con más profundidad en los Estados Unidos, pero también en el Reino Unido, en Francia y en Alemania, consistió en una redefinición de los poderes de gobierno. ésta radicó en que el poder de los accionistas desplazó la estructura tecnocrática tradicional de la organización empresarial, en la cual los asalariados, por medio de los sindicatos, tenían poder de negociación colectiva. La consecuencia de esta transformación consistió en un desequilibrio de la repartición de los ingresos en perjuicio de los asalariados. La negociación colectiva de los asalariados, conseguida en gran parte gracias al peso del poder sindical, que condicionaba una repartición más o menos equitativa entre los salarios y las utilidades, desapareció. Con la llegada de la China y de la India al comercio y al mercado mundial del empleo se produjo un cambio radical de la distribución de poder de negociación entre los dirigentes de las empresas y los asalariados. "Antes, desde los años 1970 hasta el final de los años 1990, los asalariados detentaban el poder de negociación e imponían sus exigencias salariales a las empresas, las cuales, por su parte, tenían un poder de mercado suficiente para repercutir todo incremento de los costos, salariales u otros, sobre los precios de venta" (Aglietta y Berrebi, 2007: 63). Por el contrario, desde hace algunos años, la situación ha cambiado fundamentalmente: primero, como hemos visto las empresas han perdido poder de negociación como resultado del exceso estructural de la oferta de bienes y servicios en el mundo. Pero segundo, las empresas, en virtud del cambio en su estructura organizativa, tienen la posibilidad de trasladar su falta de poder de mercado sobre los asalariados, quienes como consecuencia del exceso estructural mundial de mano de obra han perdido todo poder de negociación. La influencia de los accionistas se volvió entonces determinante, hasta el punto de ser institucionalizada en un principio dominante: el de la creación de valor para el accionista o valor accionarial.[8] Las empresas obligadas a incrementar el rendimiento del capital para proteger los ingresos de los accionistas se volvieron hacia el mercado de trabajo para dirigir un ataque feroz sobre los costos salariales. "No solo la parte de los salarios", escriben Aglietta y Berrebi, "ha disminuido tendencialmente, sino además la repartición de ingresos en el seno de los asalariados se volvió cada vez más inequitativa. El valor accionarial le impone así su lógica a toda la economía. Dándole un giro de ciento ochenta grados a los poderes en el gobierno de las empresas, se lo da también a la repartición de los riesgos. En vez de que el beneficio sea la parte fluctuante del ingreso en el ciclo económico, ahora son los ingresos de los accionistas los que gozan de protección. El riesgo es arrojado sobre los asalariados por la desconexión entre los salarios y la productividad, por el desempleo y la precariedad" (Aglietta y Berrebi, 2007: 61).

La soberanía accionarial no solamente cambia las relaciones de poder al interior de la empresa, sino que también, desarticula el principio funcional de la economía de mercado de la maximización de la utilidad. La política empresarial que hacía viable la maximización del beneficio y su repartición, condicionada por reglas sociales y por relaciones de fuerza entre las partes involucradas, es sustituida por una política empresarial que lleva a los dirigentes de la empresa a maximizar los dividendos, es decir la parte del beneficio que va a los accionistas. "Ahora bien, los dividendos futuros son desconocidos, pero el conjunto de la comunidad financiera los anticipa, en el seno de los mercados bursátiles. éstos forman una opinión común sobre su crecimiento que es reflejada en el valor de mercado de la empresa, es decir, en su cotización bursátil" (Aglietta y Berrebi, 2007: 26). La soberanía accionarial cambia pues las relaciones de poder al interior de la empresa, desarticula el principio funcional de la economía de mercado de la maximización de la utilidad y hace posible que los dirigentes de las empresas, para maximizar el precio en Bolsa, se libren a manipulaciones financieras, tales como la de aumentar el apalancamiento con deuda, la recompra de las propias acciones, la utilización de trucos contables para distorsionar la información, la utilización de títulos de tasa de subasta, la distribución de stock-options y de otras ventajas desmesuradas para los dirigentes. "Es por ello que la soberanía accionarial no sólo significa la influencia preponderante de los accionistas actuales de la empresa sobre sus decisiones estratégicas, sino que traduce la sujeción de las empresas a la comunidad de todos los accionistas potenciales por medio del mercado bursátil. Para decirlo en forma breve, es la dictadura de la Bolsa sobre los fines de las empresas" (Aglietta y Berrebi, 2007: 27).

Con el cambio que la soberanía accionarial impuso en las relaciones de poder al interior de la empresa cambió también la repartición de ingresos de los asalariados. Este cambio en la repartición produjo una disminución de la parte de los salarios del trabajo no calificado de los técnicos y obreros respecto del trabajo calificado de la élite empresarial. Disminución acompañada de una precarización creciente del empleo, prohijada por un desarrollo "novedoso" por calificarlo de algún modo, de la teoría de los mercados eficientes que, al señalar como imperativo disminuir la volatilidad del resultado, sugirió a los empresarios la vía de flexibilizar los contratos laborales para alcanzar ese objetivo.

Pero el asunto está lejos de detenerse allí. En efecto, con la desregulación y con los supuestos avances de la tecnología financiera que ahora adoptaron el alias de "finanzas estructuradas", promovidas en lo esencial por los fondos especulativos que la neohabla financiera rebautizó "fondos de cobertura" (hedge funds) y que, otra vez, prometían el paraíso de mayor rentabilidad para menor riesgo, los trabajadores norteamericanos, tratados por la legislación como menores de edad incapaces,[9] comenzaron a encargarle a los hedge funds, no por voluntad propia, sino por la de su tutor financiero, un financiero, el manejo de una porción creciente de sus ahorros pensionales y de precaución. Haciendo parte estos hedge funds del "shadow financial system", asignaban con total libertad los recursos de los trabajadores en proyectos más que aventureros, entre ellos la compra de titularizaciones hipotecarias, que prometían los cañones y la mantequilla, pues eran supuestamente tan seguros como los bonos del tesoro (eso lo sostuvieron sin empacho las calificadoras de riesgo hasta bien iniciada la crisis), pero rentaban mucho más que dichos bonos. Por cierto, cabe señalar que no sólo invertían en las reputadamente seguras hipotecas. Lo hacían en opciones aún más aventureras como las compras apalancadas de empresas, las compras de acreencias dudosas, etc. (Aglietta y Berrebi, 2007: 108).El ahorro pensional colocado en semejantes vehículos!

"Desde el punto de vista de la teoría económica", escribe Fernando Arbeláez, "eso significa que ha habido una transferencia masiva del riesgo desde los capitalistas y sus representantes hacia los asalariados, desde aquellos agentes con capacidad para asumirlo hacia aquellos para quienes la materialización en siniestro de los riesgos significa la debacle personal y familiar, que acarrea la destrucción pura y simple de un capital humano en cuya construcción se habían invertido muchas vidas y varias generaciones" (Arbeláez, 2007: 33).

La consecuencia de que el gobierno de empresa evolucionara en el sentido del dominio de la soberanía accionarial fue que la élite financiera pudiera justificar cualquier remuneración de los dirigentes y de las profesiones jurídicas y financieras vinculadas a esta transformación. Y la consecuencia de esto fue una profundización de las desigualdades entre la masa de los asalariados y la limitada élite en la cumbre de la jerarquía de las empresas. "El crecimiento de la desigualdad a lo largo del tiempo es considerable. Para un periodo de 35 años que se remontan hasta el final de los años 1960, el salario real mediano no progresó sino de 11%, esto es, 0,3% por año. Durante ese tiempo, empero, el crecimiento medio de la productividad del trabajo en las empresas fue de 1,75% por año. Pero el crecimiento anual promedio de la remuneración asalariada real del centésimo de la población asalariada de ingresos más elevados fue de 2,25%. La del milésimo fue de 3,45% y la del diezmilésimo de 5,6%. El aumento del sesgo de la repartición de ingresos salariales a favor de una élite restringida en la cumbre de la jerarquía de las empresas fue, pues, considerable" (Aglietta y Berrebi, 2007: 50). Para el periodo 1989-2000, en el cual se consolidó la doctrina del valor accionarial en el seno de las empresas, el ingreso de los miembros más elevados de la élite empresarial, incorporando las stock-options, progresó en 342%, mientras que la mediana del salario fue 5,8%. La nueva estructura de gobierno de empresa le permitió así a una elite financiera, situada en la cumbre de la jerarquía profesional de las grandes empresas y de las profesiones jurídicas y financieras asociadas, apropiarse de la mayor parte de las ganancias de productividad, que la economía en su conjunto había generado, gracias entre otras cosas al aumento del rendimiento del capital originado por la revolución tecnológica. "De 1980 a 2002, la parte del ingreso nacional de los Estados Unidos acaparada por el primer milésimo de los hogares más ricos aumentó más del doble. Como era de esperarse, las inequidades patrimoniales exacerban las del ingreso. La concentración del patrimonio es extrema. Un tercio del patrimonio total del país está en manos del 1% más rico. Las grandes fortunas alcanzan niveles absurdos: 44 millardos de dólares en el caso de Warren Buffet, 46 millardos en el de Bill Gates, y 90 millardos en el de Sam Walton, el fundador de Wall Mart" (Aglietta y Berrebi, 2007: 148).

Pero antes terminar la explicación de la formación de la segunda estructura del edificio del capitalismo financiero, es importante ver de qué manera la política fiscal implementada por la dirigencia ideológicamente ultraconservadora que se impuso desde la época de Ronald Reagan a la de George Bush, fue funcional al enriquecimiento de la élite financiera y a la creación de las condiciones para el mayor aumento de sus ingresos. "En 2001 y 2003, la administración Bush fue pródiga en reducciones fiscales cuyos efectos fueron los siguientes. Para el impuesto a la renta en 2001, el 20% de los contribuyentes de mayores ingresos se beneficiaron del 94% de las reducciones. El 1% de los contribuyentes en la cima de la pirámide de ingresos capitalizó el 54% de las bajas. En 2003, el 20% de los contribuyentes de mayores ingresos acaparó 44% de la exención a los dividendos, dejándoles al 60% a los contribuyentes de ingresos medios y bajos solo el 5%" (Aglietta y Berrebi, 2007: 157). La consecuencia de esta política fiscal, que habla por si sola en relación con el enriquecimiento de las minorías más ricas, es que degradó las finanzas públicas y condujo a implementar políticas que llevaron a restringir los gastos totales del Estado, eliminando entre otros muchos programas, las subvenciones a los gastos de inversión en educación y en investigación, y los programas sociales del sistema de pensiones públicas, de las ayudas para los cuidados médicos de los pensionados (Medicare) y de ayudas para las personas de muy bajos ingresos (Medicaid) (Aglietta y Berrebi, 2007: 157).

En la conclusión de la primera parte se mostró que la consecuencia de la crisis asiática provocó un cambio cualitativo en el régimen de crecimiento de los países emergentes. Este cambio generó en los países desarrollados un exceso de capacidades estructurales de bienes y servicios. Además, la entrada de China e India en la economía mundial doblaron la oferta de trabajo global, creando un exceso estructural de mano de obra. En esta segunda parte se han mostrado los efectos del choque deflacionista proveniente de los países emergentes en los países desarrollados. Estos efectos cambiaron el modo de formación de los precios y de los salarios. La consecuencia de la transformación del gobierno de las empresas en función del principio de la soberanía accionarial, fue que sobre los asalariados recayó, en lo esencial, el peso del ajuste a las nuevas condiciones de competencia. Las secuelas fueron muy negativas para el grupo mayoritario de los asalariados: progresión muy débil de los salarios de la gran mayoría de los trabajadores, ampliación desmesurada de las desigualdades, desempleo, precariedad y bloqueo de la movilidad social.

Finalmente, vamos a explicar la formación de la tercera estructura que tiene que ver con el proceso mediante el cual el endeudamiento, a través del estímulo al consumo, desplaza el riesgo macroeconómico hacia los hogares. Es decir, se trata de ver como el capitalismo mediante este hábil movimiento hace recaer sobre los asalariados y sobre los hogares el peso del ajuste a las nuevas condiciones de competencia. Este desplazamiento provoca desequilibrios financieros no solamente en los Estados Unidos, sino también en el resto del mundo, como los que han sido aludidos con el estallido de la burbuja hipotecaria en el 2008, que anuncia la reaparición de la economía de la depresión, o como los que suponen los asimétricos flujos de capital a nivel internacional, que se materializan en unos déficits protuberantes en la cuenta corriente norteamericana, signo de un desahorro pronunciado de ese país, cuyo espejo son los superávits abultados de los países emergentes..

La tesis de Aglietta y Berrebi es que hay un nexo entre la forma de la regulación económica del gobierno de las empresas que es el capitalismo accionarial y la forma de regulación económica del gobierno de los hogares que es el capitalismo patrimonial. "El nexo entre esas dos dimensiones de la regulación económica es el endeudamiento creciente de los hogares. La viabilidad del endeudamiento se convierte en el punto focal de ese modo de regulación cuya lógica consiste en desplazar el riesgo macroeconómico hacia los hogares" (Aglietta y Berrebi, 2007: 57). La agresiva política de endeudamiento que los Estados Unidos realizó con el fin de hacer viable el crecimiento de la capacidad financiera de las empresas y de los hogares, permite diferenciar las políticas de dos de las más importantes potencias económicas mundiales en los felices noventa. Mientras que el Japón quedó atrapado en la deflación como consecuencia de las repercusiones estructurales del estallido de su burbuja inmobiliaria y financiera del comienzo de los años 1990, los Estados Unidos iniciaron un agresivo programa de endeudamiento para hacer despegar nuevamente el crecimiento de la máquina económica, afectada por el choque deflacionista proveniente de los países emergentes de Asia. Se trataba de generar las condiciones para estimular el consumo de la gran masa. "Puesto que la exigencia de rendimiento financiero conduce a las empresas a comprimir los salarios reales con respecto a los progresos de la productividad, el poder de compra asalariado no es suficiente para crear una demanda efectiva capaz de sostener el beneficio esperado. No se discute que las categorías superiores de ingresos sean una fuente de gasto. Pero el número de consumidores no es lo bastante grande para generar un crecimiento global vigoroso. Es el consumo de la gran masa el que se impone estimular, pese al aumento en exceso débil de los salarios. Sin embargo, el endeudamiento cada vez más elevado, favorecido por una política monetaria de tasas de interés bajas, permite que los gastos agregados de los hogares aumenten más rápido que sus ingresos. Esos gastos validan las utilidades de las empresas y provocan el alza de los precios de los activos, en todo caso, los precios de ciertos activos, de manera que la riqueza de los hogares progresa con respecto a sus ingresos" (Aglietta y Berrebi, 2007: 52).

El capitalismo contemporáneo encontró en el crédito a los hogares la demanda que le permitiría realizar las exigencias que imponía la soberanía accionarial. La posibilidad del crecimiento provino del mercado hipotecario. Las tasas variables en el Reino Unido, las recompras de préstamos en condiciones favorables junto con una titularización masiva en los Estados Unidos, incrementaron el crecimiento de la economía basado en un aumento de la deuda. Dicho proceso alcanzó su paroxismo en los Estados Unidos y en España. En todas partes se oían historias de como la nueva tecnología había cambiado todo, como las antiguas reglas acerca de límites a las ganancias y al crecimiento ya no aplicaban. Y a medida que los precios de los activos subieron, comenzaron a alimentarse a sí mismos. No importaban los argumentos más o menos razonables en contra de la inversión en activos con créditos hipotecarios. Hacia 2003-2004 lo que la gente veía en el Reino Unido, España, en los Estados Unidos, era que cualquiera que comprara vivienda hacía mucho dinero, mientras que quien no lo hacía perdía una nueva oportunidad de enriquecerse.

Así que más y más personas entraron en el mercado hipotecario, mediante préstamos que requerían una cuota inicial pequeña o incluso ninguna, o a través de la "titularización" de hipotecas con tasas no preferenciales (subprime mortgage); los precios se elevaron cada vez más y la burbuja se inflaba aparentemente sin límite. El alza de precios alimentaba el optimismo, atrayendo nuevos participantes. Estos reforzaron la corriente compradora, lo que fortaleció la convicción de todos en el sentido de que el mercado tiene un poder propio de expansión ilimitada. Mientras que los precios de la vivienda siguieran subiendo todo parecía bien y el esquema Ponzi seguía rodando. Y se trataba en verdad de un esquema Ponzi, pues los créditos se otorgaban con una tasa de interés muy baja, que castigaba poco el flujo de caja de los hogares, pero con el compromiso expreso de revisar al cabo de unos meses, al alza, la tasa del crédito, con la esperanza de ambos contratantes puesta en la expectativa de que la vivienda seguiría subiendo y de que entonces la revisión de la tasa y su impacto sobre el flujo de caja de los hogares sería absorbida por nuevos compradores de los hogares, los últimos y los que pagan en este tipo de esquemas. Sólo con una anticipación de esa naturaleza era asumible un crédito de esta naturaleza.

La presunción de que había una burbuja de la vivienda fue desestimada. Alan Greenspan declaró que una caída importante en los precios de la vivienda era bastante improbable (Krugman, 2008: 155). Ahora bien, hay que señalar que la convicción de Greenspan, desde un punto de vista estrictamente estadístico, no resultaba estrambótica. En efecto, como lo señalara en su momento el chairman, jamás en la historia estadounidense se había registrado un retroceso a nivel nacional del mercado de la vivienda que afectara al conjunto del mercado hipotecario. Y como las tales finanzas estructuradas implicaban un empaquetamiento de hipotecas geográficamente diversificado, su eventual siniestro era, amén de improbable, impredecible, con las herramientas estadísticas tradicionales. De no ser trágico, el episodio resultaría hasta cómico pues esta vez el poder performativo de la teoría económica jugó contra sus promotores. En efecto, Greenspan y compañía arguyeron que la desregulación había alumbrado un mundo nuevo, cosa indiscutible, y que, entre sus novedades, la mayor de todas era la insospechada "résilience" (que puede traducirse como "resistencia a choques") que exhibía la economía liberalizada, gracias a la cual, y en particular por obra de la titularización, el riesgo se diseminaba, viniendo finalmente a reposar en las manos de aquellos agentes más aptos para soportarlo, en lugar de quedarse en manos de las instituciones bancarias, por definición frágiles, pues cuentan con poco patrimonio para responder por sus deudas, grandes en proporción del mentado patrimonio.

Semejante visión angelical tenía cuando menos dos pecados:

-el primero era suponer que los trabajadores, que como incapaces jurídicos se vieron (sin saberlo siquiera) convertidos, a través de los hedge funds, que manejaban sus recursos de ahorro, en felices propietarios de papeles titularizados, eran agentes más aptos que los bancos para cargar con el riesgo-el segundo era creer que, a través de la titularización, los bancos habían en verdad cedido por completo el riesgo, cosa que por cierto no ocurrió, pues las tales titularizaciones se acompañaron, en muchos casos, de mecanismos que la jerga financiera llama "sobrecolateralizaciones", y que implicaban un compromiso expreso de las instituciones cedentes de hipotecas de pagar esos títulos en caso de siniestro. Materializado éste, los bancos cedentes, o las titularizadoras o aún los tales monolines tuvieron que reasumir las hipotecas aún a costa de quebrarse, lo que vino a demostrar que la titularización, en vez de diseminar bien el riesgo, diseminó a la perfección el pánico. Entre otras porque, aún en aquellos casos en donde faltaba un compromiso expreso de los bancos cedentes de las hipotecas en cuanto a hacerse cargo del siniestro, el "riesgo reputacional" forzó a las entidades a asumir el siniestro.

Es menester empero señalar un tercer factor que jugó, y mucho, en la crisis del proceso. Puesto que las entidades hipotecarias estaban, gracias a la titularización, liberando capital para prestar de nuevo se dedicaron a buscar nuevos nichos de prestatarios, sobre los cuales no existían bases estadísticas para evaluar su calidad como prestatarios o, cuando las había, era una historia de problemas. No otra cosa define a los clientes del "subprime", a quienes se pueden considerar como "insolventes". Con la búsqueda desenfrenada de nuevos deudores, los agentes del mercado financiero labraron pues las condiciones de su derrota, destruyendo cualquier fundamento para la previsión, prohijando un fenómeno masivo de "selección adversa" y de "moral hazard" (Lordon, 2008).

En la Reserva Federal, empero, se sostuvo que lo que ocurría era que la demanda era robusta, debido al aumento de la masa salarial, producto del menor desempleo, y que el peso de las cargas financieras en el ingreso de los hogares estaba controlado. Pero, efectivamente había una burbuja nacional y ésta comenzó a desinflarse a mediados de 2006. La acumulación de viviendas sin vender le pegó un frenazo fuerte a la demanda de viviendas nuevas en el segundo semestre de ese año. El alza de precios se había dado vuelta en el sector de vivienda nueva y los precios habían dejado de subir en la antigua. En algunas áreas como California y Miami, los precios cayeron 50% o más. Esto significaba que quien había comprado una vivienda en el momento de auge de la burbuja, aún si había dado una cuota inicial de 20%, iba a terminar con una hipoteca más costosa que la casa. El frenazo en el aumento del valor del patrimonio inmobiliario produjo grandes pérdidas. Según las estimaciones de Krugman, a finales de 2008 más de doce millones de estadounidenses tenía hipotecas más costosas que las casas. Y estas personas se convirtieron en candidatos para dejar de pagar y para las ejecuciones. La burbuja de la vivienda eliminó $8 billones de riqueza, $7 billones los perdieron los dueños de las casas y $1 billón los inversionistas (Krugman, 2008: 175).

Con el crack de la burbuja de la vivienda y con el pánico que se desató respecto de la salud precaria del sistema bancario, sobre cuyo real nivel de exposición la ignorancia afectaba incluso a los afectados, las bolsas occidentales bajaron a índices no vistos desde hacía mucho tiempo. Sobre todo porque en el entretanto tuvo lugar el acontecimiento espectacular que constituyó la desaparición, por muerte súbita, de los niños más queridos de la desregulación, la muerte repentina de las estrellas de Wall Street, esto es, la caída de los bancos de inversión. Caída en verdad edificante a más de un titulo, pues sintetiza, como toda crisis, las taras congenitales del sistema que allí se derrumbó. Ello amerita que nos detengamos en su análisis: la caída de los bancos de inversión, en una perspectiva temporal, comienza con el derrumbe de Lehman Brothers, banco que tipificaba el fantasma de Wall Street, toda vez que trabajaba con un apalancamiento financiero de 25 veces su patrimonio, esto es, tenía 4 dólares propios por cada cien de activos, dejándole a sus dueños un "modesto" 29% de rentabilidad anual. Este banco era uno de los cuatro grandes jugadores mundiales en ese mercado de casino conocido como el mercado de los CDS, dedicado a vender a los inversionistas protección contra siniestros de pagos, venta independiente incluso de que en verdad estos últimos tuvieran exposición al riesgo de no pago.

Pues bien, hay que decir que Lehman Brothers y todos los grandes bancos de inversión de Wall Street, además de vender estos seguros, habían comenzado a apostar en contra de la convicción de Greenspan de que no había burbuja inmobiliaria, persuadidos (seguramente gracias al estudio de las cifras macro, que indicaban ya para 2003 que los hogares presentaban un flujo de caja neto negativo del orden de 6%) de que la generalización de la cesación de pagos de las hipotecas era inexorable (Aglietta y Berrebi, 2007: 158). Convicción más que sensata, pues Ben Bernanke, el sucesor de Greenspan a la cabeza de Federal Reserve, venía agenciando un alza de la tasa de interés como medio para lograr captar los cerca de 800 millardos de financiación internacional que los Estados Unidos requerían para cubrir su déficit de cuenta corriente, y con la esperanza natural de que dicha alza morigerara el crecimiento del consumo que traducía ese abultado déficit. Sabedores estos brillantes banqueros de que, en río revuelto, ganancia de pescadores, optaron entonces por tratar de obtener ganancias sobre los escombros que dejaría la quiebra de los hogares. Se dedicaron entonces a vender en corto, esto es, sin tenerlas y para entrega futura, hipotecas, esperanzados en que, en el momento de tener que honrar la venta, podrían adquirir esas hipotecas ya siniestradas, a valor de cero. Bernanke, atento al hecho, optó por desandar el camino del alza de la tasa, y reventó con ello a los banqueros de inversión. La primera víctima fue Lehman Brothers bien pronto acompañada por Bear Stearns, que por su parte se quebró porque uno de sus clientes, un hedge fund de nombre Carlyle necesitaba 16 millardos de dólares para cubrir sus pérdidas y le fue imposible conseguirlos en el tremendo ambiente generado por la quiebra de Lehman Brothers. Y la lista se alargó de nuevo, esta vez con otro de los grandes nombres de Wall Street, Goldman Sachs, en cuyo rescate se asociaron las autoridades y uno de los inversionistas mundiales de mayor renombre, Warren Buffet, en condiciones poco ventajosas para los contribuyentes, pero muy ventajosas para Buffet. Pero los efectos criminales de ese crack, expresados materialmente en las pérdidas de las viviendas y el ahorro de más de 12 millones de hogares, se vieron exacerbados con el derrumbamiento del sistema financiero. Lo más complicado del proceso recesivo que produjo el estallido de la burbuja de la vivienda en algunos países desarrollados no es el efecto negativo sobre el empleo a través de la caída de la construcción y la reducción del gasto del consumo de los hogares al perder el acceso a los préstamos sobre el valor de sus casas, sino más bien, el riesgo de inestabilidad financiera mundial. "La intensificación de la crisis del crédito" escribe Krugman, "después de la caída de Lehman Brothers, la crisis repentina en los mercados emergentes y el colapso en la confianza de los consumidores a medida que la magnitud del desorden financiero llega a los titulares de la prensa, apuntan todos a la peor recesión en los Estados Unidos y en el mundo en general desde comienzos de los años ochenta" (Krugman, 2008: 185).

Así el ciclo de formación de la nueva estructura de orden económico internacional que se diseño en el Consenso de Washington por los arquitectos de la ideología neoliberal, el cual se inició con las expectativas positivas de que la globalización económica permitiría superar la pobreza mundial mediante la creación de millones de nuevos puestos de trabajo en la medida en que el capitalismo occidental se expandiera en el mundo entero, terminó con los graves desequilibrios financieros que anuncian el retorno de la economía de la gran depresión. En los tres pasos de este proceso, que hemos reconstruido, no se produjo nada bueno para el empleo, los salarios, el bienestar social de los trabajadores, la producción, la superación de las desigualdades y la eliminación de la pobreza. El primer paso permitió mostrar como el cambio cualitativo en el régimen de crecimiento de los países emergentes generó en los países desarrollados un exceso de capacidades estructurales de bienes y servicios y como con la entrada de China e India en la economía mundial se dobló la oferta de trabajo global, creando un exceso estructural de mano de obra. La consecuencia de esto fue la exacerbación de la competencia entre las empresas, que ante la reducción de la demanda tuvieron que o cerrar parte de su capacidad productiva, o desaparecer del mercado. El segundo paso permitió mostrar como el efecto del choque deflacionista proveniente de los países emergentes en los países desarrollados determinó el cambio del modo de formación de los precios y de los salarios. La consecuencia de esto fue la transformación del gobierno de las empresas en función del principio de la soberanía accionarial y la imposición a los asalariados del peso del ajuste a las nuevas condiciones de competencia. El tercer paso mostró como mediante el endeudamiento, a través del estímulo al consumo, se desplazó el riesgo macroeconómico hacia los hogares. Los efectos criminales del crack de la burbuja de la vivienda recayeron sobre el empleo, el gasto de consumo de los hogares, las pérdidas de las viviendas y el ahorro de millones de personas. Y de nuevo lo que es más grave: la economía mundial, en virtud de los graves desequilibrios financieros que anuncian el retorno de la economía de la gran depresión, se ha convertido en un lugar absolutamente peligroso.

Contada esta historia, apoyándonos en los argumentos de los economistas arriba mencionados queremos plantear nuevamente las preguntas hechas al inicio de este ensayo: ¿Es verdaderamente plausible pensar, como lo hace el liberalismo contemporáneo de Rawls, Habermas, Pogge, que desde un punto de vista normativo, todo lo que la justicia exige de la comunidad internacional es solamente asegurar y proteger los deberes negativos de salvaguardar la paz e imponer los derechos humanos a nivel mundial y que un fin más ambicioso, como el de garantizar los derechos humanos sociales y económicos, que pueda implicar una transformación radical del sistema económico global, no puede ser vinculado a un proyecto de reestructuración del orden económico y político mundial? ¿Es posible en el marco del orden internacional actual hablar de justicia económica global?

Proponer el asunto de la justicia económica global en el marco del orden internacional actual es no sólo algo posible, sino también normativamente necesario si se considera que el orden económico internacional actual está en evidente contradicción con los requerimientos de justicia. Está en contradicción con los requerimientos de justicia porque afecta de forma negativa a los más pobres. Afecta de forma negativa a los más pobres porque los trata injustamente. Los trata injustamente porque les viola los derechos humanos. Les viola los derechos humanos porque sostiene un orden institucional global, económico y político, que ha generado y mantenido las condiciones de extrema pobreza y desigualdad. En este sentido, lo que se impone como una exigencia de justicia es el asunto de la transformación de las relaciones de poder en el orden económico y político internacional entre las sociedades más ricas y las más pobres. El orden económico y político internacional que se construyó a partir del Consenso de Washington ha fracasado y, entonces, lo que hay que plantear es cómo se deben diseñar nuevamente las relaciones de poder en este orden. La posición de los teóricos liberales de la justicia global que demanda separar las exigencias de justicia global de cualquier objetivo político relacionado con la economía, es algo que la filosofía política debe superar.

La cautela de Rawls y Habermas en relación con la definición de tareas que debería tener una comunidad internacional reformada, cautela que los lleva a proponer que ésta debe ocuparse exclusivamente de la protección de los derechos humanos más elementales de la población mundial que puedan resultar violados por acciones militares o armadas tales como guerras de agresión, limpieza étnica y genocidio, pero alejarse de cualquier objetivo político relacionado con la economía, es incomprensible. Y lo es más porque proviene de filósofos que elaboraron para el contexto doméstico de la justicia, propuestas procedimentales de construcción de un orden justo en la cuales compatibilizaron las demandas de justicia y el respeto al pluralismo en las sociedades democráticas modernas (Habermas, 1992 y Rawls, 1971). Así mismo, la prudencia de Pogge respecto a no afectar de forma radical el sistema económico global, resulta equívoca. El asunto de la transformación de las relaciones de poder en el orden económico y político internacional entre las sociedades más ricas y las más pobres, que es exigido por razones de justicia, implica proponer reformas que permitan corregir de manera radical el proceso de la globalización económica. De acuerdo con los tres pasos del proceso que se han reconstruido se pueden proponer cambios substanciales que vayan dirigidos a la creación de las condiciones para un mundo más justo.

Si la primera oleada de la globalización, respaldada por los intereses de un capitalismo depredador, condujo a una globalización desequilibrada en la que los Estados Unidos, el Reino Unido, Japón y algunos países de la Zona del Euro, impulsaron la liberalización del comercio como una nueva manera para que los ricos y poderosos explotaran a los más pobres, una segunda globalización tiene que exigir una redefinición de las reglas de financiación de la inversión extranjera, de las reglas de negociación comercial, de las normas que definen los derechos de propiedad intelectual como las patentes y copyrights, de las reglas para definir una nueva política de empleo a nivel mundial, de las normas de la política monetaria internacional y de las normativas para articular el crecimiento de la economía con el desarrollo sostenible del conjunto del planeta. Los Estados Unidos y sus más poderosos aliados europeos abrieron con la Ronda de Uruguay áreas completamente nuevas de liberalización en la industria y los servicios, pero lo hicieron de forma desequilibrada. Empujaron a otros países abrir sus mercados a áreas en las que eran fuertes como los servicios financieros, pero resistieron con éxito los esfuerzos para que actuaran de manera recíproca. La agricultura fue otro ejemplo del doble rasero inherente a la agenda de liberalización que promovieron los estadounidenses y europeos. Aunque insistieron en que otros países redujeran sus barreras ante sus productos y eliminaran las subvenciones a los productos que les competían, Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania y Francia mantuvieron las barreras a los productos de los países emergentes, además de continuar con sus subvenciones masivas. Estados Unidos insistió, a instancias de las empresas farmacéuticas estadounidenses, en que las protecciones de la propiedad intelectual fueran lo más fuertes posibles. Esto hizo que se definieran los derechos de propiedad intelectual en el sistema de patentes en función de los intereses de las empresas farmacéuticas, determinando que se diera una subida de los precios de los medicamentos en los países emergentes, privando a los pobres y a los enfermos de los países pobres de las medicinas que tanto necesitaban. El comercio internacional se ha concentrado entre los países del primer mundo y aunque los mercados mundiales se han abierto y las transacciones entre los Estados se han incrementado las desigualdades entre los países pobres y ricos han aumentado (Stiglitz, 2003). Si tras el fracaso del orden económico y político internacional que se construyó a partir del modelo único formulado en el Consenso de Washington, se plantea, entonces, en la agenda política internacional el establecimiento de los lineamientos para una segunda globalización, en ésta se debe exigir, por razones de justicia global, que se de una nueva formulación de las políticas que determinan el funcionamiento de las instituciones que gobiernan el orden económico internacional, como el FMI, el Banco Mundial y los acuerdos de tarifas y de comercio de la OMC.

Otro ámbito de posibles procesos de reestructuración de las relaciones de poder en el seno del capitalismo tiene que ver con las políticas que se deben seguir cuando se produce una crisis de la economía de una potencia económica o una crisis mundial. La política económica que inventaron los apologistas del capitalismo financiero para reactivar la demanda mediante el endeudamiento de las empresas y de los hogares en los años noventa, fue absolutamente injusta, políticamente incorrecta y constituyó un absoluto fracaso económico para los Estados Unidos y para el mundo en general. Si se trataba de generar las condiciones para estimular el consumo de la gran masa, el intento de desplazar el riesgo macroeconómico hacia los hogares, conseguido mediante la activación de la demanda a través del crédito a los hogares, tuvo efectos absolutamente perversos y contraproducentes. Los efectos perversos del crack de la burbuja de la vivienda son: se disminuye el gasto de consumo de los hogares desactivando la demanda; se aumentan las pérdidas de las viviendas y del ahorro de millones de personas; y se destruye el empleo en todo el mundo. El estallido de la burbuja de la vivienda en 2008 trajo consigo que se acumularan los efectos negativos de todas las crisis anteriores, la del Japón en 1990, de México en 1995, de Tailandia, Malasia, Indonesia y Corea en 1997, de Argentina en 2002, generándose en el mundo entero un entorno de crisis, recesión y amenaza de depresión de la economía del mundo. En este sentido, se impone como una exigencia de justicia económica global el asunto de cómo se debe actuar ante una crisis de la economía de una potencia o una crisis mundial.

Otro profundo y radical proceso de reestructuración de las relaciones de poder en el seno del capitalismo tiene que ver con la organización de las empresas. El sistema de organización empresarial que se impuso con el cambio que la soberanía accionarial introdujo en las relaciones de poder al interior de la empresa determinó que los asalariados perdieran poder de negociación colectiva, y generó también un grave desequilibrio en la repartición de los ingresos en perjuicio de los asalariados. Así, el capitalismo financiero, sostenido en el valor accionarial y en el modelo único de la ideología neoliberal, hizo recaer sobre los asalariados, mediante la nueva estructura de gobierno de empresa, el peso del ajuste a las nuevas condiciones de competencia, que se produjeron como efecto del choque deflacionista proveniente de los países emergentes. En este sentido, se impone como una exigencia de justicia económica global el asunto de la transformación de la empresa, es decir, el asunto de la nueva definición en las relaciones de poder en el seno de las empresas entre los asalariados y los accionistas. Es necesario que el poder contractual de los asalariados se convierta nuevamente en colectivo. Y que los asalariados puedan apoyarse en organizaciones representativas de sus intereses económicos.

Referencias

*  Grupo de Filosofía Política. La publicación de este artículo cuenta con el apoyo de la estrategia de sostenibilidad 2007-2008 dada al grupo de investigación de Filosofía Política de la Universidad de Antioquia. Centro de Investigación de la Universidad de Antioquia CODI. Código CODI: E01348.Este artículo hace parte de los trabajos adelantados dentro de la línea de investigación de Epistemología de las Finanzas por ODEON, Observatorio de Economía y Operaciones Numéricas de la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia.

[1] Sobre esto escriben Aglietta y Berrebi: "La ganancia de segmentos del mercado de exportación así como el alza de los volúmenes de ventas en el extranjero fueron tan considerables como las bajas de precios. En Corea, por ejemplo, el saldo comercial en volumen pasó de -0,8% del PIB para fines de 1997 a la cifra escandalosa de 9,8% del PIB para fines de 2006 (ver gráfico 3). Pero como el incremento de los volúmenes se acompañó de una baja de precios de igual fuerza, el saldo comercial sólo mejoró poco en valor, al pasar de -0,7% a 0,0% del PIB para el mismo período (ver gráfico 3). Gracias a una política agresiva en los mercados de exportación, Corea, al igual que los otros países asiáticos, compensó de este modo la debilidad de su demanda interna por un crecimiento fuerte de sus exportaciones, las cuales representan hoy por hoy 60% de su PIB contra 35% antes de la crisis de 1997. Si el incremento del nivel de actividad fue muy notorio, el alza de los ingresos fue, por el contrario, relativamente débil" (Aglietta y Berrebi, 2007: 10).

[2]  Estos autores remiten con total pertinencia a la doctrina del valor accionarial como el factor explicativo esencial de esta fuga hacia delante del endeudamiento empresarial, movilizando en lo esencial los desarrollos de Lordon al respecto.

[3]  Sobre esto escriben Aglietta y Berrebi: A este respecto, el caso del sector automovilístico en los Estados Unidos es edificante. En efecto, después de la explosión de la demanda en 1999, año en el cual el mercado automotriz norteamericano pasó de 15,5 millones de nuevas matriculaciones, el nivel más alto de los años 1980, a 17,5 millones, los productores comenzaron a concebir y a desarrollar numerosos nuevos modelos, los cuales, en razón a los tiempos de concepción y de fabricación, llegaron dos a tres años después a las cadenas de montaje, es decir, a partir del segundo semestre de 2001, esto es, mucho después del estallido de la burbuja financiera" (Aglietta y Berrebi, 2007: 14).

[4]  Sobre esto escriben Aglietta y Berrebi: "La situación financiera catastrófica de las empresas constructoras de automóviles norteamericanos, de los sectores de nuevas tecnologías de la información, los sectores de bienes de equipo, de bienes de consumo, así como de otros segmentos económicos no industriales como los transportes, el comercio, los servicios a las empresas, no es sino una consecuencia del estallido de la burbuja: la baja en sus precios de venta así como la reducción tremenda de sus márgenes unitarios no son más que la contrapartida del exceso estructural de su oferta, que se desarrolló a partir de unas proyecciones de demanda optimistas en demasía durante los años de la burbuja de Internet de 1998 a 2000. la tasa de utilización de las capacidades productivas (TUC), de los sectores de nuevas tecnologías de la información (NTI) fueron los primeros expuestos al estallido de la burbuja, puesto que su TUC cayó de 92,5% en mayo de 2000 a 56,5% dos años más tarde. El nivel de la TUC en el sector de productos terminados nunca había caído tan bajo en la posguerra, a 70,5%, siendo que su promedio de largo plazo es de 80%. Todavía para comienzos de 2007, los excesos de capacidad en esos sectores seguían sin reabsorberse, siete años después del estallido de la burbuja" (Aglietta y Berrebi, 2007: 17).

[5]  "El ritmo de incremento anual de los precios de venta de las empresas (precios del PIB del sector privado) pasó entonces, en forma brutal, de 1,8% en el tercer trimestre de 1997 a 0,5% un año después, esto es, el incremento más débil desde hace cerca de medio siglo" (Aglietta y Berrebi, 2007: 12).

[6]  "Por el lado de los bancos, la tasa de acreencias irrecuperables sobre las empresas pasó de un punto bajo de 0,5% en 1997 a un punto alto de 1,5% en 2001. Semejante comportamiento de las empresas norteamericanas era portador de los gérmenes de la crisis de gobernanza que estalló en 2001-2002" (Aglietta y Berrebi, 2007: 13).

[7]  "En el caso de una crisis durable, la existencia de relaciones de largo plazo entre las empresas y los bancos corre el riesgo de convertirse en un desastre para el conjunto del sistema financiero. Pues la punción en sus fondos propios para sostener a agentes no rentables, termina poniendo en peligro la viabilidad misma de los bancos. Llega inevitablemente un momento, en general con ocasión de una caída severa de la actividad, en donde el sistema financiero se ve obligado a poner en cuestión, casi de un día para otro, su estrategia de largo plazo, pues le va en ello la vida!" (Aglietta y Berrebi, 2007: 20). 

[8]  Sobre esto escriben Aglietta y Berrebi: "El valor accionarial ejerce una influencia sobre los comportamientos de los dirigentes de las empresas, que deben adaptarse a las exigencias de los accionistas tal y como son expresadas en el mercado bursátil. Fue un factor de estímulo de los excesos bursátiles en la efervescencia especulativa del final del siglo XX. También incitó a las empresas a invertir en forma insuficiente, a distribuir las utilidades y a convertirse en prestamistas netas desde que salieron de la reestructuración dolorosa de sus balances en 2003. Es un concepto que marca profundamente los desequilibrios financieros en la economía capitalista. Tal es la norma de gestión que se impone a las empresas cuando el poder de sus dirigentes está subordinado a la soberanía del accionista. En su jerga, los economistas denominan a esa relación jerárquica, en donde el superior no ejerce por si mismo el poder, una relación "principal-agente". La misma estipula que la finalidad de la empresa es la de maximizar el bienestar de los accionistas, es decir, en términos prácticos, el flujo actualizado de los dividendos futuros" (Aglietta y Berrebi, 2007: 25).

[9]   Respecto de este estatus cabe remitir al capítulo 6 de "Conflicts et pouvoirs dans les institutions du capitalisme", publicado por Les Presses de Sciences Po, Saint Just-la- pendue, junio 2008, dirigido por Frederic Lordon, titulado "Le trust, fondement juridique du capitalisme patrimonial" cuya autora es Sabine Montagne. 

Biblografía

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3. Cortés, Francisco (2010) "Una crítica a las teorías de justicia global: al realismo a Rawls, Habermas y Pogge", Ideas y Valores, Bogotá, Nº 142, abril, pp. 93-110.        [ Links ]

4. Cortés, Francisco (2009). "La justicia económica global en el sistema internacional de Estados", Estudios de Filosofía, Medellín, Nº 39, pp. 215-241.        [ Links ]

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