Gabriel Flores
La cumbre de Londres del G-20.

Información básica

            ¿Qué recuerdas de la última cumbre del Grupo de los Veinte realizada en Londres? Posiblemente, la imagen del brazo de Michelle Obama sobre el hombro de la reina de Inglaterra o la de ambas abrazadas por la cintura. Puede que también recuerdes la pronunciada inclinación de cabeza de Barack Obama ante el monarca saudí y la burda e insidiosa polémica en torno a esa reverencia.

            Quizás, si tienes buena memoria y leíste el comunicado oficial final o los titulares de prensa que lo resumían, te suenen algunas de las medidas acordadas en relación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) o los paraísos fiscales.

            En todo caso, es muy probable que apenas un mes después de la cumbre celebrada en Londres el pasado 2 de abril de 2009 no recuerdes mucho más. Nada grave…, la cosecha fue muy pobre y los resultados, indiscutiblemente, escasos.

            Del escenario preparado en Londres queda la imagen de los líderes de las principales economías del mundo dispuestos a cooperar para superar la crisis. Un compromiso de cooperación internacional que pretende dejar atrás el unilateralismo del que había hecho bandera G. Bush y evitar respuestas proteccionistas o de nacionalismo económico en los países avanzados que agravarían la crisis.

            Por lo demás, nada de refundación del capitalismo. Nadie que no fuese un Sarkozy crecido por el éxito se atrevería a manifestar en público una fórmula tan ampulosa y vacía. Nada de un nuevo gran acuerdo, como el de Bretton Woods en 1944, para instaurar un nuevo orden monetario, comercial y financiero mundial. Nada de otro “New Deal” como el que Roosvelt impulsó en 1933 para afrontar la Gran Depresión y promover el empleo.

            Ya puede afirmarse que el nuevo orden económico internacional, si es que lo de nuevo y lo de orden llegan algún año de estos a reflejar adecuadamente lo que surja, será el resultado de una acumulación prolongada de pequeñas reformas que aún no se sabe a dónde conducirán. Decisiones limitadas y pasos muy cortos que tardarán años en alcanzar la densidad necesaria para definir el modelo de sistema capitalista que sustituirá al modelo neoliberal. Un modelo que, tras funcionar de espaldas a los intereses de las clases trabajadoras y los pobres del mundo durante algo más de dos décadas, ha terminado derrumbándose sobre las cabezas de la mayoría de la gente.

            Pese a la levedad de lo acordado en Londres, puede tener algún interés prestar un poco de atención a los principales asuntos que centraron la atención de la cumbre. También, a tratar de comprender por qué los líderes mundiales no son capaces de tomar medidas que impidan el agravamiento y la expansión mundial de la crisis ni de consensuar una hoja de ruta u orientación general que permitan conocer qué reforma del sistema financiero internacional desean o qué objetivos pretenden.
   
1. El FMI sale reforzado

            El FMI se había quedado en los últimos años sin clientes a los que prestar dinero a cambio de imponer (aconsejar) reformas y ajustes estructurales. Su papel y actuación habían ido menguando hasta llegar a ser prácticamente irrelevantes. Cercado por los duros ataques de una derecha ultraliberal que pretendía su desaparición y por las críticas de la izquierda y los países que sufrieron en los años ochenta y noventa del pasado siglo sus políticas de ajuste y el recetario ultraliberal que impuso a los países más pobres y débiles, el FMI había perdido su razón de ser, era incapaz de cumplir las funciones que a lo largo de su historia había ido realizando y, sobre todo, había fracasado estrepitosamente en las tareas esenciales para las que había sido creado: prevenir crisis como la actual y mantener la estabilidad del sistema financiero internacional.

            El FMI estuvo prácticamente desaparecido durante los meses en los que se produjo el inicio y la expansión mundial de la actual crisis económica. Su letargo antes y después del estallido de la crisis no le auguraba un futuro demasiado brillante. Sin embargo, tras haber alcanzado las más altas cotas de desprestigio e inoperancia, ahí está de nuevo, adaptándose a su tercera o cuarta reencarnación, reforzando su condición de prestamista mundial y pasando  a jugar un papel clave en el diseño e impulso de la reforma del sistema financiero internacional.

            Los recursos del Fondo se van a triplicar, hasta alcanzar los 750.000 millones de dólares, aunque todavía no está claro cómo se repartirá entre los países participantes en la cumbre la financiación comprometida. Además, podrá realizar una nueva emisión de Derechos Especiales de Giro (DEG) de 250.000 millones de dólares que contribuirán a aumentar la liquidez mundial, aunque para hacer efectiva tal ampliación el Congreso de EEUU tendrá que aceptar la propuesta y levantar su veto a una emisión anterior de DEG.
 
            La mayor capacidad del FMI de otorgar préstamos a los países pobres (en condiciones que, en principio, se anuncian más favorables y menos condicionadas que en el pasado) y a los países emergentes podrá aliviar la delicada situación de las cuentas exteriores y la fuerte depreciación que han sufrido las divisas de estos países como consecuencia de la huída hacia la seguridad de los capitales extranjeros.

            La noticia de la mayor capacidad financiera del FMI causó una mejora significativa de las monedas e índices bursátiles de los países emergentes. También mejoró sustancialmente la cotización de las acciones de tantos y tantos bancos (el BBVA y el Santander, entre ellos) y empresas transnacionales que tienen muchos negocios e inversiones en los mercados de América latina, Europa del Este y el Sudeste Asiático. Los líderes del G-20 tienen tanto interés en que los mercados emergentes no se hundan como en que los grandes bancos y empresas con negocios en esos mercados no empeoren la situación de sus resultados y patrimonios.

            Algunos movimientos del FMI en los últimos meses parecen haber influido favorablemente para que los líderes mundiales le otorgaran la nueva capacidad financiera y le encomendaran nuevas y trascendentales tareas de reforma de la arquitectura financiera internacional. Desde finales de 2008, el FMI impulsó la idea de una expansión fiscal coordinada (que concretó en un objetivo del 2% del PIB mundial) para afrontar la recesión económica. El redescubrimiento del riesgo por parte de los inversores, el final del crédito fácil y el agravamiento de la crisis económica alentaron la retirada de capitales del mundo no desarrollado y el FMI mostró su disposición a proporcionar préstamos menos condicionados que en el pasado a algunos de los países con problemas de pagos más acuciantes. Esas actuaciones parecen haber sido suficientes para justificar la decisión del G-20 de ampliar los recursos y fortalecer el papel del FMI en esta etapa de reforma y rediseño del sistema financiero internacional.

            Las dudas sobre la capacidad de renovación del FMI son muchas y no sólo proceden de la izquierda y el movimiento contra la globalización. El escepticismo sobre lo que podrá hacer no está basado exclusivamente en sus actuaciones pasadas, sus últimas intervenciones no distan demasiado de las que caracterizaron su etapa anterior.

            Su gestión del problema de la deuda externa de los países pobres estuvo siempre orientada por la defensa de los intereses de los grandes bancos acreedores y los países ricos. La financiación otorgada a los países involucrados en las numerosas crisis financieras y bancarias de los últimos años impuso una condicionalidad dura y densa vinculada a la aplicación de unos dogmas ultraliberales que perjudicaron gravemente a las economías a las que formalmente pretendía ayudar y agravaron las condiciones de vida de la población más pobre de los países que aplicaron sus políticas indiscriminadas y extremas de privatización, limitación del gasto público, liberalización y apertura externa.
       
            Algunas de las más recientes actuaciones del FMI confirman las sospechas de que el doctrinarismo, la arrogancia y la falta de conocimiento específico de los problemas que pretende solucionar no son sólo errores del pasado.

            Así, el mismo día que la cumbre de Londres ampliaba sus poderes, el FMI se descolgaba con la decisión de suspender la financiación otorgada a Letonia hasta que percibiera un mayor progreso en el recorte del gasto público.

            Otro ejemplo, aún más reciente y cercano. Hace tan sólo un par de semanas, a mediados de abril, el último informe del FMI sobre España seguía ofreciendo su conocido recetario universal de reformas del mercado laboral y de las pensiones como soluciones a la crisis y se atrevía a tomar partido en el debate político que protagonizan sindicatos y patronal criticando las “decepcionantes” actuaciones del gobierno Zapatero por no emprenderlas. Urgente moderación de los salarios para reducir costes, rebajas de los costes del despido y eliminación de las cláusulas de revalorización de los salarios en función de las tasas de inflación realmente alcanzadas formaban parte de la vieja y conocida cantinela que el FMI volvía a entonar.

            Habrá que ver si los recursos puestos a disposición del Fondo son suficientes, teniendo en cuenta la enorme magnitud de las necesidades financieras de los países emergentes y pobres en la nueva situación de escalada de la deuda pública de los países avanzados que necesita ser financiada. Habrá que examinar cómo se concretan los cambios organizativos en el FMI y un nuevo reparto de poder que sea más justo y acorde con el creciente papel de algunos países emergentes y con la necesidad de que tengan mayor peso los intereses de la mayoría de los países y de la población mundial. Habrá también que vigilar si el FMI es capaz de adoptar una nueva cultura económica que otorgue mayor importancia a los problemas específicos de cada país, a las opiniones y prioridades de las sociedades de los países que deben recurrir a sus préstamos y al contexto institucional y sociopolítico en el que deben desarrollarse las reformas. Y habrá que comprobar qué condiciones establece para otorgar préstamos y hasta qué punto respeta ámbitos de decisión soberana en los que es razonable que prevalezcan la opinión y decisión de las instituciones nacionales.

            Habrá que esperar, pero el olor a podrido de la mercancía que sigue vendiendo el FMI es insoportable.
  
            En todo caso, la reforma del sistema financiero internacional que puede vislumbrarse en el comunicado final de la cumbre no parece profunda ni innovadora. No apunta a la existencia de un verdadero prestamista mundial de última instancia, capaz de jugar en el ámbito internacional el papel de los bancos centrales en sus respectivos ámbitos de soberanía para suministrar rápida y ampliamente la liquidez necesaria para recuperar la estabilidad. No se plantea el debate sobre la conveniencia de una nueva divisa internacional de referencia o de un sistema de divisas múltiple que disminuya la necesidad de las economías en ascenso de acumular reservas como seguro contra la inestabilidad financiera. Tampoco se apunta nada sobre la posibilidad de constituir un órgano mundial de coordinación de las políticas económicas. Se postergan hasta 2011 los cambios organizativos en el FMI y el Banco Mundial (BM). Se apuntan algunos cambios en las decisivas cuestiones de la elección de la alta dirección del FMI y el BM o la redistribución de poder y capacidad de decisión entre los países miembros, pero no hay nada sobre temas menos vistosos, pero no menos importantes, como el de la descentralización y regionalización de oficinas y funcionarios o la necesidad de sistemas más sólidos de vigilancia de las entidades financieras y de supervisión de la estabilidad financiera mundial.

            Las viejas instituciones se resisten a desaparecer y a sufrir reformas profundas. Los líderes mundiales muestran su temor a romper sus ataduras con las viejas ideas y con el antipopular modelo de sistema capitalista que tan estrepitosamente han fracasado. Los directivos y técnicos del FMI han recuperado su autoestima y la confianza de los líderes mundiales del G-20. No creo que tales hechos puedan considerarse buenas noticias.
  
2. Los paraísos fiscales reciben un toque de atención

            El asunto de la presión sobre los paraísos fiscales ofrece perfiles tan curiosos como el del protagonismo otorgado al FMI en la transformación del sistema financiero internacional.

            Un paraíso fiscal es un territorio que no aplica impuestos (o éstos son muy leves) a los ciudadanos y empresas que se domicilien a efectos legales en el mismo. Las sociedades offshore (o extraterritoriales) sólo pueden ejercer su objeto social fuera del paraíso fiscal (Estado, territorio o jurisdicción) en el que se registran, salvo excepciones que les permiten una actuación local restringida. Las sociedades offshore se localizan en paraísos fiscales, sin desarrollar en ellos ninguna actividad significativa, con el evidente objetivo de eludir la aplicación de las leyes e impuestos del país o de los países en los que sí desarrollan actividades económicas.

            Otra característica importante de los paraísos fiscales es la existencia de estrictas leyes de secreto bancario y de protección de datos personales que evitan la tarea de acreditar el origen de los fondos y movimientos.

            Ventajas fiscales y opacidad son las dos características principales que permiten definir a los paraísos fiscales y a los Estados y territorios con centros financieros offshore que ofrecen incentivos fiscales similares (ver diferentes listas de paraísos fiscales y centros financieros en http://www.paraisos-fiscales.info/)

            El objetivo del G-20, pese a lo mucho que se ha escrito y dicho sobre el tema, no ha sido acabar con los paraísos fiscales ni con las sociedades offshore sino debilitar el secreto bancario cuando sirve para encubrir el crimen y una excesiva evasión fiscal.
  
            Andorra o Gibraltar son dos de los más cercanos y conocidos paraísos fiscales. Claros ejemplos de centros financieros offshore son Londres o Dublín, que eximen de impuestos a personas y empresas que remitan sus ingresos obtenidos en el extranjero a sociedades y cuentas registradas en estas ciudades. Buena parte de los países avanzados (entre ellos Estados Unidos, Japón, Suiza, Holanda o Luxemburgo) cuentan con jurisdicciones especiales que ofrecen exoneraciones fiscales y secreto bancario para atraer capitales extranjeros.

            Los paraísos fiscales tienen un peso cuantitativo muy importante en la economía mundial. Los intentos de precisar la cuantía de los capitales que se refugian en ellos o de los beneficios y movimientos que se contabilizan en las empresas registradas en estos centros financieros para escapar de la presión fiscal que existe en los países en los que se efectúan realmente los negocios chocan con obstáculos evidentes, pero nadie niega su importancia. Para hacerse una idea de su volumen, baste con señalar una cifra contrastada: los capitales que en los últimos años salen de unos países para no ir a ninguna parte suponen anualmente entre un 5% y un 7% del PIB mundial. Esa ninguna parte está formada por los paraísos fiscales y centros financieros offshore, donde se pierde la pista del dinero y de sus propietarios.

            Un 5% del producto mundial supone cada año alrededor de 2,7 billones de dólares o, lo que es lo mismo, el doble del PIB de la economía española en 2008.
 
            Con ser muy relevante su cuantía, la importancia cualitativa de los paraísos fiscales es aún mayor. Hay que considerar en primer lugar el lado oscuro de la ley, ya que los paraísos fiscales ocupan un papel clave en la financiación y expansión del crimen organizado, incluyendo el pago a políticos, policías, jueces y directivos de empresas dispuestos a recibir regalos por sus decisiones o informaciones y a camuflar cobros difíciles de justificar (más información en http://www.redjusticiafiscal.org/). Más allá de las actividades ilegales que buscan protección y silencio, los paraísos fiscales han tenido un papel muy relevante en la financiarización de la economía que ha caracterizado al modelo neoliberal y en los cimientos del notable peso que lo financiero y la especulación han alcanzado en ese modelo.

            El protagonismo de los paraísos fiscales en la proliferación de los productos financieros estructurados y en la difuminación de sus riesgos son innegables. Así, el Northern Rock, primer banco británico en ser nacionalizado (en agosto de 2008) para evitar la quiebra, mantenía camufladas sus millonarias deudas en sociedades del grupo situadas en el paraíso fiscal de la isla de Jersey: su filial Northern Rock Limited y una sociedad en la sombra, Granite Master Issuers plc., registrada como sociedad filantrópica. De igual modo, el primer banco estadounidense en desaparecer, el Bear Stearns, quebró por el alto riesgo asumido por sus fondos especulativos registrados en Irlanda y las Islas Caimán.

            Es difícil encontrar un gran banco, una gran empresa transnacional o uno de esos millonarios que aparecen en las listas de los más ricos que no hayan registrado cuentas, empresas filiales, trusts, SIV (Structured Investment Vehicule) o entidades filantrópicas en paraísos fiscales con el objetivo de ocultar riesgos, evitar impuestos y eliminar pistas sobre sus negocios, beneficios, patrimonios o pagos extraordinarios.
   
            No está nada mal que el G-20 se preocupe de presionar a los paraísos fiscales y los centros financieros offshore, trate de debilitar el secreto bancario e intente evitar que la evasión fiscal que socava la capacidad de recaudación de los Estados siga creciendo. Lo malo han sido la confusión y las medias verdades que han intentado hacer creer a la opinión pública que la decisión del G-20 supone el principio del fin de los paraísos fiscales o pretende su  erradicación.
En principio, el organismo encargado de determinar qué paraísos fiscales y centros financieros se negaban a colaborar en lograr una mayor transparencia en su funcionamiento ha sido la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), un club de 30 países más o menos ricos al que no pertenecen los países emergentes que forman parte del G-20. La OCDE confeccionó una “lista negra” de los paraísos fiscales no colaboradores (o que no se habían comprometido en las últimas semanas a cambiar su comportamiento para mejorar la transparencia y el intercambio de información) en la que sólo aparecían cuatro desdichados países (Costa Rica, Filipinas, Malasia y Uruguay) que a muchos les resultará difícil identificar como paraísos fiscales. Otros dos países (Brunei y Guatemala) habían sido tachados a última hora de esa lista. Los dos países se habían comprometido con la OCDE en el último minuto a ser más cooperativos.

            Una semana después, la “lista negra” quedó vacía, tras el compromiso de los cuatro países crucificados de facilitar la información fiscal de acuerdo a las normas internacionales. ¿Alguien puede explicar por qué no aparecían en esa “lista negra” los más conocidos centros de blanqueo de dinero y paraísos fiscales como Macao, Hong-Kong (vinculados a China), Jersey, Guernsey, Isla de Man, Islas Vírgenes Británicas o Islas Caimán (territorios dependientes de Reino Unido) o las Islas Vírgenes estadounidenses? ¿Por qué algunos de estos paraísos (como Barbados, Guernsey, Isla de Man, Jersey o Islas Vírgenes estadounidenses) aparecían entre los cuarenta países y jurisdicciones más respetables y cooperativos? Sí, la explicación es esa. Los países poderosos o protegidos por los poderosos no aceptan de buena gana que se les incluya en listas negras.

            En la “lista gris” aparecían una treintena de paraísos fiscales que han progresado y cooperan pero tienen que hacer mayores (¿algunos?) esfuerzos en materia de cooperación fiscal. Entre ellos se encontraban clásicos como Andorra, Bermudas, Gibraltar, Liechtenstein, Islas Vírgenes Británicas, Islas Caimán, Mónaco o Panamá. Además de la “lista gris” aparecen ocho países en la categoría de Otros Centros Financieros, entre los que se encuentran Austria, Bélgica, Luxemburgo o Suiza, que se han comprometido a colaborar caso por caso y cuando existan sospechas fundadas de fraude o crimen. Macao o Hong-Kong no aparecen en ninguna de las cuatro categorías de la lista de la OCDE.

            Aunque el G-20 acordó la posibilidad de imponer sanciones a los países y territorios que no cooperaran, el Secretario General de la OCDE, Ángel Gurría, ha señalado que la labor de su institución se reduce a animar a los países a respetar las reglas internacionales de intercambio de la información fiscal y en dar cuenta de los progresos realizados. La OCDE no pretende definir las sanciones ni aplicarlas.

            No pocos han afirmado, creyéndose el comunicado oficial final, que la cumbre del G-20 ha acabado con la era del secreto bancario, pero una cosa es lograr un compromiso formal de colaboración a favor de una mayor transparencia y otra, muy diferente, una colaboración efectiva y plena que garantice la transparencia. La prudencia se impone. Una cosa es que se empiece a hablar de sanciones y otra, que se aprueben y apliquen sanciones a los países y jurisdicciones que no colaboren o no proporcionen la información que les sea solicitada por jueces de otros países de acuerdo a la normativa internacional. Habrá que ver cómo se concreta la disminución del nivel de tolerancia con los paraísos y centros financieros que no cooperen y con las empresas y personas físicas que los sigan utilizando.

            Nada, por tanto, que objetar al movimiento del G-20 a favor de la transparencia que pretende achicar el campo de la evasión fiscal, pero lo acordado no supone un retroceso ni una descalificación de los paraísos fiscales. En el mejor de los casos, la decisión del G-20 permitirá intensificar la presión para que el secreto bancario no ampare la competencia desleal ni permita esconder fraudes o realizar negocios sustentados en el crimen. En el peor de los casos, puede haberse tratado de un simple ajuste de cuentas destinado a favorecer el desarrollo de unos paraísos fiscales a costa de otros.

3. El orden económico mundial que se afirmará en los próximos años aún no está definido

            El G-20 no ha dado ningún paso ni ha tomado medida alguna en la cumbre de Londres para impulsar la reactivación de la economía mundial. En este punto esencial que debería haber centrado buena parte de los esfuerzos de la reunión, Merkel y Sarkozy parecen haber impuesto sus puntos de vista frente a los de Obama. El G-20 evitó ofrecer cualquier indicio de una coordinación real para impulsar conjuntamente políticas de reactivación económica y marcar los objetivos de la inversión pública. En lugar de eso, se ha limitado a afirmar que el esfuerzo presupuestario comprometido de 5.000.000.000.000 de dólares es, frente a todas las evidencias en contra que muestran los datos de retroceso de la actividad económica mundial, suficiente para superar la crisis económica. Esa referencia en el comunicado final de la cumbre a los 5 billones de dólares es un mero malabarismo publicitario.

            Como no ha habido ningún acuerdo para coordinar las políticas nacionales de reactivación económica, se intenta ocultar el desencuentro con una cifra enorme que supone casi un 10% del PIB mundial. En realidad, es una estimación realizada por el FMI sobre los déficit públicos que acumularán los países del G-20 en 2008 y 2009. Es, por tanto, la suma de los heterogéneos planes nacionales de salvamento de los grandes bancos (la mayor parte) y de reactivación económica (una parte mínima de ese total) que suma, mezcla y confunde préstamos, garantías y avales, recapitalización de bancos, ayudas fiscales, rebajas de impuestos, protección social y gastos e inversión públicos. La mayor parte de ese esfuerzo financiero no pretende promover el surgimiento de un nuevo modelo de crecimiento y consumo; por el contrario, intenta sostener actividades, productos y empresas condenados a decrecer o desaparecer.

            Los acuerdos adoptados por la cumbre del G-20 no permiten vislumbrar qué nueva arquitectura financiera mundial y qué modelo de sistema capitalista se afirmarán en el futuro. Suponer que lo acordado hasta ahora pretende un simple maquillaje del modelo neoliberal es tan aventurado como afirmar que ese modelo, por haber fracasado, va a ser sustituido por otro nuevo. Ese fracaso no implica que pueda ser reemplazado a corto o medio plazo por otro.

            Lo más probable, si la recesión de las economías desarrolladas no se intensifica en demasía y si la solvencia del sistema bancario internacional no empeora significativamente, es que la emergencia y consolidación del nuevo modelo se prolongue durante varios años. Quizás, como en los años setenta del pasado siglo, haya que esperar una década para observar los nuevos rasgos del modelo de sistema capitalista que sustituirá al modelo neoliberal.

            Parte de las características de ese futuro modelo se están jugando en el campo de las políticas orientadas a frenar la expansión y profundización de la actual crisis mundial, en la capacidad de coordinar políticas de reactivación, en el destrozo que finalmente ocasione el retroceso de la actividad económica y en las propuestas y la actividad que desplieguen las fuerzas que intentan imponer sus ideas y políticas económicas e influir en ese futuro.

            Aún no puede saberse si el nuevo modelo de sistema capitalista que surgirá después de la crisis será tan diferente del precedente como lo fue el modelo neoliberal respecto al modelo de bienestar al que sustituyó en los años setenta. No debe descartarse que el futuro modelo tenga unos rasgos muy parecidos a los del actual, con algunos retoques y las reformas imprescindibles para rebajar los niveles de financiarización de la economía, disminuir la propensión de los capitales financieros a asumir riesgos excesivos que ha predominado en los últimos años y atender con algún cuidado los graves y urgentes problemas relacionados con el cambio climático y la sustitución de las energías fósiles.
  
            Lo más probable, dada la configuración de las ideas, fuerzas y poderes que protagonizan el escenario mundial y las relaciones internacionales, es que las nuevas formas de crecimiento, producción, consumo y distribución de la renta que se afirmen tras la crisis no pesen más que los restos de las viejas formas que sobrevivan y se adapten al nuevo modelo. Lo previsible es que la inevitable mayor presencia e influencia de los países emergentes, especialmente China e India, en la escena mundial no suponga todavía en la próxima década una remodelación profunda de las relaciones internacionales de poder que hoy existen.

            Pero ya se sabe que lo previsible puede suceder o no. Y que además de los poderes establecidos, la mayoría de la población mundial, los países pobres y las clases trabajadoras todavía tienen oportunidades y alguna posibilidad (pequeña, no hay que engañarse) de influir con sus ideas y su acción en ese futuro.