José Ignacio Lacasta Zabalza y Manuel Llusia
Conversación sobre una sentencia
(Página Abierta, 209, julio-agosto de 2010).

Cuando aún no se conocía la sentencia completa del Tribunal Constitucional sobre el recurso del PP a la reforma del Estatuto de Cataluña, aprobada en el 2006, hablé con José Ignacio Lacasta del  fallo publicado. Y lo primero que le pregunté fue la valoración jurídica que él hacía de esas cuatro conclusiones. Rápida y contundentemente salió al paso de mi pretensión. Para él no se podía   separar lo que ha sido todo el proceso que ha dado lugar al fallo, del fallo mismo. «Yo he oído a respetables colegas de Derecho constitucional decir que ya, en este momento, lo que importaba es  acatar el fallo o mirarlo exclusivamente desde el punto de vista de la perspectiva jurídica. Y yo digo, no, eso es imposible, imposible porque son cuatro años de un proceso con muchísimos defectos y que, sin duda, influyen directamente en el fallo. No se puede tomar de una manera formalista escrupulosa exclusivamente el fallo o exclusivamente la argumentación jurídica. Esta sentencia tiene una historia, que es jurídica también».

Le animo entonces a hablar de esa historia, pensando en volver más adelante sobre mi primera pregunta.

Todo empieza, recuerda, con el asunto de las recusaciones de los diferentes magistrados del Tribunal Constitucional, cuando se admitió una recusación, a su juicio, inadmisible, que fue la del magistrado Pérez Tremps, porque había hecho un informe sobre cuestiones que afectaban a la autonomía de Cataluña. «Como Pérez Tremps había opinado sobre la autonomía de Cataluña, no podía argumentar posteriormente dentro del Tribunal Constitucional acerca del recurso planteado. Razón que, por ejemplo, está expresamente excluida en el Tribunal Constitucional alemán, porque, si no, ningún catedrático de Derecho podría ser magistrado del Tribunal Constitucional. Siempre hemos opinado previamente de muchísimas cosas de la Constitución. Y, entonces, cuando toca una cosa relacionada con ello en el Tribunal Constitucional es absurdo que eso sea motivo de recusación. La recusación, como se ha sabido posteriormente, obedecía a motivos ideológicos y políticos, a una lucha política tremenda entre los dos partidos principales en el seno del Tribunal Constitucional».

Cuando empezó esa lucha, la opinión de José Ignacio, ya en aquel momento, fue que, por un poco de decencia y un mínimo de ética, lo que debían haber hecho todos los magistrados de ese Tribunal Constitucional era dimitir y empezar la formación de un Tribunal Constitucional con nuevos magistrados para iniciar ex novo ese glorioso asunto. No se hizo así, y luego siguieron las otras recusaciones: «Una pugna política de izquierda-derecha centrada entre los dos partidos principales que dilató, lo cual me parece absolutamente rechazable, durante cuatro años una sentencia. No pueden durar cuatro años las deliberaciones y el fallo de una sentencia sobre un estatuto de autonomía».

Concluye que, por lo tanto, todo está viciado desde el principio. Y que eso no le da ninguna legitimidad a lo que ha hecho el Tribunal Constitucional. De ahí su insistencia en que conviene poner en primer plano la crítica de cómo ha procedido el Tribunal Constitucional y cómo han actuado los dos partidos políticos principales con todo este asunto.

Dejo de lado el fallo y empiezo a adentrarme en el complejo asunto del papel del Tribunal Constitucional, del alcance y límite de sus competencias, asunto que ha ocupado un interesante espacio en los debates surgidos esperando al Godot constitucional y cuándo por fin ha llegado. En relación con ello, le planteo a José Ignacio si no se puede hablar de una dificultad especial del Tribunal Constitucional para valorar una ley orgánica de reforma de un Estatuto de autonomía como el catalán. 

De entrada, asiente, pero se detiene, antes de seguir por el derrotero planteado, en un aspecto general de la valoración hecha por el TC en esta sentencia. Se trata de su alcance: «Es una sentencia “aditiva”, con perdón por la palabra técnica, que es de un castellano horroroso. ¿Qué quiere decir? Que añade cosas, y cosas nuevas, en la interpretación (1). Yo creo que se podría haber quedado en unos márgenes más estrechos en su pronunciamiento, sin entrar en grandes posiciones hermenéuticas; y toda la hermenéutica que se practica con una, como tú has dicho, ley orgánica es algo muy delicado, porque este tipo de ley lleva a un proceso muy complejo en su definición y requiere unas mayorías especiales. Yo creo que podría haberse abstenido de muchas cosas el Tribunal Constitucional».

Pero ahora hablamos, añado por mi parte, no de una ley orgánica cualquiera. Y estamos los dos de acuerdo. En primer lugar es fruto de un pacto político en el que intervienen las instituciones autonómicas, que representan a uno de los “pueblos” de España (2), y el Estado, que representa a todos los españoles, un pacto entre la sociedad catalana y el conjunto de la sociedad española. Y en segundo lugar, se asienta en un proceso de “negociación” largo y complejo, pero bien definido, con una serie de garantías que le hacen plenamente constitucional: la reforma debe pasar por la aprobación cualificada en el parlamento autonómico, después debe ser sometida a las Cortes españolas, corregida –si hace al caso– y aprobada por éstas, en donde intervienen también los representantes de la sociedad catalana elegidos para esas instituciones, y por último sometida a referéndum en Cataluña. Y ese fue el camino seguido por el nuevo Estatuto.

De ahí surge un interrogante sobre la competencia del Tribunal Constitucional para emitir un juicio de inconstitucionalidad de la reforma de un Estatuto de Autonomía. Cierto que la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional parecen avalar esa atribución (3). Sin embargo existen opiniones muy cualificadas que ponen en duda esa competencia, como la del catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo: «El Tribunal Constitucional no puede controlar el pacto político, pero sí puede controlar el desarrollo normativo de dicho pacto, garantizando de esta manera la supremacía de la Constitución. Este es el terreno de un tribunal. Si se sale del mismo y penetra en el terreno que está reservado a órganos de naturaleza política, se mete en un laberinto del que no sabe cómo salir. La trayectoria seguida por la tramitación del recurso de inconstitucionalidad contra la reforma del Estatuto de Cataluña es la mejor prueba de ello» (4).

Siguiendo este razonamiento nos parecía a ambos que una ley de esas características tiene rasgos de producto constituyente, es decir, que puede considerarse que pertenece al “bloque de constitucionalidad”, y que en consecuencia parece, cuanto menos, problemático que deba entrar en ella el Tribunal Constitucional. Al calor de ello recuerda José Ignacio a Jiménez de Asúa cuando en el proceso constituyente de 1931 aseguraba que el Tribunal de Garantías Constitucionales no podía enmendar la plana al Parlamento en cuestiones de ese calibre (5). Aunque –aclara Lacasta– este Tribunal de la República «no poseía la faceta de “intérprete” de la Constitución, por donde se cuelan notorios abusos y sentencias “aditivas”, sino la de garante de los derechos fundamentales y controlador de la constitucionalidad de las leyes».

En definitiva, ¿cuáles son las competencias del Tribunal Constitucional español?, se pregunta José Ignacio. «Se dice que es el supremo intérprete de la Constitución (6). Yo creo que ésa es una mala posición. El Tribunal Constitucional lo que debería hacer es mirar la inconstitucionalidad de leyes y normas, por una parte, y, por otra, atender los derechos fundamentales de los ciudadanos mediante el recurso de amparo. Lo que pasa es que, si es el supremo intérprete de la Constitución, se da a sí mismo un margen para hacer muchísimas cosas... Ayer lo decía Llamazares, pero ya lo dijo hace muchísimo tiempo Francisco Tomás y Valiente: “El mayor riesgo del Tribunal Constitucional no es sólo su politización, sino que haga de una tercera Cámara».

Partiendo de esa dificultad que surge en el empeño de considerar plenamente competente al Tribunal Constitucional para valorar una reforma como la del Estatuto de Cataluña, hay quien ha dirigido sus reflexiones hacia los criterios de decisión de una sentencia del Tribunal Constitucional. Por ejemplo, el sociólogo Ignacio Sánchez-Cuenca argumenta que, dadas las características concretas en la actualidad de división en dos bloques del Tribunal Constitucional y dado que sus miembros no los elige la ciudadanía y no están sometidos a control electoral alguno, debería optarse por una toma de decisiones no por mayoría simple como está establecida, sino por una  mayoría cualificada. Esa exigencia, concluye, «resolvería fácilmente el problema de legitimidad que tiene hoy planteado este tribunal y además recortaría el poder excesivo que detenta el TC para imponerse sobre la voluntad de ciudadanos y representantes. Si no se alcanzara una mayoría muy amplia, tendría que prevalecer la decisión de las instituciones representativas» (7). En todo caso esta “solución” que propone este sociólogo requeriría otra reforma de la Ley Orgánica del TC; la última data de febrero de 2010 (8).

Quedaba otra opción: «Abstenerse –apunta Lacasta–. Lo defendí también en otro artículo y también por las mismas fechas que cuando hablé de la dimisión de todos los miembros del Tribunal... Por cierto, quiero añadir una cuestión. Eso no se me ocurrió a mí sólo, me refiero a la dimisión de todos los miembros del Tribunal Constitucional. Por ejemplo, Soledad Gallego-Díaz lo dijo también durante los mismos días. La solución de la abstención me parece una solución muy digna. Yo me pongo en el lugar de un magistrado del Tribunal Constitucional ante un embolado semejante, y aparte de tomar café con unos y con otros, y ver la correlación de fuerzas, algo que además ha trascendido, me resultaría vergonzoso seguir adelante. Aparte de esa función interna del tribunal que no debería haber trascendido jamás, una posición digna cuando las cosas estaban dificilísimas era abstenerse».

Y al recordarle que se trata de un recurso sobre una ley orgánica que fue admitido a trámite en el TC y que le obliga a pronunciarse, me espeta: «Bueno, pues yo me pronunciaría por la abstención».

Abandonamos esta cuestión y abro otra preocupación particular: la duda sobre el peso que deben tener en las valoraciones de las leyes el contexto social y político del momento en el que deben hacerse; y en este caso ante una ley que tiene detrás cuatro años de vigencia con una trayectoria determinada. ¿Cómo se puede valorar a palo seco, sin ese criterio, un recurso de inconstitucionalidad? Quiero decir con esto que el contexto en el que ha de hacerse esa valoración ¿no debe influir a la hora de hacer justicia respecto a un recurso?

Mi pregunta obtiene un «sí, por supuesto», y José Ignacio se explaya en el análisis de esta respuesta. «Un jurista, incluido un magistrado del Tribunal Constitucional, no interpreta las normas como quiere, sino que eso tiene unas reglas de interpretación. Unas reglas de interpretación que últimamente se sustituyen por lo que se llama la ponderación de intereses y derechos. Pero eso no debe ser así, y voy a explicar por qué. El título preliminar del Código Civil, que tiene rango constitucional, que pertenece al núcleo duro del bloque de constitucionalidad español, prescribe –no describe, sino que prescribe– cómo se han de interpretar las normas (9). Y las normas se han de interpretar, antes que nada, en su sentido gramatical. Pero luego, además, según el contexto social del tiempo al que pertenecen, que es en lo que entrabas tú; es decir, el contexto social. Y cuatro años es mucho tiempo».

Nos detenemos aquí para preguntarnos por la trayectoria del Estatuto, cómo se ha desarrollado, cómo se ha vivido su puesta en práctica, qué problemas ha creado a la unidad española... Y no vemos algo sustancialmente negativo. Como dice José Ignacio: de un modo general, ha sido válido, vigente y eficaz.

Tras este inciso, Lacasta sigue explicando los criterios para interpretar las normas. Faltaba por hablar del gramatical: «La primera característica de la interpretación de las normas es el sentido gramatical. Se cuestiona la palabra y el concepto “nación catalana”; sin embargo, el artículo 2 de la Constitución habla de “nacionalidades”. Y tengo aquí, en el diccionario de castellano, qué es nacionalidad: “Condición,  carácter y peculiaridad de los pueblos e individuos de una nación».

Derivo, entonces, la conversación a otro terreno: el de los posibles efectos que pueda tener esta sentencia, aún sin conocer la argumentación, que sin duda tendrá su importancia.

«Aquí se mezcla lo que llaman los sociólogos el capital simbólico con lo que es, efectivamente, la decisión. Yo creo que la decisión, por lo que he visto en el fallo y en lo que ha trascendido de la argumentación, quizá no sea de gran alcance. Pero, además, podría haber actuado de otra manera el Tribunal Constitucional. Haber obviado las cuestiones simbólicas y haber entrado en las cuestiones de retoque de pequeño alcance. Hubiera sido una posición hábil. Pero no, no, ha entrado frontalmente en lo que es el capital simbólico, lo que son los símbolos de la nación, la senyera, la lengua, etc. Y, claro, aquí sí que entra la argumentación. A ver qué argumentación han aprobado».

Quiero precisar más. Quiero hablar del efecto desde el punto de vista político. Mi impresión es que los desequilibrios permanentes del Estado de las autonomías no han impedido la unidad dentro de un cierto techo real de autogobierno y de casi federalismo, aunque se ha mantenido siempre una tensión político-ideológica, por razones muy diversas. Que nos encontrábamos en un momento nada malo del pacto implícito en el mantenimiento del Estado de las autonomías. Y, por lo tanto, lo sucedido puede facilitar que se aliente desde unos sitios y de otros, digamos, la tensión que siempre ha habido.

Respecto a este asunto, José Ignacio cree que la discusión territorial es horrorosa y que cansa al noventa por ciento de la sociedad civil de todas las nacionalidades y pueblos de España. «Aquí se da una paradoja que va a tener consecuencias negativas. Es decir, para mí las instituciones de autogobierno y lo conseguido mediante pactos con el Gobierno central por parte de Cataluña ha sido algo bastante extenso. Por ejemplo, toda la discusión que ha habido sobre el sistema fiscal y la aportación fiscal de Cataluña ha permitido ampliar bastante la capacidad de autogobierno de Cataluña en ese campo. Entonces, por un lado, se amplía la capacidad de autogobierno –nivel de autogobierno que no tienen muchos länders alemanes–; y, por otra parte, se restringe esa capacidad por el lado simbólico: no es una nación, no se puede hablar de nación. Creo que es un juego irresponsable y peligroso. Porque ahora sí que se desata el asunto de la conciencia nacional catalana. Y a ver hasta dónde llega por sus diferentes sitios».

Dentro de los efectos prácticos de la sentencia, Lacasta se detiene también en dos cuestiones: la identificación como nación de Cataluña y el poder judicial propio. «Me parece que lo de la nacionalidad es una discusión sobre el capital simbólico. ¿Qué alcance tiene esto o el fallo mismo? ¿Va a cercenar mucho la capacidad de autogobierno de Cataluña? Yo creo que no. Porque, además, el Gobierno central español, el Ejecutivo, ya está buscando apaños para que eso no afecte. ¿Han suprimido el Consejo del Poder Judicial catalán, el miniconsejo catalán? Pues vamos a buscar mediante una ley que se pueda crear. Aunque yo pregunto: ¿es vital un Consejo del Poder Judicial para Cataluña? Yo creo que más bien no».

La mención de esa institución de poder judicial contemplada en la reforma del Estatuto, que por cierto aún no ha sido creada, me recuerda una cierta debilidad de constitucionalidad en determinados aspectos del Estatuto reformado, que se fueron puliendo. Una de ellas es este organismo con unas claras competencias cuya existencia como tal se hacía depender de las futuras leyes del Estado que lo permitieran. Su eliminación, no obstante, es una afrenta abusiva al deseo de un autogobierno que se quiere ajustar también en esto a las leyes del Estado.

A eso que yo llamaba “debilidad”, José Ignacio prefiere denominar “barroquismo” y exceso. «Alfonso Guerra –que aunque no es un personaje de mi devoción, reconozco su agudeza– pasó esto por la Comisión Constitucional del Congreso y dijo que lo que no podían limar era la desmesura, que es lo que estamos criticando en la conversación. Pero el ajuste constitucional estaba ahí, más o menos, hecho. Había una desmesura, una redundancia. De todas formas lo pulieron mucho, de ahí la célebre frase: “va a quedar como una patena”. Una patena barroca, digo yo».

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José Ignacio Lacasta Zabalza es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza.
                                  
(1) La sentencia aditiva se presenta cuando el Tribunal advierte que una parte de la ley impugnada es inconstitucional, en tanto no ha previsto o ha excluido algo, por lo que procede a “ampliar” o “extender” su contenido normativo, permitiendo su aplicación a supuestos inicialmente no contemplados, o ensanchando sus consecuencias jurídicas.

(2) De “pueblos de España” se habla en el Preámbulo de la Constitución española. 

(3) El artículo 161 de la Constitución en su apartado 1. señala que «El Tribunal Constitucional... es competente para conocer: a) Del recurso de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley...» Por su parte, la ley que desarrolla las funciones y organización del TC en su artículo segundo lo expresa así: «1. El Tribunal Constitucional conocerá en los casos y en la forma que esta Ley determina: a) Del recurso y de la cuestión de inconstitucionalidad contra Leyes, disposiciones normativas o actos con fuerza de Ley».
    
(4) “Por qué no”, Javier Pérez Royo, El País, 1 de mayo de 2010.

(5) Artículo 121 de la Constitución de la República española, de diciembre de 1931.

(6) Así lo sentencia la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional en su artículo primero: «1. El Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales y está sometido sólo a la Constitución y a la presente Ley Orgánica».

(7) “¿Por qué les dejamos decidir por mayoría simple?”, Ignacio Sánchez-Cuenca, El País, 10 de diciembre de 2009.

(8) La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional fue aprobada en octubre de 1979. Después se le han hecho diversos cambios en 1984, 1985, 1988, 1999, 2000, hasta llegar a la reforma algo más extensa de 2007, que, por ejemplo, añadió un Preámbulo que la ley de 1979 no tenía, y, por último, a la de febrero de 2010.

(9) «Artículo 3.1. Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas».