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Revista chilena de literatura

versión On-line ISSN 0718-2295

Rev. chil. lit.  n.76 Santiago abr. 2010

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952010000100013 

REVISTA CHILENA de Literatura Abril 2010, Número 76, 257 - 278

IV. DOCUMENTOS

 

CUANDO SUS CUERPOS SE HICIERON HUMO: LO INDECIBLE DE LA SHOÁ A TRAVÉS DE LOS TEXTOS LITERARIOS FEMENINOS1

 

Alicia Ramos González

Universidad de Granada. aramos@ugr.es


 

Nosotros, los salvados,
en cuya osamenta hueca la muerte ya talló sus flautas,
en cuyas venas la muerte tocaya con su arco,
nuestros cuerpos todavía se quejan
de su muerte mutilada.
Nosotros, los salvados,
todavía cuelgan las cuerdas enroscadas para nuestros cuellos
al aire azul...

(Coro de los salvados, Nelly Sachs)

Los salvados de los lagers2 y aquellos que no lo fueron cargan sobre sus cuerpos el testimonio de un tiempo y un espacio concretos llamados Shoá, una palabra hebrea con connotaciones apocalípticas que verbaliza la indecibilidad de la hecatombe genocida nazi.

En ella, los verdugos tomaron los cuerpos de sus víctimas para expresar su frialdad, su ferocidad y su odio, y esos cuerpos se convirtieron en significantes de un sufrimiento casi inimaginable y de una congoja, de una pena tal, que el espíritu que habitaba bajo su piel apenas podía resistir. Y así, la barbarie, la injusticia y el dolor sometieron almas y piel.

La degradación física de los judíos del Holocausto se produjo en los guetos y en los campos de trabajo y exterminio. En los primeros, hombres, mujeres y niños fueron segregados, controlados, señalados con la estrella amarilla de seis puntas, degradados por el hambre y las epidemias, y aniquilados o desgajados para ser deportados en los funestos transportes. En las industrias concentracionarias alemanas, los cuerpos, marcados con un número, fueron humillados con la desnudez y la exposición pública, torturados, violados y finalmente asesinados; cadáveres apilados o convertidos, tras las mortíferas duchas, en olor y humo. Sus espíritus, atrapados en organismos esqueléticos, debilitados y sin defensas, que apenas podían cargarlos, fueron víctimas de aquellos elementos hostiles que flotaban en el aire de los campos -desesperanza, ansiedad y pánico-, e, incapaces de dar aliento, se convirtieron en los más desleales enemigos de aquellos organismos postrados que habitaban. Conforme las fieras intentaban reducir al hombre a bestia, el respeto humano y la bondad fueron mermando y los cuerpos descargándose poco a poco de todos sus valores morales y espirituales.

La exaltación de la raza y de la sangre arias llevó a la denigración y aniquilación de judíos, eslavos, gitanos y negros; comunistas, socialistas y unionistas; escritores, artistas, religiosos, homosexuales y discapacitados. Todos ellos fueron perseguidos brutalmente, sin discriminar la política racial hitleriana a ninguna víctima por su sexo, edad, condición o clase.

Pero, a principios de la década de 1930, Hitler comenzó a incluir en sus discursos violentas e injuriosas acusaciones especialmente contra las mujeres judías que fueron definidas como un tipo degenerado de muj er, equiparable a las prostitutas (Bock, Políticas 171-72). Apartir de la victoria electoral del Partido Nacionalsocialista en 1932, no solo sufrieron el antisemitismo racial de la política impuesta por el Führer sino que también soportaron su antisemitismo sexual y la persecución única y cruel del nazismo hacia las judías (Cit. en Bock, Políticas 172). Y así, éstas fueron víctimas doblemente de la violencia física y psíquica de los ideólogos de la sangre: por su raza —los judíos fueron concebidos como el mayor enemigo del III Reich3 — y por su género.

Si en el decenio de 1920 se había producido en Alemania un recrudecimiento antisemita provocado por diversas publicaciones que acentuaban la importancia de la raza, la sangre y la tierra para el pueblo alemán, y por la grave crisis económica que estalló en 1929, que había repercutido por igual en la población judía, a lo largo de la década de los treinta la proporción de víctimas femeninas fue aumentando considerablemente con el ascenso veloz de todas las formas de racismo nacionalsocialista, pero muy especialmente con el cambio de la discriminación económica al intervencionismo físico en el cuerpo y en la vida de los ciudadanos (Bock, Políticas 173)4.

Hombres, mujeres y niños judíos vivieron experiencias comunes en los guetos y en los campos de trabajo y de exterminio nazi, y los cuerpos de todas las víctimas y supervivientes fueron vejados, mutilados y/o gaseados5. En el horror del Holocausto no puede haber comparaciones entre el sufrimiento de hombres y mujeres judíos. Sin embargo, el cuerpo de unos y otras marcó sus destinos, porque ellos fueron perseguidos y maltratados de acuerdo a su especificidad (Ringelheim 745). Las judías, así, encerradas en los guetos y en los barracones de mujeres de los campos de la muerte, quedaron además atrapadas en unos cuerpos profanados por la violencia médica y, sobre todo, sexual. Por eso los testimonios y la literatura de las mujeres del Holocausto, donde aflora su particular experiencia, marcada por su biología y su sexualidad, revela el significado de las diferencias de género en el proceso del genocidio nazi, cómo comprendieron las mujeres la tragedia y cuáles fueron las reacciones físicas y psicológicas a las agresiones a su espacio corporal.

Porque una parte de la historia de la Shoá se grabó exclusivamente sobre la piel del cuerpo de las mujeres. Desde el comienzo, en Rusia y en toda la Europa del Este ocupada por los alemanes no se respetó a las jóvenes judías, a las esposas y madres, que fueron inhumanamente asaltadas y aniquiladas en los fusilamientos masivos de los Einsatzgruppen6. En los guetos, las judías fueron sacrificadas por la política anticipadora de los judíos que, basada en que la vulnerabilidad física de las mujeres y los niños los protegería de la bestialidad nazi, fijó como objetivo prioritario la salvación del mayor número posible de hombres (Horowitz, Gender 170). Pero ser mujeres no les protegió, porque los bárbaros no tenían ningún código moral (Ofer 163): ellas no pudieron escapar de las acciones de reclutamiento para los campos de trabajo forzado y las selecciones para los de exterminio (Ringelheim 743-44). Con frecuencia en Auschwitz, Bergen-Belsen o Lheresienstadt las mujeres fueron las primeras en ser seleccionadas para las cámaras de gas7 después de haber sido maltratadas con sadismo y asaltadas sexualmente; tras haber servido involuntariamente como cobayas a los médicos nazis que para su propia excitación se ensañaron con crueldad sobre el físico femenino y de forma sádica experimentaron con los cuerpos de las judías, estudiándolos minuciosamente para poder debilitarlos, controlarlos, someterlos; para conseguir una victoria inmoral sobre el cuerpo materno de las judías, destrozando sus vaginas, haciéndolas infecundas y estériles, y malogrando los fetos imperfectos y abominables de la raza inferior que ellas engendraban.

Pero del mismo modo que la política nazi desarrollada hasta su culmen, "la solución final a la cuestión" judía (Friedlander 284-300), no consiguió acabar con aquella raza de subhumanos, también fracasó en su intento de matar a todas las judías, de silenciarlas. En la Shoá perecieron millones de los hijos de Abraham, pero aun en el desastre lograron subsistir imaginación y literatura, y la voz de algunas sacrificadas que —junto a aquellas que lograron escapar del genocidio— son testimonio y hacen recordar historias que solo ellas pueden contar. Los relatos recitados por las mujeres del Holocausto o aquellos que escriben sus hijas son los mismos que los de los hombres, pero a veces nos descubren experiencias suyas que son únicas, sufridas solo por ellas, y que en el papel nadie más que sus personajes femeninos —protagonistas de todas sus historias— pueden representar.

La política nazi no hizo distingos con las mujeres judías: cualquier descendiente de una familia que profesara la Ley de Moisés estaba condenada. La idea de raza de Hitler hizo a todas las judías alemanas iguales y fueron tratadas de la misma forma que polacas, húngaras, checas, holandesas, rusas o francesas, como seres inferiores. Lo que denota las verdaderas intenciones del régimen nazi, que en su lucha contra la degeneración racial del pueblo alemán homogeneizó a todas las víctimas del Holocausto, sin importarle su grado de observancia religiosa o su integración en la sociedad.

Y así, muchas mujeres perecieron en el genocidio nazi simplemente por su ascendencia judía o por haber nacido en un hogar judío (Goldenberg 327-28). Desde la segunda mitad del siglo XIX, debido a los profundos cambios surgidos de la Ilustración y la Emancipación en la comunidad judía de la Europa Central y del Este —y que dieron como resultado un gran número de conversiones y la asimilación de los judíos, sobre todo entre los alemanes, a la sociedad gentil—, muchas mujeres entendían su condición de judía no como una pertenencia a un determinado pueblo o religión sino sencillamente como un estado heredado de padres o abuelos. Así pues, aquellos cuerpos de mujer que los nazis maltrataron bajo el único pretexto de la raza encarnaban distintas y variadas identidades. Las judías sacrificadas fueron las madres de los hogares judíos ortodoxos, las revolucionarias y radicales políticas del Este de Europa, las asimiladas que habían abandonado la vida tradicional judía para convertirse en simples ciudadanas de los países en los que vivían, las alemanas de clase media; observantes o no, practicantes o no, etcétera.

De las notas del diario de Eva Heyman (1931-1944), una húngara de trece años nacida en la ciudad de Nagyvárad en el seno de una familia burguesa apartada de tradiciones, valores y estilo de vida judíos, podemos entresacar referencias al antisemitismo indiscriminado de los nazis y cómo éste es entendido por una adolescente educada en una sociedad cristiana:

  También le pregunté al tío Béla, pero su respuesta fue que no se puede generalizar y que la tragedia de los judíos es que Emil Adorján, el hombre más rico de Varad, acumula muchísimas riquezas y por eso los arios me odian a mí también, porque como él soy judía, aunque en realidad yo no tenga ni un céntimo guardado. Gasto toda mi paga en regalos de cumpleaños y yo misma, incluso, recibo presentes por Navidad (Heyman 24)8.

Los escritos de dos víctimas del genocidio, las holandesas Arme Frank (1929-1945) y Etty Hillesum (1914-1943), proporcionan algunos datos sobre la integración de sus familias, asimiladas y apenas practicantes, a la sociedad gentil. El diario de su compatriota Edith Velmans (1925-), una superviviente del Holocausto que vivió bajo identidad falsa escondida durante tres años en casa de una familia no judía de Breda, aporta también un testimonio claro sobre el grado de observancia de muchos judíos neerlandeses:

  Todo aquello hizo que de repente adquiriera una mayor conciencia de mi condición de judía. Hasta aquel momento, nunca me había parecido que mi religión fuera una parte esencial de mi identidad. Aparte de lasfiestasjudías, mi familia no concedía demasiada importancia a las prácticas religiosas [...] Mis amigos de la escuela eran protestantes, judíos o católicos: nunca le había dado demasiada importancia (Velmans 59).

Las memorias, los diarios, los testimonios orales y toda la literatura denominada del Holocausto, escrita por las supervivientes y sus descendientes, hacen imposible olvidar y son una fuente importantísima para saber quiénes y cómo eran realmente las mujeres que sufrieron y murieron durante los años atroces del dominio nazi. Pero también son un tesoro que guarda las experiencias de las mujeres y las evidencias de cómo sus cuerpos vivieron en la tragedia. Por eso, en gran parte de los escritos femeninos de la Shoá, entre el relato de la guerra, el trauma y el dolor, aparecen las experiencias y ciclos biológicos de las mujeres, y temas relacionados con su sexualidad: la menarquia, los periodos menstruales, la concepción.

El testimonial diario de Arme Frank tiene el valor añadido de contar la historia de una niña que, en unas circunstancias tan adversas, se convierte en adolescente. Su organismo se desarrolla y la experiencia física y psíquica va ocupando días concretos en el relato de su vida:

 

... Escribe más o menos que una chica, cuando entra en la pubertad, se vuelve muy callada y empieza a reflexionar acerca de las cosas milagrosas que se producen en su cuerpo. También a mí me está ocurriendo eso, y por eso últimamente me da la impresión de que siento vergüenza frente a Margot, mamá y papá. Sin embargo, Margot, que es mucho más tímida que yo, no siente ninguna vergüenza.

Me parece muy milagroso lo que me está pasando, y no sólo lo que se puede ver del lado exterior de mi cuerpo, sino también lo que se desarrolla en su interior. Justamente al no tener a nadie con quien hablar de mí misma y sobre todas estas cosas, las converso conmigo misma. Cada vez que me viene la regla —lo que hasta ahora sólo ha ocurrido tres veces— me da la sensación de que, a pesar de todo el dolor, el malestar y la suciedad, guardo un dulce secreto y por eso, aunque sólo me trae molestias y fastidio, en cierto modo me alegro cada vez que llega el momento en que vuelvo a sentir en mí ese secreto (Frank 182).

En la clandestinidad, el cuerpo de Arme comienza a experimentar cambios que ella aún no comprende y la observación e investigación se convierten en un juego para ella, que quiere conocer las transformaciones físicas del paso de la infancia a la pubertad: aprender su cuerpo es, en algunos momentos de su diario de guerra, más importante que las cuestiones sobre unos cuantos judíos escondidos a causa de la ocupación alemana de Ámsterdam:

  Quisiera preguntarle a Peter si sabe cómo es el cuerpo de una chica. Creo que en los varones la parte de abajo no es tan complicada como la de las mujeres. En las fotos o dibujos de un hombre desnudo puede apreciarse perfectamente cómo son, pero en las mujeres no. Los órganos sexuales (o como se llamen) de las mujeres están más escondidos entre las piernas. Es de suponer que Peter nunca ha visto a una chica de tan cerca, y a decir verdad, yo tampoco. Realmente lo de los varones es mucho más sencillo [...] Es notable lo bien organizada que está esa parte del cuerpo en nosotras. Antes de cumplir los once o doce años, no sabía que también estaban los labios de dentro de la vulva, porque no se veían (Frank 263-64)9.

Entre miles de páginas de relatos y poemas donde están escritas las atrocidades y los pequeños horrores del genocidio, se puede encontrar a una superviviente como Rojl Korn (1898-1982)10 volviendo a la Europa ocupada y, en la devastación, haciendo memoria de los crueles y macabros decretos de autoselección promulgados por los asesinos durante la guerra: aquéllos que obligaban a las familias judías a elegir a uno de sus miembros para subir voluntariamente al tren que le transportaría a la muerte.

En El camino final11, la autora galitsiana lleva el drama de la gran guerra que se extiende por todo el continente al hogar judío donde se desarrolla la historia, un doloroso dilema que convierte a todos en víctimas y en traidores, y que hace que el valor de la vida se mida de acuerdo al cuerpo de aquel que la posee, a las arrugas de su rostro y a la longitud de las líneas de las palmas de sus manos. El padre no debe ser elegido, es el sustento de la familia. La madre es intocable, ella protegerá a los niños; nadie más que ella podrá ocultar a sus pequeños "en sus manos" y con su cuerpo "construir un cerco a su alrededor" (6). A Lipe le está prohibido morir, tiene veinticuatro años y acaba de empezar a probar la vida. Únicamente los delgados hombros de Mirl se curvan como si "aguardaran tomar la carga de nuevas, desconocidas nostalgias", "llenándose sus castaños ojos de gama de esa primera y tierna abnegación femenina para el destino" para entregar su cuerpo y su juventud (3). Pero no se permite su muerte. Entonces...

 

Todos estaban con la cabeza baja, pensando: dejemos que lo que tenga que pasar, pase. Dejemos que la partida sea dictada por alguna fuerza externa, por el destino. Y si todos nosotros tenemos que ir en lugar de uno sólo, que así sea. Si Dios desde arriba lo quisiera, si Él permitiese que pasase, ellos lo aceptarían con agrado.

Ahora, sólo el tictac del reloj rompía el silencio, moviéndose sus agujas inexorablemente hacia la hora señalada.

De repente el padre se volvió; todos los ojos siguieron la dirección de su mirada. La silla de la abuela estaba vacía. Tan absortos habían estado en sus propios pensamientos, que nadie se había dado cuenta de su partida. ¿Dónde había ido? ¿Cómo se había marchado de casa tan silenciosamente que ninguno la había oído? Ninguno. Tendría que haber sido hacía sólo unos pocos minutos.

Mientras escudriñaban todos los rincones de la habitación, una sombra apareció de repente sobre el cristal de la puerta que daba al vestíbulo. Conforme la sombra se acercaba, la habitación comenzó a llenarse gradualmente con ella. Los ojos de todos la siguieron: sí, era la abuela con su vieja capa negra, la que se ponía para las fiestas. Con una mano sujetaba una pequeña bolsa con su libro de oraciones, mientras que con la otra soltaba la cadena de la puerta principal. La puerta se cerró de golpe y osciló sobre sus bisagras.

Ninguno de ellos se movió del sitio. Ninguno la llamó para que volviera. Todos se quedaron sentados, congelados. Sólo sus cabezas se movieron, inclinándose aún más, como si su lugar correcto fuera a la altura de los pies, con la suciedad y el polvo del umbral (Korn 12).

Aunque ella, la abuela, deseaba arraigar en aquel pequeño trozo de tierra que había bajo sus pies para que nadie fuera capaz de arrancarla, salió a encontrarse con la muerte, a entregarle voluntariamente "su desgastado saco de huesos" (8). Porque desde el principio había estado predestinada a morir: "sus años habían ido cayendo uno tras otro como las hojas de un árbol en otoño, dejando su tronco desnudo y vulnerable" (7).

Y los troncos caducos, los cuerpos de las judías que ya no podían realizar trabajos forzados eran considerados por los nazis "no aptos" y, por tanto, prescindibles para la humanidad: no ser una mujer joven las conducía directamente de los guetos al sacrificio en las cámaras de gas, sin ni siquiera la oportunidad de poder ser explotadas como animales en los campos, sin esperanza alguna de supervivencia (Bondy 323-24; Goldenberg 333-34).

De haber continuado escribiendo después de ser descubierta y deportada a Westerbork, Anne Frank probablemente hubiera recogido, como muchos de los testimonios de las mujeres que pasaron por los campos de trabajo y lagers, la vergüenza y humillación que, a su llegada a Auschwitz y más tarde a Bergen-Belsen, sufrió aquel cuerpo que ella estaba empezando a descubrir. Pues nada más entrar en el campo, después de una inspección ocular para seleccionar a aquellas que debían dirigirse directamente a las cámaras de gas, los cuerpos de las mujeres sufrían una violencia extrema. Las judías eran desnudadas y expuestas -algunas veces durante horas- en medio del recinto, en fila. Se las higienizaba mediante duchas y se le afeitaban la cabeza y el pubis. Una vez desvestidas, descalzadas y rapadas, en presencia de los hombres que junto a ellas habían llegado al campo o de espectadores voluntarios que asistían por una atracción insana a contemplar el espectáculo (Goldenberg 330-31), se les sometía a un degradante e inhumano examen donde los cuerpos de mujeres y niñas eran manoseados y sus vulvas y vaginas invadidas, hurgadas, profanadas. Así, a lo largo de este proceso en el que la intimidad femenina era violada reiteradamente, las recién llegadas comprendían de forma brutal su vulnerabilidad física y que eran esclavas de sus cuerpos, amenazados ahora allí por el hambre y la agresión física y psíquica.

Cuentan las supervivientes que en aquellos lagers el sol no brillaba porque siempre estaba ensombrecido por el humo de las chimeneas. En lugares así, donde la vida no podía existir, las mujeres, seres elegidos para ser organismos fecundos y nutrientes, eran sacrificadas las primeras junto a aquellas cuyos espíritus, debilitados moralmente, estaban corporeizados en armazones esqueléticos que no podrían resistir la pesada carga que día tras día se arrastraba en los campos de aniquilación. Al bajar de los camiones y los vagones de los trenes que las trasladaban hacinadas desde los guetos y las ciudades ocupadas, las judías eran separadas mediante un proceso de selección en la llamada "rampa": todas aquellas cuyos vientres hinchados delataban su preñez y el surgir de una nueva vida, y toda judía que llevase a niños en brazos o cogidos de la mano eran apartadas para morir inmediatamente, a pesar de que eran mujeres jóvenes con capacidades plenas para soportar el duro trabajo. Por ello, a la llegada al lager, muchas mujeres mayores, conscientes de que éste era su fin, cogían a los pequeños de la mano y se hacían cargo de ellos para que las madres jóvenes pudieran salvarse en la selección.

En aquellas fábricas de humeantes chimeneas los hijos se convirtieron en involuntarios delatores de cuerpos que debían ser sacrificados, sentenciando a muerte a aquellas que les daban la vida12.

En las memorias de la superviviente polaca Sara Nomberg-Przytyk (1915-1996), Auschwitz: A True Tales From a GrotesqueLand, encontramos un retrato tan vivido como aterrador del doctor Josef Mengele, que prestó servicios como Hauptsturmführer13 y médico en el lager de Auschwitz-Birkenau —donde llevó a cabo espantosos experimentos entre los deportados—, ejemplo del cual es la explicación, reproducida por Nomberg-Przytyk, sobre cómo justificaba este médico y antropólogo la medida de aniquilación que unía el destino de mujeres y niños, cebándose así en los más indefensos:

  Cuando un niño judío nace, o cuando una mujer viene al campo ya con un niño [...] no sé qué hacer con el niño. No puedo dejar al niño libre porque ya no hay judíos que vivan en libertad. Lampoco puedo dejarlo en el campo porque no hay facilidades allí que permitan al niño desarrollarse normalmente. No sería humanitario enviar a un niño a los hornos sin permitir a la madre estar allí para ser testigo de la muerte del niño. Ése es el motivo por el que envío a la madre y al hijo juntos a los hornos de gas (Cit. en Nomberg-Przytyk 69)14.

La brutalidad nazi hacia las muj eres en este caso fue extrema y perversa. El ensañamiento en la selección de las mujeres se debió a su capacidad reproductiva, una amenaza para los planes raciales de Hitler que quería eliminar a todas aquellos seres inferiores, subhumanos, para crear una raza superior. Entonces, todas las mujeres experimentaron su capacidad para engendrar nuevas vidas como un síntoma de su vulnerabilidad física, pero cada una reaccionó ante ello de una manera diferente. Hubo mujeres judías que, intentando sobrevivir en ese mundo hostil, olvidaron el sacrificio exigido a las madres y la protección tradicional femenina, y antepusieron su vida a la de sus hijos. Otras, tratando de salvar a las jóvenes, se arriesgaron asistiendo a partos clandestinos en los guetos y los campos, para acabar trágica y cruelmente con la vida de los recién nacidos. Hubo también quienes, tratando de conservar intacta su humanidad en medio de tal depravación decidieron acompañar a sus retoños hasta la muerte.

Es por ello que la literatura femenina del Holocausto que trata la maternidad es próvida, volviéndose, en muchas ocasiones, inusualmente ruda y mostrando con pasión ternuras e insensibilidades por igual. En el relato "La clandestina", incluido en la colección El humo de Birkenau, de la superviviente italiana Liana Millu (1914-2005), la narradora comparte jergón en el barracón 15 del campo de Birkenau con una mujer joven llamada María. Al enterarse de que ésta está en estado de esperanza, el miedo y una rabia extrema afloran en ella: "¡ Si es tan estúpida como para traer al mundo al crío para que después se lo echen al horno, peor para ella!" (54).

Al principio ni la narradora, ni el resto de sus compañeras pueden comprender a María: la miran "con una mezcla de curiosidad, envidia y recelo" (78), y todas consideran que aquel amor esperanzado hacia la criatura por nacer era una enloquecida soberbia, todas criticaban con dureza a la joven" (79). Y es que su preñez no es solo un peligroso secreto, sino que obedecer la voz imperiosa de la naturaleza para dar una vida en un lager donde no eran válidas las leyes de la vida, la hacían a los ojos de las demás una mujer egoísta, irrazonable, cometiendo una "asquerosa animalidad" (55).

Cuando la kapo15 se entera del embarazo de María, sus palabras son así de duras y brutales:

  ¿Y tú, por qué no dejaste que te marcaran? ¿Por qué, pedazo de zorra? ¿Por qué? [... ] ¡Habrase visto! [...] ¡No quería abortar la señora! Mejor traer al mundo a ese crío para que la chimenea eche un poco más de humo, ¿no? ¡A mí esto me importa un bledo! Lo único que sé es que ahora tendremos problemas por culpa de ese maldito crío, es lo único que me interesa. ¿De cuántos meses estás? ¡Contesta! [... ] ¡De siete meses! ¡La muy puta se pasea con una barriga de siete meses! (76-77).

Los relatos y las memorias de las mujeres también muestran cómo muchas de ellas entendieron que su cuerpo, capaz de engendrar nuevas vidas, era un arma eficaz para hacer fracasar los intentos nazis de exterminio racial. Y así ellas, inermes, se transformaron de víctimas en conspiradoras, poniendo sus cuerpos al servicio de una cruel batalla contra el enemigo: la lucha por la supervivencia de los judíos.

A pesar de su debilidad física y de las deplorables condiciones de los guetos y campos, el embarazo significó también para algunas madres una importante ayuda psicológica frente al drama y el triunfo de la vida en los campos de la muerte. Por eso algunas resistieron heroicamente con sus cuerpos a las leyes nazis arriesgándose para traer al mundo en la clandestinidad e inmundicia de los guetos y barracones a su hijo y, después, para ponerlo a salvo de aquellos asesinos de inocentes16, dando así con la vida de él continuidad a su vida y asegurando otro futuro.

En el relato de Liana Millu la espera de la llegada de una nueva vida a aquel antro de muerte que es Auschwitz-Birkenau poco a poco comienza a purificar el alma de la narradora, Liana, y a tomar sentido: el cuerpo de María en su preñez, creando nueva vida, era un instrumento de ataque y defensa al destino de sus pobladoras femeninas, marcado por el humo de las chimeneas de aquel inhóspito lugar, símbolo de la aniquilación racial nazi. Por eso, echada en el jergón junto a la madre, Liana confía en que esa criatura —que está segura que será una niña— en el futuro pueda leer sus libros, garantizando la trasmisión de la memoria: "Escuchaba su voz sosegada, que me hablaba de esperanza y espera, porque cada día que pasaba era una victoria contra los hombres y contra el destino y alimentaba en ella una mayor confianza en aquella divina providencia de cuya ayuda estaba segura" (Milu 61).

Sin embargo, la madre no podía llevar a cabo su acto de rebeldía contra el régimen nazi sin la ayuda y asistencia de otras mujeres, con lo cual la experiencia individual del embarazo se transformaba en una forma de construcción de comunidad. En cierto sentido, todas las madres se convertían en la madre del bebé, en su dadora de vida (Horowitz, Memory 274 y ss).

No obstante, las mujeres que consiguieron esta victoria fueron una minoría frente a los miles de madres e hijos asesinados y gaseados. La despiadada política racial y sexual nazi persiguió, acosó y se ensañó con las mujeres porque eliminarlas a ellas no solo significaba evitar la procreación de la subraza judía, sino también porque así destrozaban los lazos familiares, aislando a sus víctimas y mermándolas moral y espiritualmente. Poniendo el bienestar de las madres contra el bienestar de los hijos, el sistema nazi las transformó a ellas madres en un instrumento de su propia tortura (Horowitz, Memory 258).

Si hay muchas angustiadas memorias o relatos describiendo la infiltración de la atrocidad dentro de las más íntimas entrañas de la vida de uno, inutilizando a las madres de su ser madres, también, ciertamente, entre los recuerdos más angustiosos y terroríficos de muchas de las supervivientes de la Shoá, la ruptura del vínculo esencial madre—hija representa el símbolo último del mal nazi (Horowitz, Memory 279). Por eso, el pánico a perder a sus madres llevó a jóvenes judías a sacrificar voluntariamente su vida junto a ellas, eligiendo la muerte como un medio de restaurar el poderoso vínculo simbólico que la maldad de los genocidas intentaba quebrar (Karay 304).

En respuesta también a la atrocidad nazi que socavaba los vínculos femeninos, las mujeres desarrollaron una estrategia de subsistencia, que, en ciertas ocasiones, no tuvo igual entre los hombres judíos. La resistencia de las mujeres se basó en la creación de familias sustituías que permitían que las prisioneras de los campos se dividiesen en pequeños grupos de supervivencia en los que la mujer de más edad tomaba a su cargo a la más joven —muchas veces no solo a una— adoptando respectivamente los papeles de madre e hijas de campo. Así, mientras que en la literatura de los supervivientes encontramos referencias al "planeta Auschwitz"17, en los textos de aquellas que lograron escapar del horror algunos relatos sobre las relaciones en los barracones de las mujeres nos recuerdan más a un sui géneris hogar Auschwitz donde las judías compartían un espacio reducido y donde la madre de campo, decisiva en la supervivencia, ejercía su poder de protectora y nutriente procurando y repartiendo las exiguas raciones de sopa entre sus hijas, cuidando a las más débiles y enfermas, y organizando las tareas relacionadas con la higiene y salubridad (Goldenberg 336-37; Horwitz, Gender 176). También hay memorias que relatan los esfuerzos de las hijas por mantener físicamente a sus madres y salvarlas así de las selecciones (Bondy 324).

Las familias de campo ayudaron a algunas prisioneras a resistir a sus destinos y son un testimonio moral de aquellas mujeres que no sucumbieron a la propensión natural de vivir para sí mismas y tendieron su mano generosamente a sus compañeras, trascendiendo las diferencias de raza, religión e ideología para formar un vínculo de hermandad (Baumel 260).

Pero en los campos de trabajo las mujeres vivían al ritmo de leyes inhumanas que controlaban su cuerpo y su intimidad, hasta el punto de convertirse en seres asexuados, que habían perdido todo carácter femenino; mujeres que, como describe la superviviente francesa Odette Elina (1910-1991), "habían alcanzado un grado de delgadez inconcebible, deformadas por el edema del hambre, con sus carnes flaccidas y sus cabezas rapadas (...) Mirando aquel rebaño de mujeres desnudas no podía dejar de pensar en las «mujeres condenadas» de Baudelaire" (Elina 22).

Olvidados sus nombres y reducidas a un número, encerradas dentro de organismos famélicos que ni siquiera podían engendrar hijos, respirando el hedor que inundaban los barracones, las judías también tuvieron que aprender a ejercer la violencia contra los propios cuerpos de las mujeres, tuvieron que deshumanizarse para vencer su fragilidad y resistir.

Los recuerdos de supervivientes como la varsoviana Halina Birembaum (1929—), que pasó tres años —de los doce a los quince— entre el gueto de la capital polaca y los campos de Majdanek, Auschwitz y Ravensbrück, son conmovedores, describiendo de una forma tan sencilla y vividamente su experiencia:

  La realidad de Majdanek me abrumó más aún que la pila de cadáveres bajo la cual casi me ahogo en el vagón del tren. Lenía trece años. Los años de persecución en el gueto, la pérdida de mi padre y mi hermano y, lo peor de todo, la pérdida de mi madre, habían dañado mi sistema nervioso y en un momento en el que yo debía obligarme a mí misma a resistir todo lo que me fuera posible, me derrumbé completamente... No había nada por lo que no tuviéramos que pugnar en Majdanek: por un trozo de suelo del barracón en el que tendernos por la noche, por un cuenco oxidado sin el que no podíamos obtener la miserable ración de sopa con la que nos alimentaban, para la amarillenta y apestosa agua para beber. Pero yo no era capaz de luchar. El miedo y el horror me superaban ante la visión de las prisioneras pegándose por un pedazo de suelo libre... Mujeres hostiles, agresivas, intentando sobrevivir a cualquier precio. Aturdida, espantada, hambrienta, aterrorizada, las miraba a distancia (Cit. en Pingel 171-72).

Las mujeres judías de la Shoá cuentan historias donde la maldad hace mella en los cuerpos y las almas, que, quebrantadas y aterrorizadas por las condiciones de vida, olvidan el amor y todas las virtudes del espíritu. Así lo cuenta Java Rosenfarb (1923-), prolífica escritora de ficción, poesía y drama y ídish, que fue residente del gueto de la ciudad polaca de Lodz (entre 1940 y 1944) y que después pasó por Auschwitz, Sasel y Bergen-Belsen, de donde consiguió salir con vida. Rosenfarb, que comenzó a escribir en el propio gueto, no dejó de hacerlo tampoco en los diferentes campos de concentración en los que estuvo internada, publicando poco después de su liberación, en 1947, su primera colección de poemas del gueto, Di baladefun nejtikn vald [La balada del bosque del ayer].

En uno de sus relatos más conocidos, "Edgeh s nekome" ["La venganza de Edgia"], una historia psicológica centrada en los traumas que padece un grupo de supervivientes establecidos en la ciudad canadiense de Montreal, Rosenfarb habla por boca de una kapo:

  Yo, que antes de la guerra me ruborizaba con cualquier palabra subida de tono, ahora me he vuelto realmente prolífica en inventar entradas para un léxico de obscenidades. Yo, que antes de la guerra había hablado el más refinado y elegante polaco, ahora experimentaba un salvaje placer al vociferar como una ramera. Yo, que una vez pensé que mis manos habían sido creadas nada más que para dar ternura y caricias, ahora mantenía apretados los puños como si fueran rocas para golpear lo más fuerte posible aquellas espaldas esqueléticas [...] El humo que día y noche se elevaba de las chimeneas confirmaba la finitud de la existencia, narcotizaba mi temor, intoxicaba mis sentidos y me hacía lasciva. Todas las restricciones de la conducta humana civilizada se desprendieron de mí. Tenía la impresión de deambular como si se hubiera pelado la piel de mi cuerpo y se me permitiera deleitarme en una orgía de primitivos impulsos. La línea fronteriza entre lo que se desvanece y lo que no, y la línea divisoria que distingue al hombre de la bestia desaparecieron igualmente (44-45).

Los campos no hicieron distinción entre sexos y maltrataron los cuerpos y los espíritus de hombres y mujeres con suma irracionalidad, sometiéndolos con humillaciones públicas, vulnerando su intimidad, extenuándolos con trabajos forzados, desfigurándolos con la más brutal de las violencias, consumiéndolos por el hambre, embistiéndolos con dolores e infecciones y convirtiéndolos en humo. Sin embargo, aunque la tortura y el daño psicológico y moral fueron desastrosos para todos los prisioneros, la experiencia biológica de las mujeres en los lagers fue mucho más dura y devastadora. La realidad de la vida en los campos por parte de las mujeres demuestra que la feroz política racial del régimen nazi ocultó una no menos brutal política sexual, de control, represión, sometimiento y ensañamiento contra todas ellas. Y, a pesar de achacar la elevada mortalidad femenina en Auschwitz a la debilidad psicológica de las mujeres, el comandante Rudolf Hoess reconoció involuntariamente en sus memorias este hecho escribiendo:

  Todo lo que he dicho es también cierto en el caso de las mujeres, con una diferencia: para ellas, todo era mil veces más difícil, mucho más deprimente y perjudicial, porque las condiciones de vida en los campos de las mujeres eran incomparablemente peores. Alas mujeres se les asignaba menos espacio vital, sus condiciones higiénicas y sanitarias eran muy inferiores... y cuando alcanzaban el "punto de no retorno", el final no tardaba en llegar. Aquellos cadáveres vivientes que todavía caminaban por allí era una visión terrorífica (Cit. en Karay 306-07).

No debemos olvidar que hubo campos destinados solo a la reclusión de prisioneras como el de Ravensbrück, donde fueron asesinadas más de 90.000 mujeres. Ubicado en la llamada pequeña Siberia de Mecklenburg, frente a un pequeño lago cerca de la ciudad de Furstenberg, al norte de Berlín, Ravensbrück fue el campo de concentración y exterminio de mujeres más grande y célebre, funcionando desde 1940 a 1945, periodo durante el cual fue ampliado tres veces y por el que pasaron más de 150.000 mujeres de distintos países europeos. En él, las prisioneras fueron explotadas para las empresas de guerra, especialmente Siemens y los talleres de Industriehof, y se llevaron a cabo numerosos experimentos médicos y miles de ejecuciones y gaseamientos18.

En campos como Ravensbrück, donde solo habitaban madres e hijos, la ternura, la compasión y el perdón habían cesado también. No existían leyes para proteger a los niños ni para condenar la violencia física cometida contra las mujeres, tratadas igual que animales de carga y obligadas a arrastrar pesadas cargas o a realizar los más duros y denigrantes trabajos. No había normas nazis de conducta ni de moral que pusieran orden al caos, la sinrazón y el resentimiento extremo que se obstinaban en cebarse en los cuerpos más pequeños y en los que, como bestias, podían cometer sus abusos más obscenos. En este abismo femenino tampoco se necesitaba justificación alguna para pegar o matar a aquella cuyas fuerzas la habían abandonado, a la que sus años y la pesada carga moral del sufrimiento habían agotado o a aquella cuyas maneras o físico no resultaban atractivos a sus maltratadores.

Así lo recuerda Rosenfarb en el campo de Auschwitz-Birkenau a través de la protagonista de La venganza de Edgia:

  Un fantasmal humo rojizo giraba sin cesar ante mis ojos: silbatos, gritos, los ladridos de los perros, barracas, chimeneas y rostros. Rostros como piedras, piedras como rostros daban vueltas ante mí como guijarros caídos de un pavimento que se deshace. Desde el crepúsculo previo al amanecer hasta el final del anochecer las quinientas mujeres de mi barracón cargaban piedras en camiones y las transportaban de un lugar a otro. Aunque el hambre me torturaba, yo todavía me sentía vigorosa. El trabajo duro no había quebrado aún mi espíritu. Pero sí había algo que me atormentaba. En mi anterior vida perdida —tan cercana como el ayer y al mismo tiempo, tan distante como un sueño— había estado orgullosa de mi escultural figura y de mi sano y bien desarrollado cuerpo. Pero ahora mi altura se había convertido en mi mayor maldición. No me era posible esconderme o mezclarme en la multitud. Siempre que marchábamos en fila, asomaba como un signo de exclamación que provocaba en nuestros guardias el irresistible impulso de pegarme. Supongo que mi altura les irritaba porque perturbaba la simetría, la perfecta armonía del mundo que habían creado (41).

En Ravensbrück y en todos los demás campos las mujeres vivieron en condiciones extremas de higiene, pobreza y miseria que influyeron especialmente en sus cuerpos y en sus ciclos biológicos. Un porcentaje muy elevado de prisioneras perdió su flujo o tuvieron evacuaciones menstruales irregulares debido al estrés traumático y a la malnutrición Esto influyó psicológicamente en las mujeres, padeciendo la mayoría de ellas una ansiedad continuada debida a su preocupación por la fertilidad en un futuro o por saber si realmente estaban embarazadas. Aunque en la práctica benefició el desenvolvimiento de las prisioneras en los campos, donde la escasez de productos higiénicos complicaba considerablemente la vida de las mujeres y donde la falta de ropa interior las exponía a continuas infecciones urinarias (Bondy 315).

Como mujeres, las víctimas sufrieron acoso y agresiones sexuales en los campos de concentración, a pesar de las estrictas leyes nazis que prohibían a los arios mezclarse con inferiores. Así y todo, los cuerpos de las mujeres fueron usados como divertimento por soldados y jefes alemanes que los exhibían desnudos en fiestas, los vejaban en orgías y abusaban de ellos en juergas en las que las violaciones colectivas la mayoría de las veces terminaban con el asesinato de las judías (Karay 290-91).

En el verano de 1941, Himmler ordenó el establecimiento de casas de prostitución para el uso de los presos de los campos de concentración y un año más tarde, la SS comenzó a establecer burdeles de campo. Su objetivo principal era prevenir las relaciones homosexuales entre los presos y dar un incentivo a los hombres que realizaban trabajos forzados a fin de conseguir mantener la producción.

A finales de 1944, los burdeles de campo ya eran una realidad en Buchenwald, Dachau, Sachsenhausen y Auschwitz, entre otros. Éstos y los establecidos por el estado nazi para la Wehrmacht19, los oficiales de la SS y los obreros extranjeros que trabajaban para el Reich alemán formaban parte de un sistema extenso en el que al menos 34.000 mujeres eran explotadas sexualmente (Hebermann 34). Trabajando bajo deplorables medidas higiénicas y sin que se les proporcionara ningún medio de control de la natalidad, las presas eran obligadas a cumplir una cuota de ocho hombres por día. Según los testimonios, muchas de ellas quedaban embarazadas y se veían obligadas a abortar, otras simplemente eran asesinadas de un tiro20.

Aunque un porcentaje de las prisioneras forzadas a prostituirse habían sido previamente esterilizadas contra su voluntad, ya que, tras la radicalización en 1939 de la política de higiene racial de los nazis, fueron muchas las prisioneras judías utilizadas como cobayas de los experimentos médicos destinados a conseguir métodos eficientes y económicos para la castración a gran escala de pueblos inferiores21. Los ensayos sobre esterilización dentro del programa general de regeneración racial incluyeron las inyecciones de sustancias cáusticas en el cuello del útero de las mujeres, la obtención de radiografías de los genitales femeninos, la extracción de los ovarios y, por último, la observación y estudio del efecto producido en ellos por los rayos X.

En los lagers, donde reinaba el placer por el sufrimiento humano y la muerte, los médicos nazis encontraron refugio y cobayas suficientes para toda clase de experimentos pseudo-científicos que ensayaban sobre los organismos martirizados de las presas judías. Bajo el poder médico nazi, los cuerpos femeninos fueron maltratados sádicamente mediante la extirpación de órganos y la inoculación de toda clase de enfermedades contagiosas. Experimentos todos ellos que dejaron importantes secuelas físicas y psíquicas en las mujeres, monstruosas deformidades y mutilaciones o que provocaron la muerte de la víctima tras una larga agonía.

Además, privados de cualquier código ético y moral, los médicos nazis mercadearon con los cuerpos de las prisioneras, vendiéndolos a empresas privadas y firmas farmacéuticas para sus propios ensayos, tal y como muestra la siguiente correspondencia mantenida entre la casa Bayer y el comandante de Auschwitz, y recogida en los archivos del proceso de Nuremberg:

 

Les estaríamos muy agradecidos, caballero, si pusiera a nuestra disposición cierta cantidad de mujeres con vistas a unos experimentos que deseamos hacer con un nuevo narcótico.

Acusamos recibo de su respuesta. El precio de 200 marcos por mujer nos parece exagerado. No podemos dar más de 170 marcos por cabeza. Si están de acuerdo iremos a buscarlas. Necesitamos unas 150 mujeres... Ya les informaremos acerca de los experimentos.

Experimentos realizados. Todas las mujeres han muerto. No tardaremos en pasarles otro pedido (Leroy 127).

Aunque la mayoría de aquellos que ejercieron su violencia contra las mujeres en los campos fueron hombres, también hubo mujeres que participaron en el genocidio judío encarnando los ideales del nazismo; mujeres que defendieron el racismo eugenésico y el étnico, y reprodujeron el racismo sexual.

En las moradas de la muerte también hubo mujeres que creían en mujeres de una raza superior, nazis que abusaron de su poder para infligir dolor sobre el cuerpo de otras mujeres; que reprimieron a las prisioneras con horrorosas torturas, vejaron sus cuerpos, los prostituyeron, los castraron y esterilizaron; que experimentaron con ellos, infectándolos de tifus y sometiéndolos a observaciones y experimentaciones médicas, bacteriológicas y farmacológicas. Nazis como Usa Koch, que, conocida como la "Zorra de Buchenwald" por su crueldad y sadismo hacia las mujeres22, tuvo un programa propio de experimentación con prisioneras para demostrar que la capacidad de resistencia del dolor era mayor en las mujeres que en los hombres y, por lo tanto, ellas eran más adecuadas para ocupar la primera línea en el frente de batalla23.

Las reacciones de las mujeres al Holocausto fueron muy diversas y variaron en intensidad oscilando entre la pasividad absoluta a la resistencia más feroz en un medio tan hostil como los lagers. Por eso hubo mujeres que no pudieron resistir la sacudida espiritual y psicológica que supuso para los judíos la Shoá y acabaron con su vida para poner fin a la tortura, la humillación y el sufrimiento físico y psíquico.

Otras comprendieron que no podían negar sus cuerpos, porque aún descarnados, macilentos, vaciados, seguían siendo habitados por almas que se sublevaban contra la muerte. Los mantuvieron con vida, aseados, higienizados, camuflando la decoloración de su piel y su delgadez, para conservar intacto el espíritu que moraba en su interior y para salvarse de las selecciones periódicas que elegían por su físico para ser reducidas a humo en los crematorios.

Afirmar su cuerpo femenino se convirtió para algunas prisioneras de los lagers en una estrategia vital. La higiene y el cuidado del cuerpo y el cabello, la elaboración de la ropa y el maquillaje del rostro alteraron su apariencia física y el adorno se convirtió en una resistencia simbólica puesta en marcha por las prisioneras que tejían sus propios vestidos, cuellos, cinturones y pañuelos. Con todo ello disimulaban y embellecían sus famélicos cuerpos y cubrían sus cráneos rapados, dando a su físico una apariencia más humana y atractiva. El uso de bolsos, donde las mujeres escondían pan, trapos, jabón, peines, cucharas, etc., y de cosméticos, que fabricaban con tiza de marcar las vainas y aceite de máquina, les proporcionó un aspecto más femenino. Evitando el deterioro personal, ciertas prisioneras judías consiguieron reducir las agresiones físicas de los supervisores de campo (Karay 292-293, 305-306; Goldenberg 331, 333).

Modelo literario de ello es Lily, la protagonista de la primera de las historias que componen El humo de Birkenau, de Liana Millu. Lily, hija única de un comerciante de Budapest internada en el campo nazi cercano a la ciudad polaca de Cracovia con solo 17 años, sonreía amistosamente, hablando en un alemán inseguro, con cara amable y fina de señorita bien educada (11), y tenía unos bellos, grandes y vivaces ojos color chocolate (16). Destacaba entre todas las demás piezas por su aspecto cuidado, su vestido no estaba roto y llevaba un delantal azul a juego con el pañuelo que enmarcaba su "carita pálida" (13). Su escudilla para la comida, que todas las presas llevaban colgadas para que no se la robasen, ella la guardada en una bolsa confeccionada con las orillas de las mantas como "signo de elegancia del proletariado del campo de concentración" (13). Además, Lily se ganaba algunas raciones extras de comida trabajando como "pequeña artesana" (13) de la costura para su kapo.

Sin embargo, como en todas las historias de Millu, en esa sociedad concentracionaria nazi dominada por la brutalidad y la perversión, donde las mujeres no pueden expresar sus emociones y muchas, en la constante lucha contra la muerte y la destructividad del ser humano han perdido el sentido del bien y la solidaridad, la belleza, un porte o apariencia físicos sobresaliendo entre los cuerpos lamidos y macilentos de las demás presas también podía volverse, como explicaba la protagonista del relato de Rosenfarb, una maldición. Y así la joven y optimista Lily es molida a golpes por su kapo, que siente celos de esta niña bonita. Al final del relato, sentenciada por Megele, Lily se entrega casi voluntariamente al martirio, realizando con condescendencia el ritual de la selección.

En circunstancias tan extremas, de la misma manera hubo mujeres judías que se sometieron a la maldad nazi para poder sobrevivir e imitaron la persecución, violencia y crueldad de sus captores en los cuerpos de sus compañeras. Ésta fue otra de las respuestas de las mujeres al Holocausto, aunque rara vez encontremos registrados sus testimonios. La necesidad de olvidar el pasado o el terror de ser castigadas después de la guerra por sus víctimas las obligaba a guardar el silencio del culpable.

Pero, a pesar de que el dolor de recordar es demasiado grande, estas mujeres no han quedado totalmente fuera de los textos femeninos del Holocausto. La propia Java Rosenfarb las ha traído a la memoria encarnadas en uno de los personajes de su famoso relato, Relia, aunque descubriéndonos que también ellas fueron víctimas de la maldad de los asesinos.

 

Si existía algo así como una buena kapo, entonces eso era yo. La única razón por la que las presas del campo de mujeres me llamaban negra Relia era porque tenía el pelo negro y los ojos y la piel oscuros. No soy una asesina, ni siquiera tengo una naturaleza violenta, aunque golpeara a la gente y, supongo que se podría decirse así, intervine en los asesinatos. Crecí en un hogar culto de clase media; tenía buenos modales; me gustaba la gente; disfrutaba la vida. Y amaba a mi hermana pequeña, Maniusha, para quien era una segunda madre, después de que la nuestra cayera enferma. Disfrutaba de los largos días regados de sol de nuestras vacaciones de verano y me encantaban las apacibles y acariciadoras tardes en nuestra casa de campo, cuando todos nos sentábamos en la terraza y Maniusha recitaba poemas infantiles. Amaba con pasión la poesía.

En los campos vi a toda mi familia emerger hacia el cielo con el humo de las chimeneas del crematorio. Quería salvarme. Tenía diecinueve años. Quería sobrevivir. No elegí los medios para hacerlo. No había elecciones posibles. Todo dependía de la suerte. Los medios me escogieron a mí (42).

Cuando por fin los barracones de las mujeres se abrieron a la libertad, se revelaron cientos de miles de cuerpos femeninos yaciendo sin vida, acopiados sin identidad, pero muchísimos más ya no eran visibles, convertidos en cenizas que flotaban en la atmósfera y sobre los campos de alrededor de Auschwitz. Las que consiguieron soslayar la muerte, regresaron con el cuerpo y alma impresos de estigmas, pero algunas, todavía sumidas en una insondable desesperanza, empujadas por la espera voraz de poder contar, comenzaron, con una frialdad y objetividad impropias de un ser aniquilado por una maldad aún hoy difícil de imaginar, a hacer recuento, a Accionar sobre aquello, buscando palabras que pudieran transmitir lo indecible de su Shoá sin saber si quiera si el mundo entendería, si escuchar, si comprendería.

 

Todo cuanto amé y preservé en el mundo como sagrado lo perdí en el Holocausto, incluyendo casi seis preciosos años de mi vida. Todo lo que me quedó en el mundo después de la liberación de Malchow, Alemania, fue mi cuerpo esquelético (menos el pelo y mi ciclo mensual), un andrajoso traje de lager, sin ropa interior, un par de zuecos de madera desparejados y destrozados y mi "insignia de honor", un gran número azul, el 25673, que los nazis tatuaron en mi antebrazo izquierdo el día de mi iniciación al infierno de Auschwitz (Cit. en Horowitz, Memory 265-66).


 

Niñas tristes, con cabezas afeitadas,
cráneos que brillaban hasta lo azul.
Dedos temblorosos que dibujan en la pizarra
algunas letras vacilantes.
En juego van marchando en fila adormecida
sobre piernas delgadas, lentamente.
Y un recuerdo de escalofríos, enfermedad y piojos,
no abandona su triste mirada.

 
                                   (Leah Goldberg, Temprano y tarde)

 

NOTAS

1        Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto De Sefarada Yídishland: las escritoras judías enEuropay sus diásporas, del Proyecto de Investigación de Excelencia CuRe. Cuerpos Re-escritos: dolor y violencia en escritoras y personajes femeninos de la literatura de mujeres [P07HUM03096] (ambos subvencionados por la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de la Junta de Andalucía y adscritos al Instituto de Estudios de la Mujer de la Universidad de Granada) y del proyecto del Plan I+D+I DiGEC. Discriminación, Genocidio y Extermino Cultural: Un Estudio sobre laLiteratura del Holocausto y la Recuperación de la Memoria [FFI2008-01568] (financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación español).

2        Campo de concentración.

3        Los judíos fueron considerados el bacilo de Koch de la sociedad alemana, tal y como ilustra un documento del colegio de médicos alemán fechado en junio de 1935: "La comparación de los judíos con el bacilo de la tuberculosis resulta elocuente. Casi todas las personas albergan bacilos de TB, casi todas las naciones del mundo albergan judíos; es una infección crónica, difícil de curar. Del mismo modo que el cuerpo humano no absorbe los gérmenes de la TB en su organismo general, tampoco una sociedad natural, homogénea, puede absorber judíos en su asociación orgánica; como mucho los soportan como parásitos..." (Cit. en Ettinger 1207).

4        Recordemos que en 1933 se promulgó en Alemania la ley de política demográfica que introdujo la esterilización eugenésica de aquellos que, por enfermedad propia o hereditaria, eran de inferior valor. La ley, dirigida a la regeneración racial, estaba basada en la primacía del Estado en el campo de la vida, el matrimonio y la familia, y en la noción de que la frontera entre lo político y lo no político era en sí misma una cuestión política (Bock, Ordinary 87).

5        Uno de los mayores horrores que hacen de la Shoá un acto brutal y único no es solo que todo un pueblo fue perseguido para ser erradicado de la faz de la tierra y que un tercio de la población mundial judía fuera eliminada en apenas unos meses, sino el hecho de que ninguna otra nación antes presenció una matanza igual sobre los más desprotegidos, los ancianos, los niños y las mujeres (Ettinger 1224).

6        Escuadrones de la muerte. Los Einsatzgruppen eran los encargados de los asesinatos masivos de aquellos definidos como enemigos raciales o políticos que se encontraban detrás del frente en la Unión Soviética ocupada. Las incursiones de estas unidades móviles de asesinato fueron el primer paso del programa nazi de exterminio de los judíos europeos (Ettinger 1214-16; Lozowick 235). Para más información sobre estos grupos de acción y ejecución puede consultarse la obra de R. Rhodes, Amos de la muerte: los SS Einsatzgruppen y el origen del Holocausto.

7        Aunque siempre se ha creído que los furgones de gas utilizados antes de 1941 como precursores de las cámaras que después acabarían con millones de vidas fueron usados para gasear a todos los judíos por igual, en realidad se destinaron "principal, y a veces exclusivamente, para matar a mujeres y niños" (Bock, Políticas 178).

8        Todas las traducciones al castellano son responsabilidad de la autora de este trabajo.

9        Léase también la descripción detallada de los órganos sexuales femeninos que Anne hace al final de esa misma entrada del 24 de marzo de 1944, en las páginas 264-65.

10        Autora yídish nacida en el pueblo de Podliszki, en la actual Ucrania. Aunque en su juventud comenzó escribiendo en polaco, tras los pogromos que sucedieron a la I Guerra Mundial, Rojl Korn tomó definitivamente el yídish como su lengua de creación. Tras la invasión nazi de Polonia, la escritora huyó con su hija Irene a Uzbekistán, mientras que su marido y la mayor parte de los miembros de su familia fueron asesinados por los alemanes. Aunque después de la guerra Korn, una refugiada, volvió a Polonia, en 1949 emigró a Canadá vía la Unión Soviética y Suecia, fijando definitivamente su residencia en la ciudad de Montreal.

Escritora muy galardonada y de gran influencia en su generación, como superviviente del Holocausto, Rojl Korn incluyó en sus escritos una agria crítica al antisemitismo europeo y supo traducir en sus poemas y relatos yídish toda la intensidad, angustia y soledad de aquellos que experimentaron y sobrevivieron al genocidio.

11        "Derletserveg" ["El último camino"] es una de las historias incluidas en la colección Nayn dersteylungen [Nueve relatos], publicada en 1957. Para su traducción, sin embargo, he utilizado la versión electrónica realizada dentro del marco del Proyecto Onkelos que lleva a cabo la lista de distribución hiéndele, el más importante foro sobre lengua y literatura yídish disponible en la actualidad en la red.

El relato yídish puede encontrarse en la siguiente dirección: http://www.trincoll.edu/~mendele/go/veg.pdf.

12        En los guetos, las mujeres vivieron con la misma ansiedad que en los campos de concentración su maternidad. En muchos de ellos, el aborto, que bajo el régimen nazi dejó de estar penado y fue practicado abiertamente sobre mujeres de raza inferior, se declaró como obligatorio y toda aquella que era descubierta en los meses de gestación era obligada a deshacerse del feto o se le enviaba en el primer transporte a alguno de los campos, donde inmediatamente era gaseada. En Ravensbrück, los médicos de la SS recibieron en 1942 la orden de provocar el aborto a todas las mujeres cuyo embarazo fuese inferior a ocho meses. En 1943, uno de los verdugos, el físico Percy Treite, juzgó preferible esperar al parto y hacer estrangular a los recién nacidos en presencia de sus madres.

Resistiéndose a las brutales leyes nazis que condenaban automáticamente a los hijos y unían el destino de sus madres a ellos, muchas mujeres eligieron la muerte antes que el aborto. En los guetos la situación no fue mucho mejor. De los 230 bebés nacidos en el gueto de Theresienstadt apenas sobrevivieron 25 (Bondy 315-16).

Pero los embarazos en los guetos y en los campos no solo suponían un acontecimiento amenazador para las mujeres —que daban a luz en condiciones de extrema precariedad y se convertían automáticamente en madres objetivo de la crueldad de los nazis—y sus hijos, sino un peligro para toda la comunidad: tras el parto, los llantos del recién nacido podrían delatar a la familia y ésta ser descubierta y todos sus miembros, fusilados o deportados (Horowitz, Memory 267).

13        En el partido nazi, capitán o alto mando de las tropas de asalto.

14        Quizá siguiendo esta fría y cínica lógica también podríamos comprender por qué Mengele ordenó asesinar no solo a la madre, sino también a las hermanas, mayores o menores, de todos los mellizos utilizados en sus experimentos. Mengele seleccionaba a parejas de mellizos a su llegada a Auschwitz. Sus madres, hermanos menores y hermanas eran enviados directamente a las cámaras de gas. Los padres y los hermanos mayores eran seleccionados para ser destruidos a base de trabajo en factorías (Müller-Hill 7).

15        Prisionero en un campo de concentración alemán, designado por las SS para dirigir y controlar un grupo de trabajo (Zadoff312).

16        Reveladora de esto es la novela de la superviviente judía de origen polaco Ilona Karmel (1925-2000), An Estáte ofMemory, donde se cuenta la experiencia de cuatro prisioneras judías en el campo nazi de Buchenwald.

17        Término utilizado, entre otros, por el escritor yídish-hebreo de origen polaco Yehiel Dinur (1909-2001) —conocido como Ka. Tzetnik 135633—, que fue deportado al campo de concentración de Auschwitz y, tras la guerra, fue conocido mundialmente por su novela semiautobiográfica La casa de las muñecas, donde a través de su protagonista, Daniella Preleshnik, supo plasmar toda la enormidad de la barbarie y degeneración nazis.

18        Para un estudio en profundidad sobre este campo, puede consultarse el libro recientemente publicado Ravensbrück. El infierno de las mujeres, de Montse Armengou y Ricard Belis.

19        Denominación de las Fuerzas Armadas de Alemania desde 1935 hasta 1945 (Zadoff 506).

20        Para un estudio detallado sobre el tema, puede consultarse la obra de Christa Paúl Zwangsprostitution: Staatlich errichtete Bordelle im Nationalsozialismus. La historia de Daniella Preleshnik, la protagonista de la anteriormente citada novela de Yehiel Dinur, La casa de las muñecas, cuenta precisamente la historia de una adolescente judía que los nazis prostituyeron en un campo de trabajo.

21        El doctor Cari Clauberg, médico de las SS, afirma en una carta: "El medio inventado por mí para esterilizar sin operación el organismo femenino está completamente a punto. Se practica por medio de una sola inyección. No está lejos el momento en que podré decir: un médico que disponga de una instalación pertinente y de una decena de ayudantes, podrá con toda probabilidad, esterilizar a varios centenares, si no a un millar, de mujeres por día" (Leroy 128).

22        Esposa del comandante del campo de Buchenwald, Karl Orto Koch, fue famosa por su colección de piel humana con tatuajes que fue reuniendo a lo largo de los años que permaneció en el campo Buchenwald. Use Koch incluso llegó a fabricar pantallas de lámpara y bolsos de uso personal con la epidermis de las prisioneras que más llamativamente estuviesen decoradas con coloridos dibujos (Rapaport 53-79).

23        Otras nazis famosas por su crueldad fueron Frau Kremer, quien aceptó como regalo de aniversario un bolso hecho de piel humana, tatuada con una rosa, o Frau Hóss que utilizaba la ropa interior de calidad que se le quitaba a las víctimas judías. Las memorias de las mujeres que estuvieron en Ravensbrück, Majdanek, Auschwitz y Belsen dan evidencia de que muchas mujeres eran aún más sádicas que los hombres, como es el caso de Irma Grese, que, con apenas 20 años, tuvo el poder de la vida y la muerte de cerca de cuarenta mil prisioneras en Auschwitz y se regocijaba eligiendo a mujeres para experimentos médicos y para la muerte. Grese azotaba los pechos de las judías bonitas y le gustaba estar presente mientras se les infectaba con diferentes virus (Smith 321-23).

 

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