Desde que Watson y Crick describieran, en 1953, la molécula del ácido desoxirribonucleico (ADN), el desarrollo de los fármacos recombinantes ha sido imparable y aunque los primeras proteínas de este tipo que se utilizaron en la terapéutica clínica estimularon el escepticismo, lo cierto es que ahora, en los albores del siglo XXI, su gran disponibilidad (aunque a cambio de un alto coste), su alta eficacia y, sobre todo, su máxima seguridad para el paciente, especialmente ante el resurgimiento de las enfermedades emergentes, han hecho de estos productos la terapia de elección para muchas patologías.
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