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Clínica y Salud

versión On-line ISSN 2174-0550versión impresa ISSN 1130-5274

Clínica y Salud vol.20 no.3 Madrid  2009

 

 

Menores Expuestos a Violencia contra la Pareja: Notas para una Práctica Clínica Basada en la Evidencia

Children Exposed to Intimate Partner Violence: Towards a Research Based Clinical Intervention

 

 

Beatriz Atenciano Jiménez

Servicio Mercedes Reyna de Atención Ambulatoria a Mujeres Víctimas de Violencia de Género y a sus Hijos/as. Ayto. Madrid

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Se ha estimado en 188.000 la cifra de niñas y niños expuestos a violencia contra la pareja en España. Las investigaciones indican que esta población presenta a corto y largo plazo dificultades emocionales y conductuales, y síntomas de trauma, asociados a los malos tratos contra sus madres, ejercidos durante la relación de pareja y tras la finalización de la misma. Además, un porcentaje elevado de estos menores sufren también maltrato físico, psicológico y sexual. Se presentan las principales conclusiones, basadas en la investigación científica en lengua inglesa, acerca de las consecuencias de la exposición en los menores, de los maltratadores como padres, y de las mujeres maltratadas como madres. A partir de la evidencia existente sobre esta población, se plantea un marco para la intervención clínica, y se discute su estatus de víctimas secundarias/indirectas, la necesidad de estadísticas e intervenciones.

Palabras clave: menores expuestos, maltrato a la pareja, violencia doméstica, víctimas.


ABSTRACT

Some 188.000 children (both, little boys and girls) are estimated to be exposed to partner violence in Spain. Research shows evidence for these children showing short and long term emotional and behavioural difficulties, along with trauma symptoms, associated to woman battering –the violence occurring whether during their living together or in the aftermath of break up. High rates of child physical, emotional, and sexual maltreatment are also documented. Main conclusions from the literature in English are summarised about consequences for children, battering fathers, and battered mothers. From this research evidence, a clinical framework is suggested. Also, a discussion about the status of children exposed to this violence as secondary or indirect victims is presented along with the need for further statistics and interventions in Spain.

Key words: children exposed to violence, intimate partner violence, domestic violence, victims.


 

Introducción

En el Artículo 1 de la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de la Asamblea de las Naciones Unidas (1993), se define la violencia de género como: “Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública o privada.”. Por violencia de género comúnmente se entiende todos los tipos de violencia que se pueden cometer contra la mujer: restricción de derechos civiles, prácticas sexuales dañinas, abuso sexual, acoso laboral, discriminación laboral, y violencia contra la pareja.

Antonio Andrés Pueyo (en Echeburúa, Fernández, y De Corral, 2009), define la violencia en la pareja como: “un conjunto complejo de distintos tipos de comportamientos violentos, actitudes, sentimientos, prácticas, vivencias y estilos de relación entre miembros de una pareja (o expareja) íntima que produce daños, malestar y pérdidas personales graves en la víctima. La VCP no es sólo un sinónimo de agresión física sobre la pareja, es un patrón de conductas violentas y coercitivas que incluye los actos de violencia física contra la pareja, pero también el maltrato y abuso psicológico, las agresiones sexuales, el aislamiento y control social, el acoso sistemático y amenazante, la intimidación, la coacción, la humillación, la extorsión económica y las amenazas más diversas. Todas estas actividades, que se pueden combinar y extender en el tiempo de forma crónica, tienen como finalidad someter a la víctima al poder y control del agresor. Por lo general, y sin mediar la intervención, la VCP es recurrente y repetitiva.”

En el año 2008, según cifras del Delegado del Gobierno para la Violencia de Género, se presentaron 142.125 denuncias por violencia de género en España. Echeburúa et al (2009) estiman que las cifras de denuncias suponen entre un 10 y un 30% de los casos reales en nuestro país.

Según estadísticas del Centro Reina Sofía, de marzo de 2003 a febrero de 2009, han fallecido en España 349 mujeres víctimas de violencia en la pareja. En el año 2008 murieron 76 mujeres, siendo el vínculo más frecuente (36%) de los asesinos el de cónyuges. Un 31,99% del total cometió el crimen tras la ruptura de la relación (matrimonio, convivencia o noviazgo). El 73,91% de los asesinatos se produjeron en el domicilio de la víctima, y en el 11,84% estaban presentes los hijos. Seis menores murieron junto a sus madres.

El Estudio sobre la violencia contra niños del Secretario General de las Naciones Unidas (2006, p.15) estima que entre 133 y 275 millones de niños de todo el mundo están expuestos a este tipo de violencia cada año. En el año 2006, el Informe Unicef- Bodyshop, aporta la primera cifra de menores expuestos en nuestro país, que se estima en unos 188.000 niños y niñas que padecen la violencia contra sus madres, anualmente.

La comprensión de las experiencias de niñas y niños que conviven con la violencia contra sus madres, es todavía una cuestión pendiente. Como muestra, algunas de las múltiples denominaciones que esta población recibe: hijas/os de mujeres maltratadas (children of battered women), menores testigos de violencia (children witnesses to violence), o menores expuestos a violencia doméstica o de pareja (children exposed to domestic/partner violence).

¿Qué quiere decir “estar expuesto a violencia contra la pareja”? La respuesta a esta pregunta ha conocido una importante evolución, puesto que se ha pasado de considerar que donde se encontraban los menores cuando la violencia ocurría, era lo que determinaba que fueran o no parte de ella, a visibilizarles como sujetos de las dinámicas de la violencia. Así que, en los inicios, los propios investigadores y teóricos se limitaron a situar a las niñas y niños en el escenario de la violencia como espectadores (Wolak y Finkelhor, 1998), o activos protectores de la figura materna (Rudo y Powell, 1996), dos perspectivas que no reflejaban toda la variabilidad posible.

El avance en la definición es relativamente reciente. En un esfuerzo por ampliar la compresión de las vivencias de estos menores, y por crear un lenguaje común a investigadores y clínicos, Holden (2003) propone que la acepción menores expuestos, para unificar este campo, por ser la más inclusiva, y desarrolla una taxonomía con 10 tipos de exposición posibles: perinatal (por violencia física o psicológica hacia la mujer durante el embarazo), intervención (por ejemplo, cuando los niños intentan hacer o decir algo para proteger a la víctima), victimización (ser objeto de violencia psicológica o física en una agresión a la adulta), participación (por ejemplo vigilar a la madre a petición del agresor, colaborar en las desvalorizaciones hacia ella), ser testigo presencial (durante la agresión los menores están en el mismo cuarto o en ocasiones en la puerta, observando), escucha (por ejemplo, desde otra habitación), observación de consecuencias inmediatas a la agresión (ver moratones y heridas, objetos y mobiliario rotos, ambulancias y policía, reacciones emocionales intensas en adultos), experimentar las secuelas (sintomatología materna a consecuencia de la violencia, separación y fin de la convivencia, cambios de residencia), escuchar sobre lo sucedido (por ejemplo, habiendo o no presenciado la agresión, puede tener conocimiento sobre el alcance de las consecuencias, y hechos concretos de la violencia, al oír conversaciones entre adultos), e ignorar los acontecimientos (porque sucedieron en ausencia de los menores, o lejos de la residencia familiar). Holden expone que los menores pueden, para un mismo acontecimiento violento, experimentar varias de estas categorías, pero también que a lo largo de la historia familiar, la escalada de la violencia puede conllevar que, por ejemplo, pasen de observar los hechos a tratar de intervenir para detenerlos.

La taxonomía de Holden, siendo un esfuerzo notable, aún ignora el aspecto estructural de la violencia contra la pareja, que no se reduce a los incidentes y agresiones físicos o psicológicos, y que autores como Bancroft y Silverman (2002, p.2) han abordado teniendo en cuenta a las niñas y niños, al referirse al “impacto que causa en el desarrollo de los menores la exposición al sistema de creencias y estilo parental del agresor, en su vida diaria”. Y también la violencia que el agresor sigue ejerciendo tras la separación (Cunningham y Baker, 2007), como por ejemplo violencia contra una nueva pareja (a la que los menores se pueden ver reexpuestos durante el régimen de visitas) o el incumplimiento premeditado de la pensión de alimentos.

La disparidad de acepciones y criterios no es motivo de sorpresa, si situamos histórica y socialmente a los hijos e hijas en el discurso de la violencia de género. Partimos del hecho de que la violencia doméstica no se nombró hasta que el movimiento feminista se hizo cargo de atender, cuidar, proteger y defender a las mujeres maltratadas. Estamos hablando de principios de los años setenta, y del mundo occidental (Emerson y Dobash, 1987). Los problemas emocionales y conductuales de los niños expuestos a violencia doméstica han sido objeto de interés para investigadores y clínicos desde mediados de los años setenta (Holden, 1998), pasando de la invisibilidad social e institucional, a ser objeto de reflexión e interés, a medida que se convirtieron en la población creciente en los recursos residenciales, y las propias profesionales o voluntarias de las casas de acogida tomaron conciencia de las necesidades de atención que presentaban (Saathoff y Stoffel, 1999; Rossman, Hughes y Rosenberg, 2000, p.12). Pero no sería hasta una década más tarde, en los años ochenta, que la investigación, en lengua inglesa, sobre las niñas y niños testigos de violencia en sus hogares despegaría, si bien se ha señalado que entre 1975 y 1995 solo se publicaron 56 artículos (Holden, 1998), y que las primeras investigaciones adolecían de importantes dificultades metodológicas (Jouriles, McDonald, Norwood, y Ezell, 2001) que durante la década de los noventa fueron ampliamente abordadas (Holden, 1998; Wolak y Finkelor, 1998; Rudo y Powell, 1996; Kolbo, 1996; McCloskey, Figueredo y Koss, 1995; Behrman, Salcido y Weithorn, 1999; Fantuzzo, DePaola, Lambert, Martino, Anderson et al, 1991). Podemos afirmar que es en los últimos diez años cuando el crecimiento en el número y calidad de las publicaciones nos proporciona una base empírica, ciertamente aún en desarrollo (Jaffe, Baker y Cunningham, 2004, p.4), pero con el suficiente peso como para permitirnos describir las principales dificultades y necesidades de intervención de estas y estos menores (Black y Newman, 1996; Edleson, 1997; Rossman et al, 2000, p.15-24; English, Marshall y Stewart, 2003; O’Connor, Sharps, Humphreys, Gary y Campbell, 2006; Spilsbury, Kahana, Drotar, Creeden, Flannery et al, 2008).

 

El impacto de la exposición

Tras más de 25 años de investigación, y con un nivel de publicaciones en revistas de primer orden importante, los resultados indican un amplio rango de dificultades posibles en relación a la exposición al maltrato de sus madres. En palabras de Wolak y Finkelor (1998, p.80), no puede decirse que esta población presente un único patrón de respuesta. McCloskey et al. (1995) intentaron sin éxito relacionar la agresión entre los padres con el padecimiento de desórdenes específicos en las niñas y niños, aunque sí encontraron que la violencia doméstica predecía la presencia, clínicamente significativa, de psicopatología general en los menores. Pero la evidencia también indica que mientras que unos niños presentarán efectos clínicamente significativos, otros pueden dar signos de resiliencia (Hughes, Graham- Bermann y Gruber, 2001; Martínez-Torteya, Bogat, Von Eye y Levendosky, 2009).

Generalmente, la literatura hace referencia a dos tipos de problemas presentes en estos menores, internalizados y externalizados. Se ha señalado (Osofsky, 99) que esta terminología tiene su origen en el uso sistemático del Child Behavior Checklist (CBCL) en la investigación, test que discrimina entre unos y otros problemas. De entre las dificultades presentes a corto plazo (Carlson, 2000), las externalizadas más frecuentemente descritas serían agresión y problemas de conducta, y de las internalizadas, ansiedad, depresión, y baja autoestima. Además, los estudios indican que los hijos de mujeres maltratadas puntúan bajo en escalas de competencia social (Wolfe, Jaffe, Wilson y Zak, 1985; Fantuzzo et al., 1991). Algunos autores señalan que los niños de estos hogares aprenden que es legítimo hacer uso de la violencia para resolver conflictos (Bancroft y Silverman, 2002; Patró y Limiñana, 2005). El daño se manifiesta en las relaciones dentro y fuera de casa, con padres, hermanos, amigos (Graham-Bermann, 1998). Sus madres les describen como niños y niñas con temperamentos más difíciles, y más agresivos que los menores de un grupo de comparación (Holden y Ritchie, 1991).

A largo plazo, los trastornos de conducta, la exposición continuada a episodios de violencia doméstica y los sistemas de castigo basados en el poder, constituyen, en este orden, los tres principales predictores del riesgo de ejercer violencia contra la pareja según Ehrensaft, Cohen, Brown, Smailes, Chen et al. (2003).

En su revisión de la bibliografía (Fowler y Chanmugam, 2007) señalan que la presencia de síntomas postraumáticos es una de las áreas más prometedoras, pero aún en desarrollo dentro de este campo de estudio. Algunas investigaciones apuntan a una alta frecuencia de este tipo de sintomatología en los menores (Graham-Bermann, DeVoe, Mattis, Lynch y Thomas, 2006), mediada por la percepción de control y de la amenaza que los menores tengan de los acontecimientos (Spilsbury, Bellinston, Drotar, Drinkard, Kretschmar et al, 2007). Estudios en población preescolar señalan también la presencia de síntomas postraumáticos, pero con dificultad para ser adecuadamente descritos de acuerdo a la clasificación DSM (Levendosky, Huth-Bocks, Semel y Shapiro, 2002).

Entre la miscelánea de estudios, son destacables aquellos que apuntan indicios de dificultades en la génesis de las relaciones de apego (Zeanah, Danis, Hirshberg, Benoit, Miller et al., 1999); bajo rendimiento en pruebas de inteligencia (Peek-Asa, Maxwell, Stromquist, Whitten, Limbos et al, 2007); o el impacto psicobiológico de la exposición (Saltzman, Holden y Holahan, 2005).

En España, Corbalán y Patró (citados en Patró y Limiñana, 2005) han recogido información sobre el porcentaje de niñas y niños que presentan dificultades por haber estado expuestos a violencia doméstica. Preguntaron a mujeres maltratadas residentes en centros de acogida acerca de las dificultades de los hijos menores a su cargo, y encontraron que un 10% de los menores tenían problemas de conflictividad en la escuela, un 7,50% habían huido del hogar, el 53% presentaban comportamiento violento hacia sus iguales, un 22,5% eran violentos con su madre, un 25% tenían bajo rendimiento escolar, 32,5% tenían síntomas de ansiedad, otro 30% tenían sentimientos de tristeza y aislamiento, y el 27,5% miedo al maltratador.

Uno de los principales retos en este campo, parece ser identificar los factores protectores, pero también los de riesgo, que puedan explicar las diferencias en el impacto de la exposición en los menores (Fowler, y Chanmugam, 2007). Como factores más destacables se han mencionado las dificultades en el ejercicio de la parentalidad, las estrategias de afrontamiento y la aparición de reacciones traumáticas en niñas y niños, la frecuencia y severidad de la violencia, la edad, el género, la existencia o no de redes de apoyo, y la propia victimización de los menores (Peled y Davies, 1995; Carlson, 2000; Spilsbury et al. 2008). Esta relación de factores refleja los intentos por comprender los hechos, relativos al contexto y a los individuos, que pudiesen contribuir a nuestra comprensión de los problemas de los niños. Sin embargo, la comprensión sobre su realidad cotidiana requiere aún de mayores esfuerzos en la investigación, tanto para clarificar la contribución de aquellos elementos, como la de otros posibles estresores, por ejemplo la pobreza, problemas de vivienda, abuso de sustancias, y exposición a la violencia en ámbitos comunitarios (Behrman et al. 1999).

 

Maltrato a los menores y violencia doméstica

El Estudio sobre la violencia contra niños del Secretariado General de las Naciones Unidas (2006, p.16) afirma expresamente que “la violencia dentro de la pareja hace aumentar el riesgo de violencia contra los niños en el seno de la familia”. La bibliografía científica existente describe, desde hace más de una década, que los hijos de mujeres maltratadas corren un alto riesgo de ser ellos mismos víctimas de maltrato infantil. Edleson (1997), en su revisión de las investigaciones sobre la concurrencia de ambos tipos de violencia entre cónyuges y maltrato y abuso infantil, estima el solapamiento entre ambas formas de violencia en la familia entre el 30 y el 60%.

Como es esperable, tanto los clínicos como los investigadores sostienen que los menores que sufren la exposición y la propia victimización, tendrán más problemas que los niños que sólo son testigos (Rudo y Powel, 1996; Peled y Davies, 1995; Fantuzzo et al., 1991; Jouriles, Murphy y O’Leary, 1989).

En España, en una encuesta realizada a mujeres residentes en centros para víctimas de violencia de género, los investigadores encontraron que el 85% de los hijos fueron testigos de la violencia ejercida contra sus madres, y un 66% fueron además maltratados (Patró y Limiñana, 2005).

La tipología del maltrato infantil recoge el maltrato físico, el psicológico, la negligencia (física, emocional) y el abuso sexual (Arruabarrena y de Paúl, 1998). Poco se sabe de la prevalencia e incidencia de cada uno de esos subtipos en las vidas de los menores expuestos a esta violencia de género. McCloskey et al (1995) obtuvieron resultados (en un trabajo que incluía un grupo de comparación) claves para acercarnos a la realidad del abuso a hijos de mujeres maltratadas:

Los menores expuestos presentaban indicios de sufrir varias formas de malos tratos, y con más frecuencia, que los integrantes del grupo de comparación.

El incesto se estimó entorno al 10% de las familias con violencia doméstica (las madres informaron sobre abusos sexuales del agresor a sus hijas/os en un 3,6% de la muestra, pero también creían que él había abusado de otros menores de la familia en un 6% más de los casos).

Un 25% de las mujeres maltratadas informó que sus hijas/os habían sufrido algún tipo de abuso sexual fuera del hogar.

Edleson (2001) indica que la intensidad de la violencia ejercida contra mujer, el grado de dominancia en la toma de decisiones que ejerza el maltratador, y la existencia de una pobre relación entre aquél y el menor, incrementan la posibilidad de maltratos a los niños en estas familias.

Otro aspecto en desarrollo es la evidencia de tasas elevadas de violencia contra la pareja en el embarazo (Burch y Gallup, 2004; Martin, Harris-Britt, Yun Li, Moracco, Kupper y Campbell, 2004), y que autores como Laing (2000) consideran una forma de victimización contra el feto.

 

El agresor respecto a los menores

La investigación sobre el rol parental de los agresores se inició con trabajos que recogían la perspectiva de las ex parejas sobre el desempeño del maltratador en la interacción con sus hijas e hijos. En los últimos años contamos con estudios interesantes en la propia población.

Dada la multiplicidad de formas que la convivencia de pareja adopta, debemos recordar que esta violencia acontece en cualquier tipo de estructura familiar, no sólo en el matrimonio. Por tanto respecto de los menores, el adulto violento puede ser un padrastro, pareja de hecho, o un novio con el cual no se convive (Wolak y Finkelhor, 1998). Las investigaciones más recientes que se citan aquí se han centrado en padres biológicos o en padrastros que hayan ejercido un rol paternal, y tengan un contacto continuado con niñas y niños tras la separación.

Las mujeres maltratadas, en comparación con un grupo de mujeres que no habían sufrido violencia, describen al agresor como un padre que tiene poco contacto con los niños, hace poco uso de formas educativas positivas, hace más uso de prácticas educativas negativas y se enfada a menudo con los niños (McCloskey et al, 1995). Además, encuestas en población estadounidense revelan que, también según las víctimas, los agresores involucran a los menores a propósito en incidentes violentos, hacen uso de los hijos para herir a las madres, y en ocasiones ellas son golpeadas como castigo por los actos de sus hijos (Edleson, Mbilinyi y Shetty, 2003).

Por otro lado, la experiencia de profesionales en intervención con los maltratadores (Bancroft y Silverman, 2002, p. 29-37), nos describe a un padre controlador y autoritario, poco consistente, que hace uso de los menores en contra de la madre, y que socava la autoridad de ella frente a los pequeños.

En este punto es importante preguntarse por la percepción que los hombres que agreden a sus parejas tienen de la exposición de sus hijas e hijos a su comportamiento. Diferenciando el tipo de vínculo entre el agresor y los menores, Rothman, Mandel y Silverman (2007), en una muestra de hombres participantes en grupos terapéuticos para maltratadores, encontraron que los padres biológicos, en comparación con los padrastros, eran más propensos a creer que su comportamiento violento había tenido un impacto negativo en los menores, en aspectos como salud mental, la relación de los niños con sus madres, en el logro académico, y en el ejercicio del rol parental de sus ex parejas. También expresaron preocupación por las posibles consecuencias de la violencia a largo plazo (repetición de roles en las relaciones de pareja) en sus hijas e hijos.

En contradicción con este resultado, otro trabajo, con una muestra de hombres que tenían una sentencia condenatoria por violencia contra su pareja, encontró que si bien la mayoría (dos terceras partes) de los participantes afirmaron tener conocimiento de que sus hijos estuvieron expuestos a los conflictos con su pareja, pocos pensaban que los niños se hubiesen visto afectados por ello. El estudio además señalaba que un 48% de los sujetos presentaban indicadores de riesgo de maltrato físico a los menores (Salisbury, Henning y Holdford, 2009).

Respecto del riesgo de manipulación que supone el agresor para las niñas y niños, en una investigación con mujeres maltratadas (Beeble, Bybee, y Sullivan, 2007), un 88% de ellas informaron que los padres y padrastros de los niños, durante la relación y tras la separación, habían hecho uso de los menores con la intención de controlarlas, ya fuera para seguir en las vidas de las mujeres (70%), para intimidarlas o acosarlas (58%), para obtener información sobre ellas (69%), habían tratado de poner a los niños en su contra (47 %), o servirse de ellos para convencerla de retomar la relación (54%). Además un 44% informó que los menores fueron usados para atemorizarlas.

 

La mujer maltratada como madre

Los estudios que se han dirigido a como la violencia contra la pareja impacta en los hábitos y la capacidad de las mujeres en su rol materno, no están exentos de contradicciones en sus resultados. Por ejemplo, como señalan Levendosky y Gramham- Bermann (2000, p.27), algunas investigaciones encuentran niveles elevados de estrés asociado a la crianza de los menores mientras que otras no. Hay estudios que inciden en el impacto que la violencia contra la mujer durante el embarazo tendrá en su salud, y por consiguiente, en la interacción y primeros cuidados al recién nacido. Así, Kendall- Tackett (2007) señala que mujeres con experiencias pasadas o presentes de violencia, tienen alto riesgo de sufrir depresión, estrés postraumático, y daños a su salud física antes y después del parto. En el trabajo de Huth-Bocks, Levendosky, Theran, y Bogat (2004), mujeres que sufrieron malos tratos en la pareja durante el embarazo, presentaban representaciones significativamente más negativas respecto a sus bebés, pero también respecto a sí mismas como madres, y eran más frecuentemente clasificadas en la categoría de apego inseguro, que las integrantes del grupo control. En contrapartida a estos resultados, otros investigadores encuentran que las víctimas de malos tratos en la pareja despliegan, en sus interacciones con sus hijos, comportamientos compensatorios frente a la violencia, en particular disciplina positiva, afecto, y pautas de crianza consistentes (Letuourneau, Fedick y Willms, 2007).

Los resultados de algunas investigaciones sugieren que las mujeres maltratadas tienen más probabilidad que las que no lo son de ser agresivas con sus hijos e hijas, debido a los niveles de estrés, depresión y ansiedad que experimentan a consecuencia de la violencia que han padecido (Holden y Ritchie, 1991; Levendosky y Graham-Bermann, 2001; Osofsky, 1999). Las intervenciones dirigidas a reforzar la seguridad de las mujeres y que ofrecen orientación sobre la violencia sufrida, no sólo tienen resultado en las participantes, también en sus hijas e hijos. McFarlane, Faan, Groff, O’Brien y Watson (2005) encontraron que un año más tarde de una intervención de esas características, las hijas e hijos de las mujeres participantes presentaban menores índices de trastornos de conducta según el Child Behavior Checklist, respecto de la evaluación pretest.

 

Notas para la práctica clínica basada en la evidencia empírica

Apoyándonos en los más de 25 años de experiencia investigadora y clínica en este campo en lengua inglesa, a continuación se presentan una serie de hechos probados por la investigación, y las vías por las que la práctica terapéutica, de las psicólogas y psicólogos infantiles, debe guiarse de este conocimiento en la atención a niñas y niños:

1. La exposición a actos violentos contra la madre impacta directamente en los menores, con altas probabilidades de causarles daños severos, en su desarrollo a corto y largo plazo.

La historia del niño no es ajena a la historia de pareja. Por tanto, como parte de la evaluación, es necesario entrevistar a la madre, para disponer de toda la información posible sobre la violencia en la familia (por ejemplo, inicio y tipos de violencia, intensidad, frecuencia, formas de exposición de los menores, reacciones de los mismos a las agresiones). Según la edad de los niños nos permita, exploraremos su recuerdo y percepción de sucesos violentos durante y tras la convivencia.

2. No todas las niñas y niños expuestos padecerán problemas clínicamente significativos, si bien desconocemos tanto la proporción de menores resilientes, como los factores protectores y moderadores que explican este hecho.

La evaluación debe ser especialmente cuidadosa, tener en cuenta el diagnóstico diferencial, incluir múltiples informantes, escalas de adaptación infantil, y cuestionarios específicos. Además de entrevistas individuales con madre, menor, y observaciones de la interacción de ambos, la información directamente aportada por la escuela y otros cuidadores es muy importante. Deben recogerse aspectos positivos, “fortalezas” del menor y su entorno, pero también aspectos que puedan perjudicar de alguna manera (por ejemplo, situación socioeconómica, problemas de salud de los principales cuidadores, relaciones entre hermanos).

3. La violencia contra la mujer, y la consiguiente exposición a ella, sucede durante la convivencia y tras la separación.

Para estas niños y niños puede resultar muy difícil romper el secreto de la violencia en sus familias anteriores, pero no menos hablar sobre aspectos del régimen de visitas que pueden ser negativos. Las figuras paterna y materna deben ser abordadas respetando los sentimientos de los menores, y debemos estar atentos a signos que nos indiquen la posibilidad de manipulación de los niños, o la existencia de acoso, tras la ruptura de pareja.

4. Estas niñas y niños tienen un elevado riesgo de ser objeto de malos tratos físicos, psicológicos, sexuales y ser atendidos de forma negligente, en el contacto con el maltratador.

Por lo cual otro elemento importante de nuestra evaluación e intervención será la investigación de posibles indicadores de maltrato infantil.

5. Las consecuencias para la salud mental de niños y niñas abarcan principalmente los trastornos de conducta, ansiedad y miedos, depresión, agresividad, baja autoestima y signos de trauma y estrés post-traumático.

Esta no es una lista exclusiva, por lo cual debemos mantener un amplio espectro de dificultades en mente (por ejemplo, comportamientos regresivos, enuresis y encopresis, problemas del sueño), pero resultará útil disponer de experiencia en la evaluación e intervención en estos cuadros.

6. Puede haber dificultades en el desarrollo de habilidades sociales, y creencias sobre la aceptabilidad de la violencia en las relaciones.

Este es un aspecto importante no sólo de cara a futuras relaciones, sino también en tiempo presente, porque la relación con los iguales será fundamental, por ejemplo, para la recuperación de preadolescentes, adolescentes y jóvenes.

7. El vínculo materno filial es objeto de ataques directos por parte del agresor, y a la vez un elemento sustancial en la recuperación de los menores.

Parte importante de nuestros objetivos será la evaluación del vínculo entre madre e hijos, y el restablecimiento (y a veces, establecimiento) de una relación saludable entre ellos. Las intervenciones con estas niñas y niños, en particular con los más pequeños, requieren de un contacto continuado con las madres, como coterapeutas, pero prestando especial cuidado a nuestro vínculo terapéutico con los menores (por ejemplo, los límites de la confidencialidad deben quedan claros para ambas partes desde el primer día).

 

Conclusiones

“When a man is abusive to a child’s mother, it’s more than bad role modelling. It’s bad parenting”
(Cunningham y Baker, 2007)

A la luz de la evidencia científica, es difícil sostener la idea de que las niñas y niños que viven en hogares donde hay violencia contra sus madres puedan estar al margen de la misma. Sin embargo, no es infrecuente encontrar en profesiones afines, y a veces, entre nuestras propias filas, quienes sostienen que no habiendo existido una victimización directa (en forma de maltrato físico, psicológico, sexual o negligencia), la calidad del vínculo entre el padre y los menores no puede ser cuestionado. Parece que esa identificación de la violencia en la pareja como un hecho relativo al ámbito privado, que tanto esfuerzo ha costado derribar, sigue vigente cuando se trata de situar a las niñas y niños en el escenario, frenando la protección a favor de un proteccionismo de la relación paterno filial, por desconocimiento del (o por encima del) impacto que las agresiones a la madre tienen en el desarrollo, y sus consecuencias a corto y largo plazo.

La percepción de la violencia contra la mujer como un hecho relativo a la pareja, en lugar de a la familia, no sólo deja a los niños sin la parcela de protección que les corresponde, sino que también invisibiliza el sufrimiento de los familiares de la mujer maltratada (padres, hermanos), colectivos sin intervención ni apoyos específicos en nuestro país, pese a ser el primer asidero para ella, y recibir buena parte del impacto de las tácticas que los agresores ponen en marcha cuando la relación se rompe.

Las definiciones de malos tratos que sólo describan los incidentes violentos, generan una imagen incompleta. La violencia no es sólo el golpe o el insulto, la agresión sexual o el aislamiento de la víctima y sus hijos. La violencia es la disparidad misma en las relaciones intrafamiliares, el ejercicio despótico y arbitrario de la autoridad, por encima de las necesidades de los otros. Yese aspecto, que se entreteje en todo el funcionamiento familiar, abarca a los niños.

Son necesarias estadísticas de calidad, relativas a la exposición a violencia en la pareja en nuestro país, concurrencia de malos tratos infantiles, menores que quedan huérfanos tras los feminicidios, y cifras de menores heridos o asesinados en el escenario de la violencia de pareja.

Estas y otras cifras facilitarán el diseño, e implementación, de programas de intervención lo más específicos posible. Se precisan protocolos de evaluación del riesgo que supone el agresor por impacto en los menores, en castellano, que permitan adecuar el contacto con el padre según las necesidades de protección de niñas y niños. Es necesario proporcionar apoyo terapéutico para las hijas e hijos mayores de edad. Todos los profesionales en contacto con la infancia (salud, educación, policía, servicios sociales, puntos de encuentro) se beneficiarían de un conocimiento profundo de tácticas de los maltratadotes, y de las consecuencias de la violencia de género en la pareja en los menores, para contribuir a su seguridad y bienestar.

La preocupación porque las hijas e hijos de mujeres maltratadas reproduzcan modelos de violencia en sus relaciones futuras no es gratuita, pero debería extenderse al hecho de que sean personas felices. En tiempo presente.

 

Referencias

Arruabarrena, M.A. y de Paúl, J. (1998). Maltrato a los niños en la familia: evaluación y tratamiento. Madrid: Pirámide.        [ Links ]

Asamblea General de las Naciones Unidas (1993). Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer. Resolución de la Asamblea General 48/104 del 20 de diciembre de 1993. Consultada on line, octubre 2008: http://www.unhchr.ch/huridocda/huridoca.nsf/(symbol)/a.res.48.104.sp?opendocument.        [ Links ]

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Dirección para correspondencia:
Beatriz Atenciano Jiménez
batenciano@proyectosluzcasanova.org

Manuscrito recibido: 28/10/2009
Revisión recibida: 18/11/2009
Aceptado: 23/11/2009

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