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Literatura y lingüística

versión impresa ISSN 0716-5811

Lit. lingüíst.  n.11 Santiago  1998

http://dx.doi.org/10.4067/S0716-58111998001100023 

DE LA SUPERVIVENCIA DE LA HUMANIDADES
EN EL CHILE DE HOY

GRÍNOR ROJO
Director de la
Revista Chilena de Humanidades

Es urgente proceder a una reinstalación de las humanidades en el imaginario colectivo chileno, una reinstalación que las ponga de manifiesto más allá o por encima de los campos de las varias especializaciones que la amparan y recortan en el sentido más estricto. En realidad, no hace falta ser un lince para percatarse de que el espesor de la cultura humanística nacional (o, a lo peor, el espesor de la cultura nacional (como un todo) se ha tornado, en los días que corren, francamente milimétrico. Cuando se forma en Chile una Comisión Nacional de Cultura en la que la mayoría de los integrantes o provienen del mundo del espectáculo o son políticos profesionales, a nosotros nos parece que ése es un signo al que debiéramos prestar atención. No es que el mundo del espectáculo no sea una parte del mundo de la cultura. El problema surge cuando lo que se pretende es transformar al mundo de la cultura en una parte del espectáculo.

En el centro de esta pobreza se encuentra, creemos, la devaluación que las humanidades han experimentado y siguen experimentando en el ámbito de la existencia comunitaria chilena. Incluso un observador que esté vacunado contra el morbo de la nostalgia podrá darse cuenta de que los indicadores de aprecio que nuestros compatriotas les reservan a estas disciplinas han bajado paulatina y tenazmente durante las últimas tres o cuatro décadas. Tan eficaz ha sido y sigue siendo esta faena de mengua de las humanidades en el cotidiano nacional que ya ni siquiera es necesario que se las reprima por la fuerza cuando su vocación es transgresora. Pasaron ya aquellos tiempos escalofriantemente románticos en que el más grande de nuestros poetas tenía que cruzar la Cordillera de los Andes a lomo de mula para escapar a los apremios de la policía política. En el mundo de la cultura chilena de hoy, nadie tiene el ascendiente que se requiere como para convertirse en el objeto de tamañas atenciones. Esto, que sin duda es saludable (y hasta muy saludable) desde un cierto punto de vista, desde otro no deja de constituirse en el síntoma claro de una pérdida de pertinencia. Los conceptos que los artistas, los literarios, los filósofos, los historiadores, los lingüistas pueden emitir hoy en torno a tales o cuales asuntos de interés colectivo no tienen ni de lejos la misma gravitación que tuvieron conceptos análogos emitidos por sus pares en etapas anteriores en el desarrollo de la historia republicana del país. Como sabemos, en la primera mitad del siglo xix la opinión de Andrés Bello fue solicitada a menudo por gobernantes que, no importa cuáles fuesen sus convicciones y compromisos políticos, no ignoraban el valor de las contribuciones que ese hombre extraordinario podía hacer a las iniciativas que ellos, cumpliendo con su función de servidores públicos, debían emprender para bien de la nación. En la primera mitad del siglo xx, ocurrió algo parecido, con Gabriela Mistral, con Pablo Neruda (antes y después de la experiencia cordillerana que mencionamos más arriba, por supuesto), con Juvenal Hernández, con Luis Oyarzún, con Jorge Millas y con muchos otros. Como hubiera dicho Beatriz Sarlo, el dominio de los expertos no había hecho desaparecer aún, en el ambiente societario chileno, la presencia de los intelectuales.

Hoy nuestro paisaje cultural es muy distinto. La indigencia humanística de parte de aquellos que conducen la vida pública chilena no parece constituir un obstáculo sino un plus. Uno de los resultados de esta actitud, que es la que domina entre quienes controlan el circulante discursivo, es la desintegración identitaria de la comunidad nacional, el desconocimiento de nuestro pasado y la incapacidad para proyectar nuestro futuro de un modo que sea un poco menos mezquino que la mera conversión de nuestro país en un mall gigantesco. Incapacidad cuyo rebote más calamitoso pudiera ser, si es que no está siendo ya, la extinción del deseo de cuestionamiento y de crítica. Navegamos hoy por hoy en un mar de consensos que la verdad es que no son tales sino indiferencia, en el mejor de los casos, y autorepresión, en el peor. La percepción del rumbo que pudiéramos darles a nuestros destinos como individuos y como pueblo, lo que en efecto constituye o debiera constituir el objetivo por excelencia de las disciplinas que a nosotros nos incumben, es un asunto que no da la impresión de ser causa de inquietud para nadie. De manera paralela, la voz de la Facultad de Filosofía y Humanidades dentro del concierto de las voces que forman el coro universitario se ha apagado casi hasta el punto de mudez.

Ahora bien, nosotros estamos convencidos de que este no es un problemas de personas. Por el contrario, creemos que la generación actual de humanistas chilenos, si se la mira en su conjunto, es una de las mejores dotadas y más productivas en la historia del país. Mucho de lo que actualmente forma parte de nuestro currículum académico al respecto no tiene nada que envidiarle a lo que se observa en otras partes del mundo y la paradoja es que esto ocurre precisamente en un momento en el que las varias disciplinas que integran ese curriculum son víctimas de una desconsideración que carece de parangones históricos. Basta comprobar que ninguna de las publicitadas cátedras presidenciales que instituyó la autoridad gubernamental hace algún tiempo fue a dar en el territorio de las humanidades. Otro indicio de los mismo es el documento Fondecyt de 1995, donde se consagra por escrito el papel subalterno que a sus redactores les merece esta parcela del conocimiento. Añádanse a ello cifras que muestran la gravitación que tuvieron los proyectos humanísticos en el concurso convocado por ese mismo organismo para 1996 y que se dieron a conocer en 1997. Estas cifras hablan por sí solas. De los trescientos cincuenta y cuatro proyectos que lograron financiamiento de parte del instituto mencionado, sólo treinta y cinco pertenecen al sector de las humanidades (y tres al de las artes, dicho sea de paso). Del total de los fondos disponibles, y que ascendieron a quince mil quinientos treinta y nueve millones de pesos, sólo el cuarto por cieno fue destinado a las disciplinas que nosotros cultivamos. Todo esto sin entrar en la exposición de otros detalles más escabrosos, como es el de las remuneraciones que perciben quienes trabajan en este sector y que nada o muy poco es lo que tienen que ver con las de quienes trabajan en las ciencias y las técnicas. Pero volvemos a repetir que el problema no somos nosotros o por lo menos que no lo somos en términos de nuestra capacidad productiva. El problema es la visión que de nosotros y de las disciplinas a las que dedicamos nuestros mejores esfuerzos se han hecho, durante los últimos treinta o cuarenta años, la nación y el Estado chileno.

Esta situación debe ser revisada y, dentro de lo posible, revertida. Es decir que no basta con hacer y con hacer bien todo aquello que nos compete específicamente. Necesitamos mostrarle también a la comunidad nacional la significación que nuestro trabajo posee en lo que toca al resguardo y la prolongación de su herencia y su diferencia como pueblo, uno y distinto entre los demás pueblos del orbe. El hiato entre la cultura pública y la cultura académica chilenas importa un desastre histórico cada vez más evidente, el que en buena medida es el producto de la acción de fuerzas globales que no dependen de nosotros, eso es cierto. Pero tampoco se puede negar que nosotros podríamos hacer más de lo que hemos hecho hasta ahora para disminuir sus nefastas consecuencias. Para eso, creemos que lo que corresponde es fijarnos un programa de trabajo, cuyo paso previo consiste en el reconocimiento preciso de los desafíos que debemos enfrentar. A juicio de quien escribe estas notas, los principales entre esos desafíos son dos y cada uno de ellos en un doble nivel.

El primero de nuestros problemas salta por encima de las fronteras nacionales y se refiere al estatuto en extremo precario que la cultura contemporánea como un todo les asigna a las humanidades. Puede que esta sea una tendencia de la cultura moderna en general, para la cual las humanidades estuvieron asociadas desde un comienzo con el juego y el ornato, pero, aún si ello fuera cierto, es en la etapa contemporánea dentro de la historia de dicha cultura cuando la tendencia se empuja hasta el desideratum y en nombre de lo que podríamos identificar aquí como un cientificismo de carácter tecnocrático y burocrático. Ni siquiera se trata, como puede verificarse fácilmente, del privilegio que la sociedad contemporánea le dispensa al saber científico auténtico, privilegio que nosotros no objetamos puesto que no se contradice (más bien habría que decir que converge) con las raíces profundas de nuestra propia labor. Se trata de algo más grave que eso, de la confusión de ese saber científico auténtico (y del conocimiento en general) con su aplicación y su administración. Esta confusión, que no es nueva de ninguna manera, pues una ola de entontecimientos parecidos fue la que desencadenó el positivismo en la segunda mitad del siglo xix, se muestra hoy definida, además de por una tremenda soberbia, por ciertas peculiaridades en cuyo examen es imprescindible deternerse. Es así como en su centro nosotros percibimos una resistencia, más o menos robusta y más o menos voluntaria, a la posibilidad de que algunos individuos ejerciten sin limitaciones ni expectativas concretas de ninguna especie, lo que sin duda es un modo de la limitación, su capacidad de para imaginar y pensar creativamente. Como es sabido, lo que caracteriza a la actividad tecnocrática y burocrática es la predeterminación de sus efectos, el ser una práctica que sólo produce aquello que de antemano se sabe que ella va a producir. Para los fines de un poder que aspira a hacer de todo acto humano una fuente de productos negociables, tales procedimientos se encuentran, tienen que encontrarse, a cubierto de cualquier reparo o modificación. Por ende, las prácticas que ese poder no considera útiles de esa manera brutalmente concreta y esencialmente conservadora no las acoge y menos aún las fomenta, haciéndolas de paso indignas del aprecio de un público cuyas preferencias habrán sido hábilmente cooptadas por obra de una batería comunicativa cuya sofisticación y poder de convencimiento parecieran crecer por minutos. En el fondo, comprobamos que en un mundo como el contemporáneo, que se ufana de haber alcanzado las que podrían ser las más altas cotas de libertad que se registran en la historia de occidente, esa libertad es menos completa de lo que a primera vista parece. La mayor libertad, que no es la electoral, sino la del espíritu humano para concebir alternativas novedosas de experiencia (y, por lo tanto, de existencia), se restringe en nuestro tiempo, algunas veces de derecho, otras veces por obra de un aparato coercitivo que bloquea la crítica y la creación por la fuerza, pero preferentemente a través de un proceso distorsionador de carácter ideológico que es y será siempre más eficaz de lo que pueden serlo la ley y la violencia juntas y cuyos métodos favoritos son o la banalización del trabajo cultural a través de su confinamiento en el territorio del espectáculo o su domesticación vía la doble autopista del instrumentalismo tecnocrático y del burocratismo.

En segundo lugar, nos parece que debiéramos hacernos cargo del debate contemporáneo sobre la naturaleza y función de las humanidades, que es un debate que se lleva a cabo en o desde el interior de las propias humanidades. Hablamos que este segundo nivel de la atención que hay que prestar a las críticas que se formulan a menudo a la estrechez de las compartimentalizaciones dentro de las cuales se distribuye el quehacer humanístico en general y, lo que es más importante, acerca de la debilidad del principio de coherencia desde el que arrancan sus diferentes disciplinas, las que están basadas en una cierta idea de lo humano que inauguraron en occidente la cultura de Renacimiento y la Ilustración. De ahí es de donde sale "el hombre" o "el sujeto" acerca del cual, provistas con sus propias expectativas y con sus propios puntos de vista, cada una de esas disciplinas particulares se pronuncia. Este es igualmente el principio rector cuya hegemonía hoy se cuestiona, y no sin razón. Cabe preguntarse, sin embargo, si matar al enfermo es la mejor manera de curar la enfermedad. Porque, si hay un común denominador en los discursos que provienen de las trincheras del postestructuralismo y del postmodernismo, él consiste en la proclamación de la muerte, cuando no del sujeto sensu lato, de todos modos del sujeto moderno. Esto equivale no sólo a una cancelación de la idea de lo humano a partir de la cual nuestros predecesores ejecutaron a su trabajo durante los últimos trescientos o más años, sino, además, a una cancelación simultánea de cualquier posibilidad de sustituir a esa idea con otra. Por las razones que sean, pero sobre todo a base del ataque contra su política exclusionista, de los pueblos periféricos, de los grupos subalternos, de los saberes alternativos, etc., a la vez que reacios a reemplazar esa política por una política nueva (según quienes los suscriben, reacios a reemplazar una clase de exclusionismo por otra clase de exclusionismo), los discursos a los que nos estamos ahora refiriendo renuncian a dar nacimiento a un sujeto histórico distinto, cualquiera sea la fisonomía que éste adopte, y actúan en consecuencia sin compromisos epistemológicos aparentes, olvidando que uno no actúa jamás sin esos u otros compromisos y que la única diferencia es la que se establece entre aquellas determinaciones que hacemos conscientes y reconocemos vis-à-vis las que permanecen en la sombra. El resultado de este repliegue de las humanidades hacia el subterráneo de las ideas en desuso es la proclamación de la norma de la falta de normas para todo cuanto diga relación con un mejor funcionamiento del texto social. En la cultura contemporánea, como en el tango, "no hay jerarquías ni escalafón". Todo vale lo mismo: la Fenomenología del Espíritu de Hegel no es superior a la última película de Sylvester Stallone y don Quijote y Sancho Panza tienen una estatura que en nada difiere de la de Batman y Robin.

En tercer lugar, es indispensable que hagamos frente al cientificismo tecnocrático y burocrático que se ha posesionado de la vida chilena avasalladoramente. En principio, se podría aducir que éste es sólo un eco del fenómeno universal que se discutió más arriba. Sin embargo, no es mucho lo que se gana entendiéndolo y enfrentándolo nada más que en el plano de su despliegue planetario. Es preciso identificar y describir también aquellas facetas que el fenómeno en cuestión asume dentro del espacio geográfico latinoamericano y chileno. En cuanto a esto, creemos que una hipótesis con la que pudiera por lo menos iniciarse una conversación acerca de este tema es la que adelanta Alfonso Reyes en sus célebres Notas sobre la inteligencia americana . Según Reyes, los latinoamericanos habríamos llegado tarde al banquete de la civilización occidental (y los chilenos todavía más tarde, parece) y nuestra reacción a su respecto ha sido y sigue siendo, a pesar de tantos desengaños y de un número no menor de advertencias ­algunas de ellas formuladas por las mejores cabezas que ha habido en la historia intelectual del continente, desde Bello a Martí y a Mariátegui­, la del converso. En otras palabras, nuestra actitud respecto de la cultura del centro hegemónico ha sido y es todavía la imitación beata, la admiración epidérmica, la copia sin matices. Actitud sacralizante por lo mismo de aquellos elementos que desencadenan las secreciones de nuestra apetencia mimética y que en esa otra cultura responden a procesos históricos peculiares y de maduración lenta y profunda. Poniendo entre paréntesis las dudas que nos merecen algunos de sus planteos, hay que reconocer que en los últimos años los estudios postcoloniales han puesto el dedo en la llaga. Después de una partida en la que se propusieron investigar la lectura metropolitana del sujeto periférico (Said, en Orientalism), tales estudios se han movido hacia la investigación de las lecturas metropolitanizadas que los sujetos periféricos han hecho de sí propios y sobre todo después de ponerse término en las regiones que se convierten en materia del análisis a los procesos independientes (Pratt, Spivak). El hecho de que los estudios postcoloniales circulen hoy espoleados por esta clase de preocupaciones no es caprichoso. Debido al carácter de la fase que estamos viviendo en la historia de la globalización, esto es, en la historia de la a largo plazo inevitable unificación del planeta, abundan los entusiastas que quisieran saltarse etapas y declararse desde ya pobladores de un mundo uno, sin distinciones regionales, nacionales, etc. Para tales individuos, no cabe duda de que el mejor camino es el de la reproducción indiscriminada, magnificada y glorificada de cuanta moda proviene de las fábricas ideológicas de la metrópoli. Si allá son postestructuralistas, nosotros también; si allá son postmodernos, nosotros lo somos mucho más; si ellos mataron al sujeto, nosotros hace rato que lo habíamos hecho; y si las humanidades les interesan a ellos cada vez menos, es claro que a nosotros no tienen por qué importarnos ni así tanto.

Por último, creemos que se debe enfrentar también la falta de reflexión de los humanistas chilenos acerca de sus propias personas, abriendo las compuertas de una discusión metadisciplinaria que sea lo más amplia y enriquecedora posible. Esto significa que la institución universitaria tiene que reclamar y recobrar aquella posición que le pertenece desde siempre, la de ser el locus que acoge y promueve las cavilaciones generales que desde múltiples puntos de vista debieran suscitarse en torno a la naturaleza de lo que hacemos y al por qué lo hacemos. Esta es pues una llamada a revitalizar el recinto más idóneo y más noble que nuestra cultura republicana ha dispuesto para tales efectos y a utilizarlo para pensar también acerca de nosotros mismos, lo que no es o no es necesariamente una invitación a incurrir en los interdictos placeres de la indulgencia narcisista. Todas las prácticas simbólicas lo hacen y es bueno que lo hagan, que redirijan de vez en cuando el foco de su atención desde el objeto hacia el sujeto de su conocimiento. Entre otras cosas, esto podría disminuir la tan a menudo internalizada cuota de autoestima negativa que se advierte entre algunos de nuestros colegas. Menos expertos y más intelectuales, el foco de nuestra atención deben constituirlo las humanidades como un todo: su estatuto presente, dadas las funestas actuaciones de la burocracia, del instrumentalismo y de la banalización espectacular, su crisis de identidad, su supervivencia en el Chile de hoy y la conciencia que los propios humanistas chilenos tenemos acerca de la índole definitivamente precaria del terreno sobre el que nos encontramos pisando.

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