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UN RECORRIDO POR LA NARRATIVA DE ABEL
POSSE
Alejandro Hermosilla Sánchez
(Universidad
de Murcia)
Resumen: El artículo tiene
como objetivo estudiar algunas de las claves desde las que parte la obra de
Abel Posse para llegar a delimitar con claridad su
crítica al sistema de valores occidental y, asimismo, las soluciones que
propone. Para ello, se hace un estudio de las dos primeras novelas de Abel Posse que esclarezca la visión que el autor nos ofrece de
Occidente y, posteriormente, se repasan otros pasajes de otras novelas del
autor con el objetivo de observar la evolución de su obra y cómo la misma se ha
acercado a diagnosticar la problemática del hombre contemporáneo.
Abstract: The
article has as aim study some of the keys from which Abel Posse's work departs to
manage to delimit with clarity his critique to the western system of values
and, likewise, the solutions that he proposes. For it, there is done a study of
first two Abel Posse's novels that clarifies the vision that the author offers
us of West and, later, there are revised other passages of other novels of the
author by the aim to observe the evolution of his work and how the same one has
approached to diagnose the problematics of the contemporary man.
Key words: being, distress, existencialism,
loneliness, western society.
“No
es mejor para los hombres que consigan
todo cuanto quieren.”
Heráclito.
“Es
necesario quitarse el saber y el querer, liberarse de la realidad y
del deseo de volver a ella. Concentrarse en sí, hasta que mente, corazón
y miembros estén totalmente en silencio. Si se alcanza así la suprema
abnegación, entonces finalmente el afuera y el adentro se tocan,
como si hubiera una cuña que dividía el mundo”.
Robert Musil.
En Los bogavantes, heredera de las
técnicas narrativas del “noveau roman”,
que encabezase Marguerite Duras, y de la afixia intelectual y vital que recorre gran parte del
recorrido iniciático hacia las entrañas del hombre moderno que realizara el
expresionismo, nos vamos a encontrar una obra que condensa con furia,
desasosiego y pasión, gran parte de la experiencia existencialista de la
Francia en que se desarrolla la novela. Es éste un auténtico retrato del
desamor, de la soledad y de la crisis intelectual que recorre a la Europa
posterior a las dos guerras mundiales. Abel Posse nos
introducirá por los recovecos de la mente de tres personajes que vivirán un
triángulo amoroso sin saberlo, recorriendo con ellos el solipsismo existencial
que solivianta la verdadera e imposible integración del hombre en un mundo
amoral, e inhumanamente tecnificado, que tan sólo permite la autosatisfacción
más utilitaria de los deseos del “yo”, sin conceder acaso, una respuesta ética
y vital a las interrogantes de ese mismo yo.
Marcelo,
y su desgana hacia su burocrático trabajo, ponen de manifiesto esa crisis del
hombre contemporáneo, que ya pusieran de manifiesto, entre mucho otros,
Fernando Pessoa o Franz Kafka,
por la cual en las sociedades modernas vida pública y vida privada se separan;
el campo de las relaciones sociales se descompone, dejando frente a frente las
identidades particulares y los flujos mundiales de intercambios. Los individuos
se encierran en su experiencia interior, atentos al único sonido de su propia
subjetividad. Olvidados en sí mismos no atienden a rescatarse en la posible
experiencia del descubrimiento del “otro”. Desde el punto de vista del pensador
George Simmel, profundo
analista de la realidad del mundo urbano de la contemporaneidad, se trataría
entonces, en virtud de esta incapacidad de reconocer al “otro”, de una falsa
subjetividad que desembocaría en el desconocimiento de uno mismo.
Los
hijos de Occidente se miran el ombligo a sí mismos y Posse,
en sus primeras obras, escarba en la grieta desde la que se escapa el dolor, y
homenajeando e influenciado porel Albert
Camus de El
extranjero y el Jean Paul Sartre
de La náusea, desvela el vacío que
las técnicas estructurales de poder producen en el individuo: “en realidad
carezco de creencias. Escribir implica un intento de purificación. Un deseo de
definir las cosas dándoles nombre y situación. Un deseo de abordar la
existencia (¿para qué?). Veamos el mejor de los casos: un Hölderlin.
Y bien, ¿para qué? Debió ser ridículamente apasionado. En el fondo un negador
de la vida a fuerza de querer abordarla y abarcarla en su esencia misma, con
toda profundidad. ¿No es la vida, tal vez, un hecho de superficie? ¿Qué es esa
tontería de buscarle la esencia a lo que está allí y es contingente, epidérmico,
frágil?”(Posse, 1982, p.17), exclamará el escéptico,
nihilista y desamparado Marcelo de la primera parte de Los bogavantes.
Abel
Posse iniciará su legado novelístico, por tanto, con
un interés por el conflicto del hombre contemporáneo. Cómo y por qué se ha
producido su actual estado de malestar. De dónde procede y a dónde le
conducirá. Es decir, su primer interés será el presente. Su propio presente. Un
presente que es ya histórico, desde el momento en que se narra, desde el que se
transplantará a su pasado. Al hecho histórico. Siempre, en ambos casos, con la
intención, por su condición de excentrado de la
cultura occidental, de americano que descubre Europa y que es descubierto por
Europa, de fagocitador de la experiencia artística,
de diagnosticar el proceso, siempre mutante y cambiante, que sufrirán los
hombres insertos en un sistema de valores muy concretos. El sistema occidental.
Y de las relaciones y alternativas que este sistema encontrará en las culturas
americanas, hindúes, etc.
La
crisis de valores que sufre y aturde al Occidente de finales de siglo es
representada perfectamente por el joven estudiante de pintura, Paco, quien
busca renovadamente, ansiosamente, a costa de su propia vida, otras miradas,
otras formas de conocer que no remitan a las utilitarias, a las cotidianas, a
las automatizadas por su valor de uso occidental. De Van Gogh
a Rimbaud, de Lautreamont a
Picasso, el joven Paco, de la mano de Abel Posse, advertirá, como se encargará de sugerir a golpe de
revueltas el mayo de 68 francés, que la canalización de energía en movimiento,
de flujo vital, de renovado conocimiento que va unido al misterio de vivir, ha
sido cercenado por una cultura de la culpa y el dolor reconvertida en cultura
técnica del integrarse o morir, regenerarse a la medida de los intereses del
sistema o no existir: “Dijiste que las palabras eran peores que los trazos o
los colores: demasiado gastadas, demasiado definidas. Se trata de un salto muy
de adentro, muy del alma. Caerse detrás de la apariencia, ése es el primer paso
para una posibilidad de conocimiento. Todo lo demás es nada. Pura nada,
dijiste” (Posse, 1982, 92).
Una
escisión del sujeto que le conducirá a la soledad, al enfrentamiento con la
experiencia de la muerte; la única verdad a la que podrá asolar. Crisis total
del sujeto, que “No tiene ya ningún papel de “intuición com-prehensiva” de los fenómenos.”, encerrado en un sistema
“cuyas leyes universales y necesarias subsuman la subjetividad” quitándole al
sujeto “todo aspecto individual-contingente”. (Cacciari,
1982, 37).
No
es de extrañar que estas dos primeras obras conectasen con la particular mirada
escéptica hacia la realidad del excelente escritor argentino Ernesto Sábato,
quien llegaría a referirse a La boca del
tigre, la siguiente novela de Abel Posse, como
“la obra del hombre en crisis total”.
Crisis
que Sábato se encarga de matizar, “Lo que está en crisis no es el arte, sino el
concepto de realidad que dominó en Occidente desde el Renacimiento.” (Sábato,
1980, 65).
Tanto
los personajes de Los bogavantes como
los de La boca del tigre sobreviven
atenazados por la no posibilidad de realizar un cambio, un viaje exterior e
interior que como a Ulises, les permita regenerarse y reconstruir las bases de
la sociedad en que se encuentran inmersos. Son personajes que no pudieron ser
personas, marionetas fabricadas por un mago que no les permitió obrar y llevar
hasta el último límite sus consecuencias y sus actos. En palabras de Abel Posse: “mis personajes también son conscientes de que se
verán sorprendidos por el fracaso; en cierto modo, como fracasó la Revolución
del 68. (…) Queda algo así como una deuda pendiente; como si todo el movimiento
del 68 fuera una llamarada justa, pero sin destino… (…) La Revolución del 68 es
una gran verdad, un gran acto de conciencia sobre el fin de la modernidad, pero
al mismo tiempo la constatación de una imposibilidad política” (Hernández, 1996,
128).
Todo
el último siglo vivido en Occidente ha sido un fracaso. Fracaso de no poder
destruir una cultura que inundó de dolor nuestra tierra. Nostalgia de no poder
reverdecer la república ideal que intentaron conformar las culturas griegas.
Fracaso de toda revolución que se incrustara e intentara erigirse en
reformadora o redefinidora de una nueva vida, que
intentase enterrar los antiguos dioses de barro, apuntados por Nietzsche. Fracaso apuntado por Foucault, por Derridá, por deconstruir un
sistema punitivo, vigilante, castigador, que nos encierra dentro de un falso
concepto de libertad: “Raskolnikov había llegado
hasta el umbral, después sintió vértigo y volvió como una rata. No encontró
otra puerta de entrada mejor que el asesinato de las dos viejas usureras.
Matándolas se volvió a sentir adecuadamente culpable: hasta poder aceptar el
castigo. El castigo era la protección. Significaba refugiarse del vértigo:
volver al engranaje con el título de asesino, con conciencia de culpabilidad.
Su alivio cobarde: dejar atrás ese temblor donde había empezado a
desencadenarse su libertad. Su verdadera libertad”. (Posse,
982, p.239-240).
Un temor
y temblor hacia lo diferente, hacia el conocimiento de uno mismo, que es
erradicado de pleno, por la cultura del poder fagocitador
técnico que impera, semejante y dictatorial como el gran hermano de la novela
de Orwell, 1984,
en Los bogavantes de Abel Posse.
Temor
hacia la libertad, hacia la revolución, que explica gran parte del fracaso de
la revuelta de los estudiantes franceses en el 68, “La libertad de la
revolución misma dura muy poco tiempo, en seguida vuelven espantados del
vértigo al nuevo orden, a la nueva opresión (excepto algunos pocos que después
liquidan)”(Posse, 1982, p.242) que explica parte de
la fascinación que suscitará el nombre de Lope de Aguirre en el escritor
argentino, pues éste, al menos, sí fue capaz de llegar hasta el último límite
por conseguir aquello que deseaba con su rebelión: la muerte.
Abel
Posse, por lo tanto, comenzará su narrativa describiéndonos
un estado, una situación de perversión del ser humano, y sus relaciones
existenciales consigo mismo a merced de los agentes socioeconómicos del sistema
por el que se encuentra rodeado. Vigilado. Abrumado. Sin capacidad de
respuesta. A no ser la ratificación de su propio derecho a vivir.
Un
sistema, el occidental, que (coligado con el estado que todo lo observa, que
todo lo controla de El almuerzo desnudo
de William Burroughs, Un mundo feliz de Huxley, o 1984 de Orwell)
ha fabricado símbolos en los que reconocer la vigilancia oculta que subyace
tras cada individuo (individuo que ha llegado a ser policía y juez invisible de sus propios actos), en los
que permitirse contemplar su propio funcionamiento, hegemonía y poder como, por
ejemplo, el panóptico de Bentham, definido por Michel Foucault como “jaula cruel y sabia, (…) utopía del
encierro perfecto (…) polivalente en sus aplicaciones; sirve para enmendar a
los presos, pero también para curar a los enfermos, para instruir a los
escolares, guardar a los locos, vigilar a los obreros, hacer trabajar a los
mendigos y a los ociosos. Es un tipo de implantación de los cuerpos en el espacio,
de distribución de los individuos unos en relación con los otros, de
organización jerárquica, de disposición de los centros y de los canales de
poder, de definición de sus instrumentos y de sus modos de intervención que se
puede utilizar en los hospitales, los talleres, las escuelas, las prisiones” (Foucault, 1998, p.208-209).
Panóptico
que inaugura la forma ya apuntada por Kafka de
relaciones entre el poder y sus súbditos, los ciudadanos y la ley en el siglo
XX, “El Panóptico es una máquina de disociar la pareja ver-ser visto: en el
anillo periférico se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central, se
ve todo, sin ser jamás visto” (Foucault, 1998, p.
205).
Abel
Posse conoce bien que nuestras organizadas y seriales
sociedades estructurales han sustituido el clásico “ser o no ser” por el más
útil “tener o no tener”, y ante esta situación contrautópica,
maquinal, terrible, se rebelan él y los héroes de sus novelas, que intentan
conciliar el infinito, el ansia de lo imposible romántico con la desesperanza
que les produce saber la imposibilidad, a su vez, de este intento: “Delirios y
divagaciones con amigos-cómplices. Palabrería sobre Sartre,
Marx, Freud o Heidegger. Proyectos nunca cumplidos. Y siempre la deuda y
la amenaza de sentir que en algún momento había que “ingresar en el Sistema” (Posse, 1988, p.17), reflexionará el joven Lucas, que
protagoniza la edípica búsqueda del padre por parte
de la cultura occidental en Los demonios
ocultos.
Como
a Horacio Oliveira y La Maga en París, sólo la creación de un mundo propio les
puede salvar, hacerse acreedores al destierro de su verdadera condición de
indigentes en un mundo extraño que no les permite ni soñar ni ser soñados por
sus semejantes. Pues el sueño ya no existe.
Como
Cortázar, Burroughs, Orwell
o Huxley, Posse pone de
manifiesto, el definitivo crepúsculo del sueño de la libertad racional y
democrática occidental y nos muestra una libertad racionada y manejada por el
sistema estructural y racionalista que postula la igualdad del individuo a
través de la aniquilación de ese concepto mismo: “gracias a una maravillosa
reconstrucción cibernética podemos convivir con los del definitivo triunfo de
la Gran Maquinaria. La eficacia acaba por anodadar
todas las dimensiones espirituales del hombre superficial. Ese arduo
equilibrio, inestable durante tantos siglos, entre razón y emoción, cálculo e
impulso, termina por quebrarse en favor de uno de los polos. El hombre de Dante
y de Miguel Ángel, el hombre de Hombredad de Unamuno, el
Superhombre intuido por Nietzsche, son aspiraciones
que naufragan definitivamente. El intento del humanismo queda sepultado al pie
de esos millones de hombres-masa cuyos destinos conducen abstractos organismos
de poder y máquinas electrónicas” (Posse, 1982, p.325).
Derrota
del ser humano que queda prefigurada también por Ernesto Sábato: “La
masificación suprime los deseos individuales porque el Superestado
necesita hombres-cosas intercambiables, como repuestos de una maquinaria. Y, en
el mejor de los casos, permitirá los deseos colectivizados, la masificación de
los instintos: construirá gigantescos estadios y hará volcar los instintos de
la masa en un solo haz, con sincrónica regularidad. (…) La máquina y la ciencia
que había lanzado sobre el mundo exterior, para dominarlo y conquistarlo, ahora
se vuelven contra él, dominándolo y conquistándolo como a un objeto más.
Ciencia y máquina se fueron alejando hacia un olimpo matemático, dejando solo y
desamparado al hombre que les había dado vida. Triángulos y acero, logaritmos y
electricidad, sinusoides y energía atómica, unidos a las formas más misteriosas
y demoníacas del dinero, constituyeron finalmente el Gran Engranaje, del que
los seres humanos acabaron por ser oscuras e impotentes piezas” (Sábato, 1980, p.51-52).
Si
el mundo industrializado o posindustrializado ha
aportado un mayor bienestar material, también es cierto que el hombre de esta
segunda mitad del siglo XX se siente aprisionado en las ciudades, presionado
por la sociedad de consumo y la moral del éxito, y muy a menudo aislado entre
sus semejantes. Muchas veces se muestra incapaz de ver lo que le rodea o
incapaz de valorar lo más sencillo, o incluso lo simplemente natural.
La
mayor parte de los pensadores recurre a la idea de que el ser humano debe
reencontrar su naturaleza profunda, reprimida o pervertida por el reforzamiento
de los controles sociales, gracias sobre todo al arte; hay que hacer de la vida
una obra de arte, reencontrar mediante la belleza las correspondencias que unen
el hombre al mundo.
Ante
esta situación, Abel Posse reivindicará el sentido de
la vida de las filosofías orientales, conciliando, en este sentido, la afinidad
que existe entre una parte de estas filosofías y la nueva física moderna, que
establece una nueva concepción del espacio y del tiempo, o que inaugura
conceptos totalmente distintos como los de energía o campos de fuerza, y que
suponen una pérdida del antropocentrismo occidental y tradicional. Posse afirmará que un materialismo estrecho, un positivismo
vulgar nos ha impedido interrogarnos sobre conocimientos que dábamos por
seguros y sobre una nueva dimensión espiritual del hombre.
Será
en defensa de estas concepciones sobre el hombre y la naturaleza, sobre el
equivocado camino al que el antropocentrismo ha conducido, que el amor, aquel
amor loco que cantase Breton y que visualizase Buñuel, se convertirá en
uno de los pocos exponentes, de las
pocas experiencias, que podrán hacer que se subviertan, se desautomaticen las reducidas parcelas de conocimiento del
mundo occidental.
El
amor como símbolo de conocimiento, de apertura, de reconocimiento del “otro”,
mágica experiencia de la “otredad”, que viene así a
simbolizarse y a encarnarse con la figura del intelectual Abel Posse, empeñado en reconocer y observar a Europa, para
conocer mejor América, Oriente, y todas aquellas culturas en las que piensa que
pervive alguna esperanza para el diáfano hombre mercantil que colonizó las
tierras que le vieron nacer.
Difícil
relación la de la “otredad” de los dos continentes,
de las dos cosmovisiones, de las múltiples culturas que siembran la tierra.
Culturas, la occidental y la americana, que encontraron en el “otro” el reverso
de su propia forma de vida, de ser y estar en el mundo. Relación dispareja en
la que se producen distintos aprendizajes y contra-aprendizajes que fascinarán
a Abel Posse, pues éstos no se pueden producir sino
con amor: “La perplejidad de unos es perplejidad en los otros; el problema
teológico de unos es confirmación mítica en los otros; los componentes físicos
de unos, con sus suplementos y ornamentos, son confirmación profética en los
otros. El parecer se convierte en metáfora del ser. Y esa metáfora guarda para
Europa síntomas del ocultamiento, del engaño que su propio lenguaje ampara.
Claro que, en esa interpretación, en esa indagación, suprimidos los lazos
encubridores, se enuncia la sintonía con el ser verdadero, en cierto modo, con
el ser descubierto en/por la novedad americana.” (Hernández, 1996, p.111).
El protagonista de El viajero de Agatha, en su viaje al Tíbet, en su descubrimiento de la cultura oriental, será
por primera vez capaz de escapar a la espiral del tiempo reducido y
cronometrado europeo y se abrirá a una nueva dimensión, esa dimensión en que el
hombre no pertenece ni al tiempo ni a ningún lugar, pues por primera vez,
comienza a ser todas las cosas: la máxima aspiración del amor: “Me concedió un
abrazo con todos sus miembros y en la mayor quietud, me dormí envuelto en su
calor erótico. Era una infinita placidez, como si yo (por primera vez en una
vida concebida como movimiento -heroico y militante-) hubiese caído en la bolsa
del Tiempo. Un tiempo-madre, primigenio, cósmico, indivisible. Como si el ser y
el hacer se confundieran en el estar. Simplemente estar en el mundo: el ahorro
de todos los daños y dolores. La máxima incapacidad de nuestro temible
Occidente”, “- No hay muerte ni tiempo para ellos, los Venerables, los tulkus. Porque cuando nada se cuenta, ni se pesa, ni se
mide, se está ya en la suave ladera del no-ser. ¿Quién podría hablar de muerte
o de vida? (…) ¿Se está en el ser? ¿Se pierde el ser? ¿Se vive, se muere?”. (Posse, 1989, p. 149 y 143).
No.
Ni se está en la vida, ni en la muerte. Formas de salir de una crisis. No se
está sino en Lo abierto. Aquel estado
desde el que Rainer
María Rilke quería conciliar la experiencia estética.
El estado que le permitía el sublime reconocimiento de su ubicación en un
tiempo y un espacio que ya no pertenecían a un hombre. Que eran de todo ser
vivo. El idílico hermanamiento del hombre y su instrumento, el lenguaje, para
envolverse en una capa invisible que permitiese reconocer las “cosas en sí”.
Avanzando por los terrenos logísticos apuntados por Wittggenstein.
Más allá de los límites del lenguaje: “Estos límites no llegan al fin (…)
Decirlos es imposible, de la misma manera que lo es el decir el qué de los
objetos (…) Toda proposición es aprehendida en el punto en que deja de decir.
Toda palabra es interrogada a partir del silencio que la sigue. Así no puede
haber centro. No puede haber forma en absoluto.”. (Cacciari, 1982,
p.148-149).
Mostrando
a Occidente que las formas, las estructuras, los nombres de las cosas, “son
“retratos”. Se muestran en el silencio-nada, en la autonomía más perfecta de la
forma-signo, es decir, en el máximo de la anti-expresividad,
en la ausencia más radical de toda utopía semántica. Entonces, el Ángel de las Duinesas anuncia lo “místico”: el mundo-todo-limitado, la
miseria de este lenguaje que ha formalizado sus mismos límites, el silencio que
lo abraza y en el cuál se muestran los nombres de las cosas” (Cacciari, 1982, p.155).
Lo abierto. La mayor
esperanza que concilia al hombre de Occidente con su regeneración espiritual.
El estado desde el que Lope de Aguirre se descubre a sí mismo, por primera vez,
en Daimón,
el lugar ideal desde el que debemos ubicarnos para confraternizar con la elipse
de presente y futuro, ficción e historia que es la narrativa de Abel Posse, el Dorado buscado y encontrado por algunos
personajes que se deslizaron de un tiempo lineal y se ubicaron en el tiempo sin
retorno de la historia, para desplazarse al género mítico.
Dejemos
que lo explique mejor uno de los personajes de Los demonios ocultos, “Es una forma de conducir la muerte, o mejor:
la transformación de la no-vida… Pero aquí, podría yo ya parecerle confuso… Lo
cierto es que el iniciado trata de alcanzar el estado final necesario para el
retorno, el estado de Tathagata, según los budistas.
Entrar en un estado de conciencia en que nada absolutamente está
particularmente presente… Usando un lenguaje de filosofía occidental, se podría
hablar del umbral de Lo Abierto. Ello exige un gran ejercicio espiritual, hasta
que el iniciado logre un estadio intermedio, entre consciencia e inconsciencia,
en que todo se torna indistinto. Hasta que las sensaciones e ideas dejan de
tener vigencia en él. Es entonces cuando el Tathagata
puede extinguirse: pasar de la no-vida a la no-muerte. Es como una flor que se
disuelve en el agua y el fango originario. Sería, como le decía, difícil hablar
de muerte, en el sentido occidental de la palabra… Más bien sería seguir
avanzando “por la girante rueda de la vida” y volver a pasar por la puerta que
da al inexplicable origen…” (Posse, 1988, p.214).
Mundo
de Lo abierto, que Ulrich y su hermana, dentro de la novela de Robert Musil, El hombre sin atributos, van a intentar
atrapar. Buscarlo por omisión, por negación. Encontrarlo sin proferir una
palabra. Esa es la manera de buscarlo en Occidente. En su caso, ellos lo llaman el “Reino
Milenario”. “Reino Milenario” que surge como consecuencia del círculo cerrado
que, en torno al conocimiento ha conseguido hilar el discurso lógico. Discurso
lógico que se enreda en sí mismo, llevando al hombre consigo, que, perdido en
el laberinto, como Teseo, no puede acertar a vivificar la realidad, a “ser” las
cosas y no nombrarlas, como señalaría Foucault. En fin, “Reino Milenario”, que
para Ulrich y su hermana, eternos enamorados de la
duda viene a ser “la unio mystica
de proposición y silencio, actividad y nihilismo: la perfecta comprensión del
límite que forma liza en signos el lenguaje, esto constituye la verdad de todo
tema desarrollado, todo tema es aquí finalmente comprendido. Esto es una
condición, no un símbolo, no un Streben. Soledad e
inmovilidad plena de continuos acontecimientos. Máxima apertura al mundo y
disolverse del intelecto.”, según Massimo Cacciari (Cacciari, 1982, p.150).
Transformación
y búsqueda de Lo abierto, que Abel Posse celebra con Núñez de Vaca, quien merced a esta puerta
cerrada al mediático mundo occidental, celebra el hermanamiento del hombre con
la tierra, con su ser desconocido, su comunión con todo aquello que existe y
vive, convirtiéndose quizá en el primer occidental, siglos antes de los
experimentos de Ginsberg, Bowles
y toda la hornada de escritores de la llamada “beat generation”, que ascienden al secreto de una cuarta
dimensión, que abre las llamadas puertas de la percepción.
La
gran diferencia de esta toma de contacto con la droga, con la experiencia de la
transformación interior de Núñez de Vaca de la de Burroughs
y demás miembros de la “beat generation”
es la diferencia de mirada. En Núñez de Vaca no hay prefiguración de la
experiencia, hay un ojo inocente y una mirada que no sabe ni está preparada
para lo que va a observar. En la “beat generation”, en el Occidente del siglo XX ya no existe esa
inocencia de la mirada. Kerouac y los suyos se
transforman porque lo requieren, necesitan ese cambio, llegan a ser otros
porque lo necesitan para evolucionar.
Núñez
Castro de Vaca asciende a su transformación totalmente virgen y ya nunca más
será el mismo. En sus propias palabras, “soy otro. Soy el que vio demasiado” (Posse, 1992, p.95).
Un
cambio interior que lo llevará a romper con sus anteriores concepciones
sociales y a exclamar “Sólo la fe cura, sólo la bondad conquista” y reconocer
que “no fuimos a descubrir, que es conocer, sino a desconocer. Depredar,
sepultar lo que hubiese. Avasallar silenciando, transformando a todos los otros
en ninguno. Señoreando, por fin, en un pueblo de fantasmas, de ningunos”
convirtiéndose en un “excéntrico. Eso es lo que me llama la gente: un
excéntrico. Ni tan rebelde como para negar al dios de su infancia, ni tan
sumiso como para esclavizar en nombre de un rey”, reconociendo que ”era el Demonio, esa sombra que nos precedía. Pienso que
su maldición no es otra que la de los judíos de quienes somos herederos
directos. Nosotros somos la reencarnación de ese espíritu destinado a sembrar
nada más que tristeza y muerte y desprecio de la vida misma, de la vida tal
como la dio Dios” (Posse, 1992, p.143 y 147-148).
Una
puerta, la de Lo Abierto, que
Occidente busca, cuando es consciente que “todas las revoluciones (sea la
cristiana, la Revolución francesa o la Comunista) fueron en realidad episodios
inútiles, meros desgastes sin destino, porque su objetivo era el “bípedo
triste”. Es por esto que las revoluciones se fueron degradando en pantomimas,
en grandes frustraciones colectivas que terminan más o menos en el opuesto de
lo que se proponían inicialmente. (…) Las revoluciones, por lo tanto, no han sido
más que un cambio de la posición de los muebles dentro de la cárcel de
siempre.”(Posse, 1982, p.115).
Y
esto sucede porque cuando un hombre se erige contra otro hombre, su única
intención es suplantarle. Porque cuando un hombre erige a un dios como estandarte
sólo sueña con ser el dios que acarrea como bandera a su batalla: “Todo
nacimiento de un dios va acompañado de muerte. Millones de muertos del
catolicismo imperial (recuerdo no más el genocidio de la Conquista de América).
Millones de muertos de las guerras cristianas, las carnicerías salvacionalistas de las Cruzadas… (…) Hay ya diecisiete
siglos de dominación judeocristiana en Occidente. Este horror seguirá
convocando a nuevas guerras, nuevas hecatombes propiciatorias…” (Posse, 1988, p.124). Como señala Alvar
Núñez Cabeza de Vaca en El largo
atardecer del caminante “Lo diría con estas palabras: en donde nosotros
estábamos el mundo inmediatamente perdía su inocencia.”, “el Imperio que traía
el dios verdadero, se descubre con un dios miserable que siembra muerte en
nombre en la vida. En los puertos más lejanos nuestra maldad se repite como una
costumbre” (Posse, 1992, p.147).
De
ahí, el camino tomado por Abel Posse, enfrentar al
hombre a su nadería, a su verdadera conformación dentro del cosmos, a su ubicación
y necesidad en el tiempo de la no-vida y la no-muerte, desde una perspectiva
vital y filosófica que lo emparentan con las severas,
pero certeras palabras de ese sabio deconstructivista
y escéptico que fue Cioran: “Si el hombre no está
próximo a abdicar o a reconsiderar su caso, es porque aún no ha sacado las
últimas consecuencias del saber y del poder. Convencido de que su momento
llegará, de que le corresponde alcanzar a Dios y superarlo, se apega -como
envidioso que es- a la idea de la evolución, como si el hecho de avanzar
debiera conducirlo necesariamente hasta el más alto grado de perfección. Al
querer ser otro, acabará por no ser nada; no es ya nada. Seguramente
evoluciona, pero contra sí mismo, a expensas de sí, hacia una complejidad que lo
arruina. Porvenir y progreso son conceptos en apariencia vecinos, divergentes
en realidad. Todo cambia, claro está, pero raras veces, por no decir jamás,
para mejorar. La fe en la evolución, en la identidad del porvenir y del
progreso, desviación eufórica del malestar original, de esa falsa inocencia que
despertó el deseo de lo nuevo en nuestro antepasado, no se derrumbará hasta
que, tras llegar al límite, al extremo de su extravío, el hombre, inclinado por
fin hacia el saber que conduce a la liberación y no al poder, esté en
condiciones de oponer irrevocablemente un no a sus hazañas y a su obra” (Ciorán, 1993, p.30).
No a
sí mismo de un hombre que como Ulrich, el solapado
nihilista de la novela de Robert Musil,
concluya en un silencio escondido tras las trampas del propio lenguaje que
consagre el definitivo advenimiento de “lo abierto”. Imposible y utópico rincón
cercano a la locura para Europa, desde el que poder contemplar “una soledad y
una inmovilidad plena de acontecimientos de cristal puro.” (Musil,
1982, p.168).
No
para negar afirmando. Para afirmar negando una historia, la de Occidente y
América que no tiene fin, ni principio. Pues todo lo que existe es y será. No
se está en el mundo sino para regenerarse. Transformarse y mutarse en polvo,
tras el que subsiste la especie. Auténtico deconstructor
del ser humano. De sus conocimientos y desconocimientos. Abel Posse consigue a través del mismo lenguaje que niega en su
propio discurso, reabrir una puerta entreabierta desde el confín de los tiempos
y situar al hombre en una espiral espacio-temporal, más allá del tiempo. Del
espacio y los recorridos de la historia. Historia cuya línea de progreso
ascendente queda escindida en una espiral concéntrica y circular tras la que se
vislumbran las verdades ocultas de ese desconocido que llamamos hombre.
Bibliografía
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