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Algunas reflexiones sobre el «texto» surgidas del «asunto Sokal»

María Elena Madrigal, UAM-A

 

A casi una década de haber aparecido en la revista académica Social Text, el artículo de Alan Sokal “Transgressing the boundaries: towards a transformative hermeneutics of quantum gravity” (1995-1996) sigue desatando batallas textuales. Todo comenzó cuando su autor reconoció, casi un par de meses después de la publicación de su ensayo, en Lingua Franca, que “Transgressing…” era guasa, una mera colección de pasajes hilvanados ilógicamente, ininteligibles y provenientes de los pensadores posmodernos en boga, pero con el “tono” contemporáneo de la reflexión sobre la ciencia.  1 

Para críticos como Gary Kamiya, el fraude sólo pudo haber sucedido porque las ciencias humanas se han convertido en “una lata llena de jerga pía y oscurantista” (Dawkins, 1998: 141)  2 . Para los seguidores de Jean-Françoise Lyotard –blanco último, directo o tangencial de las críticas de “Transgressing…”— y demás intelectuales contemporáneos, el físico Sokal es un pobre incapaz de percibir que la ciencia es un texto. Entre los extremos de la “Guerra de las Ciencias”, el renovado interés por ponderar “la naturaleza de la verdad científica y la racionalidad [y por cuestionar] los conocimientos científicos como constructos sociales o verdades sobre la naturaleza” (Jardine, 1997: p. 223).parece ser el único hecho incontrovertible.

La “Guerra de las Ciencias” tiene lugar en el texto (Dawkins, 1998: 235), lugar fundamental de la teoría literaria y la literatura. Puesto que estamos ante un filón importante en el debate desatado por Sokal, desarrollaré algunas consideraciones sobre el “texto”. Primeramente, diré que entiendo por texto un sistema de relaciones y estructuras lingüísticas y sociales y materializado en la palabra escrita, de la que destaco la preceptiva, la imaginación, la persuasión y condiciones de poder intratextual (en el sentido de la dominante de algunos teóricos formalistas) vinculadas al poder social. Pienso que en el fondo de esta “Guerra de las Ciencias” subyacen estrategias de legitimación por parte de uno y otro bando en su pugna por demostrar cuál es el autorizado para criticar o descalificar al adversario. Para lograr si no una conciliación, sí una explicación a una y otra actitud, intentaré hacer del concepto “texto” un medio para sugerir concordancias y divergencias entre sus expresiones científicas “naturales o exactas” y “literarias”, privilegiando las segundas por ser las que se han ocupado del “texto” explícitamente. Es decir, pretendería utilizar un concepto instrumental “de la teoría literaria para entender el discurso científico” (Levine, 1987: vii).

Como punto de partida, considero que todo texto busca legitimarse al inquirir, construir y presentar sus conocimientos sobre el mundo como posibles, o incluso universalmente válidos 3 . Paralelamente al afán de legitimación surgen intentos conciliatorios 4  o cuestiones y visiones excluidas del discurso (las más de las veces no intencionales.) Ante la incapacidad de un texto de explicarse a sí mismo, se hace indispensable la presencia de otro (u otros) que, por omisión, resalten las particularidades de los que le son ajenos y, por enfrentamiento, manifiesten las contiendas de poder que los sustentan, porque, dice Lyotard, “las especies lingüísticas, al igual que las especies orgánicas, están relacionadas, pero sus vínculos distan mucho de ser armónicos” Lyotard, 1991: 27.

Bajo estas conjeturas, resulta explicable la avalancha de reacciones desatadas por los textos de Sokal al cuestionar las fuentes de autoridad del pensamiento humanístico contemporáneo y, de paso, el quehacer de las ciencias sociales en general. Pero, a la vez, se abre la posibilidad de invertir el procedimiento y “desarropar” a la práctica científica  5 , de exponer el funcionamiento y la coherencia interna de dos formas de construcción textual aparentemente antitéticas.

A veces, “el occidente” reconoce que hay algo por aprender de “los buenos salvajes”. “Las hordas bárbaras de los críticos literarios” (Colofón a Sokal, 1998: 269), como etiqueta Sokal a los colectivos de intelectuales dedicados al estudio de ciertas modalidades textuales, pueden proveer de señalamientos y reflexiones indispensables incluso para la supervivencia del científico en sociedad.

Comencemos preguntándonos si Sokal se ha percatado de que escribe bajo pautas que seguramente practicó en sus clases de “Writing” y “Writing for the profession”, y que ahora da por hecho, sin imaginarse siquiera que esas materias son impensables en la educación de muchos países. Aunque no llegara al cuestionamiento de las normas de escritura avaladas profesionalmente, si Sokal especulara sobre la ausencia de “Writing” en la educación de la mayoría de los países pobres, tal vez la supondría lógica, dada la dependencia que hace de los estudiantes de ciencias candidatos a repetidores de los textos y de los conocimientos producidos en el primer mundo  6 . Tal vez llegaría incluso a saber, en su mismo centro de trabajo, de las dificultades de un “cerebro fugado” al enfrentarse con la escritura científica profesional. Tal vez llegaría a entender a Gregory Desilet cuando pretende convencerlo de que “los científicos no se la pasan oyendo a la naturaleza, sino que son parte de una red compleja y densa de comunicación entre ellos mismos y con un público más general para lograr la aceptación y el apoyo que les permita formular hipótesis y analizar el mundo de los objetos” (Desilet, 1999: 345).

La formación de colectivos de pensamiento, con sus propios protocolos y ética, como premisa para la construcción, presentación y permanencia de las disciplinas no es novedad para la crítica literaria. Probablemente el momento histórico es llegado para que las ciencias naturales admitan la existencia e importancia de los colectivos dentro de sus disciplinas puesto que “la ciencia ya no puede seguir aislada de la política y del mundo de los valores” (Desilet, 1999: 340). Andrés Rivadulla Rodríguez (1987: 37-38) hace justo reconocimiento al médico Ludwik Fleck quien, a principios del siglo veinte, adaptó métodos y conceptos de Emile Durkheim y otros sociólogos para complementar el aspecto positivo de la ciencia con el de la dimensión social.

Consideración importante de Fleck para una sociología de la ciencia es la del colectivo de pensamiento, al que concebía como una “comunidad de personas que intercambian ideas o se encuentran en interacción de ideas [bajo un estilo propio de pensar y que conlleva] una determinada obligación del pensamiento, y más aún, […] la disposición a observar y actuar de una manera determinada, y no de otra”  7 .

Para la historia y la teoría literarias, con su multiplicidad de corrientes y autores y sus muchos artistas valorados póstumamente, la intervención (o mirada) del constructor del conocimiento es inmanente a la formación de los “objetos de estudio”.

Si llegados a este punto admitimos, aunque sea de manera provisoria, que la ciencia es un texto construido, la pregunta casi inmediata sería sobre sus diferencias respecto a otras narraciones. Porque, acertadamente, Sokal se pregunta:

Si todos los discursos son sólo “historias” o “narraciones”, y si ninguno es más objetivo o verídico que el otro, entonces uno debe aceptar que los peores prejuicios sexistas o racistas, y las teorías socioeconómicas más reaccionarias son “igualmente válidas”, al menos como descripciones o análisis del mundo real ( Sokal, 1998: 209).

Para responder a Sokal, y en defensa del sentido común de su observación, la teoría literaria, y las ciencias sociales en general, tendrían que admitir que las naturales son un texto muy especial. Habría que aceptar el privilegio legitimador que tienen en la vida social y sobre las ciencias sociales. En el camino, el objetivo de Sokal contra las ciencias sociales se volvería hacia las ciencias naturales: “mostrar el sitio de donde provienen los medios que ciertos discursos han tomado para adquirir nombradía” ( Rivadulla Rodríguez, 1987: ix).

Lyotard sostiene que la ciencia se ha legitimado porque, a la sombra de la gran narración del Estado, ha parecido ser “por el pueblo y para el pueblo”, porque dice obedecer a sus propias reglas y también porque ha sido sostenida por un principio humanístico, completamente narrativo, ético, filosófico, histórico ( Lyotard, 1991: 31-32). Sin embargo, esta aseveración pudiera ser referida a otros ámbitos y parecería igualmente aceptable.

Pienso que las teorías sobre el texto tienen la clave para dilucidar el origen de la facultad legitimadora de las ciencias naturales. Un camino posible sería recurrir a la historia de su formación y contrastar, por ejemplo, el Tratado de gemas de Robert Boyle, primer estudio científico de esa rama del mundo mineral y un lapidario anterior a él  8 . Saltarían a la vista, antes que nada, los silencios, y respecto a toda aseveración que escape a la comprobación empírica, señalar “lo que se incluye y lo que se excluye o lo que recibe énfasis y lo que se relega en varios contextos es necesariamente susceptible de combinarse y contextualizarse de muchas maneras” (Desilet, 1999: 352). A cambio de este silencio o exclusión, las ciencias naturales lograron lo que la magia, la filosofía o el relativismo epistémico actual, otras narraciones, no han podido: transformar la materia de manera sistemática y predecible. Sokal repite una y otra vez que el empirismo distingue a las ciencias naturales (por ejemplo en Sokal, 1998: 196) pero, al reducir las disciplinas que las conforman a este hecho incuestionable, persiste en silenciar su lado “narrativo”. A pesar de sus esfuerzos analíticos, la escritura de Sokal sigue circunscrita a la estrategia de legitimación por el silencio.

Creo que en esos intersticios dejados por lo no comprobable o lo no deducible a partir del empirismo se suceden enunciados controversiales sobre el funcionamiento social de las ciencias naturales. Uno de ellos es el efecto, promesa o ilusión, cada vez más cuestionados, de que el control sobre la materia algún día dejará de ser parcial y temporal. El fundamento empírico esgrimido en tales casos es el de la predicción, que se construye como si fuera “un retrato de la naturaleza y no como una serie de leyes teóricas que proveen de instrumentos para predecir” (Jardine, 1997: 225).

Otro intersticio más se refiere al “tipo” de mundo que ha creado la ciencia fundamentalmente empírica y a la especulación a la que invita imaginar otros universos, siendo que la incidencia en la materia, sustento del empirismo, persiste. Aseveraciones como la de S. Weinberg contienen dicha tensión: “Si pensamos que las leyes científicas son lo suficientemente flexibles para ser afectadas por el entorno social de su descubrimiento, no faltaría quienes se sintieran tentados a presionar a los científicos para descubrir leyes que fuesen más proletarias, o feministas, o pro-yanquis, o arias, o cualquiera otra cosa que se les antojara” (Desilet, 1999: 15).

En similar tensión caen l as críticas feministas que acusan a las ciencias naturales de obedecer a valores “masculinos” por presentar al mundo como una gran guerra, donde el más fuerte se come al débil. Suponer que si las mujeres nos adueñáramos de la ciencia (o que la ciencia hubiese siempre sido “nuestra”) sería una ciencia no orientada hacia el control y/o la destrucción, es pre suponer que somos nutricias, libertarias y protectoras. Habría también que preguntarse si las mujeres pudiesen hacer una ciencia “femenina” en vista de que el mismo colectivo científico, el legitimado por su poder para ejercer efectos sobre la materia, es el encargado de su formación y, por mucho que contienda con otros colectivos de pensamiento, continúa defendiendo el fundamento empírico de la ciencia.

En tanto las ciencias sociales no admiten el poder de afectar la materia, el origen de la legitimación de las ciencias empíricas permanece agazapado tras la inmutabilidad de las “leyes naturales”. La concepción científica del cuerpo femenino como anómalo ha ido cambiando a partir no sólo del discurso emancipatorio de la mujer, sino también del reconocimiento de los efectos de la ciencia sobre el cuerpo. El libro de Mary Jacobus y colaboradoras, Body/Politics. Women and the discourses of science (Routledge, New York and London, 1990), iluminado por la doble admisión de la ciencia como empirismo y discurso, deja al descubierto el escudo de la objetividad en los ejemplos de defenestración que ponen Sokal o Hume para invalidar el aspecto narrativo. La protección de los ecosistemas también ha partido de la aceptación del empirismo para llegar a una orientación ética distinta de la práctica científica (Jardine, 1997: 224). Un escalofriante ejemplo de la ciencia como posibilidad de resistencia política es el que cuenta Rivadulla sobre Fleck. Dice que, estando prisionero en el campo de Auschwitz, “Fleck logró, dada la nula capacitación profesional del director del laboratorio, el médico Dr. Ding-Schuler, y en colaboración con los demás internos, llevar a cabo una importante operación de sabotaje consistente en la producción de unos 600 litros de vacuna inocua, con la que fueron inyectados unos 30.000 miembros de las SS” (Rivadulla Rodríguez, 1987: 36).

Otra táctica contigua para minimizar o incluso anular la cualidad narrativa de las ciencias empíricas consiste en destacar su afinidad con el método básico de inducción que permite distinguir las plantas venenosas de las comestibles o aceptar que hay formas comunes al pensamiento de un plomero y de un químico. Dice Sokal que esta afinidad tiene relación con

el hecho de que la sangre circula por nuestras venas, que la tierra es casi redonda y, que al nacer, salimos del vientre de nuestra madre. De hecho, el conocimiento más común en nuestras vidas diarias […] depende enteramente de la suposición de que nuestras percepciones no nos engañan sistemáticamente y de que son provocadas por objetos externos a nosotros que, de alguna manera, se parecen a dichas percepciones ( Sokal, 1998: 56).

Desafortunadamente, Sokal silencia, en nombre del sentido común, las arbitrariedades y muertes alrededor de los descubrimientos de la circulación de la sangre y del geocentrismo.

La escritura de las ciencias naturales, respaldada por su impacto en el mundo físico, silencia la incompetencia y el error para dar espacio a la eficiencia y a la tecnología, “el principio del desempeño óptimo” ( Lyotard, 1991: 44 y xxiv), extensión de los sentidos, por demás innecesaria para la práctica de la literatura o su teoría, puesto que ninguna de las dos produce tecnología. Este hecho no impide la eficiencia ensayística en las ciencias naturales, distinta de las composiciones “creativa” y “argumentativa”. Paradójicamente, la práctica de la “technical writing” provee las claves estilísticas para desarropar a la ciencia como un tipo de discurso ( Lyotard, 1991: 3) o desvelar, cual indica Lyotard, “las características de la forma asumida por el conocimiento científico en la sociedad contemporánea” ( Lyotard, 1991: 18. El énfasis es mío).

Dicha forma se logra mediante estrategias textuales, como la exclusión mutua de las ciencias naturales y las sociales, la apariencia de linealidad en el proceso cognoscitivo, la univocidad de los significados y la falsa neutralidad ideológica que, en distintas combinaciones, inciden sobre las ideas de método, objeto, hecho, historicidad y verdad.

Es casi lugar común decir que las ciencias exactas son distintas de las sociales debido a que la naturaleza es un referente estable y predecible, mientras que las ciencias sociales se ocupan de la “intuición, [de] lo desconocido”, como lo ha sostenido Chomsky (Barsky, 1996: s.p.). Una de las reflexiones que el asunto Sokal ha provocado es el cuestionamiento de dicha separación. Desilet, a base de las deducciones de Heidegger sobre Newton, reafirma que la aplicación de una ley a todos los cuerpos disuelve oposiciones como la “terrenal/celestial”. Su comentario apunta a la idea de que las ciencias naturales tienden, al igual que las sociales (en particular la teoría literaria), a la postulación de una teoría de las diferencias. La coincidencia “sugiere la posibilidad de una región de estudios en común” (Desilet, 1999: 352).

Contraria a esta observación es la de Ronald Shusterman (1998: 128-133), quien se queda atrapado en la asignación de los fenómenos “empíricamente comprobables” a las ciencias naturales y los “de la fantasía” a las sociales. Dice el autor que los estudiantes de las humanidades pueden perder el tiempo en comparar un cuervo con un escritorio, como lo han hecho A. I. Richards y Lewis Caroll, pero que los de ciencias no. Lamentablemente Shusterman parece desconocer que la ciencia ha perdido el tiempo con el descubrimiento de la estructura molecular, común a los cuervos y a los escritorios. No sólo la literatura y la teoría literaria, su parásito (a decir de Shusterman), sino también la ciencia pueden plantearse las mismas preguntas y así complementarse, como sugiere Desilet, sin olvidar que la ciencia pretende (y muchas veces logra) afectar la materia.

Una característica esencial de la forma del texto científico es su expresión ordenada y lógica. Fleck hizo notar que la escritura correspondía a la fase de legitimación, en la que se omiten las complejidades del proceso de observación y de cognición (Rivadulla Rodríguez, 1987: 46). De allí que las fases del método científico (básicamente observación, recopilación y ordenamiento de datos, experimentación, comprobación, síntesis y, eventualmente, enunciación de leyes) sean solamente “frases protocolares” lo que, en “technical writing”, corresponde al esquema de desarrollo del ensayo con pretensiones científicas.

Fleck atribuye la existencia de las frases protocolares a que el proceso de observación y la labor cognoscitiva constituyen una intrincada red de influencias que, agregaría yo, complicarían la afectación de la materia, fuente de legitimidad de la ciencia. Sokal, desde su colectivo científico, considera que “el pensamiento no lineal” es un término oscuro, seguramente porque su formación ha privilegiado sistemáticamente un orden textual que construye mundos igualmente armónicos. En lugar de buscar una interpretación a su opinión, Shusterman (1998: 129) tilda a Sokal de ignorante por desconocer el arte y la literatura donde hay lugar para mundos fragmentados y no lineales, cuando es él, Shusterman, quien no entiende que las ciencias naturales se relacionan con el mundo material para sobrevivir y la no-linealidad de, pongamos por caso, la narrativa de Diamela Eltit, no funciona para encontrar la perfección en los anteojos que ayudarían a un indígena a leer en su propia lengua, honrando a las demandas del posmodernismo para la sociedad.

Pareciera entonces que la expresión ordenada y lógica de la ciencia deja fuera justamente el dominio de la literatura y sus teorías: el lenguaje que intenta atrapar la imaginación, la percepción interior, las inferencias, los intereses y gustos personales, la variopinta influencia de la sociedad en un momento sociohistórico, el entimeme , la meta ficción como conciencia de las estrategias narrativas, el insight , lo intuitivo. Sin embargo, ha habido científicos como Rudolf Carnap que reconocen el valor cognitivo de la intuición. En una cita de Rivadulla se lee que “el sistema de constitución es una reconstrucción racional de toda la construcción de la realidad, que en el conocimiento se lleva a cabo de una forma predominantemente intuitiva”  9 .

Otra maniobra necesaria al texto científico es la fijación de un solo significado para cada término dentro de un sistema explicativo; univocidad recientemente “descubierta” en las ciencias físicas, según apunta Desilet. La diseminación de significados, válida para las ciencias sociales y, sobre todo, para la literatura, al ser sobrepuesta a las ciencias naturales descubre a un colectivo científico contenido en sí mismo, autosuficiente; “su inercia, su finitud semántica y su calcificación, la rigidez de sus límites, un campo que se legitima a sí mismo, y niega el permiso a cualquier desarrollo estilístico libre” (M. Bakhtin, “Discourse in the novel”, en Holquist, 1981: 344).

Nuevamente, la resistencia a la polisemia se explica por la intención de afectar sistemáticamente la materia dentro de parámetros que históricamente han funcionado para tal propósito. So pena de graves consecuencias, en las ciencias exactas no puede variar el significado construido y asignado a los nombres de las unidades de medida, por ejemplo.

Probablemente las acusaciones más insistentes que se lanzan contra la ciencia son su ineptitud o su inmoralidad, ya sea por la destrucción de la naturaleza o los experimentos de clonación de seres humanos. A su vez, los científicos alegan que su actividad no es buena ni mala. Para ellos, la deficiencia y la imperfección no están en la aplicación de las ciencias exactas —por lo regular fuera de su control— sino en las ciencias políticas y económicas  10 . A partir de la Revolución Industrial el texto científico ha excluido, o ha creído excluir, enunciados éticos o políticos arguyendo que sus prácticas son universalmente válidas (empíricamente, un centímetro mide lo mismo en Londres que en Nueva Delhi). Pero este no es más que otro silencio, ocasionalmente roto por algún científico y fuera del texto disciplinario  11 .

Fleck provee argumentos para explicar, de alguna manera, la persistencia de la idea de la neutralidad ideológica del texto científico, cuyos voceros más apasionados son los mismos practicantes de la ciencia. Dice Fleck que la formación de un colectivo de pensamiento requiere del entrenamiento sistemático de ciertas habilidades de observación que, por un lado, afinan la percepción de ciertas formas y sentidos y las encierran en unidades pero, por el otro, impiden la detección de formas contradictorias (Rivadulla Rodríguez, 1987: 50). El texto científico, legitimado por la capacidad empírica de afectar la materia, repito, retroalimenta, mediante la educación de las ciencias naturales, la convicción de que la axiología o la política no son ámbitos de su incumbencia hasta que sus estudiantes queden finalmente persuadidos de la pertinencia y superioridad de esta forma de pensamiento.

La exclusión mutua de las ciencias naturales y las sociales, la apariencia de linealidad en el proceso cognoscitivo, la univocidad de los significados y la pretendida neutralidad ideológica, en distintas combinaciones, inciden sobre las concepciones de método, objeto, hecho, historicidad y verdad, relacionándolas inevitablemente con el empirismo y el objetivo final de transformar la materia.

Pero las ciencias naturales no se presentan a sí mismas de ese modo. Históricamente se han creado un etos épico por contraposición al oscurantismo. Lyotard menciona que este ha sido otro modo de legitimar sus prácticas ( Lyotard, 1991: 27-28). Bajo este criterio, podría interpretarse la actitud crítica de Sokal como una nueva embestida de los científicos defensores de la virtud estilística de la precisión.

La autoridad de las ciencias exactas para salvaguardar cierto estilo proviene de dos factores principales. El primero es su predominancia histórica desde que Francis Bacon hizo corresponder una prosa clara y ordenada con las bases para las frases protocolares del método científico en Idols of the mind e incluso llegó a imaginar la división del quehacer científico en The new Atlantis , modo de escritura que legaría a los precursores de la Revolución Industrial, circunstancia social e histórica decisiva para la supremacía del discurso científico.

El segundo factor de autoridad es la llamada “opinión pública”, fuerza legitimadora que reconoce la facultad de las ciencias para afectar la materia. Las prácticas discursivas que excluye el texto científico suceden en otros tipos de textos.

La crítica central de Sokal contra algunos de los más importantes pensadores del posmodernismo es la omisión de los argumentos que los llevan a utilizar nomenclaturas provenientes de las ciencias naturales: “[Mi libro Fashionable nonsense ] critica la mistificación, el uso deliberado de un lenguaje oscuro, el pensamiento entimémico y el abuso de los conceptos científicos ” (Sokal, 1998: xi). Sokal está consciente de que las palabras son propiedad común: “debo hacer hincapié en que no critico a estos autores por utilizar la palabra “lineal” según sus propias ideas: la matemática no posee el monopolio de la palabra” ( Sokal, 1998: 144, n. 184) pero demanda, en el momento en que se pretende teorizar, explicitar los significados de los conceptos fundamentales del sistema propuesto. Su exigencia es entendible a partir de su colectivo de pensamiento, donde los significados univocales, un estilo libre de apreciaciones y el ideal de la comprobación empírica son norma de la buena ciencia: “Ninguna investigación […] puede progresar sobre una base conceptualmente confusa y radicalmente alejada de la evidencia empírica. […] Los discursos deliberadamente oscuros del posmodernismo, y la deshonestidad intelectual que generan, envenenan una parte de la vida intelectual y fortalecen el anti-intelectualismo superficial, ya de por sí muy extendido en el público en general” (Sokal, 1998: 203).

Jardine y Frasca-Spada denominan minima moralia al trasfondo ético que perciben en la crítica de Sokal . Su propuesta equivaldría a la cortesía elemental en una posible conversación entre los personajes de la “Guerra de las Ciencias”. Para que los colectivos científicos y los colectivos humanísticos pudieran intercambiar ideas sería necesario negociar previamente códigos comunes debido a que, como señala Fleck, cada colectivo de pensamiento tiene su modo de ver el mundo y las visiones ajenas no son percibidas o bien pueden parecer antitéticas. Insistimos en que, para el colectivo científico, un sistema de conceptos con significados únicos y explícitos, plasmado por escrito con la mayor claridad, es uno de los mínimos indispensables para el conocimiento y, en el momento de dialogar, esta sería una premisa.

Pero si revisáramos el devenir de la teoría literaria o la sociología del siglo veinte, notaríamos que la minima moralia pedida por Sokal solía ser el ideal de procedimiento de estas dos disciplinas. César González escribe claramente al respecto que “no es […] el uso de un método lo que hace científica una práctica, sino al contrario, lo que da carácter científico a un método es la problemática en la que se usa, es decir, la estructura formada por el objeto de conocimiento, los objetos teóricos (los conceptos) y la forma de tratar el objeto (el método)” (González , 1988: 102).

A este parangón de las ciencias exactas, González (1988: 30-31) agrega que la importación de terminología a las ciencias sociales ya se hacía desde los tiempos del formalismo y el positivismo. Incluso la transferencia de términos entre las disciplinas humanísticas requería de una justificación y el debido crédito. Contrariamente a la descalificación de Sokal por Shusterman: “probar que Lacan en realidad no entiende de topología, o que Kristeva aplica mal la teoría de conjuntos es saludable, pero no lleva muy lejos” (Shusterman, 1998: 127), las estimaciones de Sokal ponen en tela de juicio la historia reciente de la teoría literaria y su estado actual.

Tal vez resulte prematuro preguntarse si la teoría literaria, y las humanidades en general, deben seguir valiéndose de los métodos y la terminología de las ciencias naturales; si la incidencia en la materia, fuente de legitimación, ha de ser, tangencialmente, por reflejo, la aspiración ideal de las ciencias sociales. Podrían ponderarse por qué se teoriza sobre la escritura de la manera más complicada posible, teniendo en cuenta al círculo de iniciados únicamente y, en otras instancias textuales, los manuales de estilo siguen insistiendo en la escritura clara y ordenada —bastante apegada a las frases protocolares de las ciencias exactas— y en la utilización de la palabra ajena con argumentos y crédito para su autor o autores, como se puede apreciar, por ejemplo, en la condena al plagio: “en términos estrictos, es una ofensa moral y ética”, según la MLA (Gibaldi, 1999: 30).

Por parte de los científicos como Sokal tal vez convendría preguntarse por los silencios y, tal vez, por las amarras de su propia escritura, probablemente no para cambiarla porque qué práctica renuncia a ser hegemónica en la vida discursiva social sino, modestamente, para saber de sus alcances y limitaciones. Probablemente esa conciencia de la rigidez del modelo de escritura científica sea un principio de admisión de la ideología en la ciencia e, idealmente, de una modificación de la actividad misma.

La conciencia de la extrañeza entre colectivos de pensamiento distintos tal vez conduzca a discusiones más cautas entre las ciencias. Basta ya de negar la facultad de las ciencias naturales para afectar el mundo de la materia, pero también de pretender que la ciencia está ajena a la vida social. Con una linda figura a partir de la escritura, Paul Gross y Norman Levitt expresan la importancia de la ciencia natural para la vida humana:

Few serious thinkers about science, however, outside the camps of feminists and social constructivists, argue that the stable results of science, those that have been subject to empirical text over time and have survived, are not written in nature . Most know that whatever the underlying calligraphy, self-correcting science is the best translation of it we have (cit. en Jardine, 1997: 224).

Y, con toda sencillez, Charles Bazerman, un ingeniero editor de una serie de libros sobre teoría y práctica de la “escritura científica”, reconoce que la literatura y sus teorías tienen muchas historias que contarle a “la ciencia”:

We barely have an idea of how deeply our society is organized, enacted, and sustained upon knowledge that is produced, transmitted, and made materially consequential through acts of communication, particularly acts of written communication. Understanding the communicative life of knowledge, particulary disciplinary and professional knowledge with all its power and authority, is essential to understanding modern society. Yet we, […] engineers […], know this only in practice and not in our reflective theory or research (Introducción a Winsor, 1996: viii).

O tal vez convenga no tomar posición alguna, como Lyotard, para quien

resulta […] imposible juzgar la existencia o validez del conocimiento narrativo a partir de los presupuestos del conocimiento científico y viceversa [puesto que] sus criterios son diferentes [y lo único] que nos resta es contemplar en admiración la diversidad de especies discursivas, justo como hacemos con la diversidad de especies de plantas o animales ( Lyotard, 1991: 26).

 

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 1  Tuvo la idea de tomarle el pelo a Social Text después de leer Higher superstition: the academic left and its quarrels with science , de Paul Gross and Norman Levitt (Johns Hopkins, Baltimore, MD, 1994). Los vaivenes desatados son casi imposibles de seguir a la fecha (Jardine, 1997: 220) e innumerables ensayos sobre el asunto, e incontables reseñas sobre Fashionable nonsense. Postmodern intellectual's abuse of science , (libro que Sokal publicó en 1998 al lado de Jean Bricmont para abundar en algunas de sus ideas— son fácilmente asequibles en la Internet, en especial en la página dedicada al “Sokal affair”. Por lo regular, todo artículo menciona el origen de la disputa y, de acuerdo con la tesis central de cada autor, incluye un seguimiento de los ensayos pertinentes a cada línea argumentativa en particular.

 2  Ésta, y todas las traducciones del ensayo, son absoluta responsabilidad mía.

 3  Las ciencias que recurren a la narración sola no escapan al afán de legitimación, ante sí mismas y ante las que les rodean. Yo pondría en duda la aseveración de Jean-Françoise Lyotard de que “narrative knowledge does not give priority to the question of its own legitimation and […] it certifies itself in the pragmatics of its own transmission without having recourse to argumentation and proof” ( Lyotard, 1991: 27)). Si tal fuera el caso, los argumentos por considerar los estudios literarios como ciencia o los esfuerzos por mantener a las humanidades dentro de los presupuestos para la educación superior no tendrían razón de ser.

 4  Ejemplo de esfuerzos de este tipo es el de Shusterman, su autor citado, quien asevera la complementariedad entre la literatura y la ciencia porque ambas se influyen mutuamente al ser expresiones de “los valores, premisas y marcos intelectuales de una cultura” (Shusterman, 1998, p. 121).

 5  Irónicamente, Dawkins (1998) compara a los pensadores posmodernos con una “established bag of wind” y utiliza el exempla del nuevo traje del rey como comparación del estado de los estudios humanísticos, en particular los de la crítica literaria.

 6  En México, con mucha fortuna, a esos estudiantes se les ofrecen cursos de “Estrategias de lectura” y de “Lectura con propósitos específicos”. Al menos, así afinan sus capacidades receptoras de textos, se forman una idea del tipo de conversación que sostienen los científicos cercanos al poder y, eventualmente, se familiarizan el tipo de informe que les valga un “Premio Nacional de Ciencias” o un “Premio Reina Sofía”.

 7 Entstehung und Entwicklung einer wissenschaftlichen Tatsache. Einführung in die Lehre vom Denkstil und Denkkollektiv, (1935), Benno Schwabe & Co., Base. Reeditado en Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1980, pp. 54 y 85, respectivamente, cit. en Rivadulla Rodríguez, 1987: 43.

 8  Como pudiera ser el Gemmarius fidelius , or the faithful lapidary… , de Thomas Nicols, London: Henry Marsh, del año 1659.

 9  Rudolf Carnap, Der logische Aufbau der Welt (1928), 3a ed. 1966, Hamburg: Felix Meiner: 100, cit. en Rivadulla Rodríguez, 1987: 48.

 10  Esta opinión persiste incluso en las respuestas a Sokal. Jardine puntualmente señala que una cosa es el “relativismo de las verdades halladas por la ciencia [y otra] las declaraciones sobre la efectividad del poder y los prejuicios al definir los programas y las aplicaciones que de ella se hagan” (Jardine. 1997: 226).

 11  Las reacciones de indignación de Alfredo Nobel y Alberto Einstein al enterarse del mal uso de la dinamita y de la teoría de la reacción en cadena son legendarias.

  ReLingüística Aplicada no. 4