Las relaciones entre la ópera y el cine han dado de que hablar desde el ámbito de la música o incluso del llamado «séptimo arte». Ambas formas artísticas (la ópera y el cine) parecen dos términos demasiado cercanos. O demasiado lejanos. Cercanos porque nadie dudará de que lo que Wagner denominó «Gesammtkunstwerk» para referirse al «drama musical» (eufemismo para referirse a la ópera), es decir, el aglutinamiento de diversos lenguajes en uno solo, lo ha conseguido el cine. Lejanos porque, siendo el cine un arte de masas, puede verse apartado de las connotaciones elitistas que siempre han rodeado a la ópera. Con La flauta mágica (1974), Ingmar Bergman llegó a plantear un modelo a seguir para lo que ha venido a denominarse «ópera filmada», aunque el trabajo del cineasta sueco se acerca mucho más al ideal wagneriano, gracias al equilibrio entre la imagen y la música, fielmente representadas.
Much has been said about relationships between opera and cinema. Both terms seem too much close. Or perhaps, too much distant. Close, because nobody will doubt about Wagner's «Gesammtkunstwerk» concept, developed in order to speak about «musical drama» (euphemism referred to opera). That is to say, the pooling of different languages has been achieved by cinema. Distant, because, although cinema is a mass art, can be seen separated from elitist connotations that always have been surrounded opera. With The magic flute (1974), Ingmar Bergman created a model which has been denominated «filmed opera», although the work of the sweden director is closer to wagnerian model, thanks to equity between image and music, represented with fidelity.
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