UNA HABITACIÓN CON UNOS TIPOS INTENTANDO PENSAR
José Díaz Cuyás

 
 
“En aquella habitación había un grupo de tipos intentando pensar. La mayoría éramos prima donnas, y de vez en cuando dejábamos de pensar para intentar extraer un epigrama. Pero aún así, un grupo de tipos intentando pensar. Aún más difícil, estábamos intentando pensar en voz alta e intentando comunicarnos unos con otros, intentando poner en claro cosas que nunca habían sido aclaradas”


Gregory Bateson [1]



La Mesa Redonda de la Costa Oeste sobre Arte Moderno tuvo lugar en San Francisco el 8, 9 y 10 de abril de 1949. Se programaron tres sesiones para los dos primeros días; una cuarta sesión, fuera de programa, fue añadida el tercer día a petición de algunos participantes. La duración total del encuentro fue de nueve horas. La segunda sesión, previa invitación, estuvo abierta al público y a los miembros de la San Francisco Art Association; las otras tres fueron sesiones cerradas.

Todas las sesiones fueron transcritas por dos taquígrafos y grabadas, además, en cinta magnetofónica. La trascripción mecanografiada fue corregida con posterioridad y aprobada por cada participante.

Se organizó una exposición con motivo del evento que fue exhibida, al mismo tiempo, en el San Francisco Museum of Modern Art, donde tuvieron lugar los encuentros.

Se hizo previamente un juego de reproducciones fotográficas de (las) obras de esta exposición y se envió a los miembros del simposium como referencia preliminar. Durante el debate hubo cuestiones ilustradas, de vez en cuando, por ejemplos de la exposición. Sin embargo, al principio se decidió que una prolongada dedicación al análisis de las obras de arte específicas enfatizaría las preferencias e idiosincrasias individuales a expensas de ideas con posibilidades de mayor y más profunda implicación.

La Mesa Redonda y su exposición fue organizada por Douglas MacAgy, entonces director de la Escuela de Bellas Artes de California.

El objeto de la Mesa Redonda era ofrecer una representación de las opiniones mejor informadas en ese tiempo para abordar cuestiones sobre el arte de hoy.

Nunca se propuso ni se deseó un conjunto ordenado de conclusiones como resultado del congreso. Más bien, se esperaba avanzar en la exposición de supuestos ocultos, en la eliminación de ideas obsoletas y en la formulación de nuevas preguntas.”

De este modo describía Douglas MacAgy, su organizador, el evento que tuvo lugar en el Museo de Arte Moderno de San Francisco en la versión resumida que preparó para el libro coordinado por Robert Motherwell y Ad Reinhardt en 1950, Modern Artists in America[2]. Como el propio MacAgy indicaba en la presentación a su cuidada selección, ésta pretendía ofrecer los fragmentos más significativos de las intervenciones de los ponentes, pero, en su conjunto, el texto no suponía más de “aproximadamente el 18% del número total de palabras del original”. Su objetivo era ofrecer un balance general de los temas tratados, así como una “representación equitativa de las contribuciones individuales a cada tema”. A partir de estos presupuestos decidió agrupar el material del coloquio por temas, lo que debía contribuir, además, a facilitar su manejo para aquellos “autores que pudieran desear hacer comentarios acerca del simposium”. El proyecto inicial era publicar a continuación la transcripción completa de las sesiones, unos 200 folios mecanografiados, junto a las actas de un simposium anterior que le había servido tanto de modelo como de acicate, la Life Round Table on Modern Art, organizada por la revista Life en el MOMA el 11 de octubre de 1948. Por algún motivo la edición conjunta de las dos mesas no llegó a consolidarse, de modo que cuando, al poco tiempo, MacAgy abandonó su cargo como Director de la Escuela de Bellas Artes de California, la publicación de todo el material recogido sobre la MR debió quedar pospuesta de forma definitiva[3]. Lo cierto es que aparte de la citada edición para Modern Artist lo único que llegó a publicarse en la época sobre la MR fueron dos reseñas ilustradas, de un carácter marcadamente divulgativo, para las revistas Look y para Sfaa, la revista de la San Francisco Art Association [4].

Ya en la década de los noventa, como contribución a la bibliografía reciente producida en torno a la figura de Duchamp, Clearwater realizó una nueva edición de aquellas actas. Su objetivo, en este caso, no era ofrecer una segunda versión abreviada del simposium sino hacer un compendio de las intervenciones realizadas, de manera exclusiva, por el artista francés. Esta edición de los noventa es, desde este punto de vista, el precedente directo de la versión que aquí presentamos. Ha sido su precedente pero no ha sido su modelo. Nuestra edición difiere considerablemente de la suya en cuanto a su planteamiento y, en consecuencia, también lo hace en cuanto a la literalidad del texto final. Pese a que Clearwater considera que sus “extractos incluyen la totalidad de las declaraciones sustantivas de Duchamp”, parece obvio que en una transcripción textual de una conversación oral lo que sea o no sustantivo debe resultar bastante más difícil de delimitar, si cabe, de lo que lo sería en un texto escrito[5].

En el acto conversacional una sencilla afirmación o negación a propósito de lo que otros están diciendo, puede resultar, tanto o más significativa que una respuesta mejor articulada pero añadida con posterioridad. Este es un aspecto de la conversación que nos parece ineludible para entender de qué se habla cuando, como se verá, la sagacidad de los interlocutores les lleva a matizar y a reformular de manera constante las afirmaciones de cada cual. Pero incluso obviando el sentido con el que dota el contexto a determinada afirmación habría, también, un contenido significativo nada desdeñable en la diferencia entre aquello que uno dice arrastrado por la corriente de la conversación y aquello que, detenida y meditadamente, quiere dejar por escrito. Desde este punto de vista, también las correcciones y las tachaduras, lo que queda borrado y añadido al sobrescribir el texto “original”, puede resultar tan significativo, e incluso más significativo, que una afirmación más elaborada. Si a todo ello sumamos la circunstancia de que el texto original mecanografiado, del que han partido todas las ediciones de la MR, permanece todavía en estado de “borrador”, pendiente de una “corrección” definitiva –es decir, que en él se produce un cierto margen de indecisión debido a las erratas y errores, así como a las tachaduras y añadidos–, no tendremos dificultad en admitir que lo “sustantivo” de las intervenciones de Duchamp puedan diferir tanto literalmente en una y otra versión.



....Vista de la Mesa Redonda sobre Arte Moderno organizada
....por la revista Life en el MOMA, en 1948.
 


De lo que se trata aquí, en definitiva, no es tanto de enumerar la serie completa de las “declaraciones” de uno de los participantes como de registrar, en lo posible, las líneas y tonos de la conversación dialogada en que aquellas se produjeron. Todas estas precauciones nos parecen pertinentes a la hora de abordar, en concreto, las intervenciones de Duchamp. Fue el propio artista quien en una carta dirigida a MacAgy con motivo de la corrección de las actas calificaba sus intervenciones en la MR como “erráticas”[6]. Sin duda, así debieron parecerle en verdad por cuanto sus declaraciones originales fueron tachadas y reelaboradas a posteriori de manera ostensible. En nuestro caso, hemos optado por mostrar esta condición, en ocasiones, dubitativa del discurso duchampiano señalando sus arrepentimientos, sus tachaduras y correcciones, en lugar de pretender “arroparlos” en una edición confortable y supuestamente coherente. Si resulta una obviedad que los arrepentimientos significan, no resulta tan sencillo ponderar el valor de ese carácter “errático” en lo que se dice, uno puede no acertar ha decir algo bien porque está amagando que no sabe lo que dice, bien porque se está esforzando en expresar algo difícil de sustantivar. De lo que no nos cabe ninguna duda es de que si alguien exige hoy un lector atento a sus dificultades para explicarse ese es, precisamente, el artista francés. Sería ocioso buscar otras “declaraciones” en el arte contemporáneo que como las suyas hayan provocado tal exceso interpretativo, una sobre–interpretación que ha dado pábulo, en buena medida, a algunos de los tópicos de legitimación más tercos y persistentes de las prácticas artísticas recientes. Léanse si no las vacilaciones del supuesto inspirador de un nuevo arte de las ideas o, mejor dicho, de la reducción de estas a conceptos, al intentar evitar que su concepto de lo retiniano fuera malinterpretado por sus contertulios. Habrá todavía quien crea entender con claridad el sentido de tan enigmático término aplicado a la pintura, pero, no está de más constatar las dificultades del propio Duchamp para definirlo con precisión en un debate entre entendidos. El lector juzgará lo que estime conveniente, pero antes quisiéramos hacer algunas puntualizaciones sobre la situación en que se desarrolló la Mesa y sobre la del propio Duchamp en el año 1949.

En primer lugar queremos hacer alusión a la naturaleza de la reunión. Tras leer la descripción de MacAgy salta a la vista que esta no fue una mesa redonda en el sentido habitual que hoy solemos darle. Bajo ese epígrafe solemos aludir, con independencia del brillo de los participantes, a un tipo de eventos culturales, cercanos a la tertulia cultural, que se caracterizan por su informalidad programática y por la escasa ambición de sus objetivos. No es este el caso que nos ocupa. La seriedad de su planteamiento viene confirmada por el programa marcado: tres sesiones de debate –a la que se añadió una cuarta y de las que sólo una contaba con público– sobre temas establecidos a priori, entre un grupo de nueve personas que ostentaban un alto grado de representatividad respecto a su campo cultural de procedencia. Es suficiente con revisar la lista de participantes para comprobar lo atinado del comentario de Bateson al calificar la mesa como una reunión de “prima donas”, eso eran, en efecto, cada uno en su especialidad. Todos ellos dispusieron de un material previo para preparar sus intervenciones; de un lado, se les había remitido un listado detallado de los temas a debatir; de otro, les fueron enviadas un conjunto de láminas fotograficas que reproducían las obras que iban a formar parte de la exposición sobre arte contemporáneo que había sido programada para servir de referencia al simposium.

Esta seriedad venía motivada, en buena medida, por el carácter de servicio con que MacAgy había concebido la reunión. Para él la mesa respondía a una oportunidad histórica muy concreta, la de dar la réplica al simposium organizado por  Life y en última instancia, como veremos, la de aprovechar el interés mediático que éste había despertado para defender las posiciones del arte contemporáneo frente a los tópicos con los que se le criticaba desde algunos círculos culturales e institucionales. Había, por tanto, un cierto carácter de urgencia en los preparativos del encuentro.

Según indicaba la propia revista[7], el simposium sobre arte moderno era la segunda Round Table que  Life había organizado para sus lectores en aquel año 48, el esquema de esta segunda mesa era continuación del establecido por la primera, celebrada unos meses antes, el 12 de julio, con el sugerente título de La Búsqueda de la Felicidad. Los propios redactores de la revista quedaron sorprendidos de que el interés de sus subscrictores por el arte moderno fuera mayor del que mostraron por la felicidad [8]. Si  Life pretendía erigirse en portavoz de las esperanzas e inquietudes del hombre medio americano, sin duda la elección del tema fue un acierto: “Mesa Redonda sobre Arte Moderno: quince distinguidos críticos y expertos emprenden la clarificación del extraño arte de hoy”. Extraño. Cabría preguntarse qué era lo que pretendía la editorial poner en claro, si los argumentos de los “connoisseurs” o, más bien, la incapacidad de estos para llegar a acuerdos “claros” entre ellos. “Con vistas al debate el moderador tomó la posición del ‘profano corriente’ que está interesado, de manera inteligente, en la pintura”[9]. De este modo explicaba Russell W. Davenport su posición en un debate que, con independencia del alto nivel de algunos de sus participantes, tenía su auténtico leit motiv, como él mismo explicaba en su introducción, en los problemas de la “gente” con ese arte cuyas “dos características particulares” con respecto a la “pintura convencional” serían la del ser “difícil de entender” y la de ser “feo o extraño”.

Cuando se compara el arte de hoy con el de otras épocas no podemos omitir, nos dice Davenport en su editorial, el hacernos la siguiente pregunta: “¿Cómo puede una gran civilización como la nuestra continuar floreciendo sin la influencia armónica de un arte vivo que sea comprendido y celebrado por el gran público?”. Para dirimir esta cuestión la mesa fue dividida de manera equitativa entre reconocidos defensores y manifiestos detractores del arte contemporáneo. De un lado, Meyer Schapiro y Clement Greenberg, por ejemplo, figuraban entre los partidarios de lo extraño, mientras que, de otro, Francis Henry Taylor –director del Metropolitan– o Aldous Huxley lo hacían entre sus adversarios [10]. Entre todos debían intentar ofrecer algo de luz a este problema histórico que  Life, por medio de su moderador, les puso sobre la mesa en los siguientes términos:

 “El arte moderno, considerado como una totalidad, constituye una evolución buena o mala? Es decir, se trata de algo que la gente responsable puede apoyar o que debe omitir como una fase cultural menor y transitoria?[11]

Como es lógico no se alcanzó ninguna respuesta unánime a esta pregunta total, es más si se hubiera prescindido de su alcance holístico era previsible que siquiera se hubiera llegado a un acuerdo, aunque fuera por bandos, sobre en qué consistía eso del arte moderno. El tema de fondo se puso de manifiesto con “claridad” cuando la conversación pasó a centrarse en los “jóvenes extremistas americanos”. En su redacción el moderador, consecuente con su papel de observador ignorante, realiza en ese momento la siguiente reflexión: “si un profano típico hubiera estado presente” habría llegado seguramente a la conclusión de que todo aquello era un buen ejemplo “de la vaguedad y subjetividad de la mayor parte de la crítica de arte contemporánea”. Cuando los panelistas dieron su opinión sobre las obras allí presentes pertenecientes a la última generación de artistas neoyorquinos, lo más sorprendente fue la “completa descomposición de las caprichosas actitudes que en la mayoría de las otras cuestiones habían dividido la Mesa Redonda, con más o menos claridad, en moderados y entusiastas del arte moderno. Contemplando estos cuadros, los entusiastas discreparon entre ellos, así como los moderados.”[12]

En efecto, la conclusión que de todo ello podría sacar un profano apelaba al sentido común, y de eso, precisamente, se trataba. Davenport por su parte, en sintonía con la línea editorial de la revista, concluirá con satisfecha ecuanimidad señalando al profano un decálogo de cuatro puntos en el que si, de un lado, se le aconseja “no condenar un cuadro sólo por ser incapaz de identificar su tema en su experiencia ordinaria”, de otro se le pone en guardia contra el supuesto de “que un cuadro que sea identificable en la experiencia ordinaria no sea bueno”[13]. La apelación a la responsabilidad democrática en las artes tenía una significado muy concreto en aquel ambiente artístico neoyorkino de postguerra, orgulloso de la herencia de las vanguardias europeas, en especial, de la del surrealismo, e iluminado por una versión modernizada del viejo mito romántico de la autoexpresión del hombre libre.

 

Douglas Macagy dirigiéndose a los contertulios durante la inauguración de las sesiones. A la izquierda se encuentra George Boas; a la derecha Kenneth Burke.




.... Lo cierto es que el resultado mediático de aquella iniciativa de  Life fue todo un éxito, con la contrapartida, claro está, de la indignación generalizada entre los afectos al arte contemporáneo. En cualquier caso, orgullosos de su triunfo los editores de la revista ofrecieron generosamente su apoyo a cualquier iniciativa similar. MacAgy, por aquel entonces un joven director de una escuela local de Bellas Artes, recogió el testigo y se apresuró a escribir a Davenport en enero del 49 para solicitarle su ayuda en la elaboración de un segundo simposium. El evento sería organizado desde la Art Association de San Francisco, vinculada tanto a la Escuela como al Museo de Arte Moderno de la ciudad, de manera que se podría hacer uso del espacio del Museo para el encuentro y, al tiempo, para la exposición que iba a acompañarlo. Desde sus distintos cargos tanto Douglas MacAgy como su esposa, Jermayne MacAgy, se habían destacado por su compromiso en la divulgación del arte moderno y, de manera muy especial, en la difusión de aquellos “jóvenes extremistas americanos” que tanta polémica estaban generando entre los entendidos[14]. Su intención era valerse del interés público despertado por  Life para realizar, aprovechando su impulso, un segundo gran simposium que diera cumplida respuesta a las conclusiones del primero.

Para MacAgy, con buen sentido, la clave para el éxito de este cometido dependía de la elección del moderador. Debía tratarse de una figura de prestigio que fuera, a su vez, buen conocedor del arte moderno. La elección, desde este punto de vista, no pudo resultar más acertada: George Boas era Catedrático de Filosofía en Hopkins, editor desde el año 1945 del Journal of the History of Ideas y trustee del Baltimore Museum of Art. Boas simpatizó desde un primer momento con las intenciones de MacAgy con quien colaboró estrechamente en la preparación y planificación de las sesiones[15]. La segunda decisión importante de MacAgy se debió al consejo directo de Meyer Schapiro quien, tras su experiencia en la mesa de  Life, estaba persuadido de la conveniencia de la participación de artistas en este tipo de eventos[16]. Por lo que respecta a la composición de la mesa en esta oportunidad no se iba a buscar un democrático equilibro entre defensores y detractores, de lo que se trataba era, precisamente, de que artistas, críticos y museólogos en activo, defensores confesos del arte moderno –el caso excéntrico de F. LL.Wright sería aquí la excepción– expusieran sus valoraciones obviando la presencia del ignorante –aunque, como se verá, éste fuera también aquí el invitado de piedra–[17].

De otra parte, su conexión con el simposium celebrado en el Este se manifestaba incluso en la utilización de una localización opuesta para designarlo, de la Costa Oeste. Como aquel, también éste se valió de la presencia concreta de una serie de cuadros que debían servir de anclaje a las previsibles generalizaciones. La exposición de McAgy , con una clara vocación “ejemplar”, estaba compuesta, en parte, por alguno de aquellos cuadros que figuraban en la mesa de  Life y que el MOMA aceptó ceder en préstamo, pero el grueso de la exposición estaba compuesta por obras pertenecientes a coleccionistas afincados en la zona (apéndice A). Los panelistas disponían en la mesa de los cuadros expuestos reproducidos en láminas a las que aludían con frecuencia buscando “demostrar” sus argumentos. En la exposición destaca la ausencia del arte soviético y la excesiva presencia del surrealismo, un rasgo característico de la recepción americana de las vanguardias europeas, pero, en términos generales, el resultado era representativo de las distintas tendencias de lo que por entonces se entendía como más característico de los “movimientos” modernos. De hecho, habría bastado con la magnífica colección de los Arensberg, con sus selectas piezas de Matisse, Duchamp, Mondrian, De Chirico, Picasso, Brancusi, etc., para mostrar de manera ejemplar lo moderno en pintura.

Por lo que respecta a la selección de participantes resulta manifiesto el empeño del organizador por ofrecer un abanico lo más representativo posible de los diferentes ámbitos, teóricos, institucionales y artísticos, de la época. Por lo que respecta a Duchamp, el hecho de ser el artista predilecto de los Arensberg debió jugar algún papel en su inclusión en aquella mesa. En un primer momento MacAgy no lo había incluido en su lista de invitados y, en aquellos años, no podía decirse de él que fuera, precisamente, la figura más representativa del ambiente artístico neoyorquino. Por entonces Duchamp era, sin duda, una personalidad respetada y admirada en los cenáculos de artistas y de profesionales del arte moderno, pero mantenía una presencia discreta y muy distante frente a todo aquel mundo en constante agitación. Lo cierto es que su actividad publica había disminuido, por entonces, de manera considerable, su incidencia era escasa y cuando alguien reclamaba su presencia debía hacerlo, sobre todo, pensando en su valor histórico. Otro tanto ocurría con el gran público, también para el imaginario americano seguía siendo aquel joven provocador que había conmocionado la escena artística con su famoso Desnudo bajando una escalera y sus actitudes iconoclastas[18]. Por el contrario, el que sí empezaba a ejercer como maestro de ceremonias en la escena artística americana era aquel joven crítico que había participado en la mesa anterior de  Life, Clement Greenberg, erigido en portavoz de la nueva generación y cuyo desinterés por la obra de Duchamp resultaba proverbial[19].

Sea como fuere, Duchamp fue invitado y su presencia ejerció una influencia manifiesta en el desarrollo del diálogo. Pese a que sus intervenciones no son, en absoluto, las más extensas ni las más numerosas, sus argumentos principales actuaron como catalizadores a lo largo de la conversación. Es lo que ocurre, de una forma evidente, en la primera sesión. Durante los preparativos del simposium, Duchamp le había propuesto a MacAgy ampliar las cuestiones a debatir e introducir un nuevo y significativo tema “Arte para Todos o arte para Pocos”[20]. Cabe imaginar que esta debió parecerle una de las primeras cuestiones que debía ser discutida a la vista de las conclusiones del simposium de  Life. En este sentido, las declaraciones de Schönberg son, sin duda, las más categóricas (sólo hay arte para pocos), pero también cabe deducir de las que realizara Duchamp que estaba apuntando, si bien de una manera más mediata, en la misma dirección. Debió llevar bien elaborada la intervención con que abre el simposium en la que defiende la especificidad de la experiencia estética y que le sirve para introducir uno de los conceptos más controvertidos de toda la conversación, el de “eco estético”. Según esta categoría, la experiencia estética no descansaría en el gusto, sino en una suerte de eco que sólo unos pocos –artistas o espectadores– pueden provocar gracias a una cualidad innata. El gusto de cada uno, mejor o peor, formaría parte de los hábitos culturales y estaría determinado históricamente, el eco, por el contrario, no dependería de los hábitos culturales, ni estaría determinado, históricamente, por la costumbre. El argumento podría ser desarrollado como sigue: el gusto sería, en una escala gradual, la expresión en un colectivo de una voluntad habitual u ordinaria que puede ser aprendida por la voluntad consciente de sus miembros, mientras que el eco, la experiencia estética auténtica para Duchamp, sería la expresión en un colectivo de una voluntad no habitual u ordinaria, de una voluntad extraordinaria por tanto, y que no puede, por ello, ser aprendida de manera gradual por la voluntad consciente de los miembros de ese colectivo. La experiencia artística, según este postulado, no sería el producto de la interiorización de hábitos, ni de la conciencia subjetiva. Aquí, quizás mejor que en otros lugares, se pone de manifiesto que la “indiferencia” –del gusto– duchampiana tiene su correlato, lógico y necesario, en una concepción “extática” de la experiencia estética: lo propio del arte como práctica colectiva sería, al igual que ocurre en el amor y los cultos sagrados –son sus ejemplos–, bien provocar un cambio de estado individual, bien afirmar un estado individual no ordinario.

La imagen del eco habla, a gritos, del desvanecimiento de la sustancia del sujeto en ese movimiento involuntario de retorno que hace posible la experiencia de la obra. En ella se dan cita los tres elementos que considera constitutivos de una obra: por un lado, el arte, que sería aquí el lugar físico que hace posible la resonancia, por otro, el artista acompañado del espectador–posteridad, que serían aquí aquellos que ponen algo que les es devuelto, en el acto creativo–receptivo, de nuevo. Este es el motivo por el que sólo unos pocos entre el público, aquellos que ponen algo, puedan percibir –hacer resonar– el “eco” y que, a su vez, éste sólo pueda oírse a través de ellos[21].

El concepto de eco estético no será una novedad para aquellos conocedores de la peculiar estética de la recepción expuesta por Duchamp en diferentes oportunidades. Los argumentos que desarrolla en este debate son los que darán píe a los que formule, unos años después, en su famosa ponencia sobre “El Acto Creativo”[22]. Sin embargo, en pocas ocasiones, como ocurre en este diálogo, se vio comprometido, de una manera cordial, pero también con perspicacia inquisitiva, a explicar con extensión su posición teórica. Durante su juventud había desarrollado una especial intuición para evidenciar las contradicciones y fisuras de los presupuestos teóricos de la pintura moderna, pero ahora, pasados los sesenta años, ya no le correspondía el papel de enfant terrible entre sus correligionarios vanguardistas. Tampoco le correspondía, todavía, acomodarse a su “glorificación” artística a manos de las nuevas generaciones de jóvenes seducidos por el carácter “premonitorio” de sus “propuestas”. El Duchamp de las conversaciones con Cabanne, por ejemplo, como siempre brillante, inteligente y discreto, se sabe ya heredero de sí mismo, lo que de manera inevitable le lleva a ejercer como mensajero de un credo que sabe victorioso, de aquí ciertos guiños o “actualizaciones” en las declaraciones de sus últimos años que delatan una comprensible y legítima autocomplaciencia. El de 1949 es un artista adulto, relativamente aislado, en uno de sus periodos más inactivos –por mucho que maticemos el concepto “actividad”–, comprometido con los infructuosos intentos de Breton y sus camaradas por mantener al surrealismo como línea directriz del movimiento moderno y que, con independencia de su pleno reconocimiento histórico, despierta poco entusiasmo entre los nuevos pintores americanos.

Sus oyentes, por su parte, son personas abiertas a las nuevas expresiones artísticas pero con una sólida base académica que les ayuda a relativizar los encantos de lo nuevo. En Estados Unidos, en ese momento, habría sido difícil encontrar a alguien más capacitado para hablar del sentido de la magia desde el punto de vista de la antropología que Bateson, o del concepto de lo primitivo desde la historia de las ideas que Boas, o de la función de la crítica desde la teoría literaria que Burke[23].

Por lo que se deduce del texto, Duchamp debió acudir a la reunión con dos ideas básicas: la defensa de un elitismo emocional mediante el concepto de eco estético (el arte no puede –por su naturaleza– ser para todos) y la defensa exclusiva de la escuela surrealista mediante su noción de lo retiniano (sólo ellos harían un arte con materia gris). A parte de estos dos argumentos, a contrapelo de las últimas corrientes de opinión y de las prácticas de la época, no da la impresión de que concurriera con otros temas prioritarios que plantear. Por lo que se deduce de su correspondencia inicial con MacAgy, en un primer momento estaba más interesado en el viaje en sí, en el posible encuentro con viejos amigos que se habían trasladado a la Costa Oeste, que en el motivo del mismo. Hasta cierto punto la intensidad y, en algunos momentos, la tensión alcanzada en el debate –sin duda, también fuera de él– durante aquellos tres días debió ser de algo inesperado. Pero es, precisamente, esta actitud “relajada” con la que afronta el encuentro –frente a la diligente “militancia” de MacAgy y otros participantes– y el hecho de que se viera forzado a argumentar en público más allá de lo que tenía por costumbre lo que convierte este simposium en un material privilegiado para conocer los meandros su pensamiento artístico.

Para finalizar, tres anotaciones de actualidad jugando de ventaja con tiempo transcurrido. A los duchampianos de manual les sorprenderá encontrar aquí a un artista tan “emotivo”: niega con rotundidad la posibilidad de definir o describir de forma satisfactoria el arte porque si este es cuestión de emociones, estas no son “conceptualizables”; separa radicalmente el sentido de la obra de su interpretación crítica porque esta última supone siempre una “traducción intelectual” de las emociones; niega, en consecuencia, toda posibilidad de una traslación de la emoción visual al texto escrito o, dicho de otra manera, la reducción de una obra a sus enunciados lingüísticos; propugna, en definitiva, una experiencia estética superior, la propiciada por el eco estético, que no sólo no minusvalora la experiencia de los sentidos frente a un supuesto significado “conceptual”, sino que se circunscribe y actúa en el ámbito de la fisiología “afectiva” o “emocional”[24]. Ironías de la historia, nada más ajeno a este Duchamp que ese arte de los “conceptos” abstractos del que se supone inspirador, en especial, de todas esas obras literal, ingenuamente “autoenunciativas” que duermen su autoconciencia en nuestros museos.

Puede que haya quien se sorprenda de encontrar también aquí a un artista tan “idealista”: la obra de arte auténtica preexiste a su realización, “hay que sacarla”, dice, de lo que se deduce que su éxito como obra no puede depender de un simple acuerdo convencional entre quien la hace y quien la recibe, entre el artista y el espectador–posteridad (lo que no es contradictorio, en absoluto, con la “participación” del espectador en el “acto creativo” si partimos de la base de que para Duchamp aquello que se participan espectador y artista sería, precisamente, su perplejidad ante los sentidos de la obra)[25]. Otra ironía, nada más ajeno a este Duchamp que la obra como transmisora de mensajes; es obvio que lo esencial de la obra no puede residir en la comunicación de ideas –en ningún caso, por descartado, en las ideas del artista, sean estas políticas o las que fueren– si aceptamos con todas sus consecuencias el origen misterioso e involuntario de la misma. Dicho de la manera más burda, desde la posición de Duchamp una obra que se “entienda” –con independencia de la bondad de su mensaje– no merecería la pena ser creada.

 


...Marcel Duchamp con Gregory Bateson.




.... A nadie debería sorprender encontrar aquí, en definitiva, una artista tan “antidemocrático”: mantiene una aristocrática nostalgia de los tiempos en que unos pocos entendidos, como los matemáticos –o los ajedrecistas– de entonces, pergeñaban jugadas cada vez más sutiles y sofisticadas con absoluta indiferencia de su efecto sobre la opinión pública y profana. La democracia, viene a decir, es la culpable de la introducción y el dominio de los valores mercantiles, espurios, sobre los artísticos, de lo que no cabría deducir, para Duchamp, que estos valores supongan una apertura o enriquecimiento del juego del arte sino su debilitamiento y empobrecimiento[26]. Una última ironía, nada más ajeno a este Duchamp, escandalizado, en el año 49, por la inversión especulativa en valores artísticos, que la actitud cínica de buena parte de los que han reclamado su herencia mientras auspiciaban la “democratización” del arte moderno[27].

 La crítica radical que establece aquí –como en otros lugares– al arbitrio del gusto por estar circunscrito al ámbito de las sensaciones y por ser una interiorización de las costumbres apunta, por su propia lógica, a la posibilidad de una experiencia estética no subjetiva y propiciadora de un estado individual extraordinario. Cuando se empeña en alcanzar la neutralización del gusto lo hace porque éste constituye una forma subjetivada del hábito social, una subjetivación que, cabe deducir, entorpece el paso de lo que denomina sujeto dominante a sujeto receptivo. Su negación del gusto propio apunta, es lógico, en la misma dirección que su negación del artista como sujeto creador. Es contra la subjetividad moderna y no como contra la cosa, contra la obra como cosa –que no equivale aquí a objeto–, contra quien ha dirigido Duchamp sus vitriolos más corrosivos –por otra parte, por qué iba un artista a negar la cosa de su arte–. Por todo ello no deja de ser un cómico malentendido que quien estableciera un juego tan sutil de fintas a la subjetividad moderna, quien abogara por una ascesis artística de carácter extático, propia de unos pocos iniciados, pueda aparecer hoy como uno de los principales inductores de la “democratización” del arte.

 La desvalorización duchampiana del gusto propio, si ello fuera posible, presupone una actitud crítica hacia toda formulación cultural del gusto, ya sea esta elitista o masiva y popular, pero esto no le lleva a proponer la adscripción a un nihilismo del gusto como coartada para un abandono reverencial a las corrientes actuales del gusto. Se puede estar o no de acuerdo con Duchamp en su idea del arte como experiencia extática, como cosa extraordinaria, o si se quiere como un medio, entre otros, con el que inducir transformaciones o transportes en el sujeto, pero de lo que no cabe duda es de lo que ocurre cuando semejante idea no es llevada, con rigor, a su momento crítico, lo que ocurre en cualquier ámbito cuando empiezan a surgir los profetas del éxtasis colectivo, las prédicas del “éxtasis para todos” o de “a cada uno sus cinco minutos de éxtasis”. Se mire como se mire la “democratización” –del gusto, de la producción o del “acceso” a las obras– en la institución arte no puede significar otra cosa que la celebración de la fuente donde tiene su origen aquello que se trataba de burlar, la subjetividad moderna, o dicho en términos duchampianos, la conversión del arte en una actividad ordinaria y habitual, o sea, en la negación de lo extraordinario[28].



[1] En carta de Bateson a Charlotte Devree del 8 de septiembre de 1949. Esta carta, como el resto del material que aquí reproducimos, incluyendo las actas con las transcripciones de la Mesa Redonda de la Costa Oeste sobre Arte Moderno (a partir de aquí MR), la correspondencia sobre el evento, notas de prensa y borradores de uso interno, material fotográfico, etc., están ampliamente documentados en los San Francisco Art Asociation Papers, depositados en forma de microfilm en los Archives of American Art, Smithsonian Institution, Washington, D.C., concretamente en los rollos nº 2431–2433 (a partir de aquí AAA).

Quiero agradecer, de manera muy especial, a Caroline Weaver, del servicio de consulta del Archives of American Art, Smithsonian Institution, su generosa colaboración, así como aa Jeff Gunderson, bibliotecario del San Francisco Art Institute, y a Teresa Rodríguez Blázquez, del servicio de intercambio de la Biblioteca de la Universidad de La Laguna.

[2] MOTHERWELL, R.; REINHARDT, A.: Modern Artist in America, Nueva York: Wittenborn Schultz, 1951.

En nota preliminar los autores nos indican que esta publicación de “documentación bianual del Arte en Estados Unidos” no se siente concernida con todo el arte contemporáneo, sino específicamente con el “moderno”, lo que “implica una antología que es a un tiempo crítica y selectiva”. En el libro se recogieron, de manera significativa, dos amplios debates, en primer lugar el “Artist’s Sessions at Studio 35”, editado por Robert Goodnough y que recogía las opiniones de las figuras más destacadas de la escuela de Nueva York, con Motherwell y Reinhardt entre los contertulios y, en segundo lugar, la Mesa Redonda editada por Douglas MacAgy.

[3] MacAgy se había trasladado a San Francisco para trabajar como coordinador de exposiciones en el Museo de Arte Moderno de la ciudad, con posterioridad aceptó hacerse cargo de la dirección de su Escuela de Bellas Artes, puesto en el que se mantuvo desde 1945 a 1950.

[4] «Modern Art Argument», Look 13, nº 23, 8 de noviembre de 1949, pp. 80–83 (este artículo se cierra con la fotografía de un periodista durmiendo); «The Western Round Table on Modern Art», Sfaa: San Francisco Art Association Bulletin, nº 3, vol. 15, marzo de 1949.

[5] CLEARWATER, B. (ed.): West Coast Duchamp, Miami Beach: Grassfield Press, 1991. pp. 106 – 114.

[6] Véase apéndice B.

[7] “A Life Table on Modern Art”, Life 25, nº 15, 11 de octubre de 1948, pp. 56–68, 70, 75–76, 78–79.

[8] “La mesa Redonda de Life sobre Arte Moderno (...) ha provocado una respuesta mayor incluso que la de la primera sobre la Búsqueda de la Felicidad [Life, 12 de julio]. En consecuencia, la Sección de Cartas esta semana está dedicada por completo a la polémica sobre el arte moderno”. Nota de los editores, Life 25, nº 18, 1 de noviembre de 1948, p 11.

[9] Life, nº 15, p. 56.

[10] El resto de los participantes fueron: James W. Fosburgh, consejero de Life; George Duthuit, editor; Sir Leigh Ashton, director del Victoria & Albert Museum de Londres; R. Kirk Askew, Jr., galerista de Nueva York; Raymond Mortimer, escritor y crítico británico; Alfred Frankfurter, editor de Art News; Theodore Greene, catedrático de filosofía en Yale; James J. Sweeney, escritor; Charles Sawyer, decano de la Escuela de Bellas Artes de Yale; H. W. Janson, catedrático de arte y arqueología en la Universidad de Washington; A. Hyatt Mayor, del Metropolitan y James Thrall Soby, del departamento de pintura y escultura del MOMA.

[11] Life,nº 15, p. 56

[12] Ibidem, p. 61.

[13] Ibidem. p. 68.

[14] Jermayne MacAgy fue ayudante de dirección y posteriormente directora del California Palace de la Legión de Honor de San Francisco en la década de los 40, desde su cargo alentó la inclusión de obras de los expresionistas abstractos en su programa de exposiciones. Por su parte, Douglas MacAgy era una decidido defensor de esta tendencia, en el mes de enero del 49 había escrito en el Magazine of Art una de las primeras crónicas laudatorias del periodo de ruptura de Rothko y, en un simposium publicado por la misma revista, en marzo del mismo año, figuraba junto a Greenberg como único paladín de la causa del Expresionismo Abstracto. Cfr. CLEARWATER, Bonnie: «Trying Very Hard to Think: Duchamp and the Western Round Table on Modern Art, 1949», en CLEARWATER, op. cit., pp. 47–59.

[15] Tras recibir el material que MacAgy le había preparado, en el que se incluía el artículo de Life, le escribió:

“Se dará cuenta que renuncio a mi frac y mi corbatín –o si usted prefiere mi toga académica. De todos los desagradables regalos esa encíclica es el peor... ¿Nuestro camino?, ahora lo veo, no es el de una fría discusión imparcial sino de autodefensa, cuya mejor forma es el ataque”.

Carta de Boas a MacAgy, 10 de marzo de 1949, AAA, rollo 2431, f. 283.

[16] Carta de MacAgy a Meyer Schapiro, 21 de febrero de 1949, SFAA, AAA, rollo 2431, f. 217.

[17] La actitud de Wright se resume el telegrama que remitió a MacAgy aceptando su participación:

“De acuerdo Douglas MacAgy –Usted lo ha querido. Allí estaré”.

22 de febrero de 1949, AAA, rollo 2431, f. 220.

[18] El artículo que el Daily News de Los Angeles publica con motivo de su visita el 23 de abril de 1949 reza como sigue: “Duchamp, cuyo ‘desnudo’ sacudió en otro tiempo a la nación, de visita en L.A.”

El cuadro se expuso en America por primera vez en el Armory Show de 1913.

[19] En los dos volúmenes que recogen sus textos de crítica de arte, desde 1939 a 1949, editados por John O’Brian hay una sola alusión, y no precisamente elogiosa, a Marcel Duchamp.

O’BRIAN, John: Clement Greenberg: the collected essays and criticism, Universidad de Chicago, 1986.

 La posición crítica de Greenberg ya estaba bien establecida en 1949, año en que decidió dejar de ejercer como crítico de arte.

[20] Carta de Duchamp a MacAgy el 21 de marzo de 1949 donde lo plantea del siguiente modo:

“Aquí tiene un asunto que puede ser o puede no ser de interés para los contertulios:

‘¿Arte para todos o Arte para pocos?’

puede que no sea lo bastante ‘moderno’

affectueusement” etc.

Puede que no fuera moderno pero este tema fue uno de los que polarizaron el debate.

AAA, rollo 2431, f. 325.

[21] Y es también el motivo que le llevará a considerar al coleccionista “auténtico” como un artista “al cuadrado”, p. ¿texto

En la mesa sólo Bateson parece dispuesto a aceptar con simpatía las consecuencias teóricas de este concepto. Ambos hacen causa común, por ejemplo, frente a la pretensión de que la crítica favorece o propicia la experiencia artística y lo hacen a partir del mismo argumento: la descripción de una experiencia nunca es “la” experiencia y, en muchos casos, no sólo no contribuye a provocarla sino que la obstaculiza.

Este planteamiento no difería –es una curiosa coincidencia– del que defendiera el crítico más influyente del s. XX en la mesa de Life, allí Greenberg se expresaba en los siguientes términos:

“La pintura no puede ser aprendida desde un libro de texto o desde ninguna otra forma de palabras sino sólo a través de la experiencia. El profano ha de aprender a buscar, en cualquier pintura, no ideas sino en primer lugar experiencias”. Life, nº 15, p. 65.

Sin embargo, tanto Duchamp como Bateson toman, a su vez, distancias de cualquier reminiscencia romántica –también de las posiciones de Wright y otros en la mesa– al presuponer que esa experiencia “inexplicable” no es, de ningún modo, la expresión de la voluntad subjetiva del artista. La cuarta sesión fue, en buena medida, un intento de conciliar las posiciones en este sentido de Duchamp y Bateson con las de los representantes de la crítica presentes en la mesa.

[22] Después de la guerra Duchamp desarrolló una nueva faceta en su carrera como conferenciante. “El Acto Creativo” es su ponencia más conocida y la más citada para explicar su “teoría” de la obra de arte. El texto, muy breve, fue escrito a instancias de la American Federation of Arts y leído en una sesión de conferencias en Houston ocho años después de esta mesa. En él se expone, de manera más elaborada, el mismo argumento que aquí, con la salvedad de que sustituye el concepto de “eco” por el de “ósmosis estética”, de que no enfatiza el carácter selectivo del público que pasa a convertirse en espectador–posteridad y de que introduce la fórmula de “coeficiente artístico” para dar cuenta de aquello que el artista pone en la obra.

Cabe destacar que en aquella sesión de conferencias del año 57 figuraba junto a él uno de los contertulios de la MR, precisamente Gregory Bateson (los otros dos participantes fueron los Seitz y Arnheim). Es una coincidencia significativa. En el debate que presentamos resulta evidente la sintonía que se produce a lo largo de la conversación entre Duchamp y Bateson, es más, en algunos momentos pareciera que Bateson ofrece una cobertura espistemológica a las posiciones de Duchamp (p. ?). Llama la atención que tratándose de dos figuras tan relevantes e influyentes en la cultura americana nadie, que sepamos, haya llamado la atención sobre esta “sintonía” teórica entre ambos.

[23] Del Bateson antropólogo ya son clásicos: Naven, a survey of the problems suggested by a composite picture of the culture of New Guinea tribe drawn from three points of view (Cambridge: The University Press, 1936), y Balinese carácter, a photographic análisis (Nueva York: The academy of sciencies, 1942) que publicó junto a su esposa Margaret Mead. Con posterioridad, se le considerará uno de los principales introductores de la teoría de la comunicación, la cibernética y el pensamiento sistémico en las ciencias sociales. Del Bateson “epistemólogo” cabe destacar entre otras: Mind and nature: a necessary unity (Nueva York: Dutton, 1979); Steps to an ecology of mind: collected essays in anthropology, psychiatry, evolution, and epistemology (Northvale, N.J.: Aronson, 1987); así como la inquietante y hermosa obra póstuma que su hija Mary Catherine Bateson firma junto a él, Angels Fear: towards an epistemology of the sacred, Nueva York: Macmillan, 1987. Las dos últimas obras citadas –no son las únicas– están traducidas en Gedisa. El interés por el Bateson antropólogo se ha incrementado con el tiempo como demuestra la tardía edición española de Naven, disponible en Júcar desde 1990.

Entre los trabajos más conocidos de Boas se encuentran el que realizó en colaboración con A. O. Lovejoy, Primitivism and Related Ideas in Antiquity (Baltimore: John Hopkins Press, 1935) y su monográfico Primitivism and related ideas in Middle Ages (Baltimore: John Hopkins Press, 1948). Una muestra de los diversos temas que aborda en su prolífica obra son: Major traditions of European philosophy (Nueva York: Harper, 1929); Primer for critic (Baltimore: The John Hopkins Press, 1937); The Greek tradition in painting and the minor arts (Baltimore: Museum of Art, 1939); The Limits of Reason (Nueva York: Harper, 1961); The heaven of invention (Baltimore: John Hopkins Press, 1962); o su colaboración con Harold Homes Wrenn, What is a picture? (University of Pittsburhu Press, 1964).

Entre las numerosa publicaciones de Burke sobre teoría y crítica literaria o filosofía de la historia destacan: Permanence and Change (Nueva York: New Republic, 1935); Attitudes toward History (Nueva York: New Republic, 1937); The Philosophy of Literary Form (Baton Rouge: Lousiana University Press, 1941); A Rhetoric of Motives (Nueva York: Prentice–Hall, 1950); The Rhetoric of Religión: studies in logology (Boston: Beacon, Press, 1961), traducido por FCE en 1975; o Language as Symbolic Action (Berkeley: University of California Press, 1966).

[24] p. ¿ texto

[25] p ¿ texto

[26] p? texto

[27] Usamos aquí el término “democratización” en el sentido en que, cabe deducir, lo utiliza también Duchamp, como el dominio de ese sujeto social cuya voluntad habitual se expresa como opinión pública. La crítica de este dominio, o de este sujeto, no lleva implícita una minusvaloración de la democracia formal como práctica colectiva, más bien al contrario.

Por lo que respecta al arte, no se dice aquí ni que se trate de un juego privilegiado, reservado sólo para minorías, ni que deba ser así, sino sencillamente que de la minoría –de hecho– que se ocupa de él, la mayoría, obedece a consignas prefijadas y que muy pocos se abren a “eso” que no puede aprenderse y en cuyo horizonte se produciría esa misteriosa actualización de los sentidos. A quienes asusten los misterios quizás les tranquilice saber que el epistemólogo y ateo de tercera generación Bateson considera, en un momento de la conversación, que esa es, precisamente, la experiencia de la teoría científica (p.?). Como es obvio, se debe pedir, e incluso exigir, una divulgación responsable y comprensible para todos nosotros de la teoría y de la práctica científica, pero ello no es óbice para aceptar que una jugada “maestra” en ciencia –Duchamp insiste varias veces en que habla de “obras maestras”–, la que produce esa difícil experiencia teórica que no sería mera repetición de lo aprendido, sólo puede darse en la mano de un grupo muy reducido entre todos aquellos, investigadores y lectores, que juegan a hacer ciencia.

Lo que resulta más difícil de aceptar es la afirmación de que el eco sea una cualidad “innata”. Admitir que “eso” está determinado biológica, sicológica o espiritualmente, nos llevaría a un molesto y peligroso coqueteo con una ontología de la obra de arte sustancialista, esencialista y ahistórica. Pero, tal como lo entendemos, este aventurado matiz no invalida su argumento general si interpretamos que su intención es defender de un modo extremado la radical “diferencia” del juego artístico, su especificidad como tal juego más allá de la voluntad consciente de quienes participen en él, no la personificación de sus esencias en un selecto cuerpo de guardia, ni mucho menos su utilización para marcar “diferencias” de otra índole entre los individuos.

[28] El biógrafo de Duchamp Tomkins, entre otros, incurre en un delirio interpretativo cuando sostiene que Warhol es el más genuino de sus herederos porque “publicidad, repetición y comercialidad (...) pueden considerarse por separado como la cara B de la indiferencia de Duchamp”, lo que le permite afirmar que a través de Warhol se cumpliría la profecía de Apollinaire según la cual Duchamp estaba predestinado a reconciliar “arte y pueblo”. Extravagancias aparte, de esa cara A, sencillamente, no cabe inferir la B.