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Revista chilena de literatura

versión On-line ISSN 0718-2295

Rev. chil. lit.  n.67 Santiago nov. 2005

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952005000200002 

REVISTA CHILENA DE LITERATURA
Noviembre 2005, Número67, 11-29

I. ESTUDIOS

EL QUIJOTE: DIALOGISMO Y VEROSIMILITUD

Darío Villanueva
Universidad de Santiago de Compostela


RESUMEN / ABSTRACT

El presente ensayo demuestra cómo El Quijote cumple a la perfección con los requisitos del modelo novelístico que Mijail Bajtin consideraba más evolucionado, clásico y puro: el que realiza todas las posibilidades literarias de la palabra novelesca plurilingüe y con diálogo interno. Cervantes hizo suyo el objetivo de que la novela moderna lograse un ensanchamiento y una profundización de su horizonte lingüístico mediante un dialogismo entendido como entrecruzamiento de lenguajes orales, escritos e impresos que sirven, además, como fuente inagotable de verosimilitud, de verdad poética. Las múltiples formas de enunciación, por parte, además, de diversos agentes, hacen del discurso ficticio de El Quijote una “fábula mentirosa” que se casa, no obstante, “con el entendimiento de los que la leyeren”.

PALABRAS CLAVE: Dialogismo. Narrador. Autor implícito. Oralidad. Escritura. Imprenta. Lector. Verosimilitud.

This essay shows how Cervantes’ Quijote perfectly fits the requirements of the novelistic model that Mijail Bajtín considered as the most developed, classical and pure. That is, that which, through an internal dialogue, realizes all the literary possibilities of the multilingual, novelistic word. Cervantes made his own the aim of widening as well as deepening the linguistic horizon of the novel through dialogism. Dialogism understood as the interweave of oral, written and printed languages that besides, are inexhaustible sources of verisimilitude, of poetical truth. The multiple forms of enunciation carried out by several agents, turn the fictive discourse in Don Quijote into a “lying fable” that bonds however, with “the understanding of those who would read it”.

KEY CONCEPT: Dialogismo. Narrator. Implied author. Orality. printing. reader. Verisimilitude.


Afirmaba el ensayista y crítico francés René Girard1 que ni una sola idea de la novela occidental deja de estar presente germinalmente en Cervantes. Así sucede desde que los novelistas ingleses del siglo XVIII, Richardson, Smollet, Fielding, Sterne, entre otros, hicieron de El Quijote un modelo que imitar en sus propias creaciones. Y otro tanto cabe afirmar de las figuras más destacadas del pensamiento teórico sobre la literatura, que tuvo su comienzo moderno a principios del siglo XX, con la llamada “escuela formalista rusa”. Uno de sus miembros disidentes, que recorrió su camino con una independencia digna de encomio, fue Mijail Mijailóvich Bajtin, quien en gran número de sus trabajos, y especialmente en esa summa representada por su obra Teoría y Estética de la novela2, ratifica la idea de René Girard, lo que viene a justificar la innegable condición de obra clásica que El Quijote tiene y explica que en este año 2005 estemos conmemorando, con tantas iniciativas, el cuarto centenario de la publicación de su primera parte en 1605.


Bajtin sostenía que uno de los dos modelos –el más evolucionado, clásico y puro– del género novelesco es Don Quijote, “que realiza, con una profundidad y amplitud excepcionales, todas las posibilidades literarias de la palabra novelesca plurilingüe y con diálogo interno”3. Porque Cervantes
hizo suyo el objetivo de que “la novela precisa un ensanchamiento y profundización del horizonte lingüístico, un perfeccionamiento de nuestro modo de percibir las diferenciaciones socio-lingüísticas”4, y lo convirtió en modelo de lo que él denominaba dialogismo, entendido como “el diálogo de lenguajes” que puede adquirir, en el seno de la obra narrativa, múltiples manifestaciones.


Me interesan, en especial, otras dos propuestas de Mijail Bajtin. La primera es aquella en la que argumenta que “la novela aprende a utilizar todos los lenguajes, maneras y géneros; obliga a todos los universos lejanos o ajenos, desde el punto de vista social e ideológico a hablar de sí mismos en su propio lenguaje y con su propio estilo; pero el autor sobrepone a esos lenguajes y acentos sus intenciones, que se combinan dialogísticamente con aquellos. El autor introduce su idea en la imagen del lenguaje ajeno sin violar la voluntad de ese lenguaje, su propia especificidad. La palabra del héroe sobre sí mismo y sobre el universo propio se une orgánica e intrínsecamente a la palabra del autor sobre el héroe y sobre su universo”5. Considero necesario reproducir, como lo he hecho, esta extensa cita porque en ella se incluye en el complejo del dialogismo novelístico no solo el lenguaje de los protagonistas en su relación mutua y recíproca, sino también el lenguaje del autor referido al mundo organizado a través de ellos, bien entendido, además, que el autor empírico, real, de una novela se manifiesta intrínsecamente en su texto a través de la voz del autor o autores implícitos, así como de la del narrador o narradores, de lo que El Quijote ofrece un ejemplo de rara sofisticación.


Y la segunda tesis de Teoría y estética de la novela que preciso para fundamentar el comienzo de mi exposición es aquella referente a cómo la imprenta jugó un papel decisivo en la difusión de la novela de caballerías y en la ampliación y diversificación de su público. Pero también que contribuyó –dice Bajtin6– “al paso, esencial para el género novelesco, de la palabra al registro mudo de la percepción”. Y también tuvo mucho que ver, me permitiría añadir yo, con el perfeccionamiento de los recursos de la
verosimilitud, de la verdad poética, que consolidaron el paradigma de la moderna narrativa realista, de lo que Clara Reeve denominaría, en una obra de 17857, novel, para distinguirla de los relatos fabulosos, anacrónicos y retóricos como los libros de caballerías, que eran, para ella, los romances.


Precisamente, una de las líneas de fuerza que conforma El Quijote constituye también uno de los puntos centrales de toda reflexión acerca de la literatura desde Platón y Aristóteles, que con su teoría de la mimesis estableció por primera vez las posibilidades y los límites del problema. Me refiero, obviamente, a las relaciones existentes entre la realidad y la ficción, que forman parte del complejo semiológico constitutivo de nuestra vida social pero afectan en especial al sistema semiótico del lenguaje y, dentro de él, muy destacadamente, a la narración literaria.


En definitiva, se trata de aprovechar al máximo, desarrollándolas, las ideas que el mismo Cervantes expone, en forma dialogística, en los capítulos cuadragésimo séptimo y cuadragésimo octavo de la parte primera de El Quijote que me cupo comentar en la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico8.


Allí se suscita un vivo debate sobre la literatura caballeresca, culpable de la “estraña locura de Don Quijote” (I, 32), en el que participan el cura del poblachón manchego donde vivía Alonso Quijano y un canónigo de Toledo, lector empedernido y crítico de semejantes historias, una de las cuales había, incluso, comenzado a redactar. Su ataque frontal contra los libros de caballerías va en una doble dirección, coincidente con las severas objeciones que tanto los preceptistas como los moralistas les venían haciendo desde comienzos del siglo XVI, predominando los primeros en Italia gracias a los numerosos comentarios allí redactados a propósito de los romanzi del Boiardo, Ariosto y Torquato Tasso, y los segundos en España, con tratadistas como Malón de Chaide, Venegas, Alonso de Fuentes, Arias Montano o fray Luis de Granada, entre otros. Estéticamente les son reprochables a aquellas obras su descuidada “escritura y composición”, su estilo
“duro” y su carencia de “un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros”, mientras que su falta de consonancia con la realidad las hace ajenas a toda verosimilitud, impidiéndoles cumplir con la ley horaciana del docere cum delectatione, enseñar con deleite.


El canónigo no se limita, sin embargo, a desautorizar a los libros de caballerías, sino que, erigiéndose en portavoz del propio autor de El Quijote, cuyas narraciones tanto gustaban de lo insólito –lo “peregrino”, en expresión muy cervantina–, adelanta los requisitos que la literatura de ficción debe cumplir para perfeccionarse, resumibles en una regla de oro que se sitúa en el vértice de toda la poética novelística de Cervantes: “Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe” (I, 47), porque “tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera”. Se trata, pues, como escribirá Cervantes en su Viaje del Parnaso de 1614, de mostrar con propiedad un desatino, en donde propiedad ha de entenderse como virtud de la forma narrativa, porque en su teoría literaria el asunto capital de la “verdad poética”, también denominada verosimilitud o verisimilitud como componente de la mimesis, depende tanto del contenido como de la estructura y la elocución.


El cura, que ya en aquella suerte de segundo “donoso escrutinio” –el episodio correspondiente en el capítulo I, 32– producido a su llegada a la venta de Juan Palomeque, había adelantado su propósito de disertar oportunamente “acerca de lo que han de tener los libros de caballerías para ser buenos”, comparte todos estos razonamientos, pero hablando en nombre de los numerosos lectores de semejantes obras, les reconoce la misma virtud que ya había visto en ellas Juan de Valdés: su capacidad sin límites para entretener por la variedad de peripecias, ambientes, asuntos y personajes que allí tenían cabida. Y el canónigo concluye, en perfecta sintonía con lo dicho, ratificando aquella regla de oro ya formulada, pues de lo que se trata, en su criterio, es de que “la ingeniosa invención”, favorecida por una “escritura desatada”, libre de rigideces preceptistas, se acomode lo más posible a la verdad, volviendo la ficción verosímil.


Frente a quienes se empecinan en contraponer la consideración inmanente de la obra literaria como puro texto analizable en sí y los que todo lo
fían a su actualización por parte de los lectores, la teoría novelística de Cervantes estima ambas perspectivas como inseparables. Por eso El Quijote trata, ante todo, de las demasías caballerescas hechas narración no siempre bien atada, y de los efectos que producían o deberían producir en sus lectores.


Cervantes abogaba ya por un efecto mimético o realista engendrado como vivencia intencional del que lee9, y no por esa otra identificación ingenua, o incluso patológica, con el mundo que supuestamente está detrás del texto, fenómeno del que conservamos numerosos testimonios históricos10 a partir de la popularización de la literatura caballeresca.


Por ejemplo, Melchor Cano recordaba a un cura que creía cierto todo lo narrado en los Amadises y Floriseles, porque si no lo fuese las autoridades no permitirían su divulgación por escrito, argumento que en El Quijote no solo contrapone el propio protagonista al canónigo toledano en I, 50, sino también el ventero al cura (I, 32): “¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas, y tantos encantamientos, que quitan el juicio!”.
Cervantes se identifica con los lectores “normales”, óptimos destinatarios de la obra de arte literaria, entre los que el proceso de actualización realista intencional del texto es espontáneo. El propio poder de la enunciación escrita y, adicionalmente, de la letra impresa sugiere cierta forma de veracidad que estimula la recepción realista de la fábula verosímil y bien articulada que se lee.


A este respecto hay que destacar que El Quijote se escribe en un momento trascendental para la historia de la comunicación. En La Galaxia Gutenberg, Marshall McLuhan11 estudió dos innovaciones tecnológicas que cambiaron radicalmente a la humanidad: la primera de ellas fue el descubrimiento del alfabeto y de la escritura; la segunda, lógicamente, la
invención por Gutenberg de la imprenta de tipos móviles, a raíz de la cual “la tipografía quebró las voces del silencio”.


Walter J. Ong, en un conocido libro sobre oralidad y escritura12 utiliza una expresión asaz aventurada cuando se refiere a las “tecnologías de la palabra”. Cierto que le acompaña en su osadía la autoridad del propio McLuhan, quien asimismo había marcado las diferencias culturales existentes entre las civilizaciones puramente orales y las que dispusieron del alfabeto. Esto último representó una verdadera revolución, a la que cabe añadir otras dos: la que en el siglo XV reportó la invención de la imprenta de tipos móviles y, ya en nuestro siglo, la tecnología electrónica e informática.


El alfabeto fonético “produce la ruptura entre el ojo y el oído, entre el significado semántico y el código visual”, escribía McLuhan; y así, “solo la escritura fonética tiene el poder de trasladar al hombre desde el ámbito tribal a otro civilizado, de darle el ojo por el oído”13. En las culturas analfabetas el oído tiraniza la vista, exactamente lo contrario de lo que ocurre tras la aparición de la imprenta, que lleva el “componente visual a su extrema intensidad en la experiencia occidental”14. McLuhan aduce el King Lear como el primer texto en el que este hecho se explicita, concretamente en el llamado “Dover Cliff speech” cuando Edgar tiene dificultades en persuadir al cegado Gloucester de que está al borde de un acantilado y profundo precipicio (y cuando, por supuesto, no lo está).


Aunque McLuhan menciona que “Cervantes tuvo una intuición semejante, y su Don Quijote está galvanizado por la nueva forma de los libros”15, no aduce, a este respecto, ningún ejemplo concreto. Por mi parte, siempre relacioné, en esa clave macluhiana, los versos del King Lear de Shakespeare con el episodio cervantino de los batanes (I, 20). En él, asimismo, el oído aparece todavía como el sentido predominante, y es el cauce por el que comienza a erigirse todo un proyecto de aventura caballeresca que con la luz del alba la vista convertirá en una escena risible.

En la primera verbalización por parte de Don Quijote de lo que parece estar ocurriendo no falta, incluso, la transferencia que el protagonista hace de lo que son meros sonidos hacia la órbita de la pintura:

“Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos, las cuales cosas todas juntas y cada una por sí son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra” (Destacado mío).

De esa hipertrofia de lo auditivo frente a lo visual podemos encontrar otras referencias, sumamente significativas para nosotros, sin abandonar este capítulo del molino de los batanes. Así, por caso, cuando para distraer el miedo, caballero y escudero deciden pasar la noche contándose consejas, Sancho comienza con la historia de la pastora Torralba “que era una moza rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo”. Ante tal descripción, don Quijote no puede menos que preguntarle: “–Luego ¿conocístela tú?”, a lo que Sancho responde en términos igualmente aplicables a la argumentación que estamos desarrollando: “–No la conocí yo [...] pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo”.


Poco después, cuando la situación toma un sesgo escatológico, lo primero que alerta a don Quijote ante las maniobras fisiológicas emprendidas por Panza es de nuevo el sonido –“¿Qué rumor es ese, Sancho?”–, enseguida ratificado por el olor:


“Mas como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacía arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dedos, y con tono algo gangoso dijo:

–Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo” (I, 20).

La llegada del alba, que “hace parecer distintamente las cosas”, no tranquiliza al Caballero de la Triste Figura porque “el golpear no cesaba” sin que se viese “quién lo podía causar”. La intriga que Cervantes logra transmitir a los lectores se mantiene por mor del miedo que entra por los oídos –“aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido”– hasta que aparecen a la vista “seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban”. Y ante la actitud burlona que Sancho adopta, la airada respuesta de su amo vuelve otra vez a plantear la dialéctica entre voz y escrito, entre lo auditivo y lo visual de la que estamos tratando:

“¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones y saber cuáles son de batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos” (I, 20).

 

 

 

La revolución tecnológica de la escritura es relativamente reciente. El homo sapiens data de hace unos cincuenta mil años, si bien recientemente Juan Luis Arsuaga, el codirector del equipo de investigaciones de los yacimientos de Atapuerca, fijó el origen del lenguaje humano en hace medio millón de años, cuando nuestros antepasados desarrollaron la mente simbólica, una capacidad cerebral que permite asociar un símbolo a una idea. En todo caso, solo hacia el año 3.000 o 3.500 a. de C. los sumerios descubrieron en Mesopotamia la escritura alfabética. Cincuenta siglos después, aproximadamente, se produjo la nueva revolución de Gutenberg: cuando Shakespeare y Cervantes escriben se trata todavía de una conmoción apenas asimilada.


En cierto modo esta segunda revolución potenció hasta extremos excepcionales la precedente. La cultura del manuscrito seguía siendo marginalmente oral. Lo auditivo siguió, no obstante, dominando por algunos años después de Gutenberg. “Con el tiempo –continúa Ong– la impresión reemplazó el persistente predominio del oído en el mundo del pensamiento y la expresión con el predominio de la vista, que tuvo sus inicios en la escritura pero que no pudo prosperar sólo con el apoyo de ésta. La imprenta sitúa las palabras en el espacio de manera más inexorable de lo que jamás lo hizo la escritura”16, y ello determinó una verdadera mutación de la conciencia humana.

Todo lo dicho tiene que ver con las características del peculiar, y muy acusado, dialogismo del lenguaje cervantino, asunto que yo veo, además, en relación con el gran tema de la verdad poética, de la verosimilitud y el pacto correspondiente que se establece con el lector de El Quijote.


Estamos ante un texto en el que se da el máximo aprovechamiento pragmático de las diferentes instancias enunciativas para producir efectos de veredicción, de verdad en lo dicho, y favorecer una lectura intencionalmente realista de la novela. Cervantes cree en las capacidades performativas de la palabra, es decir, en su poder de hacernos creer como cierto lo que se dice por la autoridad de quien lo dice, y esto El Quijote lo hace en un momento de transición todavía no resuelta entre la oralidad arcaica y la modernidad tipográfica. Dicho de otro modo: en El Quijote se da un uso sumamente eficaz del valor performativo de la enunciación plural para generar un discurso verosímil.


En la obra maestra de Cervantes se produce la ficcionalización de un complejo sistema narrativo que pretende producir un relato peregrino, es decir, extraño, especial, raro o pocas veces visto, pero verosímil, fundamentado en una pragmática de la verdad poética que juega con todas las posibilidades que le ofrecen a este respecto los diferentes actos de lenguaje y sus respectivos agentes. Para Cervantes, la verosimilitud productora de realismo depende de dos factores: “casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren”, por una parte, y reforzar, por otra, la fuerza de veredicción discursiva multiplicando las fuentes de la enunciación del relato, tanto orales como escritas.


En este sentido, no es tan importante determinar el número y rango de los autores, narradores y narradores secundarios o paranarradores de El Quijote cuanto reparar en la fragmentación dialogística de las instancias enunciativas principales, pareja al dialogismo básicamente constitutivo de la relación entre los dos protagonistas y el resto de los personajes, alguno de los cuales se eleva, llegado el momento, al rango de paranarrador de alguna de las historias intercaladas.


Ello significa que El Quijote se sitúa de pleno derecho en el centro de la transición macluhiana entre lo oral y lo escrito, y aprovecha la impronta de ambas posibilidades para otorgar fuerza de veredicción a lo dicho, a lo narrado.


Ya en 1914, José Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote, definía la obra como un conjunto de diálogos. Y el análisis informático de frecuencias a que sometió el texto de El Quijote José Manuel Blecua,

cuyos resultados presentó en la última sesión plenaria del Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas realizado en Madrid en julio de 1998, demostró que su eje central es precisamente el diálogo, y que las dos palabras más frecuentes en su texto son dijo y respondió.


Por otra parte, la demanda formulada por Bajtin de que “la novela debe ser un microcosmos de plurilingüismo”17 se cumple a rajatabla en la novela cervantina, tal y como es expresamente reconocido por el teórico ruso: “El objetivo intrínsecamente polémico de la palabra ennoblecida en relación con el plurilingüismo, aparece en Don Quijote en los diálogos novelescos con Sancho y otros representantes de la realidad plurilingüe y grosera de la vida, así como en la dinámica misma de la intriga novelesca”18 que pone cara a cara, y en comunicación directa, caballeros y escuderos, duques y cabreros, curas y moriscos, canónigos y galeotes, bandoleros y alguaciles, bachilleres y barberos, mozas de partido y amas, vizcaínos y manchegos, pastores e hidalgos, poetas y menestrales. Y todo ello mediatizado por un lenguaje anacrónico y elevado que, gracias a la imprenta, hace pervivir las esencias caballerescas. Es difícil pensar en un escenario más abiertamente dialogístico, con varias voces, registros y niveles de lengua que el que Miguel de Cervantes nos ofrece en su obra inmortal.


Pero hay otra dimensión del dialogismo en El Quijote a la que quisiera prestar especial atención, pues tiene además un inmediato enlace con su realismo intencional. Y me guiaré para ello por otra sutil propuesta del propio Bajtin, ya citada al principio de mi trabajo, cuando afirma que la palabra del héroe sobre sí mismo y sobre el universo propio se une orgánica e intrínsecamente a la palabra del autor sobre el protagonista y sobre su mundo19.


Parece referirse Bajtin a dos dialogismos que conviven dialécticamente en el seno de la misma novela. Uno, el más obvio, podría ser calificado de social: es el de los personajes con sus diferentes registros, niveles y variedades lingüísticas de todo tipo que entran en contacto mediante la relación que entre ellos introduce la propia trama novelesca. Pero hay otro dialogismo que se exhibe con especial riqueza en El Quijote, y al que quisiera prestar
especial atención. Me refiero, lógicamente, al encuadrable en la órbita de la enunciación autorial, que se manifiesta en el texto no solo mediante los autores implícitos y explícitos presentes en él, sino también a través de los diferentes narradores, aunque muchas veces resulte imposible diferenciar entre las funciones de unos y otros. A los primeros, los autores, cabría atribuirles en principio la responsabilidad de alguno de los actos de escritura de los que resulta el discurso quijotesco. Por su parte, los segundos, los narradores, serían meramente titulares de la función narrativa, y sus relatos vienen a aparecer, en cierto modo, como transcritos. De todo ello hace generosa ostentación la novela cervantina.


Sobre éste que Fernando Lázaro Carreter denominó “complejo sistema narrativo”20 han reflexionado numerosos estudiosos del Quijote. Pero, a este respecto, el esquema más claro y certero es el que distingue cinco autores-narradores en El Quijote, ninguno de ellos identificado con el propio Cervantes, que en el prólogo de la primera parte declara: “Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote (...)”.


El primero es el autor de los ocho capítulos iniciales, que comienzan además con la primera persona del famoso arranque: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme (...)”. Su relato llega hasta el episodio del Vizcaíno, que queda suspendido, las espadas en alto, por interrumpirse el manuscrito que se seguía, lo que da lugar a la intervención del “segundo autor desta obra” que “no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido” (I, 8).


Este “segundo autor” actuaría a modo de encargado de buscar la nueva fuente de las hazañas de don Quijote, hacerla traducir, editarla e imprimirla, tomándose a este respecto todas las libertades propias del caso y de tan alto cometido como corresponde a una instancia que se sitúa en un puesto de preeminencia frente a la literalidad del discurso. Sin embargo, hay alguien detrás de él: el narrador que sutilmente lo introduce al final del capítulo octavo de la primera parte al que acabamos de hacer mención.


En tercer lugar, es imprescindible contar con el traductor morisco aljamiado que el “segundo autor” contrata en I, 9 para que ponga en romance castellano el manuscrito arábigo donde se continúa con la historia
de don Quijote y el Vizcaíno en el punto en que había quedado interrumpida en el capítulo anterior. Esta nueva figura no deja de ostentar cierta relevancia autorial en la segunda parte, cuando además de traducir comenta o manipula la versión del historiador Cide Hamete Benengeli. Tal sucede en el capítulo 18: “Aquí pinta el autor las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor de esta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones”.

Igualmente, en el capítulo 24 hace de nuevo sentir su voz: “Dice el que tradujo esta grande historia del original de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo Hamete estas mismas razones: (...)” que de seguido se exponen en transcripción directa. Incluso al comienzo del capítulo 43, siempre de esta segunda parte, el traductor reitera una vez más su rebeldía: “Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo no le tradujo su intérprete como él le había escrito (...)”.


De entre los autores ficticios a los que nos referimos, aunque citado en cuarto lugar, el más importante es, lógicamente, Cide Hamete Benengeli, el historiador arábigo que Cervantes introduce como una parodia más de las novelas de caballerías. El lector tiende a atribuirle prácticamente la totalidad del discurso a partir de la reanudación de la historia en el capítulo noveno, pero de hecho está sometido a otras instancias de orden superior, como demuestra el hecho de que en II, 17 sea citado como “el autor de esta verdadera historia” y sus palabras aparezcan entrecomilladas en el discurso hasta una frase de cierre tan rotunda como “Aquí cesó la referida exclamación del autor”, o en II, 44 un narrador principal enuncie el siguiente párrafo: “Aquí exclamó Benengeli y, escribiendo, dijo: ‘¡Oh pobreza, pobreza! ¡No sé yo con qué razón se movió aquel gran poeta cordobés a llamarte ‘dádiva santa desagradecida’! (...)”.


Finalmente, llegaríamos a la constatación de la existencia de una especie de “autor definitivo” o “autor final”, diferente de los otros cuatro ya enumerados. Es él que en I, 8, presenta al llamado “segundo autor”, como hemos comentado ya, y probablemente reaparece de nuevo al final de esta primera parte, en el capítulo 52: “Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en
su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas: sola la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento”. Agazapado en los intersticios de texto tan abigarrado como éste, su función sería la de controlar toda la obra desde su comienzo y ser, en definitiva, su responsable último. Según Santiago Fernández Mosquera21, es el único que realmente se puede llamar omnisciente, el único que está sobre los demás autores. El desconocimiento que tenemos sobre él es total. Porque de todos los demás sabemos algo, pero de este último y definitivo autor nada trasluce la novela. Casi no podría ser de otro modo. Si alguien lo introdujese, el ciclo volvería a empezar y se necesitaría otro autor final.


Si bien el primer autor justifica lo que es su relato de los capítulos iniciales de una forma que podríamos calificar, en término del filósofo Kant, como “nouménica”, como mero ejercicio de su capacidad de contar oralmente, actitud en la que le secundaría el que llamamos autor definitivo, las otras tres figuras reseñadas tienen que ver con la fenomenicidad del texto y, por lo tanto, con la escritura: uno de ellos encuentra un manuscrito en árabe que le compra a un muchacho vendedor de cartapacios y papeles viejos en el Alcaná de Toledo, otro lo traduce por encargo suyo y el tercero, Cide Hamete Benengeli, lo ha escrito. El resultado será, además, tal y como veremos en la segunda parte, un libro editado, que circula ya profusamente por el mundo adelante. Son, por lo tanto, otros tantos agentes de la veracidad que se atribuye espontáneamente a todo lo escrito, y muy especialmente a lo que luego ha sido impreso. Pero no faltan tampoco factores de veredicción nacidos de la propia oralidad, sobre todo en la primera parte, gracias a los numerosos narradores secundarios que asumen la enunciación narrativa consecutivamente.


Comprobar que esto es así nos hace reafirmarnos en que la complejidad del sistema novelístico de Cervantes y sus estrategias para casar verosímilmente su fábula mentirosa con la inteligencia de sus lectores están poderosamente condicionadas por la encrucijada en la que, como también Shakespeare y todos sus contemporáneos, se encuentra: la del solapamiento
de la Galaxia Gutenberg con la pervivencia, muy vívida todavía, de formas de coexistencia y comunicación arcaicas, en las que sigue muy arraigada la oralidad. Hay un párrafo feliz, en el capítulo 12 de la segunda parte, donde ese sincretismo de la autenticidad verídica de un hecho narrado, debida tanto a la fuerza de una enunciación oral como de la escrita, se manifiesta palmariamente. Se habla de la íntima camaradería que con el tiempo fueron criando Rocinante y el rucio de Sancho, y el texto reza así: “Digo que dicen que dejó el autor escrito que los habían comparado en la amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; y si esto es así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuán firme debió ser la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres, que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros” (Cursiva mía).


El dialogismo de El Quijote no solo se expresa, pues, a través de la intensa relación oral que establecen los personajes entre sí sino también, y en un plano que afecta a la estructura profunda de la narración, gracias al complejo sistema de enunciación del discurso en el que aquellos personajes están inmersos y que corresponde a las instancias de autores-narradores ya mencionadas. Pero me quedan por analizar otras dos manifestaciones del dialogismo cervantino no menos relevantes, la una relacionable directamente con la oralidad, la otra con la reciente irrupción de la Galaxia Gutenberg en la sociedad de la época.


Ya ha sido cumplidamente estudiada, y la propia novela hace de ello asunto de debate, la profusión de narraciones intercaladas en el cuerpo central de la historia que multiplica el número de narradores –o, en este caso, de paranarradores– presentes en ella y convierte a otros personajes en narratarios ocasionales, en destinatarios de dichos relatos secundarios cuya existencia justifican por la atención que les prestan como oyentes.


Desde que en el capítulo 12 de la primera parte el cabrero Pedro cuenta la triste historia del pastor estudiante Grisóstomo y sus amores frustrados con Marcela ante un atento auditorio pastoril al que se suman don Quijote y Sancho, hasta que Eugenio ofrece la relación, en I, 51, de las lides amorosas en que se vio enzarzado con la bella Leandra, su competidor Anselmo y el soldado Vicente de la Roca, son varias las oportunidades en las que se repite el mismo planteamiento: el de sucesivos paranarradores que cuentan entre los demás personajes con un atento auditorio de oyentes, de narratarios. De la profunda imbricación que este fenómeno de los relatos intercalados tiene con la propia teoría literaria que El Quijote incluye, nos da razón el parlamento con que el caballero andante protagonista anima a Eugenio para
que cuente su historia y aclare a través de ella lo extraño de su comportamiento con la cabra que se le ha escapado del rebaño:

“Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo por mi parte os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como sin duda pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos” (I, 50).

 


 

 


Repárese en que ese auditorio está compuesto por el cortejo que lleva de regreso a casa a un don Quijote fingidamente encantado, grupo en el que se encuentra el canónigo toledano que en I, 47 y I, 48 acaba de sostener con el cura un debate sobre los libros de caballerías donde han sido pronuncidas las mismas palabras –“admiren, suspendan, alborocen y entretengan”, I, 47– que don Quijote acaba por hacer suyas.


Totalmente equiparable a estas dos situaciones narrativas que acabamos de mencionar, es la que en I, 22 y I, 23 se produce en torno a Cardenio, el enamorado de Luscinda, que recibe también los apelativos de Caballero de la Sierra, Roto de la Mala Figura y Caballero del Bosque. Como se recordará, el comienzo de esta historia intercalada en los capítulos antes citados tendrá profusa continuidad con la intervención de otros dos personajes enzarzados en la misma red de amores y desamores, Dorotea y don Fernando, que al cabo se prestarán a una superchería –la de la princesa Micomicona– que el licenciado ha urdido para rescatar a don Quijote de las descabelladas penitencias que se está haciendo pasar a sí mismo entre los riscos de Sierra Morena. Pero es de destacar que la continuidad de los relatos iniciados por Cardenio en I, 22 llega hasta el propio capítulo 29, en que la trama adquiere un nuevo sesgo con la superchería ya mencionada. En I, 30, es la propia Dorotea la que, hallado ya don Quijote en muy triste estado, le hace el relato de la invención urdida a su costa, con el añadido de un nuevo personaje ficticio, Pandafilando de la Fosca Vista, y en esta nueva situación narrativa el protagonista cumple a la perfección el papel de narratario en cuanto destinatario de un relato que existe exclusivamente por él y para él. Y a partir del capítulo 39 y hasta el 41 se inserta el extenso episodio del cautivo y Zoraida, definido por don Fernando en términos tan propios de la teoría literaria cervantina como estos: “todo es peregrino y raro y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye”
(I, 42), episodio luego prolongado en el encuentro entre el cautivo y su hermano, el oidor.


En los últimos ejemplos traídos a colación, el fundamento de ese dialogismo suscitado por las narraciones de determinados personajes ante el resto de los protagonistas de El Quijote tiene una raíz y fundamento puramente oral. Mas, en el capítulo XXXII, que transcurre de nuevo en la venta, se vuelve a suscitar la discusión literaria sobre las novelas de caballerías, donde el cura reitera que son “libros mentirosos y están llenos de disparates y devaneos” y el ventero, como ha sido mencionado ya por mí, argumenta que tal cosa es imposible estando impresos “con licencia de los señores del Consejo Real”. Todo comienza a causa de “una maletilla vieja” que el ventero tiene, “con tres libros grandes y unos papeles de muy buena letra, escritos a mano” (I, 32). Los impresos son, precisamente, dos novelas de caballerías, Don Cirongilio de Tracia y el Felismarte de Hircania, y una “historia verdadera”, la del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes, que le servían al ventero, en tiempo de siega, para entretener a sus clientes, pues “siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas”. Exactamente esa misma situación se reproducirá en el capítulo siguiente, cuando el cura proceda a leer en voz alta el texto manuscrito que acompañaba a los tres libros citados, un texto “de ocho pliegos escritos a mano” titulado Novela del Curioso impertinente, que proseguirá en el capítulo 33 y concluirá en el siguiente, mediando la interrupción provocada por la batalla de don Quijote contra los odres de vino tinto.


Semejante proliferación de narraciones secundarias se contendrá un tanto, como es bien sabido, en la parte segunda, lo que es objeto de un nuevo excurso explicativo al comienzo del capítulo 43 en el que Cide Hamete Benengeli reconoce que “en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar el universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir”.


Con todo, y sin ningún propósito de exhaustividad, no faltan aquí los relatos de los antecedentes que darán lugar a las bodas frustradas de Camacho
y Quiteria con el triunfo de Basilio, que un estudiante avanza en II, 19, las narraciones de Claudia Jerónima y Ana Félix (II, 63) e, incluso, el capítulo XXIII, titulado “De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa”.


Menudean, a lo largo de todas las páginas de El Quijote, expresiones inconfundibles del placer que produce la narración, bien nacida del relato oral de un contador, bien directamente leída o escuchada al lector de un manuscrito o impreso en donde la historia está contenida. La narración como diálogo placentero es la expresión más característica del dialogismo cervantino, así como, en términos estructurales, la proliferación de circuitos narrativos proteicos y mudables, en virtud de los cuales un narrador que lo es en un momento determinado, pasa sin solución de continuidad a desempeñar el papel de narratario, lo que dialogiza profundamente toda la estructura de la novela.


Pero hay una última manifestación de este dialogismo que no se puede obviar, relacionada como está, por lo demás, con la nueva Galaxia Gutenberg en la que Cervantes y sus criaturas de ficción ya viven.


Me refiero a que los personajes del Quijote de 1615 se convierten en lectores de la primera parte de 1605, a modo de narratarios internos, porque están en la historia ya narrada, pero también externos porque pueden comentarla.
De hecho, la segunda parte comienza con la noticia de que, pese al poco tiempo que ha transcurrido desde el regreso de don Quijote a su aldea encerrado en la carreta, sus aventuras han sido ya impresas y el bachiller Sansón Carrasco pudo conocer el libro en Salamanca. Y no es el único personaje que lo ha leído: lo han hecho los actores que representan la fingida Arcadia en II, 58, el don Jerónimo y el don Juan que coinciden en una venta aragonesa (II, 61), el castellano que se dirige airadamente a don Quijote en Barcelona (II, 62), y el bandido Roque Guinart ha oído hablar de la obra (II, 60). Más aún: todos los episodios relacionados con los Duques tienen que ver con el hecho de que “los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con él cuanto les dijese, tratándole como a caballero andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun eran muy aficionados” (II, 30).


Esta relación dialogística entre un referente impreso –la primera parte de El Quijote– y el desarrollo in fieri de la segunda ofrece otra interesante muestra por cuenta de la continuación apócrifa de Alonso Fernández de Avellaneda, publicada en 1614. En II, 59, don Jerónimo y don Juan se la enseñan al propio don Quijote, que decide cambiar su ruta a este propósito: “no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice”. Llegado, por el contrario, a Barcelona, ve en una imprenta cómo se corrigen las pruebas de una nueva edición del Quijote de Avellaneda, y ello le da pie para denostarlo: “Yo ya tengo noticia deste libro (...), y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o a la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas” (II, 63). Su maldición en parte se ve cumplida cuando en II, 70, Altisidora, que se había hecho la muerta en una nueva chanza urdida por los Duques para solazarse a costa de don Quijote, cuenta cómo a la entrada del infierno unos diablos, que jugaban a un nuevo donoso escrutinio de libros, habían condenado esta segunda parte “no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas”. No termina aquí el acre diálogo entre don Quijote y el apócrifo: en II, 72 el caballero andante se encuentra en una venta con un destacado personaje de Avellaneda, don Álvaro de Tarfe, y ante el alcalde del pueblo y un escribano “pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase (...) cómo no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas”. Finalmente, en el último capítulo de la novela cervantina, el protagonista incluye en su testamento la siguiente cláusula: “Iten, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos” (II, 73).

Aparte de la dimensión dialogística de todo lo dicho, es fundamental destacar aquí la intromisión de un texto, un libro –el Quijote de Avellaneda-, que desde el mundo empírico, al que pertenece también la primera parte de Cervantes publicada en 1605, irrumpe en el universo textual de la segunda parte auténtica para incrementar así, dada su condición apócrifa, la veracidad del Quijote verdadero, el cervantino, toda una obra maestra del lenguaje como fuente de verdad poética.


1 Mensonge romantique et verité romanesque. Bernard Grasset Ed., Paris, 1961, p. 57.


2 Taurus, Madrid, 1989. Primera edición rusa de 1975.


3 Ibídem, p. 141.

4 Ibídem, p. 182.


5 Ibídem, pp. 223-224. Véase también Tzvetan Todorov, Mikhaïl Bakhtine. Le principe dialogique. Paris, Éditions Du Seuil, 1981.


6 Op. cit., p. 194.


7 Fecha de la primera edición de The Progress of Romance and the History of Charoba, Queen of Aegypt, de la que hay una edición facsimilar publicada por The facsímile Text Society, Nueva York, 1930.


8 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Instituto Cervantes-Crítica, Barcelona, 1998, 2 tomos. Citaré siempre por esta edición.

9 Para el concepto de realismo intencional, véase Darío Villanueva, Teorías del realismo literario. Segunda edición corregida y ampliada, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004.


10 Véase Enrique Moreno Báez, Reflexiones sobre El Quijote. Segunda edición corregida, Editorial Prensa Española, Madrid, 1971, Capítulo II.


11 The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man. University of Toronto Press, Toronto, 1962. Traducción española, Aguilar, Madrid, 1969.

12Orality and Literacy. The Technologizing of the World. Methuen & Co., Londres, 1982. Traducción española en Fondo de Cultura Económica, México, 1987.


13Op. cit., p. 48.


14 Op. cit., p. 50.


15Op. cit., p. 34.

16 Op. cit., pp. 120-121.

17 Op. cit., p. 225.


18 Op. cit., p. 199.


19 Op. cit., pp. 223-224.

20La prosa del Quijote”, en Aurora Egido (compiladora), Lecciones cervantinas. Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y La Rioja, Zaragoza, 1985, p. 117.

21 “Los autores ficticios del Quijote”, Anales Cervantinos, XXIV, 1986, pp. 47-65.

 

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