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Yo
pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo más que se
puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no
fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y
pasatiempo, porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la
mocedad aprendiendo y holgándose.
CERVANTES,
Coloquio de los perros.
Con qué regocijo he
leído, en el número VIII de TONOS DIGITAL, sección CORPORA, El arte de copiar. Legado de una estudiante
de bachillerato.
La
comunicante, que se oculta bajo las siglas MDx, informa sobre sus especiales
“técnicas” para “engañar” al profesor de
turno y ofrece a los archivos de TONOS su tesorillo almacenado en el
ordenador.
Me descubro ante esta
joven y declaro solemnemente que siempre sentí cierta
envidia no confesada por los compañeros hábiles en el arte de copiar en los
exámenes.
Y sobre todo me alegra,
y después diré por qué, que tal hábito, tan antiguo, imagino, como el arte de
la docencia, haya recibido nuevo impulso y renovación de métodos gracias a la
informática. Ya daría yo algo porque Berganza nos hubiera dejado testimonio de
cómo ayudaba a los hijos de su amo, en el estudio sevillano de los Jesuitas, a
burlar la vigilancia y sacar con disimulo papeles del vademécum.
Es el caso que esta joven me hace
recordar no solo mi bachillerato sino también mi experiencia en la Facultad de
Letras murciana allá por los años 50 del pasado siglo.
Durante la enseñanza
media solo recuerdo haber sido sorprendida in
fraganti una vez, en un examen de Historia. No podía
ser de otro modo pues tuve la desfachatez de abrir el libro de texto sobre el
pupitre y dedicarme a copiar de él sin disimulo. En fin, un desastre. De ahí mi
admiración por quienes lograban sus propósitos.
Llegué, pues, a la
Facultad con el ánimo de fiar a mi memoria y raciocinio el buen éxito en los
exámenes. Pero, he aquí que, casi como patio de Monipodio, había entre los
estudiantes de Comunes una Cofradía de “redactores de chuletas” comprometidos a
hacer uso ineludible de las mismas con un determinado profesor y en una parte
específica de la asignatura que impartía.
Creo que puedo escribir
su nombre sin detrimento de su prestigio, aún a riesgo de verlo aparecer,
enredado en sus pantalones, carterón y sombrero verde hasta las cejas, mirada
amenazadora en contraste con su aire de canónigo bonachón. Sí, don Andrés
Sobejano, hombre tan lleno de saberes que impartió en la Facultad un buen elenco
de asignaturas.
En Latín
de segundo curso había una parte dedicada a la Historia de la Literatura Latina
y se nos recomendaba el clásico manual de Alfred Gudemann, de la universidad de
Breslau, colección Labor, sección
Ciencias Literarias. Creo que manejamos la tercera edición, la primera se
remonta a 1926, nada menos.
Pues la “Cofradía de la
chuleta” mandaba en sus ordenanzas que el neófito copiara íntegro el Gudemann a
mano, letra pulga, en estrechas tiras de papel que podían presentarse en dos
formatos, el cilíndrico y el acordeónico, a gusto del consumidor. ¡Qué tortura!
Tan harta acabé de aquella operación que, consciente de que no iba a saber
utilizar el material en el momento
decisivo, aprendí de memoria su contenido a despecho de la comodidad que
hubiera supuesto estudiar directamente en el libro y no en papelillos
liliputienses. No me convencieron los argumentos aquellos de que es obligatorio copiarle a don Andrés, lo
hace todo el mundo.... Con lo
aficionada que soy a guardar hasta los papeles que encuentro por la
calle, aquellas chuletas no se libraron de la hoguera en el escrutinio. Era mi
venganza por los malos ratos pasados al redactarlas.
De esto hace más de
cincuenta años. En el tiempo que media entre la vida de gusto y pasatiempo,
en opinión del sabio perro cervantino, y el presente de gozosa jubilación, cosa de la que el
autor del Quijote apenas pudo
disfrutar, voy a situarme en el año académico 1981-82, tiempo de activa
docencia en la Escuela de Magisterio de Albacete.
Qué difícil es penetrar
en la entraña de las relaciones amor-odio, confianza-desconfianza, que surgen
entre profesores y alumnos. Y todo se debe a lo que Marañón llamó, en lúcido
ensayo sobre Luis Vives, el contrato
funesto de la matrícula. Muchas veces he comentado en clase estas hermosas
páginas. Sin demasiado provecho, pues no hay quien me convenza de que aquel
día, los jóvenes con quienes dialogaba, fuera ya de la hora preceptiva de
clase, sobre el asunto de las “chuletas”, estaban mintiendo con una seriedad y descaro
dignas de mejor causa. La desconfianza los hizo
comportarse de ese modo. Se empeñaban en convencerme de que ya no se
confeccionaban chuletas, que no las usaban, que era hábito casi desconocido en
aquellos tiempos, los suyos, tan lejanos de los míos en la Facultad.
Ahora entenderá el
lector por qué me congratulo con el artículo de la joven MDx (¿será María
Dolores o Mercedes Díaz?, vaya usted a saber). Aquellos mis alumnos mentían
como bellacos, el arte de la “chuleta” no puede morir. A menos que hace veinte
años estuviéramos en una “etapa de transición” extraña en la que los escolares
fueron tan, tan aplicados, que ni pensaban arriesgar su honor por un quítame
allá esa “chuleta”. Y no sé por qué estoy abusando de comillas innecesarias
pues el DRAE registra el contenido semántico de la palabra en este contexto,
acepción 4.
Último apunte. El
artículo leído en TONOS me hizo buscar, y hallar, en mi desordenado archivo, el
soneto que sigue, escrito el 4 de febrero de 1981, tras la conversación de
marras en la que mis alumnos se empeñaron en “convencerme” inútilmente de que
no hacían chuletas. A mí, que las hacía aunque no supiera usarlas.
LA CHULETA
Dícenme mis alumnos, muy formales,
que la
antigua costumbre estudiantil
de la
chuleta, mínima y sutil,
ya no
remedia algunos de sus males.
Los jóvenes de hoy son tan cabales
que no
utilizan el recurso vil
que, en
otros tiempos, como el perejil,
era de uso
común por dos reales.
¡Oh, la chuleta, la de artesanía,
elaborada con paciente esmero,
oculta entre los pliegues del vestido!
Pequeño acordeón, yo te veía
en manos
del experto compañero:
eras el
ideal ya conseguido.
Albacete,
23, diciembre, 2004
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