REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


PICARESCA ESTUDIANTIL EN TRES TIEMPOS

 

CARMEN AGULLÓ VIVES

 

                            Yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo más que se puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo, porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose.

 

                                                        CERVANTES, Coloquio de los perros.

 

         Con qué regocijo he leído, en el número VIII de TONOS DIGITAL, sección CORPORA, El arte de copiar. Legado de una estudiante de bachillerato.

         La comunicante, que se oculta bajo las siglas MDx, informa sobre sus especiales “técnicas” para “engañar” al profesor de turno y ofrece a los archivos de TONOS su tesorillo almacenado en el ordenador.

         Me descubro ante esta joven y declaro solemnemente que siempre sentí cierta envidia no confesada por los compañeros hábiles en el arte de copiar en los exámenes.

         Y sobre todo me alegra, y después diré por qué, que tal hábito, tan antiguo, imagino, como el arte de la docencia, haya recibido nuevo impulso y renovación de métodos gracias a la informática. Ya daría yo algo porque Berganza nos hubiera dejado testimonio de cómo ayudaba a los hijos de su amo, en el estudio sevillano de los Jesuitas, a burlar la vigilancia y sacar con disimulo papeles del vademécum.

         Es el caso que esta joven me hace recordar no solo mi bachillerato sino también mi experiencia en la Facultad de Letras murciana allá por los años 50 del pasado siglo.

         Durante la enseñanza media solo recuerdo haber sido sorprendida in fraganti  una vez, en un examen de Historia. No podía ser de otro modo pues tuve la desfachatez de abrir el libro de texto sobre el pupitre y dedicarme a copiar de él sin disimulo. En fin, un desastre. De ahí mi admiración por quienes lograban sus propósitos.

         Llegué, pues, a la Facultad con el ánimo de fiar a mi memoria y raciocinio el buen éxito en los exámenes. Pero, he aquí que, casi como patio de Monipodio, había entre los estudiantes de Comunes una Cofradía de “redactores de chuletas” comprometidos a hacer uso ineludible de las mismas con un determinado profesor y en una parte específica de la asignatura que impartía.

         Creo que puedo escribir su nombre sin detrimento de su prestigio, aún a riesgo de verlo aparecer, enredado en sus pantalones, carterón y sombrero verde hasta las cejas, mirada amenazadora en contraste con su aire de canónigo bonachón. Sí, don Andrés Sobejano, hombre tan lleno de saberes que impartió en la Facultad un buen elenco de asignaturas.         

         En Latín de segundo curso había una parte dedicada a la Historia de la Literatura Latina y se nos recomendaba el clásico manual de Alfred Gudemann, de la universidad de Breslau, colección  Labor, sección Ciencias Literarias. Creo que manejamos la tercera edición, la primera se remonta a 1926, nada menos.

         Pues la “Cofradía de la chuleta” mandaba en sus ordenanzas que el neófito copiara íntegro el Gudemann a mano, letra pulga, en estrechas tiras de papel que podían presentarse en dos formatos, el cilíndrico y el acordeónico, a gusto del consumidor. ¡Qué tortura! Tan harta acabé de aquella operación que, consciente de que no iba a saber utilizar el  material en el momento decisivo, aprendí de memoria su contenido a despecho de la comodidad que hubiera supuesto estudiar directamente en el libro y no en papelillos liliputienses. No me convencieron los argumentos aquellos de que es obligatorio copiarle a don Andrés, lo hace todo el mundo....  Con lo aficionada que soy a guardar hasta los papeles que encuentro por la calle, aquellas chuletas no se libraron de la hoguera en el escrutinio. Era mi venganza por los malos ratos pasados al redactarlas.

         De esto hace más de cincuenta años. En el tiempo que media entre la vida de gusto y pasatiempo, en opinión del sabio perro cervantino, y el presente de gozosa jubilación, cosa de la que el autor del Quijote apenas pudo disfrutar, voy a situarme en el año académico 1981-82, tiempo de activa docencia en la Escuela de Magisterio de Albacete.

         Qué difícil es penetrar en la entraña de las relaciones amor-odio, confianza-desconfianza, que surgen entre profesores y alumnos. Y todo se debe a lo que Marañón llamó, en lúcido ensayo sobre Luis Vives, el contrato funesto de la matrícula. Muchas veces he comentado en clase estas hermosas páginas. Sin demasiado provecho, pues no hay quien me convenza de que aquel día, los jóvenes con quienes dialogaba, fuera ya de la hora preceptiva de clase, sobre el asunto de las “chuletas”, estaban mintiendo con una seriedad y descaro dignas de mejor causa. La desconfianza los hizo comportarse de ese modo. Se empeñaban en convencerme de que ya no se confeccionaban chuletas, que no las usaban, que era hábito casi desconocido en aquellos tiempos, los suyos, tan lejanos de los míos en la Facultad.

         Ahora entenderá el lector por qué me congratulo con el artículo de la joven MDx (¿será María Dolores o Mercedes Díaz?, vaya usted a saber). Aquellos mis alumnos mentían como bellacos, el arte de la “chuleta” no puede morir. A menos que hace veinte años estuviéramos en una “etapa de transición” extraña en la que los escolares fueron tan, tan aplicados, que ni pensaban arriesgar su honor por un quítame allá esa “chuleta”. Y no sé por qué estoy abusando de comillas innecesarias pues el DRAE registra el contenido semántico de la palabra en este contexto, acepción 4.

         Último apunte. El artículo leído en TONOS me hizo buscar, y hallar, en mi desordenado archivo, el soneto que sigue, escrito el 4 de febrero de 1981, tras la conversación de marras en la que mis alumnos se empeñaron en “convencerme” inútilmente de que no hacían chuletas. A mí, que las hacía aunque no supiera usarlas.

 

LA CHULETA

Dícenme mis alumnos, muy formales,

que la antigua costumbre estudiantil

de la chuleta, mínima y sutil,

ya no remedia algunos de sus males. 

 

Los jóvenes de hoy son tan cabales

que no utilizan el recurso vil

que, en otros tiempos, como el perejil,

era de uso común por dos reales.

 

¡Oh, la chuleta, la de artesanía,

elaborada con paciente esmero,

oculta entre los pliegues del vestido!

 

Pequeño acordeón, yo te veía

en manos del experto compañero:

eras el ideal ya conseguido.

 

                  Albacete, 23, diciembre, 2004