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Alpha (Osorno)

versión On-line ISSN 0718-2201

Alpha  n.20 Osorno dic. 2004

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012004000200019 

ALPHA Nº 20 - 2004 (273-278) Diciembre 2004

NOTA

 

MADRID: CUNA DE EMBRUJOS, HECHIZOS Y REPRESIONES EN EL SIGLO DE ORO

 

María Jesús Zamora Calvo

Universidad Autónoma de Madrid, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Filología Española, Campus de Cantoblanco, Madrid, España

Dirección para correspondencia


La magia se funde con la razón en un Madrid donde la superstición cohabita con la ortodoxia católica. La Iglesia se siente en la obligación de erradicar unas creencias que hunden sus raíces en tradiciones arcaicas, a las que ni religiosos, ni aristócratas, ni villanos se muestran ajenos (Maravall 1972; Eliade 1992). Brujas y hechiceras pueblan el subconsciente colectivo de una sociedad que empieza a observar con mirada renovada la realidad que le circunda, pero que ante la incapacidad que siente a la hora de dar respuesta a determinados interrogantes, pide consejo a hombres y mujeres dotados de ciertas facultades extraordinarias (Trevor-Roper 1967).

Esta mentalidad que une dos concepciones en apariencia antagónicas también se halla potenciada por las catástrofes naturales que en estos años se sufren: la peste y las cosechas paupérrimas originan el hambre y la enfermedad (Biraben 1975; Pérez Moreda 1980). Frente a estos males, el pensamiento ocultista cree que puede forzar los poderes sobrenaturales mediante el conjuro. De ahí que se tome la adivinación, el maleficio y el sortilegio como algo consentido por Dios, que emana de la fuerza del mismo diablo (Vickers 1990; Briggs 1996).

En la memoria del madrileño de esta época aun sigue vigente el recuerdo de Martín Perdomes, un campesino que en el siglo XIV asegura haber vencido la tentación del demonio. A partir de entonces obtiene una gran fama en su villa natal, Navalcarnero, y en la de Madrid. Tanto es así que cuando baja a los mercados la gente acude a él para que les diga cómo expulsar a Satanás de su cuerpo o de su casa. Paulatinamente va adquiriendo una cierta fortuna gracias al dinero que le dan sus clientes, por lo que abandona el campo y monta un consultorio en la Ribera de Curtidores.

Tal es su reputación que incluso es llamado a las oficinas del Consejo y luego al Alcázar por los propios reyes. Afirma que cada noche recibe la visita del diablo y que gracias a la resistencia y la obstinación con que se defiende consigue la fortaleza interna que luego transmite a las personas que se le acercan (Río 1997:295-296).

El ambiente de los siglos XVI y XVII se va tiñendo de rumores sobre acontecimientos prodigiosos (Bouistau 1586; Lycosthenes 2001; Paré 1993; Vega 2002). Las lenguas se desatan y la imaginación del pueblo crea una atmósfera donde imperan los sucesos macabros y los hechos excepcionales. Se comenta que en un pueblo leonés llovió cera que se trajo a la Corte para que el rey la viese; también que dos niños recién nacidos habían hablado diciendo uno “mortandad” y el otro “grandes trabajos”; que incluso una imagen de una tendera madrileña llegó a sudar siendo este caso conocido y difundido en los mentideros de la villa1. Una niña de ocho años parió en Castilla; en Barcelona se vio en el cielo una batalla entre pájaros negros, símbolo desde la Antigüedad de mal agüero (Cirlot 1997: 358; Biedermann 1999: 139-140); e incluso en la iglesia de Santa Cruz en Madrid, a media noche, apareció algo incorpóreo, de gran tamaño, que dijo ser de otro mundo, se subió a la torre y proclamó la destrucción de España, dejando como muestra de su presencia el badajo de la campana torcido2.

En el reinado de Felipe II la capital del Imperio se convierte en uno de los centros de mayor actividad mágica (Caro Baroja 1992; Villarín 1993; Imirizaldu 1977). Adivinos, nigromantes y saludadores pueblan las calles de esta villa, destacando entre ellos la famosa Lucrecia de León, una madrileña, nacida en el seno de una familia modesta, que llega a vaticinar hechos tan importantes como: el desastre de la Armada Invencible, la muerte de Felipe II por culpa de un mal gobierno y el final de toda su dinastía3. Tiene que retractarse de lo que ha profetizado por miedo a ser torturada; sin embargo y pese a su abjuración, es condenada a cien azotes y recluida durante dos años en un hospital para prestar servicio a los enfermos. A partir de ahí se desconoce cómo discurre y termina la vida de esta mujer (Kagan 1990; Blázquez Miguel 1987:37-98). Otro de los videntes más conocidos en esta ciudad es Juan Piquer, especializado en descubrir hurtos, quien da con el paradero de un jarro sustraído en la calle Mayor, siendo encontrado en los alrededores de Platerías (Villarín 1993: 20).

En esta atmósfera donde cada vez se percibe con mayor nitidez la presencia de santones, brujas y curanderos, la Iglesia reacciona persiguiendo y reprobando este tipo de prácticas tenidas por demoniacas. Justamente de este delito es acusado el brujo de la villa Amador de Velasco, vecino de la calle de la Cruz, que es denunciado por un alumno suyo, Juan de Contreras (Villarín 1993:17). El converso madrileño Antonio Pérez es condenado a la hoguera y quemado en efigie al hallarse involucrado en diversas conspiraciones palaciegas que se consideran instigadas por el mismo Satanás (Pérez Villanueva 1980). Y el 19 de octubre de 1621 –en el cambio del reinado de Felipe III a Felipe IV– se da muerte en la Plaza Mayor a Rodrigo Calderón, "a quien le habían sido arrancadas las declaraciones en medio de dilatados y horribles suplicios", hasta "doscientos cuarenta y cuatro cargos, faltas y abusos", entre los que contaría haber hecho uso de la nigromancia y tomar parte "en todos los asesinatos que de algún tiempo a atrás se habían cometido en Madrid". (Ríos III 1863: 281-283)

No debemos olvidar la importancia que tiene en esta época Josefa Carranza, una de las brujas más reputadas de la capital. Muchos de sus vecinos afirman conocer las actividades de esta extraña mujer, pero la mayoría coincide en que más que hechicera es una santa o cuando menos una curandera, con poderes divinos para sanar enfermedades y aliviar dolores. Sin embargo alguno de estos parroquianos la delata y la prenden. Esto ocurre en 1622, descubriendo en la casa de Josefa una despensa repleta de figurillas de cera con piernas, brazos y cabezas, alfileres clavados, tierra de cementerio y de cárcel, una calavera humana, corazones desecados de cerdo, ranas vivas y muertas, velas verdes, agua bendita robada de la iglesia de la villa, cabello de un muerto y de un recién nacido, trapos manchados de sangre menstrual, etc. (Río 1997: 287-288). Este no es el único taller de pócimas encontrado, sino que también se destapa el de Isabel López y el de Catalina Márquez de Avalos quien lo tiene en la calle de los Jardines.

En el Madrid barroco se producen todo tipo de prodigios en cuya sombra siempre se encuentra el poder del demonio (Kappler 1986; Lafuente y Moscoso 2000). Así, pues, en la jornada del 7 de mayo de 1641, Domingo Sánchez, hortelano del monasterio de Doña María de Aragón, denuncia que en la noche del 13 de abril un diablo lo saca de la cama, arrastrándolo por la habitación al mismo tiempo que le propina gran cantidad de golpes. Este suceso de violencia y agresividad satánica es muy comentado por los mercados matritenses, como contrarréplica a él se difunden los milagros atribuidos a Nuestra Señora de Atocha que "muda la color del rostro cuando se le miente" (Pellicer 1965: 104-105). En junio de este mismo año el pueblo sale a la calle con "el cuerpo de San Isidoro" y la imagen de Nuestra Señora del Milagro para pedir lluvias al cielo.

Ningún estamento social queda libre de los hechizos, sortilegios y encantamientos. Su mano llega a envenenar la mente de personajes políticamente tan poderosos como el conde duque de Olivares, primer ministro de Felipe IV y favorito del monarca, quien tras protagonizar innumerables maquinaciones cortesanas, cae en desgracia, llegándose a decir de él que mantiene relación estrecha con una bruja de víboras y escorpiones de San Martín de Valdeiglesias, a quien realiza consultas tanto personales como profesionales, siendo realmente ella quien mueve los hilos de España en los primeros meses del año 1643 (Deleito y Piñuela 1963).

El diablo se convierte en la imagen donde materializar los acontecimientos que golpean y desorientan a la sociedad del Siglo de Oro4. Se percibe el mal en todos los niveles de la vida: tanto en el ámbito personal (incertidumbre, pecado, desengaño, sufrimiento, melancolía, posesión, locura, etc.), como en la esfera socio-política (principio de desmoronamiento de las instituciones básicas) y en su dimensión cultural (la pintura, el teatro y la escultura muestran numerosas imágenes de Lucifer: unas burlonas, otras irónicas y algunas dramáticas, presentándonoslo como un ser cotidiano y muy cercano). (Cilveti 1977; Russell 1995; Link 2002).

La maldad, como fruto de la incuestionable existencia del demonio, se erige en pieza clave a la hora de interpretar este periodo histórico marcado por la crisis y la confusión. La mentalidad mágica aparece también inserta en la cristiana a través de la figura de Satanás. Se cree que solo a través de la religión se puede combatir con eficacia al demonio. Al frente de lo mágico aparece siempre el maligno; en consecuencia, solo Dios y sus representantes cualificados en la tierra pueden vencerle, dando lugar a un gran número de tratados en los que se aborda el tema de la magia desde los más diversos prismas, en un intento que aparentemente busca erradicar estas vanas supersticiones en el estamento social más bajo, pero que en realidad consiguen subyugar la voluntad, la conciencia y la libertad del individuo en aras de una cultura que potencia el miedo, la represión y el castigo con su particular “caza de brujas”(Caro Baroja 1995; Bonomo 1985; Pastore 1997; Romanello 1978; Ginzburg 1985).

El 30 de agosto de 1644 la Inquisición detiene en Madrid a don Gerónimo de Villanueva (Plaidy 1967:132-140), secretario de Estado y consejero de Indias, al que se le relaciona con el escándalo que tiene lugar en el convento de San Plácido (Moncó Rebollo), donde las treinta monjas que lo habitan parecen estar encantadas o endemoniadas, incluida la madre superiora, Teresa de la Cerda, quien confiesa haber sido poseída por un secuaz del diablo5. Justamente cuando el inquisidor general Diego Arce de Reynoso dicta el auto de prisión contra Villanueva, una mujer madrileña denuncia a su marido por cometer el llamado pecado nefando, acusación por la cual él muere en la hoguera y a ella se la exculpa por estar embarazada.
Por su parte, Jerónimo de Barrionuevo, en la relación que hace de tormentos y muertes crueles, recoge el caso de don Francisco Guillén del Águila, alcalde de Corte, al que le sacan del cuerpo 990.850 legiones de demonios. "Cada legión tenía su capitán y se componía de 6.666 soldados" (Barrionuevo I 1968: 127). Y en la jornada del 27 de febrero de 1656 escribe que:

Fue a oír misa al Buen Suceso un criado de los mayores del duque de Alba. Púsose al lado de una dama muy hermosa. Volvió muchas veces a mirarla y, al acabar la misa, con mayor cuidado, hallaría junto a sí la figura de la Muerte. Desmayóse: trajéronle a su casa, en un coche, y murió a las veinticuatro horas (1968: 250).

Hacia 1659 en el Prado de San Jerónimo de Madrid vive Pedro Milanés, un astrólogo ducho en prácticas brujeriles, que es denunciado a la Inquisición por un padre dominico con domicilio en la plaza de la Cebada. Se le acusa de tener un amplio conocimiento de alquimia y de utilizar pócimas mediante las que desata el deseo sexual a una determinada persona (Culianu 1999; Koning 1977). En el sumario que se le instruye queda constancia de que pasa largo tiempo buscando tesoros tanto en Villaverde como en Colmenar de Oreja, hecho por el cual se le vincula con María García, natural de

El Escorial, y con un hortelano del convento de las Descalzas.

Pero sin duda alguna el suceso que más marca la represión contra cualquier práctica relacionada con la magia, la brujería o la demonología es el Auto General de Fe que tiene lugar en la Plaza Mayor de Madrid allá por el año 1680, al que asiste el rey Carlos II, su madre Mariana de Austria y su esposa María Luisa de Borbón, en honor a la cual se celebra tal acto (Bennassar 1981; Hroch & Skýbová 1988; Caro Baroja 1983; Gil del Río 1992). Todo el proceso es descrito por José Vicente del Olmo en su Relación histórica (1680). A través de ella conocemos la estructura arquitectónica que se erige para acoger dicho Auto, la composición y recorrido de las distintas procesiones e incluso los ropajes de algún Grande de España que asiste a las mismas. Se cubre la plaza con toldos para evitar el calor del verano madrileño. Se adornan las gradas y los balcones con colgaduras y almohadas para los pies, alfombras y tapices para las mesas donde se depositan las arquillas en las que se guardan las sentencias. En la altura central de los altares de la plaza se coloca la cruz verde, cubierta con un velo negro, escoltada por maceros y candeleros de plata.

Doscientos cincuenta soldados cuidan de la defensa de la representación, con el capitán Francisco Salcedo al frente. Las bocacalles y los accesos son cerrados con tablados agujereados a través de los cuales el vulgo pueda seguir el Auto de Fe. El clima que se respira está marcado por el silencio y la solemnidad, rotos tan sólo por la voz del predicador, mientras que los reos sentados en una de las tribunas esperan el momento en el que se les lea públicamente los cargos y la sentencia a la que son condenados. Entre los culpables figuran: Leonor Díaz, de treinta y cuatro años, «con coroza e insignia de hechicera supersticiosa»; María Hernández Salazar, de treinta y un años, "con coroza e insignia de casada dos veces"; Inés Caldera; y la madrileña Lorenza de Montalván, condenada a prisión perpetua. También hay encausados "por pertinaces en la secta de Mahoma".

Esta ceremonia dura un día entero. Comienza a primera hora de la mañana, cuando los reos son llevados a la casa del inquisidor don Diego Sarmiento de Valladares. Se forma una procesión que discurre hasta la Plaza Mayor de Madrid. Seguidamente se leen los cargos contra los acusados y las sentencias, comenzando por las más leves. Al concluir la ceremonia se conduce a los que van a ser quemados hacia otro lugar, que se llama brasero, donde se ha preparado con antelación una pira y allí es donde se consuma la sentencia.

En un principio los Autos de Fe comienzan siendo actos religiosos de penitencia y justicia a través de los que se pretende instruir al pueblo llano en la verdadera fe y a la vez dar ejemplo del rigor con el que se castigan las herejías. Sin embargo, no tardan mucho en convertirse en verdaderas fiestas populares, semejantes a las corridas de toros o a los fuegos artificiales, que se celebran en las plazas mayores o en los lugares más espaciosos de la ciudad6.

Cada tribunal tiene por costumbre realizar estos actos una vez al año, pero progresivamente se van haciendo más costosos, por lo que se opta por organizar a la vez los Autos Particulares de Fe, caracterizados por su discreción y por la ausencia de público, teniendo lugar casi siempre en iglesias con la asistencia de los reos, los miembros del tribunal y demás personal relacionado con el proceso. Por ello se espacian en el tiempo los Autos Generales de Fe, reservándolos para momentos más oportunos en los que esta reunión tenga un impacto social mayor (García Ivars 1991; Puerta Castellanos 1672).

El calvario que sufre un reo condenado por el Santo Oficio empieza con su reclusión en las cárceles secretas de la Inquisición7 y la incautación de sus bienes; y todo ello a causa de ser acusado por un testigo o incluso por la propia confesión voluntaria de las faltas –método preferido por los inquisidores, ya que les ahorra mucho tiempo en el desarrollo del proceso–. La manera de incentivar dichas confesiones es muy simple: se hace pública la voluntad del tribunal competente de convertir a la fe a aquellos ciudadanos de su jurisdicción que se han apartado de ella cometiendo delitos considerados como graves, al mismo tiempo que muestra un signo de indulgencia, como difundir que aquellos que se arrepientan motu proprio de sus pecados y que además denuncien a sus correligionarios recibirán el perdón tras cumplir penitencias reducidas, pero aquellos que sean acusados directamente por algún testigo sin haber confesado previamente se les aplicará con rigor las penas pertinentes (Fernández Nieto 1989; Martín Soto 2000).

Una vez encarcelado el preso es amonestado tres veces durante varias semanas, pero nunca se hace referencia a la razón concreta por la que se le ha privado de libertad, ni los testigos ni pruebas que existen en su contra. Solo se le insta a confesar las faltas que contra la fe ha cometido. Si estos avisos no surten efecto, el fiscal lee las acusaciones concretas que se le imputan y el acusado debe responder entonces a cada una de ellas. Una vez resuelto este último trámite se permite al preso preparar su defensa junto con su abogado. Pero si la suerte, la memoria y la imaginación del recluso no da con la respuesta correcta, el tribunal puede suponer que trata de ocultar o negar el delito, pudiendo entonces hacer uso de la tortura para conseguir una confesión final (Lea 1907; Kamen 1972).

A partir de este momento tan solo queda dictar sentencia, para lo que se emplaza una “Consulta de Fe” formada por los inquisidores, un representante del obispo y algunos licenciados en leyes o en teología. Un fallo de culpabilidad significa invariablemente la comparecencia en un Auto de Fe, en la que el acusado escucha el veredicto y el castigo que el tribunal le impone. En el caso de que el reo haya fallecido en la prisión o bien esté huido de la justicia, es representado por una efigie vestida con los atuendos y símbolos que corresponden a los delitos y penitencias a las que ha sido imputado el sujeto en cuestión8. Además los condenados a muerte se diferencian de los que no lo son en que éstos últimos llevan una vela y un rosario, signo de su arrepentimiento y salvación.

Este mundo de encantamientos, ensueños y visiones reprimidos por la mano de una Iglesia, que percibe esta libertad de pensamiento con mucha inseguridad y temor por la desestabilización que pueda imprimir a su sistema, este entorno marcado por la superstición y la magia heredada de prácticas que se creían olvidadas, tiene su claro reflejo en la literatura que se escribe durante este Siglo de Oro. Así los escritores comienzan a proyectar lo real en lo imaginario (Pérez Villanueva 115-130). Los personajes de Cervantes, Lope, Tirso, Zabaleta y Moreto establecen pactos con el demonio, sus brujas y sus lechuzas; son espejos de la sociedad de su época y, a su vez, esconden bajo sus actos y pensamientos un mundo suprarreal de ideales y sueños. Estos autores parten de la existencia objetiva para desrealizarla en un juego de caracteres sutil e intelectual.

Calderón de la Barca, por ejemplo, en sus obras nos muestra una atmósfera de transfiguración y de fantasía. Temas básicos en sus autos son la vida como sueño, la deficiente interpretación humana de la realidad al enredarse en las apariencias y el theatrum mundi. Llena el escenario de La dama duende de súcubos y conjuros, hechiceras y encantadoras; y el de El astrólogo fingido de magos y nigromantes, para arremeter en La vida es sueño contra el influjo de las estrellas en el destino de los hombres (Frutos 1952; García-Bacca 1964). El problema teológico-jurídico del libre albedrío es llevado a los escenarios por Tirso de Molina en El condenado por desconfiado. El valor personal, el poder de la voluntad y la libertad a la hora de construir día a día la realidad que les ha tocado vivir se confirma en estos escritos. Sus autores se sienten responsables del desarrollo de una conciencia positiva para planear acontecimientos y participar activamente en su presente histórico, en un intento por solventar la crisis profunda y la decadencia de entre siglos.

Góngora, por su parte, literaturiza la vida, transfigura lo que toca, elevando, purificando e irrealizando. Las cosas son para él ideas; lo humano lo concibe como una representación estética y trascendental. La realidad gongorina no reside en los objetos sino en el espíritu. A veces tizna sus versos con un pesimismo final que invita a gozar de la vida en plenitud antes de que nos disolvamos (Iventosch 1974: 35-40). Gracián, por su parte, en su Criticón examina detalladamente la vida a partir de un cuestionamiento de la propia existencia humana: "¿Qué es esto, dezía, soy o no soy? Pero, pues vivo, pues conozco y advierto, ser tengo. Mas, si soy ¿quién soy yo?, ¿quién me ha dado este ser y para qué me lo ha dado?; para estar aquí metido, grande infelizidad sería" (Gracián 1984: 71). A Gracián, que sabe que las cosas no pasan por lo que son sino por lo que parecen, le atrae el símbolo, el emblema, el inacabable juego verbal. Considera que en este mundo todo es engaño, humo, desilusión y vulgaridad, por un lado, o alegoría, imagen y concepto, por otro; empobrece lo temporal y encarece lo eterno. Cree que la vida es un peregrinaje al otro mundo (Egido 1996).

Quevedo, por su parte, retuerce todo lo que toca, reemplaza los sentidos por una representación deformadora y maligna de la realidad. Pesimista y decadente, degrada lo bello y sublima la grosería, tal y como ocurre en sus obras El mundo por dentro y El alguacil alguacilado. Busca sentido detrás de la ambigüedad y el equívoco de la vida9. Pero el que acaba siempre desmaterializando su inicial y consistente realismo terrenal es, sin lugar a dudas, Cervantes. Sólo Quijote podría explicar, "¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino!" (Cervantes I 1989: 528). Y en La cueva de Salamanca pone en boca de uno de sus personajes, el estudiante Carraolano, una queja contra la represión del Santo Oficio, ya que para él la magia podría llegar a ser su ciencia "si se le dejara usar sin miedo a la Inquisición".

Esta amalgama de ensueños ambiguos y racionalismos despuntados va moldeando una ciudad que cada vez se muestra más interesada por todo aquello que resuene a magia. Su realidad se impregna de creencias paganas heredadas de antiguos pasados, de inseguridades humanas ante el nuevo mundo que comienza a atisbar, de fantasías creativas con las que intenta dar respuesta a los interrogantes que su presente no puede solucionar. Ante el inicio de una mentalidad nueva, basada en la razón, el madrileño de estos siglos se fija en su interior, recurriendo al mundo mágico para interpretar la existencia que le circunda. Infinidad de pócimas, ungüentos, raptos, posesiones, vuelos nocturnos, cónclaves, pactos, filtros, brujas, magos y demás demonios constituyen un universo indefinido, irreal, pero palpable y evidente, con el que se inicia la Modernidad, pese a la sombra enlutada de la fría Inquisición.

 

NOTAS

1 Este caso es recogido en la carta que fray Lucas de Allende dirige a don Alonso de Mendoza, fechada el 29 de mayo de 1588.

2 Testimonio de J. Ocio de Salazar y de J. Ortiz de Salvatierra, comisario del Santo Oficio en Madrid, el 3 de mayo de 1590.

3 En 1587, Lucrecia conoce a fray Lucas de Allende –guardián del convento franciscano de Madrid–hombre de gran fortuna y cultura, a quien le gusta rodearse de videntes y adivinos, a través de los que pretende saber el futuro y llegar a cambiarlo si éste no le es propicio.

4 Durante el Siglo de Oro, se considera que parte de la sociedad está endemoniada, que el mal, en sus múltiples manifestaciones (guerras, pestes, hambres, motines, impotencia real, hechizos, desgobierno, etc.), la preside y la gobierna (Lisón Tolosana 1992).

5 Lo que realmente está encubriendo esta persecución y condena contra don Gerónimo de Villanueva son las frecuentes incursiones nocturnas que el monarca Felipe IV realiza al convento de San Plácido, requiriendo de amores a alguna de las jóvenes novicias que allí están enclaustradas (Moncó Rebollo 1989).

6 Hay tesis que atribuyen el origen del Tribunal del Santo Oficio no sólo a una mera organización del Estado que actúa en interés de la Iglesia Católica sino, también, a razones más pragmáticas como la normalización de una práctica extendida en la sociedad feudal como son los linchamientos populares, sobre todo, con los practicantes de la usura y en los que la población se toma la justicia por su mano. El Santo Oficio da, así, un corpus legal a estas prácticas (Pérez Villanueva 1980; Coronas Tejeda 1981).

7 En el caso del Auto de Fe celebrado en Madrid, en 1680, estas cárceles secretas están localizadas en la calle de Isabel la Católica, según refiere en sus memorias el periodista madrileño Julio Nombela (1976).

8 Tengamos en cuenta que el objetivo de la Inquisición es la salvación de las almas y no el mero castigo corporal de los pecadores, por lo que sustituir un cuerpo por una estatua no es más que salvar el obstáculo de la ausencia del reo.

9 Rodrigo Fernández de Ribera (1579–1631) crea en los Anteojos de mejor vista al licenciado Desengaños quien, desde lo alto de la Giralda, es capaz de ver a los hombres como son en realidad (Cuevas I 1979: 357–376).

 

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