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En torno de Antonio Tabucchi
Roberto Ferro
(Universidad de Buenos Aires, Argentina)


http://members.xoom.it/Manolito/Tabucchi/Tabucchi.index.htm

 

 

I – Una cartografía inestable

 

 

No creo que la vida sea comprensible, si no es en términos narrativos. La vida es equívoca y subrepticia y nuestra narración, por muy dotada que esté de voluntad de completarla, acabará asumiendo la fisonomía del objeto narrado, se convertirá en equívoca y subrepticia.

Antonio Tabucchi

 

 

  Antonio Tabucchi nacióen Pisa en 1943, pasó sus años de infancia y  juventud en el vecino pueblo de Vecchiano, allí cursó la escuela elemental y media, graduándose luego en el Liceo de Pisa. El relato de iniciación con el que recuerda el momento en el que intuye su vocación tiene el tono de las historias de Pequeños equívocos sin importancia:

 

Cuando yo era estudiante de primer curso de Filosofía y Letras en la Universidad de Pisa, mi propósito inicial era el de licenciarme en filología románica o incluso en literatura española, porque era una literatura que me atraía mucho; por aquel entonces, en realidad, conocía bien poco de Portugal. Pero aquel verano, durante un viaje a París, compré en un bouquiniste un pequeño libro que se titulaba Bureau de tabac de Fernando Pessoa, es decir, el poema “Tabaquería”. Era una traducción francesa, sin el texto original, de un poeta que era para mí desconocido. Leí el libro en el viaje de tren que me llevó desde París de vuelta a mi casa y me entusiasmé con aquella lectura. Después, acabado el verano, cuando comencé el segundo año de universidad, decidí, cambiar la orientación de mis estudios, al comprobar que en mi imaginación seguía presente el reclamo y la idea de ese desconocido y curioso poeta portugués que me había seducido.[1]

 

Tabucchi ha reconocido reiteradamente que ante todo le debe a Pessoa la apertura hacia la novela, porque a través de su poesía inventó una serie de personajes creadores urdiendo entre ellos correspondencias, amistades, discrepancias polémicas y diversas posturas ante la vida y la literatura. Hay en el inventario de lecturas que privilegia Tabucchi una red de vínculos que desde Pessoa se expande a los autores apócrifos de Antonio Machado, el teatro de Luigi Pirandello, la novela Niebla de Miguel de Unamuno, los cuentos de Jorge Luis Borges, que reaparecen en su escritura como la huella indeclinable de su interés por el proceso de configuración y emergencia del personaje literario, y que a la manera de un principio constructivo dominante se relaciona con el tema del doble, la búsqueda de la identidad, los bordes lábiles e inestables entre realidad e imaginación, diseminándose en el conjunto de su narrativa.

Cuando evoca la genealogía de su formación cultural, Tabucchi le otorga una gran importancia a sus primeros contactos con el espacio cultural de París, en esos años descubre el cine de Renoir y de Buñuel, se acerca a Dalí, al surrealismo francés, a Cocteau, a la vanguardia, lo que lo lleva a configurar una competencia diferente para la interpretación de la literatura europea contemporánea.

Tras terminar la licenciatura cursa estudios de especialización en la Scuola Normale Superiore de Pisa y luego en la Facultad de Letras; más tarde ha sido profesor en las universidades de Bolonia, Roma y Génova. Entre 1987 y 1989 dirigió el Instituto Italiano de Cultura de Lisboa; actualmente es catedrático de Lengua y Literatura Portuguesas en la Universidad de Siena. Es también reconocido como crítico literario y sus artículos periodísticos relacionados con temas políticos y culturales de actualidad aparecen en importantes diarios y revistas de Europa y América.

Un recorrido por la obra narrativa de Antonio Tabucchi abre a la mirada lectora un territorio de variada topografía que se extiende a lo largo de sus novelas, cuentos, relatos y ensayos; si se elige como eje de referencia la línea cronológica de publicación, es posible distinguir tres períodos bien diferenciados en su producción, con la salvedad de que siendo su narrativa una obra en curso, este intento de parcelación apunta a diseñar un primer acercamiento, sin lugar a dudas esquemático, que necesariamente debe ser completado desde otras perspectivas para otorgar mayor densidad a la reflexión.

  La primera etapa abarca dos novelas, Piazza d’Italia e Il piccolo naviglio, que se desarrollan en torno de genealogías familiares, en las que el destino trágico de los protagonistas se trama con un intenso escudriñamiento de la historia italiana del  siglo XX. Piazza d’Italia, publicada en 1975, se configura en torno de tres generaciones de rebeldes, marcadas por la tradición familiar, con personajes arquetípicos que llevan nombres como Garibaldino, Quarto, Volturno, cifras simbólicas antes que designaciones individuales; cada uno de ellos parte desde su pueblo hacia viajes extraordinarios donde la guerra es una amenaza y un desafío constantes. En Il piccolo naviglio, de 1978, la historia expande la alegoría narrativa de un viaje peligroso en el que el hombre es el capitán de su pequeño navío, dramatizando la tensión ancestral entre el destino individual perdido en la inmensidad del mar del tiempo y de la historia.

  La ficción novelesca de Piazza d’Italia tiene algunos contactos con el realismo mágicoque el llamado “boom de la literatura latinoamericana” había puesto en circulación en Europa, particularmente en Italia el impacto y la aceptación de la novela Cien años de soledad de Gabriel García Márquez fueron notables. Melchiore, nacido sietemesino, que llega a ser ingeniero agrónomo casi por inercia, y escribe un folletín por entregas sobre una reina africana que muere como Dido, evoca al Melquíades del escritor colombiano. De los dedos de Esperia, la madre de Garibaldo, salen algunas llamitas y las ventanas suelen volar agrupadas en bandadas; esas marcas serán el punto de partida de un componente barroco de la poética de Tabucchi, que entrelaza y complica los límites endebles de la realidad y la imaginación.

  Con la aparición del libro de relatos El juego del revés, en 1981, la escritura de Antonio Tabucchi incorpora algunos componentes distintivos que comienzan a diferenciar los nuevos textos de su obra anterior, desplegada como un vasto friso centrado en el mundo campesino de la región de Toscana con sus tradiciones y sus conflictos sociales. En el relato que da título al volumen se traman ciertos motivos que Tabucchi había trabajado en sus primeras novelas, pero el grado de elaboración y la complejidad de su urdimbre alcanzan un mayor nivel de sutileza y refinamiento; la indagación de la memoria como búsqueda de la identidad, los meandros del tiempo, la imposibilidad de llegar a una única verdad, son construidos con una impronta propia, en la que el rigor intelectual, la intensidad de la palabra poética y la agudeza para incursionar en los dilemas que enfrenta el conocimiento en nuestra época configuran una estética que exhibe el gesto inquisitivo como signo de una conciencia crítica, inquieta y reflexiva, dispuesta a indagar las complejidades pero sin desembocar en respuestas conciliadoras ni reduccionistas.

   Dama de Porto Pim, de 1983, es un volumen compuesto de un conjunto misceláneo de relatos que tienen al naufragio como hilo que entrelaza la diversidad de los materiales que los componen. En Nocturno hindú, de 1984, novela de indagación de la identidad, situada en la India, Tabucchi rechaza la fácil tentación del exotismo para centrarse en una existencia signada por el encuentro del protagonista con personajes que como anuncios indescifrables lo conmueven más intensamente que los extraños paisajes por los que se desplaza. La narración rodea las acciones con el vacío de las elisiones y los cortes como si cada interpretación de la otredad y de sus circunstancias constituyera una peligrosa cercanía al abismo de la indeterminación. El relato progresa asediado por fuerzas contrapuestas: el secreto, el fragmento, el dato vedado al conocimiento del lector, parecen tener funciones ambiguas, por una parte, contribuyen a la articulación del enigma y a la tensión del suspenso y, por otra, emergen en movimientos de desnovelización que atraviesan la escritura interfiriendo todo cierre que implique la repetición de una fórmula cristalizada.

  En 1985, aparece Pequeños equívocos sin importancia, un libro de relatos en los que el azar, el equívoco y lo aleatorio intervienen construyendo redes de relaciones  en las que se agrava y se atenúa de modo ambivalente e incierto la responsabilidad de los personajes enfrentados a situaciones en las que son arrojados inesperadamente. Al año siguiente publica, La línea del horizonte, novela de marcado sesgo existencial, en la que emerge un clima de desazón ante la incapacidad de vivir en plenitud; el asedio de la alegoría de la muerte y la insistencia de un sentimiento de piedad sobre los restos mortales modelan el relato en el cruce entre el género policial y la novela filosófica.

  Los volátiles del Beato Angélico, de 1987, es también un volumen misceláneo, que reúne relatos cruzados por una gran diversidad de motivos: históricos, líricos, paródicos, fantásticos, todos ellos tejidos con alusiones autobiográficas en las que asoman sus búsquedas personales más intensas. Tanto en Los volátiles del Beato Angélico como en Dama de Porto Pim el encuentro de materiales de origen diverso, a veces con evidentes alusiones metaliterarias, a veces abiertamente no literarias, y con marcadas disonancias entre sí, constituyen constelaciones de rasgos reunidos en figuraciones cambiantes que evocan caleidoscopios en incesante tránsito; todo ello posibilitado por la impronta inesperada que las determinaciones insólitas de las variaciones del azar provocan y expanden. Algunos de estos relatos dan a leer micropoéticas en las que las estructuras abiertas parecen evocar el diseño de alguna de sus novelas.     

  Los textos de este lapso, que pueden considerarse como un momento de afirmación y madurez de su poética literaria, comienzan a traducirse al español a mediados de la década del ochenta, período en el que se renueva el interés de los lectores de habla hispana por la literatura italiana contemporánea, situación generada en gran medida por la inmensa ola producida a partir de El nombre de la rosa de Umberto Eco, publicada en 1979; atención que en otros ámbitos se manifestaba a su vez por la alta valoración crítica que recibía la narrativa de Italo Calvino. La obra de Tabucchi comienza a difundirse desbordando el primer círculo de sus lectores que lo habían constituido en un autor de culto.

  En 1988, aparece, I dialoghi mancati, que agrupa dos monólogos teatrales, en los que el único protagonista en escena busca establecer un diálogo, finalmente trunco, con alguien ausente, aunque paradójicamente presente en escena como cifra obsesiva del vacío. En “Señor Pirandello, le llaman por teléfono”, un actor, que quiere representar a Fernando Pessoa, llama al dramaturgo italiano para que lo guíe en su cometido. El personaje aparece construido como una metáfora del escritor: alguien que finge ser otro, que se oculta en una multitud de máscaras diferentes, imaginando existencias ajenas más intensas y complejas que su propia vida. Hay en esta simetría una alusión al cambio de percepción de la figura del escritor en el imaginario social de los últimos años, Tabucchi no lo concibe como una especie de demiurgo, sino, más bien como un hombre desasosegado, carente de certezas, involucrado en una búsqueda constante por entender las incertidumbres que lo acechan. En “El tiempo apremia” el protagonista intenta afanosamente localizar a su hermano para hablar con él, pero su intento es vano porque cuando consigue encontrarlo ya es tarde porque ha muerto. Estas obras, que Tabucchi ha considerado como ensayos experimentales, se constituyen alrededor de un motivo que la literatura italiana ha abordado insistentemente en toda su tradición, el diálogo con los muertos, moldeando la escritura con la idea del más allá, la conjetura acerca de ese no-lugar al que han ido a parar todos los que han pasado por esta tierra y la han abandonado, es decir, los que permanecen en nuestra memoria como los que ya han sido. I dialoghi mancati anticipa el núcleo que en Réquiem alcanza un alto grado de sutileza y complejidad.

  Después de varios años de silencio, en 1991 aparecen dos volúmenes, El ángel negro, compuesto de relatos que más allá de la autonomía de cada uno de ellos, se presenta como un mosaico en el que se revela un trazado de recurrencias que les otorga unidad: el paso irremediable del tiempo y la mirada, que se construye desde esa perspectiva, migran repetidamente tejiendo el filamento textual que une todos los cuentos; y Réquiem, novela escrita originalmente en portugués, es una especie de sonata en la que el protagonista dialoga con vivos y con muertos en un mismo plano; la sombra de Fernando Pessoa y su Lisboa contemporánea diseñan una historia en la que son indiscernibles el homenaje al poeta y la perturbación por lo inexplicable. El ángel negro y Réquiem abren una tercera etapa en la que la escritura de Tabucchi alcanza una dimensión constructiva rigurosa, constituyendo una economía narrativa asentada en la fragmentación temporal y la densidad de la palabra poética; correlativamente, el componente lúdico abre el dilema de la reflexión ontológica, en la que el laberinto es una alegoría que contiene y propaga la conjunción indecible del orden y el caos.

   Si en estos años  Antonio Tabucchi ya no era tan solo un escritor de culto y su obra se leía en ámbitos más amplios, las circunstancias excepcionales que rodearon la filmación de su novela Sostiene Pereira, de 1994, dirigida por Roberto Faenza y protagonizada por Marcello Mastroianni, en su último papel protagónico, tras el cual, poco tiempo después, iba a fallecer, abrieron su obra a un conocimiento que excede con mucho la fama restringida y el prestigio que había alcanzado para convertir la novela en un best-seller y correlativamente generando un creciente interés sobre su narrativa anterior. Sostiene Pereira se desarrolla en un período trágico de la historia europea, el del ascenso y consolidación de los totalitarismos; el protagonista no lleva a cabo actos de arrojo extraordinario, es un hombre común, asediado por el remordimiento y los recuerdos, que en un momento de su vida asume el riesgo del compromiso político.

  En 1996 aparece en castellano Sueños de sueños seguido de Los tres últimos días de Fernando Pessoa, que reúne dos textos publicados en 1992 y 1994 respectivamente. Tabucchi da una vuelta de tuerca a la metáfora borgeana de la memoria ajena, en sus relatos imagina los sueños de otros, desde Dédalo hasta Freud, pasando por Ovidio, Rabelais, Caravaggio, Debussy o García Lorca. Escribir los sueños de otro es una variante del tema del doble pero es también una magnífica alegoría de la experiencia literaria. La lectura es una tarea incesante en la que se construye una memoria personal con experiencias y recuerdos ajenos. Las escenas de los libros amados regresan como recuerdos privados. Tabucchi parece alegar que la tradición literaria tiene el diseño de un sueño en que moran los recuerdos de los escritores muertos y que regresan en la imaginación de una escritura que los inscribe en el futuro para ser leídos en la perpetua fugacidad del presente. En estos relatos Antonio Tabucchi combina la densidad de la imagen poética con la maestría de la narración breve.

  En 1997, aparece La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, centrada en la resolución de un crimen que coloca al protagonista de la historia, el abogado Lotton frente al dilema de la falta de credibilidad social que debe soportar un marginado. El nudo del conflicto se configura en la confrontación de los supuestos subyacentes a partir de los cuales se mide el valor de verdad de una persona de acuerdo con el rango de prestigio social que ha alcanzado, por una parte, con la actitud de Lotton que considera que el ser humano es respetable y creíble más allá de la posición social que ocupa, por otra. En esta novela Tabucchi, expone su concepción del intelectual como aquel que debe suscitar la duda, desmontando las seguridades elaboradas por los consensos mayoritarios; lo que implica afirmar que si se verifica una completa armonía entre el artista y el orden constituido, el arte se convierte en algo inútil, falso y consolador.

  Esa es el concepto de intelectual que Tabucchi expone en La gastritis de Platón, publicada en 1998, respondiendo al artículo de Umberto Eco “El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada”, en el que restringe la tarea intelectual exclusivamente a la gestión de la cultura, es decir un administrador de la tradición y dedicado casi exclusivamente a la educación de los más jóvenes.

  La réplica de Tabucchi comienza por advertir un llamativo olvido en el que incurre Eco: no tiene en cuenta al escritor y/o poeta; a partir de ese señalamiento argumenta que la tarea del intelectual es la de leer la realidad “al revés”, trastrocando el eje causa-efecto, esa reversibilidad del tiempo se debe trasladar a la historia social, para revelar las causas, que habitualmente están enmarañadas, disimuladas en las consecuencias de los efectos. La función del intelectual no es tanto la de crear la crisis, sino la de poner en crisis.

   En 1999, la editorial Feltrinelli publica Gli Zingari e il Rinascimento, Los gitanos y el Renacimiento. El texto apareció en la revista alemana Lettre Internacional de Berlín, que había convocado a diez escritores para que reflexionasen acerca de la realidad en el fin del milenio.

  Tabucchi ha dicho que este libro debió llamarse “reportaje de un reportaje”. Inicialmente es un conjunto de notas en forma de diario, escritas mientras acompañaba a Liuba, una judía polaca a quien conoció en Lisboa, en 1968, y cuyos padres emigraron a Portugal huyendo del nazismo. Liuba lo visita en Florencia treinta años más tarde, cuando la ciudad se ha convertido en un infierno mucho más degradado que el que describe Dante en su Divina Comedia. Tabucchi la guía  por los alrededores de Florencia, en los que una comunidad musulmana exiliada de Kosovo, Macedonia y Servia, perseguida por la limpieza étnica instrumentada por Milosevic en complicidad con las fuerzas de la OTAN, es recluida en las afueras de la gran ciudad del Renacimiento italiano en condiciones infrahumanas. Los campos de detención en los que han sido hacinados están rodeados de alambres de púas con puertas rigurosamente vigiladas. Tabucchi narra en el epílogo de su libro una historia de amor imposible y desesperada entre una mujer no-gitana y un gitano, finalmente destruida por la miseria, la segregación y la indiferencia burocrática;  esta parábola inevitable culmina con un manifiesto en el que el escritor propone sustituir los prepotentes burócratas y los turistas banales por gitanos para mejorar a Florencia.

  Este año, Feltrinelli publica Si sta facendo sempre più tardi. La novela se desarrolla en la sucesión de dieciocho cartas, de las cuales sólo la última está escrita por una mujer, componiendo una red de remisiones y entrecruzamientos en los que la tensión entre el deseo de un cambio y el denso lastre del pasado asedian el presente de la escritura. Tabucchi trastorna la tradición de la narrativa epistolar, perturbando los protocolos y renovando el género. La carta es un yacimiento en el que se acumulan los rasgos distintivos de la escritura literaria; se constituye, ante todo, como un diálogo diferido con lo que queda del otro, con sus resonancias, cuando se ausenta. La carta impone al otro la desaparición, el silencio, esa forma anticipada del mutismo mortuorio, para inscribirlo como destinatario y lector. En toda carta se cruzan los significados del duelo, se lleva al extremo las funciones de los destinadores-destinatarios, formando un encadenamiento que puede extenderse indefinidamente a ambos lados, siempre orientándose no sólo hacia lo que se escribe sino hacia la mirada ausente del otro que leerá la carta. Tabucchi aprovecha la riqueza significativa de la novela epistolar para escudriñar en los pliegues de las pasiones humanas: la ternura, la sensualidad, la añoranza, la culpa, el abandono, la crueldad, entrecruzando reclamos y nostalgias a lo largo de las primeras diecisiete cartas; a todas esas demandas amorosas que van tejiendo ansiosos y solitarios amantes responde en la última una voz femenina lejana e impiadosa.

  Más arriba, señalé las dificultades de todo intento de ordenar una obra en curso; la elección del eje cronológico, el proyecto de distinguir diferentes etapas en la producción literaria de Antonio Tabucchi exhibe sus limitaciones al reflexionar sobre la última de ellas, que llega hasta la actualidad, puesto que no hay suficiente distancia para elaborar una especulación crítica. De todos modos, creo que esas dificultades no impiden señalar algunas características que le otorgan un cierto grado de consistencia a la caracterización de esa etapa, que puede variar cuando se la revise desde una perspectiva temporal que permita otro tipo de análisis.

La difusión de su obra en los medios masivos y el universo en expansión de sus lectores le han otorgado al escritor italiano otra visibilidad, ese reconocimiento lo ha habilitado para intervenir activamente en diversas causas: el estado deplorable y la marginación que sufren los exiliados en Europa, el creciente racismo que se manifiesta desaforadamente en los tiffosi cada domingo en el fútbol italiano, su prédica para alertar y desenmascarar el totalitarismo que implica la fusión del poder político y el poder mediático reunidos por Silvio Berlusconi, o los peligrosos deslizamientos desde la información periodística hacia la mera propaganda que se ha producido, en particular en las cadenas de noticias norteamericanas, tras los atentados a las torres gemelas de Nueva York. Pero esa intervención activa, ese rol del intelectual que cuestiona, que llama la atención sobre las motivaciones ocultas que organizan los consensos globalizadores, no ha paralizado su escritura literaria, en su última novela retoma y acentúa los motivos que articulan su poética narrativa, centrados en la incertidumbre de la existencia que se desliza entre la invención, el recuerdo y la fugacidad del presente, sin poder situar los límites precisos y sin saber si existe posibilidad de distinguirlos o, si acaso, por el contrario, al parecer la ilusión radica en la conjetura que pretende mantenerlos separados.

En la tensión entre una narrativa de ficción literaria en la que desde los bordes inciertos de realidad e imaginación, de ensoñación y memoria, de máscara e identidad, se explora la vida como si fuera una constelación incierta de fragmentos perpetuamente movidos por el azar y la contingencia, por una parte, y el gesto inquisitivo de un escritor que no renuncia a interrogarse sobre las cuestiones más acuciantes de nuestra actualidad, por otra, es posible diseñar el perfil intelectual del escritor italiano Antonio Tabucchi.

 

 

II – Una poética conjetural

 

 

Yo sé, porque soy un intelectual, un escritor que se esfuerza en estar al tanto de todo lo que sucede, en conocer todo lo que escribe, en imaginar todo lo que no se sabe o se calla, que coordina hechos lejanos, que reúne las piezas desorganizadas y fragmentarias de un coherente cuadro político, que restablece la lógica allá donde parecen reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio.

 

Pier Paolo Passolini

 

  La escritura de Antonio Tabucchi prolifera y se disemina a partir de una perplejidad raigal: cada fragmento de realidad que sus narradores relatan y sus personajes enfrentan e indagan a medida que es examinado tan sólo entrega desvíos, digresiones, borrosos perfiles. De este modo, todos los gestos de comprensión terminan enmarañados ante la desmesurada complejidad de la existencia.

  Las travesías que sus narraciones recorren tienen el diseño de una encrucijada: cada intento de búsqueda de saber acerca del mundo alcanza la forma de una suma inescrutable en la que cualquier interrogante tiene múltiples posibilidades de resolución, las que, además de ser intercambiables entre sí, aparecen como réplicas confusas y desvaídas de una totalidad inalcanzable para los vanos intentos del descifrador, condenados irremediablemente al fracaso.

  Los relatos de Tabucchi aluden insistentemente a una única certeza bifronte e indiscernible: la de la relatividad de los valores y la del naufragio de los instrumentos de conocimiento que la modernidad fue forjando en su desarrollo. Pero esa aporía no supone la clausura definitiva a todo intento, antes bien es la cifra de una pasión por lo imposible que da a leer su escritura; la nostalgia y el dolor son la fisura por la que se cuela la ilusión nunca abandonada de lo que hubiera podido ser, es decir, la imaginación inasible de todas las posibilidades inexploradas que se refugian en los universos alternativos del yo y de la literatura.

  Las cartografías de esas indagaciones paradójicas se desarrollan a partir de algunas variaciones: los juegos indecidibles con el otro lado de las cosas en El juego del revés, los estrechos pasajes que enlazan la maldad y la infelicidad en El ángel negro, el cruce inextricable entre los vientos de la historia y el destino individual en Sostiene Pereira, la exploración de las pruebas inalcanzables de la identidad en La línea del horizonte, el íntimo encastre que articula contingencia y error como causalidad dominante de nuestras existencias en Pequeños equívocos sin importancia, las sinuosas relaciones entre ética y derecho en La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, la pasión y el desencuentro en Si sta facendo sempre più tardi. Esas travesías, que se tejen en sus narraciones, tienen principios constructivos recurrentes: la vida pensada como un viaje no sólo seextiende a lo largo de un complejo laberinto, sino que también es una representación teatral en la que cada escena forma parte de un rompecabezas perpetuamente desordenado, que hay que intentar recomponer a cada momento; son historias contadas una y otra vez desde  diferentes perspectivas con matices cambiantes asediando la imaginación pensada como un núcleo inenarrable. Las posibilidades que se presentan en cada opción son infinitas y no hay un modelo predeterminado que asegure el porvenir, aunque tan solo sea el pequeño porvenir del instante futuro; el mundo que nos da a leer Tabucchi es un mundo ambiguo y plural, atrapado en los movimientos inesperados del azar y la contingencia. Las certezas, entonces, aparecen como la línea del horizonte, un juego del revés, que se alejan en la medida en que intentamos acercarnos.

  Sus personajes, y por extensión sus lectores, deben asumir que sus existencias no participan de universos racionales, predecibles y determinados, es decir no hay absoluto  ni orden que nos otorguen seguridad y amparo.

  En la narrativa de Antonio Tabucchi hay temáticas recurrentes que pueden ser pensadas como modos de ingreso alegóricos a sus obsesiones literarias, dos de ellas aparecen como artificios privilegiados por su insistencia: el viaje y la temporalidad.

  El viaje se inscribe como alegoría de la búsqueda existencial, diseminada en múltiples ramificaciones que se entrelazan con los temas centrales de sus relatos. Las circunstancias concretas en las que ocurren las historias, sea en la lejanía de la India o de la Lisboa atemporal de Pessoa, sea en la inminencia de la ciudad en la que habitan sus personajes, es irrelevante:

 

[...] todo era vivido como si fuese distinto y ocurriese muy lejos. Africa era sólo un espacio del espíritu, algo imprevisible, un azar.[2]  

 

ese es el espacio en que se mueve el auténtico viajero:

 

Mi guía era un librito un poco excéntrico que daba consejos perfectamente incongruentes, y yo lo estaba siguiendo al pie de la letra. El hecho era que también mi viaje era perfectamente incongruente, así que aquel libro estaba hecho ex profeso para mí. No trataba al viajero como a un saqueador ávido de imágenes estereotipadas al que se aconsejan tres o cuatro itinerarios obligatorios como en los grandes museos visitados a toda prisa, sino como un ser vagabundo e ilógico, disponible para el ocio y el error.[3]

       

  Esto también puede explicar que más allá de la ambientación de sus narraciones, desde lugares remotos a la intimidad de la cercanía de las ciudades italianas, pasando por su Lisboa entrañable, no hay en su escritura ninguna concesión a la facilidad del pintoresquismo mimético, que introduciría la ilusión referencial de una objetividad posible, al menos en la descripción de los escenarios de las acciones vividas por los personajes.

  La infancia y la muerte en tanto que puntos de partida y de llegada del viaje existencial se inscriben como marcas emblemáticas en la obra de Antonio Tabucchi. La infancia aparece como un motivo de la temporalidad en el que se entrelazan dos sentidos contradictorios; por una parte, la infancia y los primeros años de la juventud emergen como épocas doradas, abiertas al futuro, portadoras del inefable patrimonio de la virtualidad potencial, sin la carga pesada de lo irremediablemente ocurrido, ese pasado es evocado con nostalgia en “Carta desde Casablanca” de El juego del revés, en Pequeños equívocos sin importancia”, en “Los archivos de Macao” de Los volátiles del Beato Angélico, “La trucha que se agita entre las piedras me recuerda tu vida” de El ángel negro. Pero, por otra, la infancia emerge como un espacio temporal inquietante, en la que ya está en ciernes la dificultad para entender el mundo y se vive la desazón que esto trae consigo. De esta manera, el lugar común que une infancia y libre imaginación creadora deriva a menudo en situaciones aberrantes como en “Las tardes de los sábados” en El juego del revés, “Los hechizos” en Pequeños equívocos sin importancia, “Nochevieja” en El ángel negro. Esa contradicción constitutiva de la evocación de la infancia se erige en la narrativa de Tabucchi como una constante que funda las diversas modalidades de representación del tiempo: la circularidad de “Cine” de Pequeños equívocos sin importancia, la sinuosidad de avances y retrocesos en “Noche, mar o distancia” de El ángel negro, los procesos de aceleración en Piazza d’Italia, o de detención en Réquiem, el trastorno de la lógica pasado-presente-futuro en “Pretérito compuesto. Tres cartas” de Los volátiles del Beato Angélico.

  Además de las derivas que diseñan las contradicciones, la temporalidad tabucchiana exhibe, como los demás componentes de la existencia, una significación que relativiza toda univocidad, lo que implica que cualquier asedio a su interpretación no podrá ser otra cosa que una empresa destinada a la  ambigüedad y al misterio.

  La importancia de la muerte atraviesa la narrativa de Tabucchi desde su primera novela, Piazza d’Italia, en la que su ominosa presencia abre y cierra el relato,hasta una de las últimas, Sostiene Pereira, que articula obsesivamente las vivencias del protagonista. Para Tabucchi “la muerte es la no presencia, la ausencia de una persona que existía, es algo imposible de comprender”.[4] La muerte es concebida como la instancia que exhibe desaforadamente la finitud temporal de la existencia, de la que la desaparición es tan sólo una consecuencia menor, algunos de sus personajes se rebelan ante lo inexorable y se comprometen en búsquedas que a los ojos de quienes los rodean aparecen como absurdas e inútiles: la investigación de Spino para conocer la identidad desconocida de un muerto en una Génova fantasmal en La línea del horizonte; el viaje de Roux que atraviesa la India persiguiendo los rastros de un amigo perdido; la persistencia de Pereira en sostener un diálogo con su esposa fallecida ya hace muchos años. La postura de Lotton, el abogado de La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, sintetiza la idea de la muerte que se reitera en la narrativa de Tabucchi:

 

¿Qué significa estar en contra de la muerte?[...] cada hombre es absolutamente indispensable para los demás y todos los demás son absolutamente indispensables para cada uno [...] y todos son entidades humanamente concomitantes a él, cada hombre es la raíz del ser humano [...] repito, el ser humano es el punto de referencia para el hombre [...] la afirmación deontológica está en su origen dirigida contra la negación del hombre, por lo tanto, es propio del hombre su estar contra la muerte, pero puesto que el hombre no tiene experiencia de su propia muerte, sino únicamente de la muerte ajena, a partir de la cual sólo por reflejo puede imaginar y temer la suya propia [...] y de todos es el fundamento último y la condición infranqueable de toda ética humana.[5]

 

  Estas pequeñas gestas utópicas nos acercan a otro de los motivos dominantes de la narrativa de Tabucchi, el de la memoria que íntimamente unida a la nostalgia,  configura uno de los ejes nodales de su poética:

 

Las luces volvieron a apagarse, quedó tan sólo la bombilla azul, era de noche, estaba entrando en Portugal como tantas otras veces en mi vida, Maria do Carmo había muerto, notaba una sensación extraña, como si desde lo alto me estuviese contemplando a mí mismo que en una noche de julio, en un compartimiento de un tren casi a oscuras, estaba entrando en un país extranjero para ir a ver a una mujer que conocía bien y que había muerto. Era una sensación inédita y se me ocurrió pensar que tenía algo que ver con el revés.[6]

 

Este fragmento da a leer la preocupación, compartida por casi todos los personajes protagónicos de sus relatos por la inexorabilidad temporal y el desvelo por el pasado; la indagación en el tiempo, en tanto que fisura privilegiada para internarse en el mundo del revés, es el pasaje al otro lado, inscripto como el itinerario obligado para comprender el presente. Este gesto conduce casi irremediablemente a la imposibilidad de discernir la íntima fusión que en la memoria se produce entre el pasado y el presente, fusión que, asimismo, anuncia y conlleva otras contaminaciones:

—la memoria que no puede distinguir entre lo vivido y lo imaginado:

 

También yo hablo de equívocos, pero no creo amarlos; soy más bien propenso a descubrirlos. Malentendidos, dudas comprensiones tardías, inútiles lamentaciones, recuerdos tal vez engañosos, errores tontos e irremediables: las cosas fuera de lugar ejercen sobre mí una atracción irresistible, casi como si fuera una vocación, una especie de pobre estigma desprovisto de sublimidad. Saber que se trata de una atracción recíproca no me sirve precisamente de consuelo. Podría consolarme la convicción de que la existencia es equívoca por sí misma y que nos distribuye equívocos a todos, pero creo que sería un axioma, tal vez presuntuoso, no muy distinto de la metáfora barroca.[7]

 

—el pasado evocado por la memoria que reaparece configurado de acuerdo con falsos materiales:

 

Por esos azares que tiene la vida, uno puede encontrarse durmiendo en el hotel Zuari. Lo cual, en el momento mismo, podrá parecer una experiencia no demasiado afortunada; pero en el recuerdo, como siempre en los recuerdos, depurada de las sensaciones físicas inmediatas, de los olores, del color, de la contemplación de aquel  bichito bajo el lavabo, la circunstancia asume la vaguedad que mejora la imagen. La realidad pasada es siempre menos mala de lo que fue efectivamente: la memoria es una formidable falsaria. Se producen contaminaciones, incluso sin querer. Hoteles así habitaban ya nuestro universo imaginario: los hemos encontrado en los libros de Conrad o de Maugham, en alguna película americana extraída de las novelas de Kipling o de Bromfield: nos parecen casi familiares.[8]

 

—a menudo los territorios del sueño y de la memoria se presentan como indiscernibles:

 

Rita llegó con la bandeja. Era una trucha asalmonada hervida, con zanahorias y patatas de guarnición. Ella se sirvió con abundancia, él tomó un trozo pequeño. Eres una poetisa hambrienta, hermosa rubia, pensó, eres una poetisa hambrienta. Estaba buena la trucha. La saboreó y se sirvió otro trocito. Dios mío cuánto tiempo ha pasado. Sintió todo el peso del tiempo. ¿Cuánto tiempo había pasado?, pero ¿desde cuándo? Desde que la trucha se agitaba entre las piedras. Y ahora de todo aquello que había sido quedaba tan sólo una trucha hervida delante de él, y él sentía que era un buen plato.[9]

 

A pesar de todas esas asechanzas hay en su narrativa una exigencia de defensa y valoración de la memoria como último refugio de la identidad:

 

Lina,

no sé por qué empiezo esta carta hablándote de una palmera, después de dieciocho años sin saber nada de mí. Quizá porque aquí hay muchas palmeras, las que veo desde la ventana de este hospital bajo el viento tórrido meciendo sus largos brazos a lo largo de los paseos ardientes que se pierden hacia el blanco, frente a nuestra casa, cuando éramos niños, había una palmera. Quizá tú no la recuerdes porque fue abatida, si la memoria no me engaña, el año que ocurrió aquello, o sea el cincuenta y tres, creo que fue en verano, yo tenía diez años. Nosotros tuvimos una infancia feliz, Lina, tú no puedes recordarla y nadie ha podido contarte nada, la tía con la que creciste no puede saberlo, sí, claro, puede decirte algo de papá y mamá, pero no puede describirte una infancia que ella no conoció y que tú no recuerdas.[10]

 

Reponer la memoria del otro, deslizar desde las propias vivencias los recuerdos que son constitutivos de la identidad de quien recibe el relato, es una tarea ineludible y esencial que se configura como una respuesta laica a la muerte, alternativa de la idea cristiana de resurrección del alma; esta idea es tan fuerte en Tabucchi que alcanza a un católico convencido como Pereira que saliendo del molde de su vida cómoda y reparada se anima a desafiar la brutal dictadura de Salazar con el objetivo de honrar la memoria de su amigo asesinado.

  De todos modos este aspecto positivo, el de la memoria en términos de  voluntad de rescate del pasado por el recuerdo, no siempre implica que las consecuencias de ese conocimiento sean las mismas. Algunos de los protagonistas de los relatos de Tabucchi hacen el recuento de sus vidas movidos por la insatisfacción o el remordimiento por alguna circunstancia como se va entreviendo a medida que avanza la narración de La línea del horizonte y Spino junto con la indagación de la identidad de Carlo Nobody descubre inquietantes rugosidades en la piel de las máscaras con las que ha ido encubriendo su pasado; otros personajes intentan reconstruir lo vivido apelando al desvío que le otorga una remake de una películaen la que se repite un encuentro con su amada en la realidad y en el guión cinematográfico en “Cine” de Pequeños equívocos sin importancia, el intento está tan cargado de retórica desgastada que desde el primer momento tiene un destino inevitable de fracaso, el lector asiste al doble deterioro de los personajes, el que es producto del paso de los años y el de la grieta que escinde la realidad de la ficción que sólo tienen un ilusorio punto de contacto en el denso maquillaje que recubre sus rostros.

  La memoria también suele ir articulando formas de encierro que van ciñendo sus muros hasta estrechar a los que quedan atrapados entre sus límites, incluso aquéllos que en su existencia detentan el mayor grado de poder:

 

Don Pedro, como se ha visto, era hombre de avaras palabras y de firme carácter: al día siguiente un bando austero anunciaba en todo el reino una gran fiesta popular, la coronación de una reina, un solemne viaje de novios, entre dos hileras de multitud exultante, desde Coimbra hasta Alcobaça. Doña Inés fue exhumada de su tumba. El cronista no revela si era ya un esqueleto desnudo o todavía en descomposición. Fue vestida de blanco, coronada y colocada en la carroza real descubierta, a la derecha del rey. Los conducía una pareja de caballos blancos con grandes penachos coloreados. Cascabeles de plata en los hocicos de las bestias difundían a cada paso un sonido agudo. La multitud, como se había ordenado, se dispuso en hilera a ambos lados del cortejo nupcial, y conjugaba reverencias de súbditos y repugnancia. Soy propenso a creer que don Pedro, indiferente a las apariencias, de las que lo defendían, por otra parte, los resortes de su poderosa imaginación, estuvo seguro de viajar no con el cadáver de su antigua amada, sino con ella de verdad, antes de que muriera. Se podría sostener que él estaba sustancialmente loco, pero sería una evidente simplificación.[11]

 

  Réquiem se teje en el entrecruzamiento insistente de varios de estos motivos: la memoria, el recuento existencial, la imposibilidad de distinguir los límites entre el presente vívido y el pasado evocado en el recuerdo, el diálogo con la permanencia de los muertos que han signado de alguna manera la vida de los personajes. La novela es una travesía en la que se reflexiona sobre la imposibilidad de conocer la realidad en términos de certezas firmes, nuestros saberes aparecen cribados por fisuras por donde se cuelan lánguidamente todas las certidumbres, el sujeto se desvanece en tanto que conciencia poseedora de la capacidad de constituir una coherencia unificadora. Los interrogantes que se abren ante la vacilación de las certezas quedan sin resolverse. Si en el relato se traspasan los límites más extremos de la temporalidad, los de la vida y de la muerte, y a pesar de todo, no se pueden alcanzar respuestas, el lector se enfrenta con la perplejidad de las carencias del conocimiento. Los enigmas que el yo narrador va exponiendo se refieren a acontecimientos para él inexplicables, lo que exhibe su imposibilidad de encontrar parámetros que le permitan comprender la realidad. Su inseguridad lo obliga a apelar al saber de los muertos, pero no obtiene ninguna explicación y queda apresado entonces en su interpretación vacilante, fragmentaria, subjetiva. Al no haber una versión definitiva de la realidad ni siquiera los muertos pueden avalar ningún saber sobre el mundo. A todo ello hay que sumarle otra vuelta de tuerca, que se expone cuando el narrador desmonta las convicciones en torno de las distinciones entre ficción y realidad:

 

Eran noches solitarias, la casa en invierno quedaba envuelta en la densa niebla, los amigos estaban en Lisboa y no venían, no había nadie que apareciera o que llamara por teléfono, yo me dedicaba a escribir y me preguntaba a mí mismo por qué escribía, mi historia era una historia disparatada, una historia sin solución ¿cómo se me había ocurrido escribir una historia así?, ¿cómo es que seguía escribiéndola? Peor aún, aquella historia estaba cambiando mi vida, la había cambiado ya, después de haberla escrito mi vida no volvería a ser la misma. Eso era lo que me decía a mí mismo, encerrado allá arriba para escribir aquella historia disparatada, una historia que alguien después imitaría en la vida, transfiriéndola al plano real: y yo no lo sabía pero me lo imaginaba, no sé por qué suponía que no se deben escribir historias así, como aquélla, porque siempre hay alguien que después imita la ficción, que consigue que se haga verdadera. Y así fue, efectivamente. Aquel mismo año alguien imitó mi historia, o mejor dicho, la historia se encarnó, se transubstanció y yo tuve que vivir aquella disparatada historia una segunda vez, pero esta vez en serio, esta vez las figuras que atravesaban aquella historia no eran figuras de papel eran figuras de carne y hueso, esta vez el desarrollo, la sucesión de mi historia, se desenvolvía día tras día, yo iba siguiéndola en el calendario, hasta podía preverla.[12]

 

   Si se trastrueca el paradigma que sostiene buena parte de nuestra identidad, si la literatura no es una representación que copia a la vida, sino que la vida copia a la literatura, sólo queda interrogarse sobre la entidad de lo verdadero. Entonces el viaje, la alegoría existencial de Tabucchi, es una navegación por los complicados meandros de la temporalidad, cada narración diseña una hoja de ruta que no reconoce los lugares comunes de la linealidad, que hace estallar las fáciles convicciones que discriminan rígidas tipologías en las que se categoriza con urgencia la parcelación de la existencia en términos de presente/pasado, imaginación/realidad, sueño/vigilia:

 

De aquella jornada Firmino habría de recordar después las sensaciones físicas, concretas y a la vez casi extrañas, como si no le concernieran, como si una película protectora lo aislara en una especie de duermevela en la cual las informaciones de los sentidos son registradas por la conciencia, pero el cerebro no es capaz de elaborarlas racionalmente y permanecen fluctuando como vagos estados de ánimo [...][13]

 

En La gastritis de Platón, Tabucchi afirma que el acto de conocimiento intelectual es también un acto creativo, todo el texto se elabora alrededor de una pregunta —que como en toda polémica tiene una impronta retórica, puesto que apunta a una respuesta afirmativa— hasta qué punto los artistas y los escritores, pese a sus fracasos y sus miserias, pueden aportar una contribución fundamental a la tarea intelectual. El diseño de las posturas polémicas está nítidamente delineado, Eco considera que la función del intelectual es la de trasmitir saber, la de difundirlo y eventualmente la de gestionarlo, manteniéndolo tal y como es y reduciéndolo a normativas institucionales; en cambio, Tabucchi, piensa que la actividad del intelectual tiene como propósito producir novedad, para lo que considera que es necesario apelar a otro tipo de lenguaje que permita mortificar las argumentaciones lógicas, el lenguaje de la literatura, es decir, la ficción que interpreta la realidad y le confiere sentidos, sin dejarse atrapar por la cárcel de las lógicas dominantes.

La poética de Antonio Tabucchi, poética que abarca todos los géneros que recorre su escritura, parece configurarse en una contradicción progresiva entre la unidad y la diversidad. Una historia que es el monograma de varias historias, un injerto múltiple en el que se encastran unas en las otras, una inserción escondida y revelada inscripta en un molinete imposible en el que todas las posiciones son sucesivas y simultáneas a la vez. La escritura y cualquier otra forma de representación, “parece decir” Tabucchi, para acercarnos ya no a la verdad última y unívoca de la realidad, sino al menos a las cercanías de alguna certeza, tiene un único camino interminable, el de la lectura atenta de las formas que presentan sus simulacros, sin descartar ninguno, incluso aquellos que en su precariedad y simpleza se autodenominan fieles a lo real.

Creo que en la escritura de Antonio Tabucchi —tanto en el espacio de la ficción literaria como en el del ensayo polémico— se plantean las mismas preguntas acerca de la posibilidad y los límites del conocimiento humano; el punto de convergencia entre los dos registros reside en la exploración de aquellos filtros que forman parte de nuestra percepción del mundo en el que vivimos, filtros sin los cuáles nos resulta imposible la visión pero que al mismo tiempo son portadores de opacidades y deformaciones que nos alejan de toda certeza de una percepción unívoca. Tabucchi se propone trastornar los procedimientos con que los saberes dominantes recogen y ordenan los datos, configuran los archivos canónicos y establecen la jerarquías del conocimiento, perturbando las seguridades legitimadas con un modo de inquisición fundado en la irreverencia de la imaginación creadora.

 

Buenos Aires, Coghlan, diciembre de 2001.

 



[1] Carlos Gumpert. Conversaciones con Antonio Tabucchi, Barcelona, Anagrama, 1995.

[2] El juego del revés, Barcelona, Anagrama, 1986. Las bastardillas de las citas son mías, salvo observación en contrario.

[3] “Los trenes que van a Madrás”, Pequeños equívocos sin importancia, Barcelona, Anagrama, 1987.

[4] “Equivoci senza importanza”, Mondo Operaio, 12, 1985.

[5] La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Barcelona, Anagrama, 1997.

[6] El juego del revés, ob. cit.

[7] La Dama de Porto Pim, Barcelona, Anagrama,1984.

[8] Nocturno Hindú, Barcelona, Anagrama, 1985.

[9] “La trucha que se agita entre las piedras me recuerda tu vida”, El ángel negro, Barcelona, Anagrama, 1993.

[10] El juego del revés, ob. cit.

[11] “El amor de Don Pedro”, Los volátiles del beato Angélico, ob. cit.

[12] Réquiem, Barcelona, Anagrama, 1994.

[13] La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, ob. cit.



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