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Quise ser buen político de estado" la représentation du pouvoir politique dans le théâtre d'antonio enríquez gómez

  • Autores: Pierre Savouret
  • Directores de la Tesis: Raphaël Carrasco (codir. tes.), Rafael González Cañal (codir. tes.)
  • Lectura: En la Universidad de Castilla-La Mancha ( España ) en 2020
  • Idioma: español
  • Programa de doctorado: Programa de Doctorado en Investigación en Humanidades, Artes y Educación por la Universidad de Castilla-La Mancha
  • Texto completo no disponible (Saber más ...)
  • Resumen
    • Introducción Entre las numerosas figuras originales del Parnaso español del siglo XVII, destaca una por ciertas particularidades de su vida y su obra que hacen de ella un caso casi único en las Letras de su siglo. Es que Antonio Enríquez Gómez, activo aproximadamente entre los años 1630 y 1660, no fue primero considerado, y menos aun celebrado, por la excelencia de sus calidades de escritor. Si llamó la atención de varios autores, filólogos o historiadores –y por cierto desde una época bastante reciente– fue por dos motivos principales estrechamente relacionados. El primero está ligado a la doble identidad con la que se le asocia en tanto que autor de teatro designado por dos nombres, Antonio Enríquez Gómez y Fernando de Zárate, que largo tiempo se consideró que designaban a dos individuos distintos cuando el segundo no era más que el seudónimo bajo el cual disimuló su identidad real durante los años de su estancia en Andalucía. El segundo tiene que ver con la polémica cuestión de su fe.

      Los descubrimientos de Israel S. Révah en los años 60 del siglo pasado hoy nos permiten saber a ciencia cierta que el mismo autor escribió bajo los dos nombres y que no solo vivió como un judeoconverso sino que permaneció también muy probablemente fiel al credo de sus ancestros. Poeta autodidacta procedente de una familia de la pequeña burguesía comerciante de Cuenca, que la Inquisición persiguió procesando a numerosos miembros por judaísmo, huyó de España a Francia, posiblemente para escapar de la amenaza inquisitorial; frecuentó los ambientes marranos de Madrid, Burdeos y Ruan, produjo unos escritos que dejan poca duda respecto a su fe militante y su posicionamiento crítico para con la Monarquía católica y volvió a vivir clandestinamente en Granada y Sevilla. Sin embargo, las modalidades de su judaísmo no están demostradas, pues seguimos ignorando, y probablemente nunca sabremos, cuáles fueron las circunstancias de su despertar a esta religión, el fervor de su creencia, la forma de sus prácticas, la continuidad o discontinuidad de su fe, sus cuestionamientos y aun una eventual heterodoxia en su religiosidad. Cualesquiera que fueran estas modalidades, le parecieron suficientemente evidentes a la Inquisición para quemarlo en efigie, detenerlo algunos años más tarde, luego procesarlo, mantenerlo encarcelado hasta su muerte y publicar finalmente su reconciliación con el dogma católico. Pese a las preguntas pendientes, las conclusiones de Révah hicieron de él el representante más eminente de una posible literatura marrana española. Desde entonces interesó esencialmente en virtud de este estatuto y dio lugar a numerosas controversias entre los que defendían la existencia de semejante literatura y los que no creían en ella. Este debate polémico acabó por ocultar el interés artístico de la obra que ya no fue leída más que para buscar rastros de una heterodoxia religiosa o, al contrario, las pruebas de un conformismo cristiano.

      Ahora bien, si la expresión de una disidencia puede caber en tratados políticos o textos destinados a la propaganda, el teatro, en tanto que divertimiento de masas con objetivo de eficacia comercial y particularmente vigilado por el poder, ofrece escasa ocasión de ostentar una opinión divergente y menos aun una fe alternativa a la impuesta por la Monarquía católica. En estas condiciones, leer la producción dramática de Enríquez Gómez a través del único prisma de su probable judaísmo parece ser una iniciativa sumamente restrictiva y, para mayor exactitud, vana. En efecto, el dramaturgo conquense conoció un cierto éxito en los corrales de comedias, bajo cada uno de sus dos nombres, durante su vida como hasta el siglo XVIII, y se lo confundió muy a menudo con Calderón de la Barca o Lope de Vega. Esto muestra hasta cierto punto que las piezas de este autor se adaptaron perfectamente al canon de un teatro puesto al servicio de la monarquía y no pudieron expresar sin ambigüedades las divergencias ideológicas o religiosas que aparecen en el resto de sus escritos literarios.

      Así que nos confrontamos con la paradoja de un hombre marcado a la vez por su estatuto de oponente declarado al poder y autor de una obra dramática perfectamente integrada en el marco de la ideología producida por este mismo poder. La primera faceta es la de Enríquez Gómez, un individuo alzado contra diferentes formas de autoridades políticas y eclesiásticas que acabaron por eliminarlo; la otra es la de Fernando de Zárate, dramaturgo de la conformidad ideológica y religiosa que conoció el éxito en los corrales de Sevilla. La escisión entre ambas personalidades puede parecer tan evidente que se impuso largo tiempo como real a los aficionados al teatro. Sin embargo, Enríquez Gómez firmó también con su nombre numerosas obras dramáticas durante su etapa madrileña previa a su exilio, y veremos que éstas poco se diferencian de las firmadas bajo el seudónimo utilizado durante su etapa andaluza. La renuncia a las temáticas del Antiguo Testamento, demasiado sospechosas de compromiso con el judaísmo, es la principal, para no decir la única, ilustración de esta supuesta escisión entre los dos nombres. En realidad, no da otra prueba que la de la prudencia de un disidente clandestino preocupado por pasar desapercibido, y, desde nuestro punto de vista, ciertamente no la de un regreso a la ortodoxia. Entonces, la única manera de resolver la paradoja enunciada es recurrir a lo que Révah llama la «disimulación marránica», o sea esta necesidad vital de ocultar su identidad judía en un entorno hostil y ofrecer la apariencia de la concordia ideológica, social y religiosa con el destinatario de sus escritos. Lo que distingue las dos facetas no es pues su identidad propia sino la de su público y lectores. En consecuencia, conviene estudiar la obra de Enríquez Gómez no en función de sus seudónimos, y por lo tanto de una conciencia escindida, sino ante todo del destinatario del texto. Tomando en cuenta esta apreciación, el corpus teatral constituye un conjunto coherente, más de todas formas, que una reunión de escritos destinados a lectores diferentes aunque redactados en el mismo periodo. El Enríquez militante de la causa hebraica, el poeta del romance que exalta el martirio judío de Lope de Vera, el satirista que ridiculiza el Santo Oficio en La inquisición de Lucifer, el ensayista que desmonta el argumentario de esta misma institución en Política angélica, el apologista de la casa de Braganza y de Richelieu en Triunfo lusitano y el adulador de la casa de Francia de Luis dado de Dios también es el autor de las comedias a la gloria de los santos cristianos y de los reyes de España que fueron aplaudidas bajo Felipe IV. Una vez admitida la continuidad de la totalidad de una obra teatral integrada en el molde ideológico de la Monarquía católica y compuesta por un oponente judío, es decir, de una obra canónica producida por un autor disidente, la cuestión de la reflexión política tal como aparece en estas piezas cobra un interés mayor.

      En la época de Felipe IV, el contexto de creación dramática es el de una fuerte emulación. La comedia nueva está entonces en el apogeo de su creatividad, beneficiando a la vez de autores de un talento artístico excepcional, de un público abundante, heterogéneo y exigente, de estructuras de producción y difusión bien organizadas y de un Estado vigilante pero favorable. Puede pues participar en los debates de la sociedad, expresar su punto de vista sobre los grandes cuestionamientos de su tiempo y así contribuir a conformar la opinión pública. Esta capacidad para influir en la conciencia de la mayoría, y para dirigirla, hace consecuentemente del arte dramático un instrumento posible de la propaganda del poder. Se plantea entonces la cuestión de la existencia, además de este teatro puesto al servicio de las autoridades políticas, de un teatro de oposición que intenta restituir una opinión crítica, divergente y hasta disidente. En un periodo en que los teóricos de la cosa pública tratan de ofrecer una explicación y unos remedios a la crisis plural por la que cruza España y a su retroceso como potencia internacional, el debate político encuentra en el teatro una caja de resonancia especialmente sonora. Los temas del origen divino del poder monárquico, de la legitimidad dinástica, del ejercicio virtuoso del gobierno, de las mercedes reales, de la justicia o de la guerra, de la función del consejo en la toma de decisión, de la elección y del papel del valido, del derecho del pueblo a hacerse oír, a elegirse un rey, a derrocarle si viene al caso, aun el del tiranicidio, se plantean entonces con una intensidad particular.

      Enríquez Gómez, con su mirada sesgada hacia la sociedad española y la corte de los Habsburgos menores, pudo desarrollar una visión personal sobre estos interrogantes. ¿Se verá desdibujarse en su obra dramática la ideología enteramente conforme con la promovida desde las esferas del poder de un autor solamente ansioso de escribir para los corrales? ¿Se detectará al contrario en ella la expresión del pensamiento disidente del marrano perseguido, del exiliado, del clandestino, tal como se encuentra en sus textos más comprometidos, y a pesar de la censura política y religiosa? Entre estas dos posturas, ¿aparecerá la percepción original del comerciante judeoconverso o del intelectual autodidacta preocupado por la cuestión política? Estas son hipótesis que proponemos estudiar en este trabajo y que se pueden sintetizar con la pregunta siguiente: ¿cómo trata Enríquez Gómez el tema del poder en su teatro? Para contestar a este cuestionamiento, nos pareció pertinente organizar nuestra reflexión en torno a las figuras del poder soberano presentes en las obras. El personaje del rey concentra en efecto el poder dramático, ya que él es casi sistemáticamente el iniciador y el destinatario de la acción, y el poder supremo del que es la encarnación física. Esta doble función lo coloca a la vez en el corazón de las intrigas y de la reflexión política que constituyen cada comedia. El estudio de la manera con la que Enríquez Gómez crea estas figuras, las hace actuar y expresarse en un contexto sociohistórico preciso nos permitirá entender los mecanismos de su representación dramática del poder real. El príncipe, su sucesor, declina las problemáticas relacionadas con el poder soberano encarnando una autoridad en ciernes y hace intervenir la temática del poder del padre. Frente a estas dos figuras, la del vasallo está en una posición de sometimiento. Cabe señalar que el personaje del consejero tiene una situación particular ya que asume una parte del ejercicio del poder, más o menos importante en función de su relación personal con el monarca. En cuanto a los demás vasallos, se les insta a plegarse totalmente a la autoridad real y no tienen otras opciones que obedecer, huir, marginalizarse o rebelarse. Estudiar la manera con la que Enríquez Gómez concibe estos personajes, ajusta su potencia dramática en función de su potencia política y los hace actuar y reaccionar dentro de los juegos de poderes nos permitirá determinar cuál es su posición en el debate de su tiempo y cómo hace de esta reflexión un espectáculo vivo.

      Para ello, en un primer tiempo proponemos hacer un balance de las diversas interpretaciones de los datos históricos a nuestra disposición sobre Enríquez Gómez y sintetizar las diferentes tesis elaboradas sobre su compromiso ideológico y práctico. Interrogarnos sobre la existencia de un teatro político en la época en la que creó su obra dramática nos permitirá situar su actividad creativa en un contexto de producción y así entender mejor las exigencias de escritura y de difusión a las cuales fue sometido. De la totalidad de su bibliografía teatral, elegiremos las piezas a nuestra disposición que nos parezcan susceptibles de alimentar una reflexión política tal como la hayamos definido. Para acabar esta primera parte, intentaremos fechar las comedias seleccionadas para la constitución de nuestro corpus, lo que nos permitirá evaluar una eventual evolución de las ideas políticas de nuestro autor. En un segundo tiempo, nos dedicaremos al estudio de las figuras del poder soberano; primero el rey, luego el príncipe, con tal de señalar lo que nos aparezca como las constantes, las regularidades, las excepciones o las omisiones respecto al origen, la simbólica, el ejercicio y la transmisión del poder monárquico. Haremos lo mismo en una tercera parte con las figuras del vasallaje, pero estudiando aparte la figura del consejero cuya relación con el poder es diferente de la de los demás vasallos. Para aquél, nos interrogaremos sobre las modalidades de su elección, el ejercicio de su poder y la inconstancia de su destino. En cuanto a éstos, los estudiaremos en función de su relación con el poder real: colaboración, alejamiento, marginalización y oposición.

      Todas estas observaciones nos llevarán por una parte a evaluar el posicionamiento político de Enríquez Gómez respecto al contexto ideológico tal como aparece tanto en los ensayistas como en los dramaturgos contemporáneos. Por otra parte, podremos valorar la distancia que separa las ideas emitidas en su teatro de las que están formuladas en el resto de su producción literaria, y así podremos entender el impacto del género teatral en la expresión de su pensamiento político. Concluiremos sobre la originalidad, o no, de la representación dramática del poder en Antonio Enríquez Gómez.

      Primera parte: Antonio Enríquez Gómez en su siglo La bibliografía dedicada a Antonio Enríquez Gómez se organiza en cuatro etapas. La primera se concentra en el siglo XIX con una primera polémica entre Adolfo de Castro, que detecta una identidad entre el autor y su seudónimo, y otros eruditos seguidores de Ramón de Mesonero Romanos, que rechazan semejante tesis y tienden a considerar la calidad artística de las obras de Zárate como superior a las de Enríquez Gómez. Hay que esperar los descubrimientos de Israel Révah un siglo después para confirmar la teoría de Castro con un artículo sobre Política angélica, publicado en 1962. Se inicia entonces una nueva polémica en torno a la fe del poeta. Révah defiende la idea de un Enríquez Gómez judío, ejemplo y prueba de la existencia de una literatura marrana española, mientras que otros, tales como Américo Castro, denuncian la fiabilidad de las fuentes inquisitoriales que utilizó. La muerte del investigador francés, en 1973, deja sin zanjar este debate. Se inicia pues una tercera etapa durante la cual se radicalizan los posicionamientos. Unos cuestionan las conclusiones de Révah y formulan nuevas hipótesis; otros las confirman y se focalizan en la componente judía de la obra de Enríquez Gómez. Hay que esperar 2003 y la publicación por parte de Carsten Wilke de las fuentes inéditas de Révah para tener una síntesis sólida que fije claramente una frontera entre las certidumbres y lo que probablemente nunca sabremos.

      A la lectura de estos trabajos, constatamos un avance significativo de los conocimientos sobre la vida, la obra, el pensamiento y la fe de Enríquez Gómez. Este último aspecto especialmente llamó la atención de los investigadores y suscitó debates. En cuanto a nosotros, consideramos como confirmado, desde la difusión por Wilke de las pruebas descubiertas por Révah, que el poeta judaizó a lo largo de su vida, probablemente desde el periodo madrileño, incluso puede ser que antes y, sin ninguna duda, durante su exilio en Francia, especialmente en Ruan. Con todo, la permanencia y la intensidad de esta fe siguen desconocidas. Además, esta certidumbre no se extiende al periodo andaluz y se deben entonces aceptar como plausibles las hipótesis de una fe judaica, católica, vacilante, escindida, heterodoxa o sincretica y la, sugerida por Wilke, de una fe natural o filosófica, hasta del ateísmo. Con todo, la opción de un regreso sincero a la grey de los cristianos fieles nos parece poco probable. Es finalmente lógico que permanezcamos en esta indeterminación ya que Enríquez Gómez la organizó él mismo para escapar de las investigaciones inquisitoriales con estrategias de ocultación, de clandestinidad y de pistas falsas. En una España sumamente atenta a las temáticas raciales y religiosas, desarrolló una identidad atípica que se esforzó por esconder para comerciar, escribir o sencillamente vivir. Que esta disimulación sea el fruto de un reflejo marránico o la mera precaución de un fugitivo, claro que tiene importancia, pero nos parece que a la hora de confrontarse con su obra literaria, es ante todo la idea de disimulación la que cabe tener en mente, cualquiera que sea su causa. Conviene en adelante separar lo que releva del criptojudaísmo –la bibliografía– de lo que pertenece al estudio literario, y especialmente teatral, con tal de sacar el sentido del texto sin dejarse llevar por prejuicios y, sobre todo, sin buscar a toda costa en la obra pruebas en favor de hipótesis biográficas. Esto resulta particularmente peligroso en el caso de Enríquez Gómez que cambia de tono, de discurso y hasta de contenido en función de sus lectores, y más aún en el caso de su producción ficcional cuya frontera entre la dimensión imaginaria y la autobiográfica es por naturaleza difícil de determinar.

      Antes de llegar a esta etapa de nuestro trabajo, nos pareció necesario sintetizar lo que sabemos de su pensamiento político con base en su biografía, con tal de compararlo luego con el que aparece en su teatro. Se abren cuatro pistas. La primera concierne su relación con el privado de Felipe IV, el Conde Duque de Olivares. A la lectura del prólogo a sus Academias morales de las musas, Michael McGaha aboga por un antiolivarismo en nuestro autor. Pero el carácter críptico de estas líneas así como lo dudoso de una interpretación antiolivarista de varias de sus comedias, desembocan en un callejón sin salida, sobre todo en un contexto de creación literaria en que la crítica al valido releva a menudo de un air du temps. En cambio, el compromiso de Enríquez Gómez en una empresa de propaganda a favor de la Casa de Braganza en Portugal está confirmado por varias pruebas. La principal es la redacción, a petición de su amigo Manuel Fernandes Vilareal, de un poema encomiástico llamado Triunfo lusitano que elogia el apoyo de Richelieu a la restauración lusitana. Lo que permanece incierto es el motivo íntimo de esta obra antiespañola por parte de un poeta nacionalista en otras ocasiones. Su postura política se desprende también de su actividad de cortesano en los entornos de poder real francés. Las dedicatorias dirigidas a próceres de las esferas políticas francesas se inscriben en una estrategia de búsqueda de protección algo confusa ya que alternan elogios a la Casa de Francia con otros a la Casa de Lorena, entonces antagonista de la primera. A pesar de ello, pudo conseguir el exiliado español un título de mayordomo del rey y un hábito de caballero de la Orden de San Miguel, pero varios investigadores manifestaron cierta perplejidad ante la consecución de semejantes favores. En cambio, pocas dudas tenemos respecto a la cuarta pista: la hostilidad de nuestro autor para con el Santo Oficio. La cuestión inquisitorial es transversal en su obra y es tratada de manera completa y más precisa aun en tres textos: el Romance al divín mártir Judá Creyente, la segunda parte de Política angélica y La inquisición de Lucifer. Es evocada en ellos, y más esporádicamente en otras obras, toda la mecánica represiva desde la denuncia del malsín hasta la ejecución pública, pasando por la investigación, la encarcelación, la instrucción y el proceso. La iniquidad es el principal argumento: anonimato de los testigos, secreto de la instrucción, aislamiento del reo, confesión obtenida con chantaje y tortura. Pero también se insiste en las consecuencias nocivas para España tanto en el campo social –marginalización de familias enteras– como económico –confiscación de bienes y ruina– y religioso –desviación de la palabra evangélica en provecho de la codicia de los inquisidores. Más allá de un ataque contra el Santo Oficio, el panfletista denuncia un sistema de exclusión racial de los judeoconversos en la Monarquía Católica.

      La originalidad del perfil de Enríquez Gómez –hombre de letras autodidacta, fugitivo marrano, comerciante en bancarrota, partidario de la restauración portuguesa, cortesano en la corte parisina, clandestino en su propio país– se traduce por un pensamiento si no forzosamente disidente, con excepción de la cuestión inquisitorial, por lo menos atípico. No estamos en capacidad de determinar claramente cuál fue su compromiso concreto, es decir cuáles fueron sus posiciones y sus actuaciones cuando la actualidad política lo confrontó con autoridades reales y gubernamentales en España y en Francia. En cambio, sabemos gracias a sus escritos –esencialmente la primera parte de Política angélica y Luis Dado de Dios– que en el plano teórico llevó profundas reflexiones sobre las problemáticas del poder político: su origen y su ejercicio, las cualidades del soberano, la aplicación de la justicia y de la misericordia, la distribución de las mercedes y de los cargos, la elección y las prerrogativas de los consejeros y, entre ellos, las del privado. Manifiesta en estos campos una impresionante erudición y, sin ninguna duda, está familiarizado con los debates de su época sobre estos temas que evocan otros muchos. Si no cuestiona el origen divino del poder real, por lo menos defiende el derecho de los vasallos a oponerse a la tiranía. No obstante, su originalidad se fundamenta ante todo en su alegato a favor de la meritocracia como medio de promoción social y, en menor medida, del ejercicio misericordioso de la justicia.

      Antes de estudiar cómo este pensamiento se inserta –si es que se inserta– en su teatro, conviene plantearse la pregunta de la existencia de un teatro político en el siglo XVII. Las élites intelectuales constatan en efecto en la primera parte del siglo el declive de la potencia española y se dedican a reformular el proyecto político de la Monarquía católica. Este contexto propicia una politización del campo literario en la que participa, a su manera, Enríquez Gómez. El teatro resulta naturalmente afectado por este fenómeno y más aún la comedia nueva. Este género dramático se caracteriza por su amplitud, su diversidad y su variabilidad, y alcanza su perfección precisamente a la época en la que está activo nuestro autor, en torno a la figura tutelar de Calderón de la Barca. El teatro político producido entonces no lo es en el sentido marxista de un Piscator sino en un sentido moral. Se trata de un teatro que habla de política no para alistar a las masas del proletariado en el compromiso revolucionario sino para promover una ética política, un modelo de virtud destinado al gobernante. La dimensión propagandística de semejante proyecto no es tan evidente como pudo presentarla José Antonio Maravall. Si bien se desprende un consenso respecto a la capacidad del teatro para imponer a su público la ideología del poder, la idea de un teatro bajo control merece ser matizada, primero por la heterogeneidad de este mismo poder; segundo, por la naturaleza artística de un género dedicado a la exploración de la imaginación, y no solo de la actualidad política. Estas consideraciones tampoco hacen del teatro una actividad impermeable a las influencias extraliterarias. El mecenazgo, la censura y otras formas de presión política así como la propia ambición comercial o social de los dramaturgos, favorecen un teatro conformista profundamente integrado en el sistema de la Monarquía católica. Este marco creativo es muy poco propicio a la manifestación de un pensamiento disidente. Sin embargo, no impide la expresión de reflexiones políticas que contribuyen con el debate público, restituyen las dudas de la época sobre el ejercicio del poder y presentan modelos y contramodelos de actuación para los gobernantes, todo ello sin nunca criticar el poder supremo. Así que rechazamos la idea de un teatro político de oposición pero no la de un teatro polémico integrado en la ideología compartida por las élites. A lo sumo observamos rastros de un pensamiento alternativo pero de manera aislada e incierta. Desde nuestro punto de vista, no existe en el siglo XVII una corriente encarnada en un teatro disidente más allá de individualidades que expresan un discurso contestatario sobre temáticas particulares y en el marco de una organización política nunca cuestionada. Las obras dramáticas de Enríquez Gómez serían tanto más interesantes cuanto que fueran de naturaleza disidente, o por lo menos defendieran ideas alternativas al modelo dominante.

      A partir de los años 80 del siglo pasado empiezan a aparecer unos estudios dedicados a la obra teatral de Enríquez Gómez, los cuales permiten resolver en gran parte la cuestión de la autoría y así elaborar una lista de unas cincuenta piezas firmadas Antonio Enríquez Gómez o Fernando de Zárate. Las primeras aparecen enumeradas por el propio autor en el prólogo a su poema épico Sansón nazareno, publicado en 1656. Son 22 comedias a las que cabe añadir No hay contra el honor poder que no figura en el inventario por una razón ignorada pero que es de Enríquez Gómez. Los investigadores atribuyen 29 piezas a Zárate. Del total, nos ha llegado el texto de 44: 6 son comedias de capa y espada, 5 palatinas, 11 históricas, 3 de valientes, 10 hagiográficas, 3 bíblicas, 2 entremeses y 2 loas. Conservamos de esta lista para nuestro estudio las que corresponden a nuestra definición del teatro político, o sea 27 comedias que proponemos clasificar en función de la figura protagonista de la intriga política: rey, príncipe, consejero y vasallo (ver apéndice 1). Los estudios realizados sobre estas obras nos permiten presentar una tabla de datación que figura en el apéndice 2.

      Segunda parte: Las figuras del poder soberano I. El rey o el poder encarnado Los reyes de nuestro corpus siempre reivindican el origen divino de su poder. Las escenas de coronación en Las tres coronaciones del emperador Carlos Quinto y El rey más perfecto insisten mucho en la sacralización de la persona y la función del monarca. En cambio, nunca interviene Dios directamente para manifestar su adhesión. Y cuando castiga al tirano en La soberbia de Nembrot, lo que condena es la ambición de rivalizar con Su poder, no el hecho de imponerse como el primero de los reyes. El derecho también sirve para legitimar el poder real, pero parece ser un argumento frágil que no permite zanjar unos desacuerdos que consisten esencialmente en cuestiones de sucesión dinástica. Su variable interpretación conduce a menudo a la violencia como método de resolución de los conflictos, así como se puede ver en El rey más perfecto o Engañar para reinar. Sin embargo, si los tiranos usan sistemáticamente la fuerza para imponer su voluntad, los reyes justos solo la utilizan con una justificación legal. Cuesta pues deducir de estas constataciones otro credo político que una validación del poder monárquico tal y como lo promueve la Monarquía católica de los Habsburgos.

      El estudio del espacio proxémico, simbólico y metafórico en las comedias seleccionadas nos permite observar algunos aspectos de la representación del poder real según Enríquez Gómez. El palacio es un edificio sin aperturas, claustrofóbico, porque la potencia del monarca exige que las puertas siempre estén cerradas. De lo contrario, se multiplican las intrusiones, las evasiones, los amores prohibidos y los secretos revelados, lo que fragiliza la autoridad real. Esta lectura permite organizar el espacio palatino según tres categorías. Primero los espacios públicos del poder donde se desarrolla una acción codificada por las reglas políticas, sociales y morales de la corte: coronaciones, consejos, entrevistas oficiales, decisiones de justicia, repartición de las mercedes, saraos y bodas. Se trata de los espacios del derecho y la civilización donde la etiqueta del palacio impone comportamientos normalizados y donde los soberanos y los cortesanos reprimen sus emociones y disimulan sus pulsiones de potencia y de amor. Cuando, a pesar de estas restricciones se desatan públicamente las pasiones, vacila el poder y estalla la violencia: el valido se libra de un asesinato en la primera parte de El gran cardenal de España don Gil de Albornoz; el gran Can de China muere de un espadazo en la primera parte de Fernán Méndez Pinto; y, Ludovico es derrocado en Engañar para reinar. Luego los espacios prohibidos donde se ama y se mata a escondidas: los aposentos y los calabozos codiciados y controlados, mal cerrados con puertas y llaves, mal vigilados por maridos celosos y alcaides sobornados. Comparados con cuevas oscuras desde cuyo fondo suben ruidos de cadenas, gritos de sufrimiento o músicas sensuales, estos cuartos son las cajas de resonancia de las pulsiones de personajes atormentados por sus deseos de poder, de muerte y de amor. Ahí se urden los complots más maquiavélicos, se cometen los crímenes más sangrientos, se declaran los amores más apasionados. Solo el don Juan de Quien habla más obra menos, a semejanza del héroe tirsiano epónimo, consigue librarse de esta opresión saltando por la ventana. Incumbe al rey controlar estos accesos, de lo contrario se relajan las costumbres, cunde la injusticia y amenazan los golpes de Estado. Es el posesor de las llaves que simbolizan su poder –esas mismas llaves de Sevilla que son entregadas a San Fernando al final de El rey más perfecto– y su capacidad para conservarlas y hacer buen uso de ellas hará de él un buen rey, apto para mantener la armonía en el palacio y el reino. Todo ello no es propio de Enríquez Gómez ya que se pueden observar procesos comparables entre los dramaturgos contemporáneos. Entre estos dos espacios, se encuentra el tercero, la antecámara, el umbral, el corredor, lugar indefinido y oscuro sin otra función dramática que permitir que los personajes se rocen y expresen desde el velo su deseo de pasar la puerta y su frustración de no atreverse a hacerlo o no poderlo hacer. Se trata del espacio de la impotencia del hacer y de las potencialidades del decir, del «quien habla más obra menos» que se niega precisamente Juan a ocupar. Todo se juega ahí finalmente: las esperanzas y las decepciones, las heridas del honor y de los celos, los deseos de venganza y las aspiraciones al poder.

      Cada palacio se convierte pues en la mejor metáfora del soberano que lo ocupa. Es el lugar donde se enfrentan el deseo pulsional y la autoridad civilizacional, el orden y el caos, el absolutismo y la libertad. Es un entorno abrumador donde los reyes sufren de su encierro. Son numerosas las metáforas que expresan esta angustia: laberinto, cueva, ratonera, bosque, torre y, por supuesto, la cárcel que a la vez completa y condensa el palacio. Lo confirma esta réplica de Marco Aurelio en Amor con vista y cordura: «Los reyes que están guardados / en su palacio no son / reyes nunca, y si lo son, / son reyes emparedados.» Salir del palacio se vuelve una necesidad.

      Unos reyes nunca consiguen salir del palacio entonces transformado en lid para un cuerpo a cuerpo a veces mortal. Los que salen lo hacen con varios pretextos relacionados con las obligaciones de su función –coronación, viaje diplomático, peregrinación, guerra, conocimiento del reino– o con un objetivo personal –amor, caza, vigilancia del príncipe. Estas salidas se hacen de manera pública o anónima y hacia destinos variables. Los otros palacios son, como el palacio real, el reflejo del comportamiento del rey respecto a su propio poder, de sus bajezas o su clarividencia. No obstante, permiten expresarlos de manera diferente: el rey Bolosio de El obispo de Crobia san Estanislao aparece más tiránico aun cuando ejerce su presión en el palacio mismo de su víctima, pues la metáfora de la violación de la dama por la violación del domicilio es más fuerte que cuando se fuerza la puerta de una habitación del palacio real. Además, fuera de su palacio este rey está privado de la simbólica de su poder y ya no aparece sino como un ser movido por el deseo, lo que le hace más libre de sucumbir pero también más vulnerable. Al contrario, al desplazar el lugar de la acción del palacio real al castillo de Anarda, el rey húngaro de A lo que obligan los celos puede esconder su identidad para desvelar la de la duquesa y de su hijo así como desenmascarar a los conspiradores. Despojándose así de su autoridad real, el rey reproduce la escena original de la intriga –la violación de la duquesa que cometió de incógnito en su juventud en el propio palacio de la dama– pero ejerciendo esta vez la justicia y no la fuerza. De tal forma repara su culpa por la restitución de las identidades y un casamiento cristiano. Ambas comedias ofrecen así una versión complementaria de la misma situación dramática.

      En el espacio urbano, las salidas clandestinas constituyen un tópico literario. Pueden ser provechosas para el buen gobierno del reino puesto que, renunciando momentáneamente a su autoridad ostentosa, el soberano accede a informaciones que suelen vedarle las prácticas palaciegas, su estructura cerrada y las mentiras que ahí se profesan. El anonimato de las calles lo rebaja al rango de un simple vasallo y le ofrece la visión no deformada de la realidad del reino. El emperador Marco Aurelio y el rey polaco de Mudarse por mejorarse así pueden vigilar mejor al príncipe díscolo. Pero abandonar así la majestad de la función no debe implicar la decadencia de la dignidad asociada. Las salidas nocturnas destinadas a satisfacer los bajos instintos del rey don Pedro el Cruel provocan murmuraciones y favorecen sediciones. El espacio guerrero tiene estas mismas cualidades. El rey Saúl de La prudente Abigaíl y el rey de Tartaria de Fernán Méndez Pinto son más frágiles en su campo militar que tiene las características de su palacio real, pero sin sus fortificaciones. En cambio, el rey Alfonso de El noble siempre es valiente se entera ahí de la lealtad del mejor de sus vasallos. En el campo de batalla, los monarcas están en situaciones más peligrosas, para bien o para mal: el rey Alonso de León se reconcilia con su hijo en El rey más perfecto; el rey Teobildo de Mártir y rey de Sevilla, san Hermenegildo, lo traiciona. El espacio guerrero es pues el de la revelación de la naturaleza verdadera del rey y del cumplimiento de los destinos.

      El espacio natural es el más complejo. Gran parte de las comedias de nuestro corpus están construidas en torno a una alternancia entre palacio y naturaleza, y los vaivenes de los reyes estructuran la evolución de sus sentimientos, de su control del poder y del destino del reino; pero esta naturaleza no siempre es la misma. Se puede tratar de la naturaleza salvaje y bárbara, donde reina la ley del más fuerte y donde se tiene que matar para sobrevivir, y entonces toma la forma de la montaña o de la selva. Al contrario puede ser una naturaleza amena y domesticada regida por una armonía idílica, y aparece como una llanura o un claro. En el primer caso es presentada con imágenes que evocan el infierno dantesco y revelan la identidad profunda de los reyes: la soberbia de Nembrot es semejante a la barbarie de las montañas, y el bosque laberíntico es una metáfora de la confusión de los reyes de Engañar para reinar y A lo que obligan los celos. No obstante, si para el primero de los reyes la montaña es su entorno natural, su palacio y el símbolo de su potencia, para los otros dos, la selva es un territorio hostil donde se revelan sus debilidades, despojados de los atributos de su poder, solos y perdidos. También es el lugar de un encuentro amoroso que saca a luz la fuerza de su deseo y los obliga a modificar su identidad de rey. Esta transformación se produce en un espacio natural más apaciguado. Jugando con los tópicos del menosprecio de corte y alabanza de aldea, Enríquez Gómez presenta la naturaleza amena como el lugar de la autenticidad donde el rey humillado empieza a domesticar sus propias angustias, etapa previa al aprendizaje y la reconquista del poder.

      El rey, fuera de su palacio, ya no es el rey. Que pierda su trono o disimule voluntariamente su identidad detrás de una máscara, una mentira o ambas cosas, o aun que deje a su persona física tomar el control de su persona política, el monarca está en parte privado de la autoridad de su título cuando abandona el edificio que simboliza su poder. Con todo, esta pérdida no forzosamente le es perjudicial. Claro, siempre implica una vulnerabilidad: arrecian las conspiraciones cuando el rey sale de caza o para guerrear, unos soberanos casi son asesinados en su tienda militar y se juegan la vida en los campos de batalla; pero sobre todo permite que aflore la naturaleza profunda del monarca: Pedro el Cruel da la mejor ilustración de su apodo durante sus salidas nocturnas; Saúl persigue a David por el desierto con una agresividad obsesiva; Iberio deja rienda suelta a su deseo erótico en la selva; el rey sin nombre de A lo que obligan los celos se confronta ahí con un recuerdo doloroso. Los monarcas con capacidad de redención así pueden purgar unas pasiones que habrían derivado en conflictos desastrosos si se hubieran quedado en palacio: el rey Sancho se reconcilia con su hermana en La montañesa de Burgos o los reyes de China reconocen la lealtad de Fernán Méndez Pinto en la comedia epónima. Así, librados de estos conflictos interiores, pueden enfrentarse con los conflictos políticos: un rey justo reconquista el trono, unos traidores son desenmascarados, unos príncipes frívolos son controlados. Saliendo de su palacio, otros reyes que no tienen esta prudencia permiten a pesar suyo una mejora para el reino: Bolosio y Ladislao asisten a un milagro que les edifica, respectivamente en El obispo de Crobia san Estanislao y La defensora de la reina de Hungría. Así pues, el espacio exterior puede ser el lugar de una inflexión en la ética del poder del soberano. Sin embargo, tanto dentro como fuera del palacio, Pedro el Cruel y Francisco I conservan su crueldad y su maquiavelismo. El paradigma del tirano sigue siendo Nembrot a quien ciega la soberbia y que mantiene el mismo sentimiento de potencia propia cualquiera que sea el lugar. El espacio no modifica para nada su destino y por eso se debe derribar su palacio para que su poder sea derrocado.

      La ética del poder genera dos tipos de conflictos en la figura real: entre los dos cuerpos del rey y sobre la cuestión del maquiavelismo. En el primer caso, observamos que los reyes tiránicos se dejan dominar por su cuerpo físico en detrimento de las obligaciones inherentes a su función. Nembrot, potencia deseosa absoluta, parangón de hybris, cuerpo físico sin cuerpo político, es de nuevo el ejemplo paradigmático de este fenómeno que se manifiesta por una conciencia autocentrada, tal como aparece en este verso: «Nembrot os habla, hijo de sí mismo». Al otro extremo se sitúa el rey más perfecto, San Fernando, modelo de rex iustus, cuerpo político sin cuerpo físico en el sentido en que no expresa la menor pasión que no sea puramente política. Entre los dos se sitúan toda una galería de reyes instados a dar la prueba de su virtud, venciéndose a sí mismos. Pero se trata de una exigencia difícil de realizar para estos monarcas que son ante todo hombres sometidos a las pulsiones del deseo: rex negligens más o menos prudentes, meros seres humanos a quienes les incumbe una función real y que intentan, a veces con éxito, lo más a menudo fracasando, llevar a cabo sus misiones delegadas por Dios acomodándose mal que bien con unas pasiones apremiantes. Se restituye esta fragilidad con la imagen que propone el rey David: «La corona, / aunque de oro, es de vidrio, / y fácilmente se parte / en el golpe del peligro .» En el caso del maquiavelismo, como en el de los dos cuerpos del rey, Enríquez Gómez abre un extenso abanico de figuras del monarca. Observamos los casos de un maquiavelismo desenfrenado en Teobildo o Francisco I que condenan el pensamiento político español del siglo XVII como sus propios escritos. Estos reyes se asocian con la tiranía puesto que no respetan ni las leyes de Dios, ni las de los hombres. También volvemos a encontrar un modelo de prudencia encarnado por San Fernando, el único en conciliar una práctica virtuosa y una eficacia política. Entre los dos extremos se sitúa el ejemplo del emperador antimaquiavélico Carlos Quinto, que rechaza cualquier forma de actuación inmoral, a veces en detrimento de su acción. También identificamos a soberanos tacitistas que adoptan una suerte de maquiavelismo adaptado a la moral gracias a la distinción entre buena y mala razón de Estado y al uso de artificios retóricos que transforman la mentira en verdad escondida o la simulación en disimulación, tal como la reina Berenguela de El rey más perfecto o el rey Iberio de Engañar para reinar. Parece que Enríquez Gómez acepta, como otros numerosos pensadores contemporáneos, este tipo de subterfugio poco glorioso, pero tampoco lo presenta como un ideal de comportamiento político: Berenguela es un personaje secundario e Iberio un rex negligens muy ambiguo. Por esto mismo es una de las figuras más interesantes de nuestro corpus, lo que demuestra que el autor supo sacar provecho del potencial dramático de la cuestión del poder tal como se planteaba en el debate del siglo XVII.

      Los reyes de nuestro corpus ejercen su autoridad entablando una relación individual con sus súbditos, porque les incumbe prestar atención a cada uno de ellos, o gestionando los negocios públicos del Estado. En el primer caso, distribuyen las gracias –destacan las temáticas del destino de los soldados y de la distribución justa y eficaz de los cargos según el principio del mérito personal–, rinden la justicia –se insiste en que prevalencen la misericordia, la defensa del honor de los vasallos y la necesidad de no desviar la justicia hacia el interés propio– y casan a sus súbditos. En el segundo caso, se desprenden tres campos de acción política.

      En materia de religión, las comedias ilustran tres momentos en los que el soberano toma decisiones: la cristianización, la Reconquista y la lucha contra la herejía arrianista, albigense o protestante. La política religiosa aparece claramente en nuestro corpus como la prioridad del soberano virtuoso, en conformidad con la ideología oficial de la Monarquía católica y las representaciones en vigor de la Historia de España, especialmente respecto al esfuerzo de Reconquista y la lucha contra las herejías. Igualmente conforme es la representación del tirano que lo es ante todo por negarse a cumplir con la voluntad divina, aceptar el mensaje evangélico o seguir la moral cristiana. Las teorías que consideran, con base en estas constataciones, que Enríquez Gómez se convirtió en un buen católico al final de su vida no valen. No se podía esperar menos de un dramaturgo deseoso de pasar desapercibido en una sociedad represiva sobre las cuestiones de fe. Paradójicamente, la exaltación del discurso de Fernando III contra los albigenses es reveladora de la divergencia, si no de la disidencia, de nuestro autor al crear una ruptura en la configuración sicológica del personaje. Además, la violencia oficial contra la diferencia religiosa en El rey más perfecto es comparable con la de los tiranos de las comedias hagiográficas –pensamos en el Nerón de El vaso y la piedra o el Teobildo de Mártir y rey de Sevilla, san Hermenegildo– en las que unos santos son martirizados por un poder hostil a los adeptos de una religión alternativa. En ambos casos, la expresión de «piadosa crueldad» que emplea Maquiavelo acerca de la expulsión de los judíos de España conviene perfectamente, y Enríquez Gómez seguramente hubiera rechazado semejante concepto. Sin embargo, el parecido entre la suerte de los mártires cristianos de estas comedias y la de los judíos perseguidos en España no es, y no podía ser, explícito. Con todo, algunos diálogos, en particular de Hermenegildo, pueden dar a pensar que era real para nuestro autor, aunque no para su público.

      Para los reyes de nuestro corpus, y a diferencia de Maquiavelo, la guerra no es un instrumento de su política como cualquier otro. Siempre se privilegia el ardid y el empleo de la fuerza no es más que el último recurso sistemáticamente provocado por la agresión del adversario. El despliegue de la potencia militar se recomienda precisamente para que no sea necesario utilizarla, ejemplo de práctica que releva de la buena razón de Estado. En cambio, en el caso de un conflicto religioso, la guerra siempre se justifica plenamente, y aquí constatamos una diferencia entre la doctrina propuesta en el teatro de Enríquez Gómez y la de sus tratados políticos en los cuales se muestra más pacifista. Pensamos que aquí se trata de una adaptación del autor a las expectativas de su público y, tal vez, de la voluntad de aparecer como un poeta en acuerdo con las ideologías difundidas desde el poder.

      El estudio del discurso económico en las comedias permite detectar una preocupación de nuestro autor por la justicia fiscal que encontramos también en sus ensayos. Sobre el tema del comercio, las conclusiones son más ambiguas ya que coexisten una tesis liberal –en Amor con vista y cordura– y otra proteccionista –en El rey más perfecto– elaboradas en periodos diferentes. Este giro se debe, ya sea a una evolución de su opinión o a la de su situación personal. Desde un punto de vista dramático, la temática económica es absolutamente independiente de las intrigas políticas y sentimentales y suprimir los diálogos que la restituyen no afectaría para nada la coherencia del argumento. Se deduce de ello que Enríquez Gómez colocó estas digresiones de manera artificial porque quería evocar estas cuestiones, lo que afecta en algo la calidad de estas obras, pero confiere a las opiniones expuestas cierta autenticidad.

      Lo que caracteriza pues la figura del poder supremo es una fuerte diversidad. Enríquez Gómez crea reyes de todas edades, de todas épocas y de todos lugares; varían su fe y su religiosidad; su modo de acceso al poder, su título, su potencia y su manera de ejercerla cambian igualmente; y, sobre todo, sus reacciones ante las circunstancias dramáticas en que se encuentran nunca son las mismas. Esta galería de perfiles y de situaciones revela una voluntad de renovar constantemente las intrigas y de tratar la cuestión del poder desde las perspectivas más variadas. Deducimos un interés profundo de nuestro autor por la teoría política. Sin embargo, también se desprende cierta coherencia global del corpus. Las comedias presentan situaciones que se contestan o se completan y unos soberanos reaccionan de manera diferente en circunstancias similares: Alfonso X el Sabio y Marco Aurelio frente a un príncipe temperamental; San Fernando y Carlos Quinto frente a un problema de sucesión; Iberio y el rey anónimo de A lo que obligan los celos perdidos en un bosque; este mismo rey y Bolosio en el palacio de un vasallo; Saúl y el rey de Tartaria amenazados en su campo militar; San Fernando y Teobildo en el campo de batalla, etc. Se confirma pues la voluntad de agotar las configuraciones posibles que pueden presentarse en el ejercicio del poder.

      El discurso sobre el poder soberano está en gran parte conforme no solo con los escritos teóricos de Enríquez Gómez –Luis Dado de Dios y Política angélica– sino también con los de sus contemporáneos: origen divino del poder monárquico, rechazo del maquiavelismo en provecho del tacitismo, visión consensual de la Historia de España, providencialismo. Todo ello conduce a una adhesión global al sistema de la monarquía absoluta. A pesar de todo se entrevén algunas opiniones personales que pueden caracterizar el pensamiento de nuestro autor: alegato en favor de la meritocracia, aplicación misericordiosa de la justicia, rechazo de la guerra como instrumento de la política, moderación fiscal en provecho de los más pobres. Las ideas disidentes no aparecen pues en torno a la figura del poder soberano. Solo es conociendo su trayectoria de marrano perseguido por la Inquisición y las denuncias expresadas en la segunda parte de Política angélica como el lector atento podrá detectar índices de opiniones contestatarias sobre la persona del rey, pero en escasas ocasiones. En efecto, el trato de la figura de San Fernando y la persecución de la herejía por parte de los soberanos de ciertas comedias hagiográficas dejan aflorar un acercamiento posible con el caso de los judeoconversos españoles y sugieren una adhesión a la libertad de conciencia. Igualmente, las prácticas tiránicas de algunos monarcas –la extensión de las condenas a la parentela, especialmente en la primera parte de El gran cardenal de España don Gil de Albornoz y El obispo de Crobia san Estanislao– o la evocación de la ascendencia renegada de Nembrot y el estigma del origen en Ludovico remiten a la cuestión judeoconversa tan presente en nuestro autor.

      II. El príncipe o el poder heredado El príncipe es un ser en transición entre la infancia y la edad adulta que todavía no ha aprendido a controlar sus pasiones. Claro, como lo hemos visto, algunos reyes de nuestro corpus también sufren de esta incapacidad, pero es sistemática y particularmente exacerbada en los príncipes. Además, éstos deben conformarse con una autoridad paternal que ya no tienen los reyes evocados. La pasión irreprimible de los príncipes se manifiesta lo más a menudo por la atracción por una dama y, en el caso de Hermenegildo, por una revelación mística. En el momento en que descubre esta inclinación y, simultáneamente, la posibilidad de gozar del poder que debe a su rango, el príncipe está confrontado al dilema entre la satisfacción del deseo de su cuerpo físico actual y el buen uso de la función relacionada con su cuerpo político potencial. El resorte dramático de estos personajes siempre se sitúa en la articulación entre lo que quieren hacer y lo que deben hacer, en el campo de lo que pueden hacer. Algunos príncipes utilizan el poder, que es un instrumento político, al servicio de sus deseos, y ya no de sus obligaciones. La pasión se impone entonces a la razón, y especialmente a la razón de Estado.

      Las seis comedias que dan un cierto protagonismo a los príncipes presentan una serie de elementos repetitivos en el comportamiento tiránico de esta figura. Visión de la dama, pérdida del discernimiento, celos, soberbia, cólera, luego violencia contra la dama, cuando es hostil, del rival y a veces del reino, son las etapas que observamos en los argumentos. La soberbia es el elemento central en esta cadena de reacciones ya que es la que transforma la tiranía del deseo en deseo de tiranía o, dicho de otra manera, que articula la temática amorosa y la temática política. Esta constatación confirma la función esencial que tiene La soberbia de Nembrot en nuestro corpus: la de ilustración paradigmática de los mecanismos de la tiranía. Sin embargo, la diferencia de las situaciones nos permite apreciar otro aspecto de la figura del príncipe: cuando pueden compartir su sentimiento amoroso con la dama, los príncipes ya no son tiránicos puesto que entonces ninguna frustración del deseo provoca el orgullo.

      El caso de Hermenegildo es el más sencillo pues su santidad es incompatible con la tiranía. Evidentemente su fe va en el sentido de la justicia poética, mientras que su padre Teobildo se opone a ella. Entonces, el tirano es él, como se ha visto ya, pues el orden considerado como natural es el de una ruptura con la norma que representa, el del advenimiento del catolicismo y de la desaparición del arrianismo. En cambio, el príncipe de El maestro de Alejandro se hace violento cuando un incidente obstaculiza su casamiento con Octavia –la negación de su padre, la presencia de un rival o la muerte supuesta de la amada. Pero, hasta en este caso, nunca justifica el uso de la violencia por su estatuto principesco. La unión con Octavia es el desenlace esperado por el público y deseado por los dioses, el objeto de la búsqueda diegética y el cumplimiento de la justicia poética con la que está en conformidad. Por esto no es un tirano sino que ya aparecen en el hombre joven las calidades del futuro emperador. El caso del príncipe polaco de Mudarse por mejorarse se acerca al de Alejandro. Está desgarrado interiormente entre su deseo por una bella desconocida y su amor por Porcia. Cuando el primero se impone, es tiránico, aunque menos que los demás príncipes. Pero cuando Porcia reconcilia estos dos sentimientos antagonistas revelándole la verdad –ella es la desconocida–, ya no lo es, la boda deseada se puede celebrar y el palacio se apacigua.

      Sancho, en No hay contra el honor poder, y Cómodo, en Amor con vista y cordura, sistemáticamente rechazados por la dama, no aguantan ninguna demora en la realización de sus deseos y solo contemplan su poder político como un medio para satisfacer sus pulsiones sensuales. Éstas se oponen al cumplimiento de la justicia poética –la armonía del dúo del rey Alfonso y de su privado Rodrigo en el primer caso y el casamiento de Felisardo con Cloviana en el segundo– y son la manifestación más evidente de su tiranía presente y futura, tal como lo muestra la historiografía a disposición del público de los corrales. En cuanto al Pedro de A lo que obliga el honor, más animado por el amor que por el deseo, es el príncipe de una tragedia del honor. Su casamiento con la dama es imposible por dos motivos que aparecen también en las comedias anteriores: ya está casada la dama y aparece una diferencia de estatuto social entre los dos. El desenlace inevitable es pues la muerte de Elvira que propicia el príncipe provocando su culpa. Así que su tiranía es constitutiva de la justicia poética y su pasión desordenada es un engranaje indispensable en la mecánica trágica del honor. Su tiranía no es pues el resultado de la acción dramática sino un elemento fundacional. Estos príncipes desbordados por su pasión optan por la violencia porque tienen los medios políticos de su ambición erótica. Con una restricción: todavía no son reyes. De aquí la propensión que tienen a presentarse como tales o a recordar que pronto lo serán. Esto nos invita a considerar a los príncipes temperamentales como futuros déspotas y su educación como un remedio a su tiranía.

      Cuando se estudian las relaciones entre los monarcas y sus herederos, observamos una frecuente correlación entre el carácter tiránico del príncipe y el desamor del padre, sin saber cuál de los dos engendró el otro, pero constatando un efecto de arrastre que conduce en ciertos casos a una ruptura de la relación paterno-filial y, por lo tanto, a un fracaso de la educación del príncipe. El odio que siente Marco Aurelio por Cómodo, la decepción de Alfonso X por Sancho y la indiferencia de Alfonso XI por Pedro, son tan intensas como lo son los abusos despóticos de sus hijos. Notamos en estos casos el papel recurrente de la ruptura de filiación en la génesis de la tiranía, como mostramos que participaba de la soberbia de Nembrot o de las neurosis de Ludovico.

      Al contrario, aparece una relación proporcional entre la tiranía de los reyes Filipo y Teobildo y la virtud de los príncipes Alejandro y Hermenegildo, satisfechos en sus aspiraciones amorosas o místicas. En su caso también se fragiliza la relación de filiación, pero por iniciativa exclusiva del padre que carece de amor en el primer caso y que priva a su hijo de su herencia dinástica en el segundo. En ambas situaciones interviene un padre de sustitución –Aristóteles y san Leandro. Solo el rey de Polonia de Mudarse por mejorarse consigue establecer al final una relación sana con su hijo, al mismo tiempo que éste está reconciliado en su relación amorosa.

      La calidad de la relación paterno-filial condiciona pues el éxito de la educación del príncipe. Este es un tema ausente de A lo que obliga el honor, lo que puede ser una explicación del carácter soberbio de don Pedro. En cambio, los demás monarcas, de una manera u otra, tienen conciencia de su función educativa. Pero solo el rey de Mudarse por mejorarse formula la necesidad de esta función, lo que no es una casualidad ya que es el único en ejercerla sin el apoyo de un ayo: «Disponerte a reinar es mi cuidado, / que se obra indignamente si se ignora, / y es civil ruina un necio de su Estado, / si antes, ruina de sí, no le mejora.» Como se constata en este ejemplo, lo primero que se enseña al príncipe son las reglas de comportamiento exigidas por su estatuto, según el modelo ético del vencerse a sí mismo, ya evocado en el capítulo dedicado a los dos cuerpos del rey. La domesticación de las pasiones y el aprendizaje de la virtud son pues objetivos previos a la educación política. El discurso teórico consiste en exponer la necesidad de la templanza en los sentimientos, denunciar los peligros de la lisonja que provoca la soberbia y recordar la importancia de estar a la altura de su rango. El matrimonio aparece como otro recurso para canalizar las pulsiones de los jóvenes pero con una eficacia variable. Los reyes que consiguen dispensar una enseñanza moral son los que proponen una educación política, teórica o práctica a sus herederos. Así vemos al príncipe de Mudarse por mejorarse rendir la justicia, a Alejandro distribuir mercedes o a Sancho intervenir en decisiones políticas –con poco éxito en este último caso.

      Tampoco destacan en la figura del príncipe manifestaciones de una disidencia, ni siquiera de un anticonformismo. Las ideas expresadas corresponden globalmente con la imagen dominante del modelo y del contramodelo del futuro rey, acerca del conflicto entre la pasión y la razón o de la necesidad de una educación moral que consiste en vencerse a sí mismo. Lo que nos llama la atención es el reforzamiento de algunas temáticas propias de la literatura de Enríquez Gómez: la de la tiranía presentada como el resultado de una ambición desmedida, la de la filiación como origen de los conflictos entre el individuo y la sociedad o la de los actos como prueba de la calidad propia.

      Tercera Parte: Las figuras del vasallaje I. El consejero o el poder delegado El perfil del personaje del consejero más frecuente en nuestro corpus es el de un hombre noble y nativo del reino en el que actúa, y cuya edad es muy variable, idealmente la del potente al que ayuda y del que comparte la fe. Pero esta tendencia estadística no debe ocultar que las excepciones a menudo son las de figuras clave de la obra dramática de Enríquez Gómez: Fernán Méndez Pinto, privado portugués en el reino de China, doña María de Padilla, potente consejera y amante del rey don Pedro, y don Gil de Albornoz, valido de este mismo rey y condottiere al servicio del papa. Estas divergencias presentan el doble interés de aclarar los disfuncionamientos del sistema monárquico y constituir nudos dramáticos propios para la diversión del público.

      El estudio de los procesos de elección de los consejeros de nuestro corpus nos enseña que nada garantiza la selección del consejero ideal. Los criterios objetivos pueden revelarse pertinentes en los casos de los filósofos o, a veces, de los eclesiásticos, expertos en virtud, pero peligrosos en el de los parientes, los consejeros del padre o los astrólogos. La santidad o el diabolismo serían excelentes criterios de elección o de rechazo, pero se trata de una información de la que raras veces dispone el poderoso. En todos los casos, lo decisivo es la manera con la que el monarca utiliza el criterio más que el criterio mismo. Es revelador el ejemplo del modo con el cual el rey de Francia emplea mal a su astrólogo en Las tres coronaciones del emperador Carlos Quinto. Entre los criterios subjetivos, conviene excluir el amor –la relación tóxica entre don Pedro y doña María lo ilustra en El gran cardenal de España don Gil de Albornoz–, pero la amistad puede ser útil, a pesar del carácter ambiguo que implica en las relaciones entre el soberano y su consejero –pensamos en el ejemplo ofrecido por A lo que obliga el honor. Finalmente, la combinación de la competencia y de la afinidad parece ser la más propicia al buen funcionamiento del dúo rey-consejero. El consejero es un recurso que cabe utilizar con prudencia para sacar un provecho, pero que se revela peligroso en el caso contrario. Este peligro constituye el nudo dramático de varias comedias pues la elección de un mal consejero o el rechazo de uno bueno fragiliza sistemáticamente los equilibrios políticos y afecta el buen gobierno del reino.

      Respecto al estatuto del consejero, las comedias revelan una gran confusión. Los términos que lo designan –ministro, primer ministro, mayor consejero, privado, privanza, valido, secretario y algunos otros más– no corresponden a una realidad práctica constante y estable. Cuesta determinar si el consejero tiene una función oficial al lado del rey y cuáles son sus prerrogativas. En algunos casos, tiene una misión oficiosa a la vez que tiene un estatuto legal en la corte –Tello en La montañesa de Burgos por ejemplo–, otras no es más que un amigo que sabe hacerse útil hasta que se le dé un cargo oficial –Fernán Méndez Pinto. En cuanto a sus funciones –preceptor del príncipe, secretario, diplomático, guerrero, ministro, privado o consejero del consejero–, destaca de nuevo una fuerte heterogeneidad de las situaciones. Únicas o cumulativas, incluidas en el aparato del Estado o solo relacionadas con la persona privada del rey, revelan igualmente el poder y la fragilidad del consejero. En ello, Enríquez Gómez restituye la complejidad del debate contemporáneo en torno a la figura del valido. También sabe escenificar algunos aspectos concretos de esta reflexión: la desaparición de la función del secretario real, la cuestión de la delegación del poder o el papel del consejero del consejero. Es notable su capacidad para dramatizar estas situaciones teóricas, y más aún cuando se interesa en el comportamiento del consejero frente a estos cuestionamientos.

      El caso de don Gil de Albornoz y doña María de Padilla es la mejor ilustración de los combates que oponen diferentes cortesanos para la conquista de los favores del monarca. Este combate es un juego estratégico puramente espacial cuando se trata de alcanzar el oído del rey, y el palacio se convierte entonces en un laberinto lleno de trampas. Se hace psicológico cuando se trata de controlar las áreas metafóricas de su confianza y de su voluntad. Se adapta pues muy bien al teatro puesto que el espacio alrededor del rey, el escenario mismo, es un objeto de deseo y la metáfora de una potencia sicológica, como lo es la llave que simboliza en un primer momento el control del espacio real y que acaba por significar el control de la persona misma del rey. Este combate se desarrolla en el ambiente civilizado del palacio pero las confrontaciones no solo son verbales: Enríquez Gómez opta por representar una tentativa de asesinato para materializar la violencia de la rivalidad y significar que la muerte social que amenaza en cada momento al valido tiene la crueldad de una guerra.

      Enríquez Gómez presenta un panorama completo de lo que se podría llamar una ética del consejero. Así que un consejo no solo es bueno por su contenido, sino que debe serlo además considerando el contexto en el que se da, tomando en cuenta las circunstancias políticas para ser aplicable y las humanas para ser oído. Dicho de otro modo, no hay buen consejo en lo absoluto. También ofrece una reflexión sobre la verdad y la mentira con ilustraciones de la oposición entre la lisonja y la sinceridad en el consejero, su propensión a practicar y sufrir la murmuración y a la calumnia, la diferencia entre simulación maquiavélica y disimulación prudente, así como el buen uso del secreto. El arte de mentir encuentra pues su complemento en el hecho de decir la verdad pero también de callarla. El teatro restituye estas prácticas cortesanas porque es el arte del diálogo y sobresale especialmente Enríquez Gómez en él, pero lo hace deconstruyendo esa creencia que consiste en colocar la mentira en el campo del vicio y la verdad en el de la virtud. Así refleja el estado de la reflexión de los filósofos políticos de su tiempo. También retrata en esta ocasión al personaje del malsín asociándolo con un maquiavelismo desbocado que no vacila en manipular la verdad en el sentido de las emociones del poderoso y con fines partidarios. Al contrario de la mentira y la verdad, la traición y la lealtad tienen la misma frontera que el vicio y la virtud. Solo el condestable de Engañar para reinar –la comedia más dudosa en el ámbito moral– parece modificar esta separación. Pasar de la mentira a la traición, también es pasar de la palabra al acto y, en el teatro, de dar a entender a dar a ver. El impacto visual en el público es mayor que el impacto auditivo, así que un traidor es menos simpático aun que un mentiroso. A este respecto, el condestable no traiciona tanto con sus actos como con sus palabras: le miente a Ludovico y aconseja secretamente a Iberio a quien, además, permanece leal. Es pues más fácil mantenerlo en el campo de la virtud. Los consejeros virtuosos pueden mentir, pero no traicionan realmente –el Aristóteles de El maestro de Alejandro es otro ejemplo de ello. La retribución del consejero consiste esencialmente en honrar su nombre asociándolo con el del soberano, atribuirle títulos nobiliarios o remunerar a su clientela.

      El valido se encuentra en el centro del juego del poder. Esto le confiere una capacidad de acción considerable pero al mismo tiempo una gran fragilidad. Para acceder a esta posición, mantenerse en ella y sacar los beneficios esperados, debe conocer perfectamente las leyes de la guerra de palacio, lo que lo conduce a manejar con destreza unas armas no siempre recomendadas por la moral cristiana. Lo que está en juego en su función es ser eficaz sin ser amoral y convertirse así en el consejero ideal presentado en los tratados políticos de Enríquez Gómez y de sus contemporáneos. Sin embargo, ambos objetivos no siempre son compatibles, de aquí la necesidad de ocultar actos reprensibles detrás de una apariencia de virtud con el medio de una ética aceptable. Esta consiste en hacer algunas concesiones a la mentira llamando disimulación lo que releva de la manipulación deshonesta, pero también en no traicionar. Cuando renuncia a la dimensión moral de sus actos, el consejero influye al soberano en el sentido de la tiranía y se transforma en malsín. Este funambulismo moral ofrece un gran potencial dramático puesto que coloca al personaje del valido frente a dilemas capaces de suscitar la emoción del público.

      El otro resorte teatral característico de esta figura, propio de las llamadas comedias de valido, es la incertidumbre de su destino. Cualquiera que sea su postura filosófica, lo que caracteriza la suerte del consejero es la adversidad. Ninguno escapa de los golpes de fortuna ni tiene soluciones para precaverse contra ellos. Esta fatalidad tiene un papel esencial en la economía de los relatos dramáticos siendo un oponente casi sistemático a la consecución del objetivo diegético. El placer del público radica en la observación de la precariedad de la situación de los poderosos y en la relativa tranquilidad de la suya, pero también en el carácter de los personajes y su capacidad para enfrentarse con los peligros y las injusticias. A este respecto, las figuras de Fernán Méndez Pinto y Gil de Albornoz son las más fascinantes.

      La figura del consejero según Enríquez Gómez permite evocar pues los principales aspectos del debate político y filosófico que la conciernen en el siglo XVII. El dramaturgo ilustra en efecto las ventajas e inconvenientes de la función, cuestiona los criterios de su elección, estudia su comportamiento en la corte, especialmente su relación con el soberano, y llama la atención sobre su destino funesto. Algunas temáticas no se plantean claramente, tales como la prerrogativa de las mercedes. Otras lo son con una insistencia que no se encuentra entre sus contemporáneos, dramaturgos o tratadistas. Las del criterio del mérito en la atribución de los cargos interesa particularmente al autor por un motivo ideológico, y por ello las encontramos también en sus textos teóricos. En cambio, las de la traición o de la elección de un amante como consejero interesan por su potencial dramático. Ello es ante todo lo que debió de seducir a Enríquez Gómez: el consejero, por la relación ambigua que mantiene con el poderoso, por la inestabilidad de su posición y por el poder del que dispone es por naturaleza un personaje dramático. Explota esta riqueza creando toda una galería de consejeros a quienes confía el papel principal o un empleo secundario, pero siempre confiriéndoles una dimensión trágica.

      Entre todos estos consejeros destacan algunos por la calidad y la complejidad del retrato que hace Enríquez Gómez de ellos. Tienen en común una profundidad sicológica que los hace humanos y conmovedores. Fernán Méndez Pinto tiene los rasgos del héroe que nunca renuncia a pesar de un destino adverso, es valiente, leal e inteligente, pero su comportamiento con las mujeres y su oportunismo lo hacen a veces antipático. Aristóteles encarna una sabiduría práctica pero también es capaz de una ternura y una empatía con Alejandro que conmueven; con todo, se le sorprende mintiendo y manipulando como lo exige su función. Pero los dos consejeros que nos parecen más acertados son don Gil de Albornoz y doña María de Padilla que se enfrentan en la primera parte de la comedia dedicada al cardenal. Don Gil es sublime en su rectitud moral y su abnegación como lo es doña María en su ambición y su duplicidad. Pese a ello, el primero condena a muerte a su propio hermano tanto para rendir justicia como para impresionar al rey, y la segunda es capaz de humillarse para salvar al amante de su dama de compañía.

      II. El vasallo o el poder sufrido Que estén cerca del poder cuando son miembros de la familia real, con títulos o meros cortesanos, o que vivan lejos del palacio, hidalgos de pueblo o soldados menesterosos, la mayor parte de los nobles de nuestras comedias conocen una nobleza problemática: celosos del poder real u oprimidos por el mismo, obsesos por su ascendencia o renegando de ella, parecen ser cautivos de su propia condición. Se desprende el panorama de una nobleza inadaptada a su tiempo, a veces cansada de unos valores que se le imponen –pensamos en el Martín Pelayo de El noble siempre es valiente o la infanta de La montañesa de Burgos–, a veces frustrada de no poder sacar provecho de ella –es el caso del Pedro de Campuzano de la comedia de valientes o de varios infantes privados de herencia, especialmente el Federico de La defensora de la reina de Hungría. Claro, otros nobles corresponden con el estereotipo en vigor del valor, de la lealtad y del honor: el Cid y sus compañeros así como el David de La prudente Abigaíl son los mejores ejemplos. Pero Enríquez Gómez sintió la necesidad de elaborar personajes de hidalgos exiliados, o de sistematizar a la dama viril para mostrar que la nobleza tradicional ya no consigue justificar sus privilegios. Se aplica a presentar a unos aristócratas que abusan de su poder o no están a la altura de la herencia que reivindican. Ello parece revelar una crítica del orden establecido y una ideología de la meritocracia procedente de la pequeña burguesía comerciante privada de prosperidad social, como la que se puede constatar en Política angélica. Sin embargo, no es cierto que se haya que deducir de ello un cuestionamiento de la organización social del Antiguo Régimen. En efecto, Enríquez Gómez ataca el comportamiento de los nobles más que la estructura nobiliaria en sí. Su discurso finalmente es conservador cuando llama a una coherencia entre la actitud de los aristócratas y la condición hereditaria que es la suya. Donde está más en ruptura con la norma, es en su defensa de la movilidad social cuando insiste en el origen modesto de David destinado a subir en el trono de Saúl, o cuando muestra al Cid como orgulloso de su estatuto de aristócrata guerrero opuesto a cualquier cuestionamiento de la transmisión hereditaria de sus valores.

      Enríquez Gómez es mucho más prudente en el momento de crear personajes del clero y de evocar el tema religioso. Suele confiar sus cargas ideológicas al personaje del gracioso apto para ridiculizar la falsa devoción gracias a una tradición popular anticlerical. Su registro burlesco hace más aceptable su sátira que si procediera de un personaje más digno, y más aún de un miembro del clero. En Fernán Méndez Pinto, la elección de un eclesiástico exótico también ofrece al dramaturgo la oportunidad de mofar indirectamente la religiosidad absurda y cruel. Pero si Enríquez Gómez denuncia las derivas de la Iglesia en un registro burlesco, finalmente bastante estereotipado, en ningún momento pone en tela de juicio su autoridad, lo que tampoco hace en sus tratados, excepto cuando habla de la Inquisición.

      Elegimos organizar el análisis de los personajes del pueblo en función de su relación con el poder. Los que están a su servicio son los domésticos, los funcionarios de justicia, los soldados y los cortesanos. Su estudio permite definir tres categorías diferentes. Primero los agentes del poder tales como los servidores del palacio y de los nobles, los funcionarios de justicia y los soldados. Son personajes sin autonomía ni identidad, o con una identidad muy sumaria en cuanto a los servidores de los nobles. Esta característica les conduce a servir con la misma ceguera a los reyes justos como a los tiranos, ceguera que saca a luz tanto la violencia del poder como lo absurdo de una justicia corrupta, incompetente y violenta. El segundo grupo es el de los vasallos inscritos en la jerarquía del poder y que ofrecen sus servicios pero buscando un provecho personal: son los cortesanos, entre ellos algunos graciosos, y particularmente Enaguas en No hay contra el honor poder. Al servir su propio interés, estos personajes favorecen el desarrollo de la tiranía; por ello se puede afirmar que están exclusivamente al servicio de los déspotas. Finalmente, la mayor parte de los graciosos, por culpa de su incompetencia, sirven mal el poder y así aclaran sus disfuncionamientos –injusticia, decadencia de la nobleza, alevosía de los poderosos– y llevan un discurso antimilitarista –«Discurramos / sobre esto que llaman guerra, / que, a mi flaco juicio, yo / no le hallo pies ni cabeza», dice por ejemplo Capote en El rey más perfecto.

      Entre los vasallos alejados del poder, los campesinos son representados esencialmente por unos graciosos. El gracioso rústico es el instrumento regular de la sátira de la corte y de sus usos o del amor y de su lenguaje. Pero más allá de esta función tradicional, emite también un discurso ideológico: Perote y Gila sirven en La montañesa de Burgos para deconstruir los valores nobiliarios perturbando la representación canónica del matrimonio, y así sugieren la idea de la movilidad social. Chaparrín, en El noble siempre es valiente, con su miedo constante, testimonia que su dueño no siempre ha sido valiente. Gilote asume un papel de víctima de un sistema judicial que se aparenta al de la Inquisición en A lo que obligan los celos. Los burgueses y los personajes identificados por su profesión son escasos y limitados a papeles secundarios o a la mera figuración. Su presencia siempre se justifica con el tema de la justicia ya que una investigación, unos procesos y una encarcelación son los pretextos de su aparición. Encarnan un ideal de virtud en el caso de Pedro Colona, personaje de El obispo de Crobia san Estanislao, o un contraejemplo en el de sus hijos o de Maladros, el ventero de El valiente Campuzano, paradigma del malsín que propicia una sátira de la justicia inquisitorial.

      Los vasallos marginalizados por motivo social –pobres, delincuentes y prostitutas– ofrecen a Enríquez Gómez la posibilidad de tratar temas bajo el ángulo de la sátira tomando prestadas ciertas formas a la picaresca, a la jácara en El valiente campuzano y Mártir y rey de Sevilla, san Hermenegildo o al discurso filosófico en Los dos filósofos de Grecia, con la complicidad sistemática del gracioso. Estos temas son la condición de la mujer, la falsa religiosidad, la justicia inicua y la delación. Los excluidos por motivos raciales son esencialmente don Pedro, el morisco de El valiente Campuzano y Muley el moro negro de Las misas de san Vicente Ferrer. Nos parece probable que Enríquez Gómez haya querido evocar con ellos su condición de judeoconverso perseguido, pero sin identificarse con ellos. Estas figuras no son dobles sino criaturas dramáticas con debilidades que no siempre actúan de manera ejemplar. Claro que ilustran el dilema del marginal frente a una sociedad injusta, pero hacen malas elecciones: don Pedro no está a la altura de la nobleza a la que aspira y Muley se deja llevar por sus instintos más bajos. De ninguna manera encarnan un ideal de lucha contra la opresión, sino que son seres de teatro complejos cuyo interés radica tanto en su estatuto de marginal como en su psicología. Además, algunos graciosos, entre ellos Chaparrín en El noble siempre es valiente, tratan de este tema con tono más ligero pero permiten también la expresión de la angustia de la ascendencia en la sociedad segregacionista de la Monarquía católica.

      Nuestro corpus no ofrece una figura de oposición que el dramaturgo presentaría como un modelo a seguir. La rebelión de Juan Vico en la segunda parte de El gran cardenal de España don Gil de Albornoz, está claramente presentada como tiránica, como lo reconoce él mismo, y se convierte en un personaje virtuoso cuando renuncia a su proyecto sedicioso y se vuelve el fiel amigo de quien lo venció. El diputado español de Las tres coronaciones del emperador Carlos Quinto es un personaje ambiguo pues sus reivindicaciones aparecen como justificadas, pero el emperador, cuya imagen es intocable, lo despide bruscamente y promueve el amor como doctrina de gobierno. Uno no puede aceptar en estas condiciones la revuelta que se levanta. Por fin, el pueblo es un actor político de cuya inconstancia e imprevisibilidad se tiene que recelar en varias comedias. Solo las víctimas de la tiranía de Nembrot aparecen como una potencia de oposición legítima, pero notamos que, por una parte, no se puede organizar sin adoptar ella misma un sistema de delegación del poder a un jefe; y por otra parte, que quien provoca la caída del déspota es Dios y que el pueblo no es más que un instrumento de su voluntad. No encontramos pues ningún oponente real al poder monárquico, sino solo al poder tiránico, y dentro de una legalidad dinástica.

      Los vasallos, más que las figuras del poder, aportan algunos elementos de un discurso ideológico personal. Su situación ofrece en efecto un amplio abanico de puntos de vista sobre la autoridad monárquica, internos o externos, sometidos o críticos, serios o burlescos. Enríquez Gómez sabe utilizar esta variedad para restituir su pensamiento, desviando a veces los códigos de los géneros a los que recurre, los de la comedia de valientes por ejemplo. Se confirma en el estudio de las figuras del vasallo que el dramaturgo valida los principios de la monarquía absoluta. No parece en efecto tener una gran confianza en la capacidad del pueblo para hacer las buenas elecciones políticas. Con todo, expresa ciertas restricciones al ejercicio del poder real pues parece recelar de su deriva tiránica, como lo muestra La soberbia de Nembrot. Es por eso que ataca regularmente la institución judicial presentada como ineficaz y corrupta, pero también la nobleza cuyo poder tradicional pierde su legitimidad por el comportamiento de sus miembros. A pesar de ello, defiende sus valores de valentía, lealtad y honor que quisiera perpetuar y extender a todos los vasallos. Algunos personajes procedentes del pueblo –Pedro Colona o la Catuja de El valiente Campuzano– así se presentan bajo una luz más halagüeña que los nobles más canónicos tales como el Cid. Entre estos últimos, algunos hasta adoptan un comportamiento vil que contrasta con el de muchas mujeres y de los nobles extranjeros. A este respecto, el personaje de don Juan nos parece ser la figura más emblemática, en Quien habla más obra menos. Se deduce un alegato en favor de una movilidad social que permitiría una redistribución del poder en función del mérito más que de la ascendencia: «¿Por qué se ha de permitir que el uno blasone de sangre, y el otro no pueda blasonar de virtud?» se puede leer en La torre de Babilonia.

      Conclusión Al final de nuestro recorrido, no podemos más que reconocer una evidencia: nos es imposible aportar una respuesta definitiva a la pregunta hecha al principio sobre la expresión a través de la escritura dramática de una ideología o de un ideal político. Sin embargo, esta constatación solo es frustrante en apariencia porque, si el Enríquez Gómez político se esfuma en su teatro hasta borrar parcialmente la imagen que podían dar de él sus escritos en prosa, resulta verdadero que nuestro análisis combinado de numerosas piezas nos habrá permitido alcanzar un conocimiento preciso de las formas de representación del poder en este teatro, conocimiento del que podemos sacar enseñanzas que no carecen de interés.

      En primer lugar, el estudio de las figuras del poder en el teatro de Enríquez Gómez nos permite formular cierto número de conclusiones sobre las características propias de su escritura dramática. La constatación que se impone de entrada concierne la relación muy incierta y distante, hasta contradictoria, que se establece entre la obra teatral que acabamos de examinar y la biografía del dramaturgo tal como parece fijada en sus rasgos fundamentales. En efecto, nos es difícil lanzar pasarelas entre las comedias de nuestro corpus y la vida de su autor, al contrario de lo que se observa en su producción poética, novelesca y teórica, muy lejos de lo que gran parte de las investigaciones intentó mostrar. Claro, se desarrollan temáticas en las piezas que también lo son de su trayectoria vital, tales como el exilio, la violencia del aparato judicial o el comercio, pero sin que su estudio permita aclarar las circunstancias de la existencia del dramaturgo. El héroe expatriado de Quien habla más obra menos, la representación de las decisiones de justicia en El obispo de Crobia san Estanislao o los comerciantes que reclaman un favor en Mudarse por mejorarse no nos dicen nada sobre la experiencia de Enríquez Gómez en la corte francesa, sobre su comparecencia ante la Inquisición madrileña ni sobre su actividad profesional. Las grandes preguntas pendientes sobre su vida siguen sin respuesta: su posición respecto a la política del conde duque de Olivares, las causas de su huida de Madrid para Burdeos, su implicación en los disturbios políticos franceses, las motivaciones de su regreso a España, la determinación de su fe, cualquiera que fuera. Ningún indicio viene a consolidar seriamente las teorías que evocamos al principio de este trabajo. La implicación de nuestro autor en la restauración portuguesa de la que tenemos algunas pruebas sólidas tampoco aparece en ningún momento. Todas estas consideraciones confirmarían la idea de disimulación, propia de los marranos, avanzada por Révah. Enríquez Gómez produjo un teatro destinado al público conservador de los corrales y no se dirigió a él con tal de abogar por su causa personal en los conflictos que tuvo con diferentes formas de poder político o religioso. Su objetivo es entonces prioritariamente artístico y comercial, pero ciertamente no militante. La naturaleza de estos textos es pues radicalmente distinta de la de obras que son el reflejo de su compromiso, tales como el Triunfo lusitano de objetivo propagandístico, Luis Dado de Dios dirigido a la familia real francesa, Política angélica o La Inquisición de Lucifer destinados a oponentes o el Romance a Lope de Vera escrito para un público marrano.

      Todo lo más se adivinan unos rastros de un pensamiento alternativo o diferente en ciertos fragmentos. Pero, nos permitimos insistir, dudamos fuertemente que la intención del autor haya sido de convencer a un público, ni aun de darle a ver opciones divergentes. Consideramos estos afloramientos de opiniones no como un acto comprometido sino como la manifestación de la necesidad íntima de expresar una injusticia sufrida, de satisfacer el placer solitario de rebajar a un enemigo que no escuchará, a lo mejor de lanzar un desafío burlón a la censura, como máximo de enviar un mensaje de solidaridad a sus correligionarios escondidos entre la muchedumbre de los corrales. Inmolar a un malsín efectivamente es la proyección de una angustia vital pero releva más, según pensamos, del disfrute del creador que de la intención política del disidente. Por lo demás, ¿a quién podría convencer con el suplicio de Maladros? ¿Y de qué? En cambio, ciertamente sacó cierta satisfacción al ver a esta figura, inspirada de los delatores que lo perjudicaron, humillada públicamente y ser objeto de las risas de los mosqueteros. Y más aun aplicándole los métodos inquisitoriales, aunque probablemente no los reconoció el público. Igualmente, cuando el dramaturgo describe los mecanismos de exclusión racial del don Pedro de El valiente Campuzano, y del Muley de Las misas de san Vicente Ferrer, o religiosa del mártir Hermenegildo, sin duda pensó en su propia condición de marrano, pero no restituyó entonces tanto la opresión sufrida como el conflicto interior del personaje desgarrado entre su deseo social, sensual o místico y las exigencias de un entorno hostil. La queja de Costanza en La montañesa de Burgos se inspira también de su situación de víctima de la tiranía, pero aquí también pensamos que fue a buscar en sus vivencias la materia de una intriga dramática y no que eligió el teatro como soporte de una doctrina política. Estos rastros discontinuos no constituyen un discurso, a falta de un contenido homogéneo, pero sobre todo a falta de un destinatario. Si pudimos detectarlos, es porque conocemos la identidad de su autor, las grandes líneas de su biografía y algunas de sus inquietudes vitales, esencialmente gracias al resto de su obra en gran parte inaccesible al público de los corrales de comedias. En esto el teatro de Enríquez Gómez no es un teatro político en el sentido moderno, porque no es un teatro militante.

      En cambio, si consideramos, como lo hemos hecho, que es político un teatro que enfoca el tema de la organización del poder desde un punto de vista moral, entonces Enríquez Gómez entra en esta categoría, de la misma manera que casi todos los dramaturgos contemporáneos. En efecto, escenifica la mayor parte de las grandes cuestiones que agitan la reflexión política de su tiempo y las presenta sin que emerja un pensamiento alternativo ni aun una fuerte originalidad. En sus comedias, el rey es una figura divinizada necesaria a la paz y a la prosperidad, aunque Dios no interviene nunca directamente en su favor. Tampoco cuestiona la transmisión hereditaria del poder y la formación resultante del príncipe es esencialmente moral, según el modelo vigente del vencerse a sí mismo. El privado es representado como indispensable al ejercicio del poder, si cuida bien, sin embargo, de no codiciar las prerrogativas reservadas al soberano y de comportarse de manera totalmente desinteresada. El pueblo es un actor político inconsecuente e incapaz de asumir su destino sin recurrir a una autoridad tutelar. Se lo puede solicitar para aprobar una coronación pero solo es autorizado a derrocar un rey para restablecer una legitimidad dinástica. Se evoca la teoría de la razón de Estado en conformidad con el dogma tacitista dominante en las esferas del poder. El papel de la religión en los negocios públicos también se trata sin dar pie a la menor censura política. Incluso se exaltan las figuras del régimen de los Habsburgos y del catolicismo tridentino bajo el seudónimo de Fernando de Zárate con un celo tal que muchos vieron en él un autor diferente, sinceramente cristiano. Total, el teatro de Enríquez Gómez nos parece integrarse perfectamente en el sistema de control del pensamiento implementado por la Monarquía católica.

      Con todo, este conformismo no impide la expresión de un punto de vista particular sobre ciertos aspectos de la organización monárquica, sin constituir por ello un discurso de oposición coherente y menos aun programático. Enríquez Gómez insiste por ejemplo en la necesidad del amor en el ejercicio del poder soberano, especialmente en la aplicación de la justicia que tendrá que privilegiar la misericordia al rigor de la ley, o en el recurso a la guerra que apuntará a conquistar los corazones tanto como las ciudades. Pero es respecto a la nobleza donde nos parece desarrollar el pensamiento más personal. Si nunca cuestiona los valores que caracterizan este grupo social, socava regularmente el principio de su transmisión hereditaria. Como consecuencia, uno puede deducir un ataque contra los privilegios nobiliarios y una defensa de una promoción social según el mérito en favor de los que ejercen la virtud aunque fueran mal nacidos. Con ello, Enríquez Gómez aboga contra el determinismo del nacimiento y por el derecho a la libertad individual. Este derecho a actuar sin las trabas del origen más bien que sufrir su estigma social, racial o religioso es un leitmotiv de toda su obra que se encuentra expresado con fuerza en su teatro. El personaje de Fernán Méndez Pinto es la encarnación más acabada de esta idea, pero otras numerosas figuras comparables pueblan los escenarios de sus comedias: reyes plegados bajo el peso de la corona que les incumbe o en conflicto con sus propias pasiones, príncipes presionados por la ambición de sus padres, validos a la expectativa angustiosa de su decadencia, infantes frustrados o perseguidos, aristócratas incapaces de ejercer la virtud que reivindican, hidalgos exiliados o encerrados en su condición, damas rebeladas contra la opresión masculina, esclavos moros atormentados por el deseo, galanes moriscos en busca de ascensión social, todos quisieran, aunque fuera un solo segundo, escapar de las exigencias del rango que les es asignado. Todos luchan, lo más a menudo en vano, por hacer compatibles las aspiraciones de su cuerpo físico con las obligaciones de su cuerpo político. Todos intentan acomodarse con la realidad impuesta por las convenciones mediante subterfugios más o menos honrados: traición para los malsines, simulación para los más maquiavélicos, disimulación para los más prudentes, disimulación marránica para nuestro autor. Todas las formas de tiranía, las del deseo como las del poder, cobran consecuentemente una importancia esencial en los argumentos. Oponente sistemático al objetivo diegético, la tiranía siempre se presenta como una voluntad autocentrada de gozar sin trabas, como la expresión de una soberbia justificada por la identidad del sujeto, particularmente por su nacimiento. Nembrot aparece como la figura paradigmática de la tiranía declinada en los personajes de potentes orgullosos de su poder y despreciadores de las libertades individuales.

      En este tema, Enríquez Gómez desarrolla una escritura propia. Elabora en efecto una poética de la tiranía hecha de una retórica del exceso, de hipérboles del caos, de metáforas planetarias, celestiales y astrales organizadas según una oposición entre la verticalidad de la ambición del déspota y la horizontalidad de la armonía divina, natural, social y política. Paralelamente, es implementada una poética de la libertad en la que palacios laberínticos, calabozos lúgubres, barrancos profundos y bosques oscuros materializan y metaforizan el encerramiento del héroe. El episodio del salto por la ventana de don Juan en Quien habla más obra menos, las escenas de evasión de Fernán Méndez Pinto o el acceso a los claros luminosos en A lo que obligan los celos y Engañar para reinar ilustran estos movimientos de libre albedrío ejercido y de libertad conquistada. Al encerramiento en sí mismo o en su torre de Nembrot se opone todo tipo de aperturas hacia los otros o hacia el mundo exterior de los reyes justos: rondas de noche, retiro campestre o campo de batalla. En cuanto al valido, intenta subir a la altura del rey sol pero a menudo es precipitado en la desgracia a imagen y semejanza de los demonios cuya caída es el movimiento natural.

      La escritura dramática de Antonio Enríquez Gómez así obedece a un esquema bastante sencillo pero de una gran coherencia. La caracteriza una dimensión visual muy potente que confiere una fuerza dramática mayor al destino de los personajes y contribuyó sin duda alguna a su éxito en los siglos XVII y XVIII. El efecto teatral, esto es lo que buscó nuestro autor, más que el mensaje político. El dramaturgo tenía conciencia de que sus comedias no podrían prestarse a la difusión de sus ideas más disidentes y solo recurrió a las polémicas ideológicas cuando éstas le parecieron que se adaptaban perfectamente a su objetivo artístico. Como todo escritor, sacó su inspiración de sus emociones y de los peligros de su existencia, pero su discurso está elaborado con tal de que el espectador pueda reconocerse a sí mismo antes que identificar a su autor. Sus palabras cobran pues una dimensión universal y atemporal sobre temas como la injusticia, el exilio, la libertad de conciencia o el ejercicio del libre albedrío. Hoy no leer estas obras más que como la ilustración de una trayectoria vital limita el alcance filosófico de los textos, su dimensión poética y sobre todo su potencial dramático.


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