La Iglesia, en un compromiso permanente con el hombre de todo tiempo y lugar, ha tratado de ser fiel a su fundador, Jesucristo, auscultando las realidades diversas en las que desarrolla su misión, para pronunciar una palabra que oriente la acción humana. Porque el camino de la Iglesia es el hombre, todo hombre, especialmente aquel que está herido en el camino de la vida y que necesita la ayuda solidaria que nace del amor de Dios. De manera tal que cuando la comunidad eclesial tiende la mano al pobre, al indigente, al desamparado, al pisoteado en su dignidad, tiene conciencia que ese gesto se realiza al mismo Señor Jesús, que se identifica con todos esos rostros (Mt 25).
Por eso la Iglesia tiene una misión que es profundamente iluminadora de los distintos hechos o situaciones que vive la sociedad. Es en ellas, que comportan realidades muy complejas, en las que menciona unos criterios mediante los cuales el hombre y la sociedad entera han de buscar caminos de mayor humanización. Y esto vale para las cuestiones de orden individual, pero también de orden colectivo. Y esa palabra cargada de sentido para la humanidad se pronuncia, en no pocas ocasiones, en situaciones en las que los hombres no son precisamente fraternos ni se reconocen tales, sino, por el contrario, cuando unos hombres ven en otros a sus verdaderos enemigos. Cuando la violencia acecha las formas de relaciones entre personas y grupos, entre colectivos al interior de una nación y entre naciones enteras, entonces el magisterio pontificio, en nombre del conjunto de la comunidad eclesial, hace sólidos y urgentes llamados a la paz, con el fin de detener la mano y el gesto violento del agresor. Por eso la realidad de la violencia es una cuestión que no se puede obviar.
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