Manuel Rivero Rodríguez
Universidad Autónoma de Madrid
Enunciar el viejo tópico de Clausewitz que comprendía la guerra como continuación de la diplomacia por otros medios es recurrir a una frase muy manida pero que, para comprender la naturaleza de las relaciones exteriores en el Antiguo Régimen, nos sirve como punto de partida desde el cual abordar nuestra exposición. En las cortes europeas del Renacimiento, guerra y diplomacia eran actividades que se encuadraban dentro de las llamadas materias de Estado, aquellas directamente relacionadas con el dominio, con el gobierno. Esto, que en principio pudiera parecer simple, es algo sumamente complejo y cuya comprensión es fundamental para entender la naturaleza de las relaciones exteriores en la Alta Edad Moderna y con ella el carácter y significación de la guerra y la función de los ejércitos en este periodo.
Estado era una palabra que identificaba la posición de los individuos dentro de una sociedad compartimentada en categorías, donde cada uno tenía asignada una función específica dentro de un orden general. Estado era condición (noble, eclesiástico o plebeyo) pero también equivalía a dominio, a patrimonio, puesto que la propiedad de tierra y jurisdicción entrañaba estatus, es decir, determinaba la calidad y el rango de los potentes (los que poseen poder)1. El concepto de dominio (dominium), equivalía a gobierno, a señorío, abarcaba tanto un sentido estricto de propiedad de la tierra, donde lo material estaba sujeto a un señor (dominus), como a la sujeción de los hombres al mismo, es decir, a su autoridad política2. En este último sentido, los estados, como subrayara Maquiavelo al inicio de El príncipe, son los dominios que «han tenido y tienen soberanía sobre los hombres»3, y la política, como arte de Estado, era el conocimiento adecuado para atender su conservación y aumento, y evitar su pérdida o merma.
Con esto, apreciamos que los estados no eran unidades autónomas, sino ámbitos de dominio, por lo que no es admisible la alusión a un sistema de estados en Europa si queremos examinar la naturaleza de las relaciones exteriores al comienzo de la Edad Moderna, habiendo de hacer referencia a entidades políticas que disponían de los mismos y se relacionaban entre sí4. Para una formulación genérica podemos tomar como referencia los conceptos manejados en la literatura diplomática de la Edad Moderna. En el año 1663, Fréderic Léonard imprimió una colección de tratados internacionales que tuvo un fuerte impacto tanto por ser pionera en su género como por dotar a los diplomáticos de un compendio enciclopédico cuajado de información, cuya consulta era sumamente útil en sus tratos y negociaciones. Lo que nos interesa de esta colección es que, para designar de forma genérica a qué entidades políticas afectaba este tipo de documentación, el compilador utilizó el término potentats, potentados, palabra que designa a quien tiene dominio independiente en un Estado y a quien recibe investidura de un poder superior para ejercerlo5. El término empleado nos ilustra adecuadamente sobre quiénes son los actores de las relaciones exteriores de la temprana Edad Moderna, dado que sirve para designar distintas y muy variadas condiciones de dominio (reyes, duques, condes, repúblicas, etc.) y a la vez identifica la desigualdad existente en una comunidad compuesta de señores de vasallos y vasallos de señores, cuyas relaciones estaban reglamentadas conforme al ejercicio de sus derechos de dominio6.
Heredera de la tradición latina, la ristiandad se entendió a sí misma en términos de universalidad, comprendiendo el mundo, la civilización, fuera de la cual existía un ámbito que no tenía una naturaleza reconocida, según la concepción romana de alienígena, exento al mundo, a la civilitas y, por lo tanto, al derecho7. Toda guerra contra bárbaros o infieles era justa y legítima, puesto que estos carecían de una naturaleza reconocida y por tanto del amparo normativo que regía la civilidad8, eran, como decía Carlos V, guerras que quitaban peligros y daban tierras, despejaban la amenaza sobre la cristiandad a la par que servían para aumentar el patrimonio del soberano9. En este sentido, el emperador se expresaba como depositario de la tradición de la casa de Borgoña, cuyo lema, «Plus Oultre» (‘más allá’) había sido tomado de los peregrinos y cruzados de Tierra Santa que dirigieron sus actos bajo el grito de «oltré», adelante10. La guerra contra los infieles, como forma legítima y como misión era una vieja idea forjada a lo largo de la Edad Media, que expresaba la unidad de la cristiandad frente a un enemigo común. La Cruzada, como guerra justa, tenía su reverso en la paz y la unidad del mundo cristiano, contribuyendo a su armonía. Esta idea la encontramos en el discurso pronunciado por Carlos V en Roma el 17 de abril de 1536, al regreso de su campaña triunfal en Túnez: «Mi intención no es hacer la guerra contra los cristianos, sino contra los infieles y que Italia y la cristiandad estén en paz y que posea cada uno lo suyo»11.
La guerra entre cristianos era síntoma de discordia y desunión pero, como vemos en estas palabras, significa algo más, algo muy diferente a la guerra contra bárbaros o infieles, porque se desarrollaba dentro de un mismo universo normativo12.
En el discurso de Carlos V en Roma se vinculaba la paz en la cristiandad con «que posea cada uno lo suyo». No es necesario repetir que la Europa política se había formado a lo largo de la Edad Media sobre la posesión de tierra y jurisdicción, y que la ausencia de conflicto, la paz, radicaba en la justicia, entendida como el correcto y legítimo disfrute de esos derechos13. Es por ello que la guerra entre cristianos, al desarrollarse dentro de una comunidad ordenada, tenía una naturaleza muy diferente a la lucha contra el infiel. Era guerra «política», guerra civil, cuya causa eran reivindicaciones de derecho14.
La guerra política se caracterizaba por justificarse en razón y justicia, a diferencia de la guerra contra infieles, justificada por ser en causa de Dios15. La guerra nacía de la falta de concordia, de la ausencia de acuerdo y era «justa» en el sentido dado por San Agustín, como reparación de un acto ilegítimo; pues la fuerza restablecía la justicia16. A este respecto creo ilustrativo el cuento del campesino del Danubio, sacado de un relato de Valerio Máximo y que tuvo un gran éxito y difusión a comienzos del siglo xvi, en la versión de Antonio de Guevara la fábula adquiere el carácter de enseñanza moral sobre la guerra justa expuesta de manera convencional17:
El campesino dacio del cuento reprochaba a Roma haber emprendido la guerra sin causa justa, por no darse ninguno de estos supuestos para legitimarla, situación que Guevara aprovecha para reflexionar sobre la ausencia de justicia, la transgresión del orden que conduce al caos y la tiranía, enlazando la guerra injusta con «los jueces que no hacen justicia, y de cuan dañosos son los tales en la república»18.
La guerra, por tanto, era un acto de justicia y se generaba dentro de unas convenciones, siguiendo pautas de litigio o pleito19. Fortunio García de Ercilla en su Tratado de la guerra y el duelo, escrito al calor de los desafíos de Carlos V a Francisco I, subrayó que los pleitos entre soberanos que no reconocen autoridad superior a la suya, cuando fracasa la negociación, habían de recurrir necesariamente a la guerra para obtener justicia, pudiendo recurrirse al duelo singular entre ambos para evitar la efusión de sangre de los súbditos, dado que era un pleito que solo concernía a sus personas20. La idea del duelo como alternativa a la guerra fue valorada y defendida por los humanistas dado que en las relaciones exteriores no entraban en juego los intereses de los súbditos sino de los príncipes y que, como señalara Valdés «de sus differencias ninguna culpa tienen»21. Guerra, batalla y duelo eran distintas expresiones de lucha por el derecho, sometidas a condiciones y estipuladas por un código (el honor y la justicia) y, lo más importante, eran manifestaciones de la querelle personal entre señores22.
Eran los derechos de los poseedores de dominio, ya fueran príncipes o repúblicas, los que prevalecían en la orientación de las relaciones exteriores, y de la política en general. La primacía de este principio durante la transición del siglo xv al xvi la podemos ver no solo en las actividades guerreras de los soberanos o en sus estrategias matrimoniales, sino también en la amplia producción de tratados políticos que versan sobre el príncipe y el gobierno, donde la cuestión crucial que se planteaba era la causa de la pérdida del dominio y los medios necesarios para su conservación. Es más, dentro de esta literatura y en lo que Charles Benoist denominó «maquiavelismo antes de Maquiavelo» la conservación del estado del príncipe fue objeto exclusivo de reflexión, al margen de consideraciones legales, jurídicas o éticas23. Obras cuya autoría no corresponde a juristas ni a personas versadas en derecho, sino a «publicistas», a autores que escribían para el público sobre materias de su interés y cuya obra iba dirigida a la resolución de problemas prácticos e inmediatos y de ahí su amplia difusión entre príncipes, cortesanos y diplomáticos24, tal como sucede con El príncipe de Maquiavelo, obra que, según Sansovino, el emperador Carlos V se «dilettava di leggere (...) per le cose di Stato»25.
En 1565, Giovanni Soranzo, embajador de la República de Venecia ante Felipe II, elevaba a la categoría de axioma para interpretar la política exterior de su momento el principio según el cual «los príncipes ni se aman ni se odian entre ellos, no buscan otra cosa que el beneficio presente y particular»26. El principio de propiedad del príncipe sobre el estado, su interés personal, no se había visto alterado por la Reforma protestante, antes bien, quedó sancionado en la paz de Augsburgo de 1555 bajo la fórmula «Cuius regio, eius religio».
Echando una ojeada a la correspondencia diplomática de los años 60 del siglo xvi, podemos observar que las diferencias confesionales entre príncipes no suponían una causa grave de disenso, que el enfrentamiento ideológico no era aún un elemento de peso en las relaciones exteriores. Así, la alianza de Felipe II con Isabel I de Inglaterra, siendo uno católico y la otra protestante, lejos de producir extrañeza era visto con naturalidad, pues desde la lógica de la «conservación» actuaban de forma legítima en defensa de sus intereses patrimoniales frente a la amenaza que para ambos suponía la alianza francoescocesa27. La toma de El Havre por los ingleses y la intervención de tropas de Isabel I en las guerras civiles de Francia en 1562, más que una acción confesional de apoyo a los protestantes franceses era una forma de forzar a Francisco II a resolver el contencioso de Calais y presionar para obtener la satisfacción de los compromisos adquiridos por la corona francesa en el tratado de Cateau-Cambrésis de 1559, al tiempo que se aislaba a la reina de Escocia (que reclamaba el trono inglés) de toda posibilidad de ayuda francesa28. El hecho de que las incursiones inglesas en Francia favoreciesen a los hugonotes no impidió a Felipe II perseverar en su política de cooperación con la corona inglesa planteándose incluso una unión dinástica que fortaleciese sus vínculos29.
Sin lugar a dudas, la solidaridad entre príncipes tenía mucha más fuerza que la pertenencia a una misma fe. En 1567, al producirse los primeros disturbios que llevaron a la rebelión de los Países Bajos, Isabel I ignoró toda petición de ayuda de los rebeldes, no solo para preservar el «entente cordiale» con Felipe II sino porque le repugnaba el alzamiento de unos súbditos contra su señor legítimo, considerando su causa injusta y deplorable30. Razones semejantes a las que esgrimió Felipe II para omitir su ayuda a los católicos irlandeses durante la rebelión de Shane O’Neill en 156631.
Por otra parte, entre 1565 y 1568 se produjo una férrea resistencia a las presiones que desde algunos ámbitos se ejercieron para confesionalizar la política exterior hispana y que, en opinión de Felipe II y buena parte de sus ministros, enmascaraban realidades esencialmente temporales, así los intentos del pontífice para crear una liga en defensa de la religión con vistas a extirpar la herejía y hacer frente a los infieles fueron insistentemente rechazados por la Corte española por temor a que detrás de ellas se escondiese el proyecto de subordinar la autoridad del monarca a la del pontífice32. Algo parecido tenemos ante la actitud mantenida respecto a la guerra civil en Francia, la inhibición hispana se justificaba por el absurdo de acudir en ayuda de un príncipe enemigo, no conmoviéndose la Corte española por la suerte del catolicismo francés cuya defensa imploraba el Papa33.
Como subraya Hale, cada soberano europeo siguió claramente las pautas marcadas por la tradición, siendo esta la que marcaba la legitimidad de sus acciones exteriores. Siempre, en las situaciones de conflicto entre príncipes cristianos, aun siendo de diferentes confesiones, se invocó a la guerra justa, como aquella que se dirigía a hacer valer el derecho de cada soberano para defender o mantener la integridad de su patrimonio. El temor a la ruptura del consenso establecido sobre la legitimidad del principio dinástico, impidió que este se conculcara abiertamente en aras de la religión34.
Sin embargo, los monarcas no pudieron ignorar por mucho tiempo la presión creciente que ejercía la religión sobre la política y ello simplemente por el papel que esta desempeñó en el gobierno de las monarquías y principados europeos en la segunda mitad del siglo xvi. En los años posteriores a la Reforma, la confesionalidad fue el instrumento que sirvió a las monarquías para cohesionar y someter a la sociedad a la disciplina del poder del príncipe («Religio vincula societatis»). Lógicamente, el sometimiento de la religión para obtener estos fines generó una nueva obligación a los poderes temporales, contribuir a la defensa y protección de la confesión, a su exaltación y engrandecimiento35. Esta vinculación entre religión y gobierno significaba, entre otras cosas, un compromiso y obligación de proteger y defender a los correligionarios perseguidos allá donde se encontrasen, incluso si eran súbditos de otro príncipe que profesase distinta confesión, creándose fisuras en el principio del «cuius regio, eius religio».
La ruptura no fue inmediata, Garrett Mattingly constató la tendencia de los príncipes europeos al desarrollo de una doble política en la que, tras una aparente cordialidad, la «mala voluntad» se estaba convirtiendo en la tónica general de las relaciones entre soberanos que profesaban distinta confesión36.
Tomando como referencia la política exterior de Felipe II en la década de 1570, observamos que apenas hubo variaciones en su estrategia general, le preocupaban, como al comienzo de su reinado, la conservación y seguridad de sus dominios y trataba de conjurar las amenazas que sobre ellos pesaban, principalmente en Italia y los Países Bajos. Pero algo había cambiado, la paz y amistad con la reina de Inglaterra, renovada a finales de 1571, era una apariencia de cordialidad, «disimulo»37, porque la desconfianza hacia los sectores radicales de la Corte británica (que ayudaban a los rebeldes flamencos con el consentimiento tácito de la reina38), así como la necesidad de granjearse las simpatías del Papa como defensor de la religión y obtener su apoyo, hicieron que Felipe II no descuidase la ayuda a los católicos ingleses y que fomentase la oposición a la reina39. Mientras, se produjo una relajación de la hostilidad existente entre el monarca hispano y el rey de Francia, como era preceptivo entre monarcas católicos que luchaban contra la herejía; cordialidad que era pura apariencia porque, para Felipe II y sus ministros, Carlos IX de Valois seguía siendo uno de sus principales enemigos, una amenaza que debía ser combatida y aislada, manteniéndose esta desconfianza incluso después de la matanza de San Bartolomé pues no se olvidaban las reclamaciones de derecho que enfrentaban a las dos monarquías40.
Es preciso llamar la atención sobre una característica de estos cambios, la acción confesional, como parte de las relaciones exteriores, fue casi siempre una acción disimulada donde los monarcas se implicaron de forma indirecta. El temor a la ruptura del orden y su sustitución por el caos hizo que la «confesionalidad» como elemento no convencional de las relaciones exteriores no se asumiese con decisión. La ambigüedad de los fines de la política exterior de las monarquías, que fluctuaban entre la conservación (el interés de Estado) y la confesión (el interés de la religión), llevó a lo que sir Walter Raleigh denominó «política a medias» en la cual no existía un compromiso a fondo, una acción decidida en aras de la religión, sino más bien tibia y ambigua41.
La «política a medias» contribuyó de forma decisiva al cambio en la concepción de las relaciones exteriores, porque, al irrumpir el elemento religioso, las formas tradicionales de las relaciones entre príncipes se quebraron, pero tampoco fueron reemplazadas por un nuevo sistema basado en la solidaridad confesional, más bien, el resultado fue —por lo pronto— un sistema en el que las potencias mantenían relaciones ambiguas de amistad y enemistad, de disimulación y desconfianza generalizadas.
Se había roto el orden y había entrado en juego lo imprevisible, la incertidumbre. Se generalizó la desconfianza, porque no era fácil calibrar las intenciones de los príncipes ni seguir con un mínimo de fiabilidad el desarrollo de sus relaciones exteriores dado que atendían tanto a reclamaciones de derecho como de religión (que muchas veces no eran del todo compatibles), por lo que se actuaba con duplicidad, ora en atención de la conservación, ora de la confesión, según conviniera. Además, la desconfianza se agudizó gracias a la influencia de los elementos más radicales de uno y otro signo, ya fuera el llamado partido protestante en la Corte inglesa como los clientes de la Santa Sede en las cortes católicas, que presionaban para que política y confesión fueran una misma cosa42.
Desde estos sectores, se manipuló la información y se recurrió a la propaganda para forzar el enfrentamiento confesional. De ahí, el pánico suscitado en el mundo protestante al tenerse noticia de la creación de la Santa Liga entre Felipe II, Venecia y el Papado, corriéndose la opinión de que los coaligados disimulaban sus verdaderas intenciones y que, lejos de constituir una Cruzada contra el islam, la flota católica se dirigiría contra la Europa septentrional, a lo que se añadía el convencimiento existente en las diferentes cortes europeas de que Felipe II deseaba convertirse en «rey de la cristiandad» y la Liga podía ser el instrumento con que lo conseguiría. Rumores y temores parecidos también son observables en el campo católico, como cuando en 1572 se dio pávulo a informaciones sobre supuestos tratados y coaliciones protestantes para destruir la cristiandad católica43.
El miedo, en este caso, sería uno de los principales factores de desestabilización. Por miedo entendemos un clima de desconfianza alentado por el fanatismo religioso, donde se cree de forma generalizada en la subversión de la paz y seguridad de los territorios por los disidentes religiosos alentados desde el extranjero, ya sean los católicos ingleses o los calvinistas holandeses, cuyas actividades se intuyen conectadas a agentes externos que actúan en aras de intereses inconfesables (la dominación del mundo, la destrucción del orden, de la religión, etc.). En este sentido, la transformación de las embajadas en centros de conspiración, la actividad del papado y sus incitaciones a la rebelión de los súbditos de monarcas herejes o la «internacional» calvinista y su apoyo a la rebelión contra los príncipes impíos no hacían sino alentar y fundamentar estos temores44. El miedo era la reacción natural a la retórica del odio que iba imponiéndose en el discurso confesional con el espectro de la guerra de religión como telón de fondo45.
Pero el miedo no fue causa suficiente para que se constituyesen dos grandes bloques ideológicos, persistía, disimulada y adaptada a los nuevos vientos confesionales, la vieja concepción secular, patrimonialista y conservacionista46.
La confesión se empleaba según la conveniencia del príncipe. La Santa Liga fue para Felipe II un instrumento a través del cual quiso consolidar su hegemonía en Italia y garantizar la paz y seguridad de sus dominios en aquel territorio. En una carta escrita tras conocerse la victoria de Lepanto, el duque de Alba informaba a D. Juan de Zúñiga, embajador en Roma, que había llegado el momento de «desengañar» al Papa, Lepanto había sido una brillante victoria que había servido para demostrar la potencia militar de la Monarquía, sin la cual Italia no podía defenderse ni el papado ejercer ninguna política autónoma, era pues preciso que Roma y Venecia se «acomodaran» a la realidad de los hechos47.
Las órdenes dadas a don Juan de Austria para que en la campaña de 1572 no participase en las expediciones a Levante y después forzar a la Liga a dirigir sus campañas militares al Norte de África tenían el propósito de ir subordinando la coalición al mando y las necesidades estratégicas hispanas48, detrás de ello, además, se perfilaba el proyecto de redefinirla como una «Liga de Defensa de Italia» que subsumiría a todas las potencias italianas (incluyendo el Papa) a las directrices de Felipe II. De hecho, tras la disolución de la Santa Liga este sistema se instaló plenamente en la península, haciendo del rey católico el garante del orden político de Italia, como se puso de manifiesto en la solución de la guerra civil de Génova que restableció el orden en favor de los clientes de Felipe II («nobili vecchi») a despecho de la mediación del pontífice que había defendido un equilibrio entre estos y los partidarios de Francia («nobili nuovi»)49.
Otro ejemplo lo tenemos en el problema de la sucesión de Portugal en 1580, ante la cual Felipe II hizo valer sus derechos recordando al Papa que, en lo que respectaba a asuntos temporales, no tenía ningún derecho de intervención y que nadie, salvo él mismo, estaba capacitado para dictarle lo que en ese terreno podía o no podía hacer50. Lejos de atender a los requerimientos del Papa para aceptar su mediación y utilizar el ejército formado para conquistar Portugal en la guerra contra los infieles, el monarca hispano dejaba sentado que movilizaría sus recursos allá donde estuvieran sus intereses y la ratificación de la tregua con los turcos mediante un tratado de paz no hizo sino confirmarlo51.
La primacía de la conservación y del patrimonio como principio político, gracias al influjo confesional, amplió el radio de acción de los príncipes, haciendo uso indiscriminado de su conveniencia, combinando argumentos viejos y nuevos en sus acciones exteriores. La conveniencia y el disimulo introdujeron un alto nivel de incertidumbre en las relaciones exteriores que es contemporáneo a un impulso desconocido de la diplomacia como arte y servicio. Si el diplomático tenía como función primordial la de procurador o agente que defendía los intereses de su soberano ante otro príncipe, ahora su función primordial es informar. La información pasa a ocupar un lugar importantísimo en el desarrollo de las relaciones entre príncipes dado que es preciso conocer las intenciones de los gobernantes, los cuales pueden emprender una guerra sin necesidad de recurrir a reclamaciones de derecho, sino a nebulosas razones y argumentos. Saber y conocer las intenciones de un príncipe son cuestiones que ya no se dan por descontadas. Así, si comparamos las relaciones de los embajadores venecianos escritas entre 1556 y 1570 con las de fechas posteriores, observamos que en el primer periodo los diplomáticos recurren al análisis de causas que enfrentan a los príncipes desde el examen atento de sus reivindicaciones de derecho, mientras que en las décadas finales del siglo analizan su entorno, su conveniencia y sus intenciones, puesto que han de desvelar qué se esconde detrás de la máscara del disimulo, habiendo de aportar más información concreta que análisis. Así, como subrayó De Lamar Jensen, en contra de la tesis defendida por Mattingly, las diferencias religiosas no retrajeron el desarrollo de la diplomacia, lo impulsaron. En las últimas décadas del siglo xvi nos encontramos ante un importante crecimiento cualitativo y cuantitativo de los servicios diplomáticos, es decir, la organización y desarrollo de la red diplomática de las monarquías y el incremento del número de embajadas permanentes en servicio52.
La necesidad de actuar bajo el dictado de la religión, haciéndola compatible con sus propios intereses, había liberado a los potentados europeos de las limitaciones impuestas por el antiguo marco jurídico de la cristiandad, al permitirles elegir según su conveniencia la forma y el momento de actuar. En 1598, en la valoración que el embajador Agostino Nani hizo de las intenciones de Felipe II, afirmaba que «la religione e la giustizia si stimano a ragion di Stato» e insistía en que la religiosidad de Felipe II era «qualitá (que) si convertiva in ragion di stato»53. Nos encontramos ante uno de los primeros testimonios de la utilización coloquial de un concepto, «razón de Estado», que había hecho su aparición en la tratadística política de la segunda mitad del siglo xvi y que tomó carta de naturaleza al expirar el siglo, aquello que Giovanni Botero en 1589 había definido como el arte de «usar y conocer los medios aptos para fundar, conservar y ampliar un dominio sobre los pueblos»54.
Esta percepción de la conveniencia del soberano va pareja al enorme éxito alcanzado por el «redescubrimiento» de la obra de Tácito. Se ha discutido largamente sobre si el tacitismo fue una forma de maquiavelismo encubierto, pero es inevitable asociarlo a este nuevo modo de interpretar los «arcana imperii» a fines del siglo xvi. El enorme peso intelectual y político del tacitismo en la corte hispana en la última década del reinado de Felipe II, hace que, estas observaciones sobre la «ragion di stato» ejercida por la Monarquía sea algo más que retórica de los diplomáticos presentes en la corte, pues no solo observamos una extensa producción de tratados sobre este autor romano, sino también el enorme interés que la interpretación de su obra despertó en altos dignatarios de la corte, como Juan de Idiáquez o el marqués de Velada, llegando incluso al anciano rey, el príncipe y otros miembros de la familia real, todos ellos corresponsales, amigos y protectores de Justo Lipsio en la década de 159055.
La teorización de la «razón de Estado» y el profundo debate que se produjo en torno a esta idea a comienzos del siglo xvii nos indican la formalización de un nuevo esquema de comportamiento en las relaciones exteriores surgida tras la confusión introducida por el desarrollo del confesionalismo en la segunda mitad del siglo xvi. «Razón de Estado» se interpretó como un sinónimo de prudencia política (de ahí tal vez el mote conferido a Felipe II) pero, como advierte Maurizio Viroli, separada de las tradicionales nociones políticas de ley y justicia, pudiendo ser «buena» o «mala» si se le agregaba o no un componente ético56.
Como se puede apreciar, el concepto no añadía nada sustancialmente nuevo a la idea de estado, seguía siendo el estado del príncipe, y en los teóricos que la formularon, lo desarrollan sobre una concepción convencional de la conservación a la que se agregaba un complemento, la reputación —en la «buena» razón de Estado es aquí donde se sitúa el elemento moral que la aleja de Maquiavelo y de las formulaciones «impías» de los «politici» o «politiques»—. Este elemento hace que la conservación, fundamento de la «esciencia de Estado» como preservación del patrimonio, precise de la reputación de la persona del monarca y de su estado en relación no solo con sus súbditos, sino respecto a otros príncipes y estados57. Reputación es la opinión que se tiene del príncipe, de su Estado y calidad: «Parte grande de la conservación de los Estados, que cada estado tenga respeto al compañero»58. Esto que Pérez (o Alamos de Barrientos) denomina «cimiento grande de los imperios» se vincula a algo que va más allá de la estrecha limitación patrimonialista: «Las resoluciones con deshonra y afrenta no son seguras para los príncipes, por lo que con esto pierden reputación, en que principalmente está fundada la conservación del Imperio»59 .
La política de reputación introdujo un nuevo conjunto de certidumbres en el análisis de las relaciones exteriores haciendo compatibles dinastismo y moral en una línea clara y diáfana que superaba la época de la duplicidad y del «obrar a medias»60. La fama o reputación era una información sobre lo previsible y la respuesta adecuada que debía dar toda potencia en una situación dada, formaba parte de un lenguaje de disuasión en donde si no se actuaba conforme a lo esperado se incurriría en desreputación, en deshonra o afrenta: «El príncipe procure vengar asperísimamente cualquier cosa que se haga en su menosprecio y de sus mandamientos, porque no caerá su reputación: cimiento grande de los imperios»61. Situaba el lugar y posición de los príncipes en el espacio internacional conforme a su fuerza y al uso que se esperaba que hiciesen de ella, y de ella dependía la obediencia y la adhesión de otros príncipes y potentados al soberano, pues la reputación era un reconocimiento de autoridad.
Así el soberano asumía una serie de obligaciones ineludibles y, a decir de Baltasar de Zúñiga: «Una monarquía en mi sentir, cuando ha perdido la reputación, aunque no haya perdido el estado, será un cielo sin luz, un sol sin rayos, sin espíritu, un cadáver»62.