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Revista de estudios filológicos
Nº23 Julio 2012 - ISSN 1577-6921
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estudios

LA TRADICIÓN TEATRAL CLÁSICA EN LA PRODUCCIÓN ESCÉNICA MACHADIANA

 

Blas Sánchez Dueñas

(Universidad de Córdoba)



 

Resumen:

Este artículo analiza las propuestas escénicas de los hermanos Machado a través del estudio comparativo y relacional de los motivos teatrales que ambos hermanos recogieron de la tradición dramática española.

Temas y personajes, recursos y formas poéticas y dramáticas y motivos y elementos teatrales del Siglo de Oro y del Romanticismo se analizan y relacionan con el objetivo último de determinar la importancia y trascendencia que la práctica teatral nacional tuvo para producción escénica.

Palabras Clave: Teatro. Machado. Tradición.

 

Abstrac:

This paper aims to analyse the stage proposals by The Machado Brothers by means of the study of theatrical motifs that they both collected from dramatic Spanish tradition.

Themes and characters, resources, poetic and dramatic forms as well as theatrical elements from the Golden Age and from the Romanticism are analysed and related to the final target of determining the importance and transcendence that national theatre practice exerted over the stage production.

Key words: Theatre, Machado, Tradition.

 

Entreacto introductorio

En el entramado teatral de la Edad de Plata, la incorporación a los escenarios españoles de los hermanos Machado se lleva a cabo cuando ambos gozan de plena madurez literaria. Antonio y Manuel comienzan a dedicarse a la labor teatral una vez que sus obras poéticas han alcanzado fama y aceptación en la sociedad literaria de la época. En 1926 publican Desdichas de fortuna o Julianillo Valcárcel a la que seguirán Juan de Mañara (1927), Las adelfas (1928), El hombre que murió en la guerra (1928), La Lola se va a los puertos (1929), La prima Fernanda (1931) y La duquesa de Benamejí (1932).

La llegada a la escena con obras originales se realiza tras muchos contactos con el mundo teatral a través de adaptaciones, traducciones, refundiciones o comentarios de obras teatrales de diferentes períodos. En este sentido se pueden mencionar las traducciones de L’Aiglon de Edmond Rostand y el Hernani de Victor Hugo; y dentro del teatro clásico español sus adaptaciones o refundiciones de obras como ¡Ay, verdades, que en amor…!, La viuda valenciana, La niña de plata, El perro del hortelano o La malcasada de Lope de Vega; El príncipe constante de Calderón o El condenado por desconfiado de Tirso de Molina

Estas adaptaciones entroncan con una tradición en sentido pindaliano a la vez que sirvieron a sus autores como ejercicio necesario para el aprendizaje de las técnicas y recursos de la dramaturgia. Su primera aspiración teatral era la de restaurar en todo su vigor nuestra dramaturgia clásica con el íntimo convencimiento de que era el verdadero soporte para la renovación que la escena contemporánea necesitaba. Esta labor de refundición o adaptación ayudó a los Machado a dotar a sus obras de un conjunto de elementos que se insertan en la línea de la tradición escénica nacional al partir de unas formas que no transgredían, al menos en apariencia, la estructuras de la tradición, pues se insertaban en sistemas representacionales y convenciones escénicas muy del gusto del público que, gracias a determinados tópicos y parámetros, estaba acostumbrado a identificar rápidamente las situaciones, claves o función de cada personaje en la escena.

Por un lado se puede percibir el peso de las formas y del discurso primario del teatro español áureo a través del elenco de personajes y recursos que, extraídos de la escena barroca, pueblan su producción teatral. Por otra parte, se aprecia el influjo de una concepción romántica o neorromántica y novelesca de la fábula e intrigas teatrales a través de un mundo de sentimientos y estados anímicos en torno a los personajes que nos sitúan en unos marcos próximos a los del drama romántico. En este sentido, J. . Valverde (1975, 232) señaló que lo característico de casi todas las obras machadianas son “grandes sentimientos que rivalizan en generosidad y entrega, obligándose unos a otros al sacrificio a fuerza de sacrificarse ellos mismos: heroísmo ético más que psicología. El frío tablero de juego de “honor” del Siglo de Oro queda olvidado y abolido, a pesar de las redondillas y el lenguaje arcaizante: la atmósfera anímica es romántica, con grandes arranques de pasión que acaban en nobles competiciones de autoaniquilamiento”.

Las fórmulas desarrolladas por Lope, Calderón o Tirso de Molina van a ser perennes patrones a los que recurrir como modelos, siempre válidos, en los momentos de replantear, proponer o estimular la eterna esperada renovación de la escena española; de ahí que Manuel Machado defienda la búsqueda de fuentes y el retorno a las esencias dramáticas áureas y románticas para ennoblecer y engrandecer el mundo teatral español de su época.

La valoración de los textos clásicos que realizan ambos hermanos entronca con la propia esencia y razón del ser del arte dramático, un arte que hunde sus cimientos en la tradición como los mismos autores reconocían en una entrevista sobre el estado del teatro español: Es el teatro un arte de tradición, de trucos tardíos, que maduran muy lentamente, hasta la fecha, ninguna obra importante ha producido el teatro sin la colaboración de los siglos” (Pérez Ferrero, 1952, 161). Es decir, antes de rupturas vanguardistas o experimentos dramáticos innovadores, el teatro debe volver a la comedia tradicional española como fórmula de autenticidad.

Según sus propios comentarios, era preciso mantener, adecuar y reconducir la tradición para conseguir la ansiada renovación teatral que sacara al género dramático del encasillamiento y de las convenciones que regían la escena a comienzos del siglo XX. Este carácter de renovación a través de los elementos, recursos y mecanismos recogidos de textos clásicos ha sido apuntado como puente fundamental entre el teatro clásico y el de la modernidad: “La obra escénica de los Machado quizá sea el puente más preclaro que el teatro clásico tiene con la modernidad. Nunca huele a “pastiche”, como ocurre con harta frecuencia con otros escritores contemporáneos suyos. Las esencias de nuestro siglo XVII están tan naturalmente asimiladas y sentidas que ellos las incorporan a temas de nuestros días con la misma verdad y la misma espontaneidad con que Lope, Tirso, Alarcón, Moreto y Calderón hablan de sus costumbres. Cuantas veces se lía intentado modernamente el teatro poético fue retrospectivo, anacrónico y bastante simulador” (. Luengo, 1949, 670)

 

Recursos de la escena barroca en el teatro de los Machado

Los débitos de los Machado hacia Lope, Calderón y Tirso estarán presentes en todas sus obras. No se van a limitar a temas, formas o motivos, sino que su práctica va a ir desde elementos externos a la propia representación dramática en escena a recursos supratextuales o mecanismos escénicos que van a crear una atmósfera en algunos casos más cercana al propio teatro del Siglo de Oro que a la escena contemporánea, carácter éste muy propio de la corriente denominada “teatro poético” dentro del cual algunos críticos como Ruiz Ramón (1977) insertan el teatro de los Machado.

Una de las cualidades clásicas más atrayentes para los Machado del teatro áureo era la atención que se prestaba al público, sin el cual es raramente comprensible el propio fenómeno teatral, un género esencialmente dirigido a una colectividad que es la que impone algunas de las raíces regentes de la escena. Los Machado buscarán un particular método para acercar de nuevo al público al teatro. Es por ello por lo que buscarán los elementos más atractivos de la tradición, los más fácilmente identificados por el público, para, una vez atraído éste a los teatros, encauzar su gusto hacia nuevas formas o nuevas temáticas que habrían de retomar y mantener su interés hacia este género. Los Machado pensaban que el público había salvado en el teatro muchos valores que los doctos no siempre acertaron a distinguir y, por lo tanto, merecía cierto respeto: “El público suele gustar de lo mejor, más de lo nuevo que de lo viejo, aunque por pereza, por inercia mental, y desconfianza del propio juicio, tiende a aplaudir lo viejo, lo que le recuerda a algo ya aplaudido” (Baamonde, 1976, 236).

 

Trama y acción

Las obras de los Machado se configuran estructuralmente dentro de los esquemas dramáticos del «teatro de acción». Además del uso de versos y formas estróficas tradicionales, lo verdaderamente fundamental y por lo que más se interesan en su escritura teatral es por el desarrollo de una hábil acción dramática envuelta en motivos y temáticas tradicionales que conduzcan al espectador desde unos sentimientos o planteamientos originales y primarios de los personajes a su desbordamiento emocional y su ulterior resolución en las últimas escenas de la obra.

En la práctica escénica machadiana, la acción comenzará siempre in media res. Se comienza cuando ya se ha desarrollado un encuentro o una acción anterior de los personajes que determinará la situación o el momento actual y que proyectará el devenir futuro de los actantes. El eje estructural de Julianillo se presenta recordando su vida anterior como pícaro, metido a tabernas y fisgones, galanteador de bolsillos y con un padre, el Conde Duque de Olivares, preocupado por la falta de formalidad de su hijo que no se siente a gusto en la corte. El desarrollo argumental se centrará en la falta de acoplamiento de Julianillo en la vida nobiliaria, las preocupaciones del padre y la repercusión de esta situación en la vida sentimental posterior del protagonista. En Juan de Mañara, Beatriz decide meterse a monja ante la no correspondencia de Juan hacia ella, si bien posteriormente cambiará su actitud decidiendo correr el riesgo de ir en su busca. Mediante una manifiesta dimensión de desmitificación, Don Juan aparecerá desde un primer momento como un verdadero arrepentido de su fama de mujeriego. La misma organización estructura el desarrollo dramático de La Lola, La prima Fernanda, La duquesa de Benamejí, El hombre o Las adelfas donde Araceli sufre ante la falta de respuestas claras que puedan acabar con su sufrimiento al no poder averiguar el porqué y las circunstancias de la muerte de su marido. Los hechos acaecidos anteriormente se cuentan tras una serie de acontecimientos que son consecuencia de los que ocurrieron hace tiempo y los que provocan la situación actual. De igual forma, en La duquesa la acción se inicia cuando el bandido señala el encuentro que mantuvo con la duquesa en Benamejí como motivo por el que quedó enamorado y que lo llevó a buscar de nuevo a Reyes.

Las intrigas del protagonista o protagonistas de la obra serán las que den valor a la puesta en acción de la misma. Desde protagonistas como Julianillo, Juan de Mañara, Lorenzo Gallardo o Salvador, a Lola, Araceli o Reyes, la duquesa de Benamejí, los profundos sentimientos amorosos o pasionales serán los que originen la acción a través de un habilidoso manejo del diálogo mediante el cual se arma el hilo conductor de la acción a través de la expresión de los pensamientos que los personajes expongan ante el auditorio.

Como en el teatro barroco, el clímax de la obra se sitúa al final del penúltimo acto donde el espectador ya conocerá cuáles son las verdaderas intenciones de cada personaje y desde dónde se precipita la culminación de los hechos. A partir de aquí, la obra irá in crescendo hasta concluir en sus últimos versos con la recuperación y el desenlace de todos los conflictos y tensiones que se habían ido sucediendo hasta llegar al último acto.

Sobre el escenario es fundamental el juego de entradas y salidas de escena de los actores, hecho que propiciará que, en momentos claves del desarrollo dramático, ciertos personajes conozcan, a través de esta confusión creada por el ir y venir de determinados protagonistas, de las intenciones o verdaderos sentimientos que sus antagonistas tienen, facilitando con la información obtenida -mediante la aparente ocultación o ausencia del personaje-, el mejor manejo de la situación.

Este juego de entradas y salidas por medio del que se pretende resolver un conflicto o transmitir alguna información decisiva para el posterior desarrollo de la obra supone un momento de espera e incertidumbre dramática que mantiene al espectador en tensión al no saber qué o cuáles son las noticias que el personaje obtendrá de la conversación de los demás interlocutores. A esto se une el peculiar tono conversacional de complicidad empleado por los personajes presentes en la escena interesados en encontrarse para intercambiar noticias de sucesos importantes. Todos estos elementos ayudan a intensificar la atmósfera de incertidumbre que se crea en el auditorio: “Condesa: Vete, y antes de una hora/ puedes venir a buscarla. (Julián se va haciendo señas a Leonor de que le espere. La Condesa mira a ambas puertas y cierra la que comunica con las habitaciones de Doña Juana. Después coge a Leonor de una mano y la sienta a su lado en el estrado) (Julianillo, Esc. VIII; Act. III)

Salvador, uno de los protagonistas de Las adelfas (Esc. VI; Act. II), gracias a este juego de entradas y salidas rápidas de escena, se entera de la importante conversación mantenida entre Araceli y Rosalía -protagonistas principales y rivales en amores-, de la situación y de los verdaderos sentimientos que ambas mujeres tienen en un momento determinado de la acción, siendo él quien resolverá todo el nudo de la obra por su conocimiento inmediato, su implicación en ciertos incidentes fundamentales de la trama y su manejo de la situación.

En La prima Fernanda, Matilde escucha en una habitación contigua la conversación de Fernanda con Leonardo después de las preocupaciones transmitidas por aquélla sobre la difícil situación matrimonial producida con la aparición de Fernanda en la escena para que esté segura de que lo que le dice es verdad: realmente no quiere a Leonardo y lo que va a confesar va a ser la auténtica realidad. Así tras la certera acotación de los Machado, Fernanda, sabiendo la «presencia oculta» de Matilde, aconsejará a Leonardo que vuelva con su mujer porque ella, en realidad, no lo quiere (Esc. VIII; Act. III).

Otro elemento retomado de la tradición teatral española para engarzar la intriga central del teatro machadiano consiste en el recurso de elementos externos a la acción tales como papeles o cartas amorosas encontradas, que aparecen de forma misteriosa en la escena pero cuyos contenidos serán fundamentales para el decurso de los hechos. A través de ellos se proporcionan muchas claves para el verdadero conocimiento de ciertos lances o de ciertos personajes fundamentales para el posterior desarrollo de la acción.

En Las adelfas, Araceli advierte que la muerte de su marido fue una sorpresa para ella pero, contrariamente a lo que podría esperarse, no por el inesperado suceso de la muerte como pérdida irreparable, sino por el descubrimiento de cartas amorosas que ella jamás vio ni intuyó, es decir por el desvelamiento de una ignota «verdad oculta»: “Araceli: Para mí/ su muerte fue una sorpresa,/ más por su verdad oculta/ que por su falsa apariencia” (Esc. III; Act. I) Estas cartas de amor en las que se alude a citas y encuentros ocultos con otra mujer serán las que llevarán a Araceli a intentar averiguar quién era esa otra dama oculta bajo pseudónimos curiosamente recogidos de la tradición literaria: Oriana (amada de Amadís de Gaula) y Flérida (protagonista de La Arcadia de Sannazaro con gran trascendencia posterior en las églogas garcilasianas y en Lope de Vega) y tratar de saber cómo era realmente su marido, Alberto, porque por ellas descubre a un hombre que en nada se parecía al que ella había conocido.

En La Lola será un telegrama el que marcará el desenlace de la acción al contener la noticia del nuevo contrato y del nuevo destino de Lola, cerrándose así el círculo de tensiones y celos que se había vivido entre padre e hijo, provocado por el fuerte temperamento, personalidad arrolladora, seducción y belleza de Lola:

Criada:         Señorita

Lola. Aquí han traído esto

para usted.

(Entregándole un telegrama)

Rosario:       (¡Gracias a Dios!)

Lola:           De Madrid.

Heredia:       Llegó el momento.  (Esc. VIII; Act. III)

 

Se podrían aducir más ejemplos en esta línea, evidentes también en Julianillo (Esc. VIII; Act. II) o en La prima Fernanda, pero, para cerrar epígrafe consideramos muy significativa la carta real que aparece en La duquesa de Benamejí que entronca con la mejor tradición del drama de honor áureo donde cartas y disposiciones reales suponían, al igual que ocurre en este drama histórico, el castigo o el destierro de algún personaje o la salvación y el indulto para otro gracias a su bondad o a sus buenas acciones como ocurre en este caso con el bandolero Lorenzo Gallardo:

Lorenzo:       ¡Mi alma!

Reyes: ¡Ten! (Y precipitadamente le entrega las órdenes). Es la vida y la libertad. Lee… No, ése no. Ese hubiera sido la muerte. Por fortuna, los dos cayeron a un tiempo en mis manos. Éste: lee.

Lorenzo: (Leyendo) “Daréis paso al portado de ésta, sin inquirí nombre ni destino. Servicio secreto. El rey Fernando VII”… (Esc. V; Act. II)

 

Para concluir las reflexiones sobre el proceso de la acción dramática y su práctica es importante mencionar el procedimiento de cierre de las obras recogiendo en las últimas líneas o en las más importantes escenas finales el propio título como compendio y sumario de la acción teatral. Sirvan como ejemplo los finales de La Lola, protagonista y foco vertebrador de todo el desarrollo teatral de esa obra: “La Lola,/ La Lola se va a los puertos, la Isla se queda sola”; o el final de La prima Fernanda que, además de dar título a la obra, será también el eje sobre el que gire toda la trama tras su aparición en la escena y la que condense, en el propio encabezamiento, cual será el papel fundamental a seguir, siendo también importante subrayar en este cierre los últimos versos que conciertan muy bien con los finales de las comedias clásicas donde se intentaba conseguir el favor y aplauso del espectador: “Fernanda: […] Ahora nos toca pedir/ perdón de las faltas nuestras,/ ya que, con mi despedida,/ aquí da fin la comedia/ de la nueva Cleopatra.../ sin Marco Antonio y sin César,/ que fue la prima Fernanda”.

 

Recursos y Formas

Desde el punto de vista formal, en su mayor parte, el teatro de los Machado está escrito en verso, retomando las fórmulas estróficas derivadas del teatro del XVII seguidas posteriormente por el drama romántico.

El gran dominador estrófico como cauce de expresión dramática será el verso octosílabo nacional dentro de los límites heredados del teatro poético y de declamación en que se inscriben las obras machadianas, y que será el que más frecuentemente dé forma a las variadas estrofas que los Machado emplearán en su teatro.

Con respecto a las formas estróficas son, sobre todo, el romance y la redondilla las que estructuran la versificación machadiana correspondiéndose, pues, metros y estrofas con algunas de las directrices señaladas por Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias (vv. 305-312). Las obras de los hermanos Machado plantean en la escena problemas amorosos donde el amor de un personaje hacia una dama no es correspondido, los amantes no pueden gozar libremente de su amor o se plantean nudos amorosos que, según Lope, debían venir acompañados de formas estróficas como las redondillas o el romance, que son las que mejor se adecúan a este tipo de pasiones.

En La Lola se busca el metro apropiado para cada situación según la doctrina establecida por Lope tratando de guardar en último término el “decoro” dramático. A. Miquis (1929) señaló que La Lola “está escrita en verso, y en verso excelente: pero conviene señalar que, acercándose cada vez más al tipo de diálogo dramático que pudiéramos llamar clásico, emplean con máxima frecuencia el romance endecasílabo al que, extremando las cosas, podríamos denominar metro de nuestra gente del pueblo”. En La duquesa, escrita en verso y prosa, aquél se reserva para los momentos culminantes de la acción, sobre todo los de mayor tensión pasional cuando van a aflorar las verdaderas pasiones que poseen los personajes: Reyes, Lorenzo y Rocío, la gitanilla, que serán quienes encaucen todos sus sentimientos a través de formas estróficas populares.

Otros aspectos significativos que se desprenden de la práctica dramática de los Machado son los del juego escénico con el monólogo y el aparte. Ambos recursos enlazan directamente con sus propias teorías acerca del diálogo dramático y sus estrategias al servicio de la personalidad de la figura central de la obra: “La comedia con monólogos y apartes puede ser juego limpio; mejor diremos, juego a cartas vistas, como en Shakespeare, en Lope, en Calderón. Nada tenemos ya que adivinar en sus personajes, salvo lo que ellos ignoran de sus propias almas, porque todo lo demás ellos lo declaran, cuando no en la conversación en el soliloquio o diálogo interior, y en el aparte o reserva mental, que puede ser el reverso de toda plática o “interloquio” (Machado, 1973, 1067).

El uso del monólogo en su teatro va a ser muy variado aunque siempre se ensayará en consonancia con los esquemas recogidos de la tradición. Se compone como cauce para exteriorizar el pensamiento interior del protagonista quien, con él, expone su verdadero sentir dentro de la acción como se puede apreciar en Julianillo (Esc. III; Act. III) o en Juan de Mañara (Esc. I; Act. II). Generalmente en estos monólogos, como en otros similares de El hombre, Julianillo o La prima Fernanda se condensa la intimidad y se expresan las angustias o preocupaciones de los actantes o, mediante ellos, el personaje habla consigo mismo sacando a la luz aspectos íntimos de su persona que en el diálogo con otros no aflorarían.

La importancia del monólogo como clave en el desarrollo de la acción había sido defendida teóricamente por ambos hermanos: Manuel en Un año de teatro (1917) y Antonio en reflexiones como las que cristalizarían en Juan de Mairena (Paco, 1976). En Juan de Mañara, por ejemplo, los monólogos están vinculados a la acción y a su significado; pero existen en el drama otros monólogos encubiertos en los que aparece el personaje dialogando con otro en ese momento cuando en realidad lo que se produce es una apariencia de diálogo porque lo que se escenifica es una reflexión interior. En El hombre se puede apreciar un cambio en la función del monólogo ya que son mucho más reflexivos, más interiores y dubitativos, muy en relación con la duda que sobre la misteriosa identidad de Juan de Zúñiga-Miguel de la Cruz se mantiene en toda la obra, siendo éste el punto de referencia para el pensamiento íntimo alrededor del que todos debatirán.

Los apartes constituyen también recurso habitual dentro de las convencionalidades del teatro machadiano con objeto de descubrir significados ocultos de la actividad de un personaje, proporcionar indicios al espectador sobre su verdadera forma de pensar o sentir, ayudarle en la comprensión, etc. El aparte se aprovecha para provocar la ruptura con la farsa de alguna conversación engolada, como en el caso de Julián (Esc. V; Act. I), o para exponer su verdadero sentir sobre los hechos, o dar información al espectador sobre lo que verdaderamente le interesa de algún personaje o del propio desarrollo de la acción, como se puede observar en Julianillo (Esc. VIII; Act. I) donde se escenifica un puro juego con los pensamientos y acciones que verdaderamente le interesan al protagonista Julián.

Por su parte, en La prima Fernanda utilizan los Machado este recurso como vehículo del verdadero pensar de los protagonistas: Fernanda: (La doble jugada:/ De un lado templar la cólera/ del marido y por el otro/ hacerse la desdeñosa/ con Román para empicarle./ No está mal la maniobra.../ Si no diera en el vacío/ por una parte y por otra). (Esc. III; Act. II). Igual juego escénico se produce cuando el aparte va dirigido a un personaje que está en el escenario como en La Lola (Esc. XI; Act. I) donde Don Diego le indica a su hijo José Luis qué es lo que debe hacer, cambiando luego su actitud y carácter al dirigirse a Lola como muy bien recogen las acotaciones: (Y luego, aparte a José Luis, con severidad y enfado.) Eres un necio…/ Está Rosario enojada,/ ¡con razón! A toda costa/ tienes que desagraviarla. (Y dirigiéndose con dulzura a Lola que contrasta con su dureza para el hijo.) Y tú, Lola..., ven acá./ Fue de otra clase la falta/ de este mozo, a lo que entiendo,/ y me inclino a perdonarla,/ si tú también...”.

Por otro lado, la función del aparte es empleada como fuente o recurso para propiciar la risa en el auditorio. En ocasiones, a través de éste se degrada al personaje o son los propios antagonistas los que se burlan de la actitud de otro deuteragonista que comparte las tablas en ese momento pero que no oye lo que verdaderamente piensan de él los demás como se aprecia muy bien en La prima Fernanda donde los protagonistas se burlan continuamente de Corbacho por este recurso.

Quizás sea en El hombre donde mejor se puede apreciar el empleo del aparte con todas las posibilidades apuntadas. Se halla desde su uso como vehículo para expresar el verdadero pensar, sentir o actuar del protagonista en escena hasta el efecto cómico o ridiculizador de un personaje a través del aparte dirigido al público por parte de otro antagonista que está también en escena (Esc. IV; Act. II): Miguel, que ha regresado a la casa de los marqueses del Castelar para acabar definitivamente con Juan de Zuñiga, se encuentra con Don Andrés:

Miguel: ¡Claro que el encargo fue anterior a la defunción...

Andrés: Naturalmente. (Aparte) (Este hombre es un loco. ¿O será un cínico?)

Miguel: […] En la guerra nadie se ocupa de disposiciones testamentarias. ¿Comprende usted?

Andrés:        No mucho. (Aparte.) (Es un extraviado, un intelectual.)

Miguel:         Sí, en la guerra, la muerte es lo que puede llegar a cada momento...

Andrés: Entonces... (Aparte.) (Loco más bien)

 

Personajes y temas

Al abordar el análisis de los personajes machadianos se observa que se encuentran rasgos, situaciones o caracteres que, más que recordar al teatro áureo español, actúan o están prefijados dentro de los mismos cánones o patrones que fueran confeccionados por los dramaturgos auriseculares.

El personaje de Julianillo, según E. Sánchez . (1990), puede compararse con Segismundo, protagonista de La vida es sueño. Ambos personajes, Julianillo y Segismundo, se muestran soberbios, de natural violento, e incluso coinciden en la voluntad de autoafirmación personal que no se rinde ante ningún tipo de argumentos. Ambos carecen de identidad nominal. En uno y otro se dan en el mayor grado la soberbia, el no avenirse a razones y una violencia de carácter que los domina. En ambos la libertad es garantía de sinceridad y autenticidad, aunque sea fugitiva y mutable. Sin embargo, también existen claras diferencias: en el personaje calderoniano emerge un grado de monstruosidad que no se muestra en Julián. Su hostilidad con los cortesanos es sólo verbal. Tal vez la diferencia entre la soberbia y violencia de ambos y su rebelión contra el código cortesano estribe en la experiencia amorosa de Julián de la que carecía Segismundo.

Siguiendo a Sánchez ., algunos de los rasgos del personaje del Conde Duque de Olivares pueden remontarse al personaje de Basilio de la misma obra calderoniana: “Como un nuevo Basilio, el Conde Duque acaba la escena 1, act. II proponiendo una estratagema que mima la invención de rey de Polonia y que servirá, según sus planes, a desarraigar a Julián del pasado. “Abrir los ojos” y “Ver la verdad a la apariencia” son el equivalente del paso de Segismundo de la realidad de la torre a la apariencia de la corte y viceversa” (Sánchez, 1990, 202): “[…] Tú piensa/ modo de que Don Enrique/ abra los ojos y vea/ la verdad, si nos conviene/ la verdad, o una apariencia...”.

La figura y la personalidad de Julianillo entronca, por otro lado, con la genealogía literaria del don Juan. Las claves para dicha relación se fundamentan en la concepción del loco amor de este personaje machadiano, su carácter selvático o la primacía del carpe diem bajo la que aparece definido en las primeras escenas de la obra. Aunque Julianillo también puede relacionarse en ciertos pasajes, con personajes de la picaresca debido a las referencias que sobre su origen bastardo aparecen en boca de Maqueda o a través de las palabras de Monterrey (Esc. III; Act. I): “Don Felipe es vivo/ De nuevo en la corte hampón/ de ingenio, valiente, franco;/ tahur y rufián, metido/ otra cosa es que de niño/ en tabernas y figones;/ criado entre la gentualla/ galanteador de bolsillos,/ maleante, no ha podido/ capeador, y no de toros;/ perder los dejos del hampa/ estudiante, y no de libros;/ y los resabios de pícaro/ esforzado paladín/ de las mozas del partido/ aprendió toda la briba/ sin faltarle un capítulo”.

El aurisecular personaje del gracioso aparecerá igualmente en la escena machadiana aunque en su caracterización no se mostrarán los tópicos comunes bajo los que se configuraba en la escena barroca y su papel no será tan importante como el de los graciosos o criados del Siglo de Oro si bien tendrá ciertas similitudes. Ahora no será el hilo conductor de alguna acción o el personaje que haga llegar los sentimientos o las pasiones de un galán a su dama. Tampoco se puede establecer una gradación sobre si los personajes cómicos de los Machado son listos, tontos, cobardes o decididos, fieles o estafadores como los tipos clásicos. En el teatro machadiano aparecen personajes bajo la denominación del papel del criado que no vendrán prefigurados por su ingenio o socarronería, limitándose su actuación a comentar de manera muy superficial alguna acción o algún acto de la propia acción dramática, pero sin ninguna repercusión para el desarrollo escénico posterior. Ya no serán los eternos mediadores entre el espectador y el espectáculo ni serán útiles internamente.

Pablo, el criado en Juan de Mañara, o Pedro de El hombre apenas si intervienen en la representación. Aparecen siempre presentando ante su señor a un personaje que entra en acción, es decir, haciendo referencia a algún elemento externo a la representación. No participan como personajes principales de la obra sino que su intervención es muy puntual y bajo unas coordenadas muy delimitadas propias de un criado que se limita a cumplir estrictamente su papel de sirviente de un hogar sin intervenir ni entremezclarse en la acción dramática. Incluso en La prima Fernanda los criados aparecen sin nombre como prueba de su escaso interés para el desarrollo escénico.

Como carácter diferencial hay que considerar el personaje de Pablo de Las Adelfas que interviene algo más en la representación, aunque ya no será el gracioso o racionista clásico. Pablo va a encarnar en el escenario la voz o el saber del pueblo, incidiendo en la escena con ciertos parlamentos que a buen seguro provocan la risa en el auditorio: Pablo: […] “Sin documentos/ vivió Adán, que ni tenía/ bolsillos donde meterlos,/ muy ricamente:” ¡Qué dios/ nos libre del papeleo,/ señor doctor!...”.

En directa relación con estos últimos tipos escénicos hay que analizar las figuras de los terceros que poblaban las obras del XVII español y que cobrarán importancia en Julianillo. Los terceros sí serán vehículos conductores de la acción dramática. A través de ellos se van manejando los hilos amorosos que se entretejen en la escena de los Machado. A. Sánchez Fernández y . J. Porro (1990, 279) señalaron con respecto a Desdichas de Fortuna que “la figura del “tercero” no sólo vendrá representada por Gil Blas, que entraría en el círculo de Julianillo, sino también por Lorenzo que hace de intermediario entre Leonor y el protagonista”: “Que te espera esta noche/ que no puede vivir sin ti./ Y que sucede más de lo que ella quisiera/ y a ti sólo ha de contar...“ (Esc. VI; Act. I).

Mucho más cercana al modelo tradicional de la Celestina estaría la figura de Teodora, tercera indiscutible, designada como “tía”, con función de intermediaria, organizadora de citas y administradora de los regalos que recibe (Esc. I; Act. II). Así la ve el propio Julián en los reproches que le hace incluyendo a ella y a la “sobrina”: “Ya sé, señora,/ que no hay tusona sin vieja” (Esc. VIII; Act. II).

También es necesario incluir aquí al personaje de Corbacho de La prima Fernanda. Éste se caracteriza dentro de los cánones que delimitan el tipo del figurón, es decir, será el personaje sobre el que caerá la sátira y la risa debido a su manera de hablar y de actuar, gracias además a los atributos deformes sobre los que se cimentaba su anatomía escénica. La tipología de Corbacho responde a las esferas de la comicidad y la parodia. De acuerdo con su estatus vendría a cumplir funciones muy próximas a un determinado tipo de gracioso cercano, por ejemplo, al personaje de don Diego de El lindo don Diego de Moreto, ya que Corbacho siempre vendrá definido por los propios pensamientos y la propia vanidad. Su verdad y su interés serán conquistar su ideal, en este caso el poder, y no se percata del ridículo de su actuación, sus poses histriónicas, su oratoria engolada o su actitud solapada y oportunista que no hacen sino provocar la risa y el aplauso del público.

Como figurón se sitúa también don Bernardino de la misma obra porque, aunque con menor grado que el anterior, su actitud viene marcada por una línea irónica y referencial con la que logra un retrato paródico y cómico de la realidad. Como expone J. Cebrián (1990, 26-27): “Don Bernardino, marqués de Oncala, es un militar viejo, “campechanote y brusco”, que no pudo ver a Fernanda cuando se casó, porque estaba entonces de maniobras en el Ampurdán (I, 3). Siente repelencia por la oratoria parlamentaria y vivos deseos -desde el principio-  de salvar a España (I, 3). Es un generalote práctico y de ideas simples “yo al pan, pan, y al vino, vino” (I, 3), “un viejo un tanto verde” (I, 3) que pierde la cabeza por las mujeres, incluida Fernanda: “Es preciosa.... Yo estoy sano/ y fuerte... Es viuda... ¡Pausa,/ Bernardino” (I, 4)”, que prefiere la clásica copa de Jerez al “güisqui con soda” de Jorge y Aurora”.

El personaje travestido, sobre todo la mujer bajo el disfraz o la caracterización del hombre, será una nueva fuente a la que recurrirán los Machado para desarrollar la acción sobre un personaje femenino en un momento dado. A este tipo responde el personaje de . Leonor en Julianillo Valcárcel que, ante el mal de amor que sufre Julianillo, decide ir en su ayuda. A este respecto M. B. Cossío (1929) señaló: “vuestra Leonor convertida en don César, es la figura más poética de la tragicomedia..., la que hunde más sus raíces en nuestros corazones”. Romero Ferrer, por su parte, señala que este travestismo viene determinado por la “naturaleza selvática de la protagonista”, y “también servía para acentuar los rasgos que la situaban en el terreno de la marginalidad”. Igualmente caracteriza (Romero, 1996, 278) al personaje de Reyes de La duquesa como un carácter selvático dominado por las pasiones que venía a contrarrestar los excesos que empujaron a la venganza a la racial Rocío.

El personaje del libertino y burlador don Juan será otro arquetipo que los Machado retoman de la tradición si bien lo encauzan de forma novedosa motivada por la metamorfosis con la que van enfocando y revistiendo al mito bajo unas nuevos parámetros. Para la recreación del mito en la escena, los Machado sintetizan dos motivos de amplia tradición literaria tanto desde el punto de vista culto como desde el tradicional: a la figura del frívolo libertino y galante burlador de mujeres de la tradición culta española -representada sobre todo por el Tenorio de J. Zorrilla-, se añade, en la obra machadiana, el apellido Mañara de la figura popular del perpetuo y devoto penitente arrepentido, prototipo de la leyenda tradicional.

Con la adición de la personalidad peculiar de Mañara a la leyenda del mítico conquistador de mujeres don Juan, los Machado cierran el ciclo dramático del personaje que, a través del arrepentimiento, desdeña su vida anterior marcada por su condición de libertino. Mañara se presentará como una conversión radical del mito, una hábil maniobra teatral -avalada desde la tradición-, adecuándose al itinerario marcado por la morfología del personaje dramático al que se añade la desacralización del héroe contemporáneo. El tema clave no es la redención o la perdición de don Juan, sino su preocupación por la redención de su víctima, “la conversión del “bárbaro” burlador en el “hombre nuevo”, reflexivo y espiritual que viene a ser este Don Juan de Mañara” canalizada a través de una nueva concepción del amor como apertura a la solidaridad y el descubrimiento del uno en el otro (Porta y Manteiga, 1990).

Esta preocupación moral adquirida por Mañara será el elemento novedoso de la obra, a lo que también ayuda la compleja trama argumental del texto en el que se asiste explícitamente al arrepentimiento del protagonista, de tal manera que los Machado presentan un don Juan arrepentido que se preocupa más por la moral que por el juego amoroso y burlesco hacia las protagonistas femeninas de la obra, Elvira y Beatriz quienes, rechazadas por los instintos primigenios del don Juan tradicional, aparecerán bajo las cualidades propias que definen los rasgos del burlador tradicional.

Juan de Mañara es la prueba encarnada en la tradición de cómo se renueva un mito con motivos que ejercen toda su virtualidad sobre el hombre contemporáneo. El hastío, la soledad, la frustración, la incapacidad para enfrentarse a su mundo cada día más complejo están en la base del personaje que acabará siendo vencido como burlador pero de fisonomía renovada al presentarse moralmente arrepentido, frente a la concepción tradicional, encarnando así en la escena una nueva tipología dramática.

Muchos más personajes de la tradición pueblan la escena machadiana en un arco que va desde galanes profundamente enamorados, como Julianillo o Salvador a damas que recuerdan modos de comportamiento de los personajes femeninos nobles del teatro clásico español, tales como la Condesa o Juana de Julianillo, Beatriz y Elvira de Don Juan, Reyes, la duquesa de Benamejí, o Guadalupe de El hombre pasando por bandoleros, gitanas, cantaoras, personajes enigmáticos como Miguel (El hombre); todos ellos recuerdan caracteres que se unen indisolublemente a la mejor tradición teatral clásica española, remodelándolos y moldeándolos desde la originalidad, nuevos tratamientos y nuevas configuraciones.

Paralelamente, los temas fundamentales de la producción teatral machadiana entroncan con temáticas tradicionales del teatro español, aunque desde ellas aportarán registros innovadores.

La temática amorosa será el eje conductor de todas las obras machadianas. Personajes y situaciones se conectan a través de las acciones amorosas que conducen las almas de los protagonistas. Con frecuencia, en el desarrollo de la acción dramática, es usual que vayan apareciendo varias situaciones tópicas relacionadas con el amor-desamor, deseo-rechazo y, como en la escena barroca, al lado de las pasiones de los protagonistas principales se desarrollarán tramas amorosas sobre los personajes secundarios que aparecerán dependiendo y guiándose a través de los principales. Esta ley también opera en la estructura dramática cuando hay varios triángulos amorosos de los que uno será el principal y el otro o los otros se hilarán como subordinados a los principales.

Los triángulos amorosos siempre se configuran desde un mismo prisma estructural. El primer vértice está formado por un personaje masculino o femenino sobre el que rivalizan otros dos que siempre presentan actitudes, comportamientos o personalidades opuestas. Bajo estas coordenadas, en Juan de Mañara, Beatriz y Elvira compiten por el amor de Mañara. Serán ellas dos quienes, con sus actos y palabras, siempre encauzadas a conseguir la correspondencia amorosa con Mañara, lleven el peso de la representación, cerrándose o resolviéndose el triángulo con el rechazo de don Juan, hecho tan insólito como impropio de este arquetipo teatral, pero en consonancia con la renovación escénica y la desmitificación del héroe que los Machado pretenden con su práctica. Ante este hecho, la muerte del protagonista masculino tendrá doble efecto: la redención de Elvira al ver morir a Mañara, a pesar de que su papel a lo largo de la obra ha ido siempre en busca de la conquista del burlador, y la conversión de Beatriz en mujer fatal, muy cercana a la propia figura del burlador, mostrándose al final en fuerte contraste con su situación inicial de novicia.

En la resolución del triángulo, una vez muerto Mañara, Elvira y Beatriz se desdoblan e intercambian sus caracteres. La primera, anteriormente perseguida por el burlador, se reconvertirá en una mujer nueva al  renunciar a su amor, mientras que Beatriz se transforma al final en tentación fatal, a pesar de su inocencia, dispuesta a perderse, a arrastrarse al abismo con tal de estar con don Juan.

Será en Las Adelfas, aunque por su temática y conexiones con el psicoanálisis freudiano y la nueva concepción de los sueños y el subconsciente sea una obra muy novedosa, donde el juego del triángulo amoroso se ofrezca más relacionado y, a la vez, más novedoso con respecto a la tradición. Ésta se configura sobre tres triángulos amorosos que están presentes a lo largo del desarrollo de la misma: uno formado por Araceli, Carlos y Salvador, triángulo que conduce el hilo argumental de la obra; y los otros dos formados por Rosalía, Salvador y Alberto, él primero, y Alberto, Araceli y Rosalía dando así origen a la situación actual de la representación. En estos triángulos las referencias a “el otro”, como personaje ausente de la escena físicamente, pero presente a través de las palabras de los antagonistas como vértice del triángulo, será fundamental.

La originalidad del drama machadiano viene impuesta por la ausencia del personaje Alberto como personaje físico. Desde el comienzo de la representación está muerto, no obstante será esta muerte la que conduzca los hilos e ingredientes pasionales centrales de la representación. Este personaje se hará presente en la escena a través de las palabras y continuas referencias de los demás antagonistas, sobre todo de Rosalía, vértice de un triángulo y que será quien verdaderamente conozca a Alberto y quien vaya desentrañando todos sus valores y reales sentimientos a Araceli, su mujer.

El personaje de Alberto adquiere una relevancia notoria. Morirá ante la aparición de Salvador como tercero en competencia hacia Rosalía; sin embargo y paradójicamente, aparecerá constantemente en la escena dada su importancia para desarrollar la acción posterior, que no es otra que la búsqueda de respuestas por parte de su mujer sobre el verdadero carácter de éste y su vinculación amorosa final con Salvador.

Más original es el triángulo formado por Alberto, Rosalía y Araceli. Con ellos se desarrolla sobre el escenario un peculiar juego escénico caracterizado nuevamente por la falta del actante masculino, eje de triángulo. Su ausencia permitirá a las dos protagonistas femeninas discutir y aclarar sus verdaderos sentimientos y opiniones acerca de la figura masculina. Alberto recurre a Rosalía porque ésta representa el valor del amor-sexo, la aventura amorosa que tiene como única finalidad alimentar el apetito sexual y que sólo engendra la destrucción del personaje. Pero antes incluso de comenzar el drama, en tanto que Araceli se presenta como la esposa fiel, dulce centro del hogar, si bien no llega a colmar las aspiraciones del marido recurriendo éste a otra que, con anterioridad al comienzo de la representación, será quien propicie el desastre y la destrucción de este triángulo.

Finalmente el proceso del tercer triángulo es el que se representa en la escena y el que propicia la acción de la obra. Araceli, en su búsqueda de la auténtica identidad y personalidad del marido, se encuentra ante dos antagonistas masculinos que pretenden sustituir a la figura del esposo muerto. Carlos será el que, en primer lugar, tras una turbia relación infantil con Araceli, se interese por ésta y haga florecer sus verdaderos sentimientos ocultos tras el casamiento de ésta con Alberto, dando lugar a la típica crisis de celos; no obstante, en su ayuda para que Araceli olvide su obsesión por Alberto, no conseguirá su propósito. Será finalmente Salvador quien aparezca como el sustituto de Alberto y el que consiga el amor de Araceli gracias a su dominio del lenguaje y de la palabra, su perfecto conocimiento de la situación y su sabia actuación en escena al ser capaz de atraer el interés de Araceli hacia su figura desde un primer momento. Como Feal Deibe (1974) señala, el vencimiento de Araceli para aceptar a Salvador “equivale en términos psicoanalíticos a la liquidación de transferencia y con ello a la cura. O, en términos míticos, a superar la endogamia primitiva para alcanzar la exogamia”.

El mismo tratamiento se puede observar en La duquesa donde Reyes, enamorada de Lorenzo Gallardo, morirá por los celos que le despierta la gitanilla Rocío igualmente atraída desde siempre por el bandido; o en La Lola donde el conflicto amoroso provocado por la belleza y arrolladora personalidad de Lola se establece entre un padre, D. Diego, viudo y con tintes donjuanescos, y su hijo, José Luis, que también se enamorará enloquecidamente de Lola; el conflicto paterno-filial se resuelve con la marcha final de la protagonista.

Toda esta temática amorosa-pasional que rige y estructura las obras de los Machado aparece vinculada indisolublemente a otra serie de temas que entroncan con la mejor tradición clásica teatral española en temáticas como las del loco amor perceptible en Julianillo: “locura es amor lo sensato”; en Juan de Mañara: “si hay locura en la ternura/ de tu cariño, ¡mejor!:/ dicen que la sal de amor/ es un poco de locura” (Esc. IX; Act. II), o en La prima Fernanda: “un amor si locura/ es cosa fea; debe ocultarse o mejor/ acabarse. Hoy me avergüenza”. (Esc. XI; Act. III).

Por otro lado, el amor como fuerza suprema capaz de vencer a la muerte, de tan caras reminiscencias cancioneriles, calderonianas, quevedianas o románticas, será también motivo recurrente. Ésta se puede apreciar en Las adelfas donde Araceli lee en las cartas los apasionados brotes de una pasión amorosa desbordada: “Araceli: Se propone echar el guante/ al grande hombre ignorado;/ como el empeño es bastante/ sencillo, lo ve logrado./ De ella también es el fuerte/ la romántica pasión,/ razones del corazón,/ amor que vence a la muerte…” (Esc. IV; Act. II). En la misma línea se lee el parlamento de Lorenzo en los versos finales de La duquesa ante la muerte de Reyes, lo que provoca que éste no quiera seguir viviendo y desee ver cumplida su sentencia de muerte para así poder unirse con ella definitivamente.

Los tópicos del amor cortés, reforzados en ocasiones con el uso de juegos retóricos, alcanzarán también cierto grado de importancia en la concepción amorosa del teatro machadiano, sirviendo de pretexto para la pasión amorosa de sus personajes como se puede ver en Julianillo: “Nada mejor en el mundo/ que amor en trance de abrazos./ Mirad: muérdago y encina, / hiedra y tronco”, donde el muérdago y la encina o la hiedra y el tronco remiten en clara alusión metafórica a la unión de los amantes. En La Lola, Heredia pondera las virtudes de Lola en el terreno amoroso, en diáfana transposición metafórica con fuego, vino y mar: “[…] Yo camino/ al lado de esa tormenta/ de mujer, y me consuelo/ -si el mal de muchos me consuela-/ sabiendo que es fuego Lola/ que arde, pero no se quema:/ vino que no se emborracha/ y mar que no se marea” (Esc. III; Act. I). O en la identificación de la espina con el dolor de amor y la flor como dulzura, felicidad y compensación amorosa: “Tal guarda ley a la espina/ que le recuerda la flor”. (Julianillo, Esc. I; Act. IV).

La retórica amorosa vinculada a los celos se mostrará en consonancia con las disputas provocadas desde los vértices de los triángulos analizados con anterioridad mediante motivos tópicos del amor cortés tales como la sed y el agua, el hombre sediento de amor y el agua, la mujer, que pueda calmarlos. todos ofrecen un gran juego metafórico sobre los anhelos y pasiones que envuelven a los protagonistas. En Julianillo se puede leer: “Julián: Estoy enfermo de ti;/ de curar no hay esperanza,/ que en la sed de ese amor loco/ tú eres mi sed y mi agua./ Confieso que no son celos;/ recelos son que me abrasan,/ que es un veneno maldito/ que envenena y que no mata”. (Esc. VI; Act. II); “Julián: Por celos en un momento/ de locura la dejé,/ y con el remordimiento/ de una vileza pagué/ con harta usura, señor,/ culpa más vuestra que mía/ cuando odio mentí al amor/ y amor a quien no quería” (Esc. VII; Act. III). En Las adelfas Araceli manifiesta sus celos ante la dificultad de no saber con claridad cuáles son sus verdaderos sentimientos y a quién quiere realmente: “Callar,/ indiferente al dolor,/ por no saber que, en amor,/ el no saber preguntar/ es el pecado mayor”; mientras que los celos también se despiertan ante la no correspondencia amorosa por parte de otro antagonista o ante la imposibilidad de la unión de los amantes por fuerzas naturales ajenas ellos:

Lola: Usté sabrá;

que no soy yo la celosa.

José Luis: Celos…

Lola: Son unos recelos

de la mente acalorada.

Si son algo, no son celos,

si son celos, no son nada”. (La Lola, Esc. V; Act. II).

 

En la misma línea se muestra el motivo del amante prisionero de la belleza de la amada perceptible en La duquesa quien reconoce que Lorenzo es su prisionero, su amor encarcelado que sólo ella puede liberar: “Lorenzo es mi prisionero./ El mío. Yo soy la única/ persona a quien él se rinde”. (Esc. XI; Act. I).

Los temas del honor y de la honra son también otros tantos ejes temáticos recogidos de la tradición. En Julianillo este tema se convierte en vértice de la acción en el momento en que el Condestable pide “justicia y venganza” al Conde Duque por la ofensa infligida contra su hija (Esc. II; Act. I); mientras que, en El hombre, Guadalupe, comprometida con Juan de Zúñiga, ante la desaparición de éste en la guerra, aún espera el día del regreso respetando con rigor la palabra dada. Guardará la fidelidad debida y el compromiso prometido en un gesto que entronca con el papel de la dama sumisa y dependiente que no cederá ante las continuas acometidas lanzadas por Juan de Zúñiga-Miguel de la Cruz salvaguardando con ello el honor de la familia Zúñiga. Incluso el propio personaje masculino intenta preservar el honor familiar con su valerosa actitud bélica: “Andrés: Estaba en la línea de fuego. ¡Ah, por eso no me dejaron llegar a él! Pero un soldado no puede abandonar su puesto frente al enemigo. Y aunque pudiera, un caballero, un Zúñiga, no lo abandonaría nunca…” (Esc. II; Act. I)

El sueño, topoi muy presente y relevante en la poesía de Antonio, es un nuevo motivo sobre el que se cimentará el teatro machadiano. Los hermanos Machado se servirán del sueño con diferentes funciones y valores. Teniendo presentes las similitudes entre Julianillo y Segismundo, en la obra machadiana los personajes divagan en el escenario distraídos, pensando un mundo que mundo que no es real, como si de un sueño se tratara. En Juan de Mañara la vida se rige por los sueños e incluso a través de éstos se puede llegar a entrever la vida: “Beatriz: De tu vida entera,/ Juan, de esa vida tan tuya/ que ni aun en sueños me llega” (Esc. V, Act. III). El sueño se presenta, por otro lado, como refugio frente a la maldad del mundo: “Julián: ¡Dejadme soñar,/ lo que ya no puede ser” (Julianillo, Esc. IV; Act. IV); o como medio de conocimiento: “Beatriz: […] Lo sé todo,/ porque todo lo he soñado” (Mañara, Esc IX; Act. II).

Finalmente, otra temática obsesiva y recurrente para los Machado será la relacionada con la fortuna, el destino, la fama como pregonera de buenas o malas noticas, etc. Esta fuente de influencia barroca en la que los personajes están determinados o predestinados por astros o fuerzas telúricas se vincula con fuentes, materiales y motivos folklóricos que, como en las obras clásicas, se muestran engarzados en los textos machadianos.

En Julianillo este tópico aparece ya en el propio título de la obra y, junto a la temática amorosa, irá estructurando el drama tanto textual como escénico, pues a través de coplas, palabras o elementos prolépsicos se anticipan acciones o hechos posteriores que aportan significados al desarrollo posterior de la obra. El valor de los agüeros y premoniciones irán plasmando el carácter y la suerte posterior del personaje como se rebela en la canción puesta en boca del pueblo, con la que se avisa a Leonor la imposibilidad de sus relaciones amorosas con Julián: “Fortuna y mudanza/ de la mano van. / Si tu amor se muda, danza,/ Leonor, con otro galán”. (Esc. II; Act. II); ella misma reconoce el mal que ésta le anticipara para su futuro: “Leonor: […] ¡Malhaya quien la ha cantado!/ ¡Malhayan esos copleros/ que, ahítos de mi desdén,/ se vengan con sus agüeros!/ ¡Que Dios los confunda!”. Es significativo en este sentido el aullido de un perro que anticipa definitivamente la pronta muerte del protagonista matizado a través de las propias palabras de Julián.

También en Juan de Mañara el camino incesante hacia la muerte, regido por fuerzas ocultas ajenas a la naturaleza, va labrando el camino del protagonista, aunque en este caso él mismo es consciente de que ahora su actitud ha cambiado, de que puede analizar las advertencias ajenas y de que es posible aconsejar a los personajes femeninos para que éstos no lleguen a perderse por su amor.

En El hombre, Juan de Zúñiga se muestra descontento con su destino y ese sino es el que pretende borrar definitivamente tras su vuelta al hogar. Esto es lo que le hace cambiar de identidad y adoptar otra nueva que lo transforme y le haga olvidar todo lo que el fatum le tenía reservado: “Miguel: […] Juan era un Zúñiga, un hombre de raza, tenía su orgullo… Sí, en el fondo, era soberbio, con la soberbia rebelde de los bastardos, aristocracia resentida, descontento siempre de su destino”. (Esc. VIII; Act. III).

En La Lola y La duquesa el determinismo es aún mayor y adquirirá mayor protagonismo al relacionarse muchos de sus usos con ejemplos tomados de la filosofía popular del XVII a través de cancioncillas que van encauzando la acción principal. En estas obras los personajes, casi todos populares, se muestran preocupados por estos motivos, creerán ciegamente en agüeros y señales que habrían de hacerse realidad en un tiempo inmediato: “De querer a no querer/ hay un camino muy largo,/ y todo el mundo lo anda/ sin saber cómo ni cuando”. Lola: […] pero/ mi persona tiene ya/ su destino… malo o bueno”.

En La duquesa el predeterminismo es elemento consustancial a la trama escénica en relación con los protagonistas Reyes y Lorenzo:

Rocío:          Pero un día ha de venir/

quien te haga penar,

quien te haga sufrir,

de la tierra o de la mar,

reina de Benamejí.

Bernando: [Refiriéndose a Reyes]

Cada cual tiene su sino

en este mundo señora.

….

Pedro Cifuentes: […] La bala que mate a Lorenzo puede estar en el aire, o en la canana de algún soldado del marqués.

Frasco José: Siempre agorero y de mala sombra.

Reyes; ¿Crees en el destino?

Lorenzo: Sí

Reyes: ¿De veras?

Lorenzo: Sí

Reyes: Pues confiesa

entonces hoy trajo aquí

tu destino a la duquesa

Reyes de Benamejí.

 

En franca relación con esta temática se sitúan motivos folklóricos, coplas, refranes y sentencias populares que actuarán como vehículos de unión entre la tradición, lo popular, el destino y la suerte final de la acción dramática y de sus figuras escénicas. Además de su función primaria por medio de cantes y bailes que amenizan la representación y ayudan al tejido de la espectacularidad teatral, estos cantares poseen valor estructural dentro de la propia tensión dramática al ambientar y alimentar el clima de la acción en el auditorio.

Incluso en Las Adelfas, obra que menos referentes dramáticos ofrece en relación con lo popular o la tradición, la identificación con la muerte se realiza por medio del motivo de la Petenera, elemento extraído directamente de la copla y símbolo significativo de la importancia de la tradición para los Machado:

Rosalía: Recuerdo que me llamaba

-perdona- su Petenera.

Araceli: ¿La perdición de los hombres?

Rosalía: Justo, en las coplas vulgares

buscaba ejemplos y nombres.

gustaba de esos cantares

donde se pulsa el bordón

de la muerte; y un relato

de amores de perdición

acompañan a rebato

campanas del corazón. (Esc. VI; Act II).

 

Conclusión

Partiendo de la herencia teatral española, Antonio y Manuel Machado se valieron de muchos de los elementos y motivos de dicha tradición para la configuración escénica de una nueva forma de entender el teatro según su particular concepción dramática.

Temas, personajes, motivos, recursos, alusiones… junto a su peculiar manera de ver y plasmar el fenómeno teatral, aderezado con nuevas temáticas propias de su tiempo y engarzado con elementos de sus poéticas, contribuirán a crear una perfecta simbiosis mediante la que intentan, relanzar las representaciones teatrales a partir de formulas consolidadas y del gusto del público, liberándolas de arquetipos y formas tradicionales y dotándolas de un nuevo vigor que contribuye a sacarlas de los estrechos y anquilosados márgenes en los que se movía la práctica textual dramática de su tiempo.

 

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