Aun cuando la importancia del sector primario en la estructura económica española está fuera de cualquier duda, integrando un sector fundamental y estratégico, lo cierto es que plantea algunos problemas estructurales que no pueden pasar desapercibidos. Así, se diferencia de otros ámbitos funcionales por su gran estacionalidad y dependencia de factores externos, difícilmente controlables, como el clima, el cual es capaz de modificar la cantidad y la calidad de la producción y, por lo tanto, la demanda de trabajadores necesarios (en un amplio porcentaje, extranjeros), la intensificación de la dedicación a una actividad laboral peligrosa o, en su envés, la paralización de las tareas. Además, la muy peculiar situación que ha vivido el sector agropecuario en los dos últimos siglos, pasando de ser un marco que ocupaba a la mayoría de la población activa, a un reducto menos extenso de empleo predominantemente masculino, en el que a la imparable tecnificación y especialización se ha unido, en las últimas décadas, el desarrollo de mercados agrícolas globales que, con ser eficientes y favorecer el abastecimiento de los más diversos productos, ha provocado notables distorsiones en cuanto a los precios e incentivos de producción. Todo ello sin olvidar que el campo, en un sentido productivo de la expresión, presenta una perenne ligazón con los entornos rurales afectados por la despoblación, pues estos últimos constituyen el marco natural para el desarrollo de las actividades agrarias.
Todas estas peculiaridades de la prestación de servicios en el sector agrario indudablemente tienen repercusión en la negociación colectiva.