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A veces, las autoridades fiscales y monetarias tienen que saltarse las normas y actuar unidas

Desde la victoria sobre la inflación en la década de 1980, la política económica de las economías avanzadas viene convergiendo hacia el modelo que conforma la actual forma de pensar. Gracias a la fijación de metas de inflación baja, la política monetaria puede estabilizar la actividad económica. De esta forma, las autoridades fiscales se libran de tener que ajustar sus políticas en apoyo a la demanda agregada, con lo cual pueden centrarse en prestar servicios públicos y perseguir objetivos redistributivos. Lo ideal sería dejar la contribución de la política fiscal a la estabilización anticíclica en manos de los estabilizadores automáticos, como el seguro de desempleo.

La mejor forma de implementar estas políticas es hacerlo a través de instituciones independientes cuyo mandato defina claramente sus objetivos. La coordinación explícita de las autoridades fiscales y monetarias lleva a confundir responsabilidades y suele dirigir erróneamente los instrumentos (p. ej., financiamiento monetario del déficit), cosa que puede menoscabar la credibilidad y, por tanto, la efectividad de una política. Asimismo, el modelo tiene un componente internacional: los países que mantienen su casa en orden contribuyen a la estabilidad y el bienestar mundiales.

Por qué son necesarias las reformas

En los últimos tiempos, se han detectado varias “grietas”. En primer lugar, en un entorno de baja inflación, las tasas de interés nominales son en promedio reducidas, lo cual deja poco margen para recortes expansivos, lo que se conoce como restricción del límite inferior efectivo. Esto puede impedir que las autoridades monetarias proporcionen el necesario estímulo anticíclico. En segundo lugar, cuando la deuda pública es elevada, las autoridades monetarias y reguladoras —aunque sobre el papel sean independientes— pueden verse presionadas a actuar en favor de la sostenibilidad presupuestaria; por ejemplo, manteniendo las tasas de interés en niveles demasiado bajos durante demasiado tiempo. El problema cobra especial importancia cuando los shocks inflacionarios exigen una respuesta de política monetaria viable. En tercer lugar, cuando la deuda y el apalancamiento privados son altos y están inmersos en mercados financieros, una deuda pública elevada genera vulnerabilidad sistémica a crisis de liquidez y solvencia, lo cual también podría lastrar en exceso la ejecución de la política monetaria y fiscal.

Desde la crisis financiera mundial, estas “grietas” ya han obligado a introducir cambios en la estructura institucional de la política económica. En muchos países, la facultad de supervisar, regular y resolver en el sector bancario ya no se encuentra delegada a instituciones específicas, sino que se ha devuelto a los bancos centrales. Estos han ampliado sus políticas no convencionales y han dejado que sus balances creciesen sobremanera, a través de la compra de bonos públicos y otros activos. Estas políticas podrían repercutir de forma significativa en la desigualdad de ingresos y riqueza, cruzándose en el camino de la política fiscal. La política macroprudencial es ahora un elemento destacado del diseño de regulaciones. Más allá de las fronteras, los bancos centrales han creado amplias líneas de crédito recíproco con sus contrapartes para abordar los problemas de liquidez internacional.

Es evidente que no se ha logrado aplacar la vulnerabilidad económica a los grandes shocks. Si acaso, las economías deberían aumentar su resiliencia para enfrentar los desafíos climáticos, energéticos, demográficos, geopolíticos y de inclusión social. Se plantea pues el interrogante de si el modelo de política económica requiere de nuevas reformas y, en especial, si la estabilización necesita la coordinación y participación más estrecha de las instituciones de toma de decisiones, tanto a escala nacional como internacional. En caso afirmativo, ¿cómo tendría que ser esta coordinación?

No tenemos la respuesta, pero la teoría y la historia nos brindan importantes enseñanzas que posiblemente nos ayudarán a estructurar nuestro pensamiento.

La (r)evolución de la “combinación de medidas de política económica”

En la teoría económica clásica, el funcionamiento de la combinación de medidas de política económica se ilustra mediante el modelo del “embudo” del premio Nobel James Tobin: el estímulo tiene su origen en dos grifos, M (el monetario) y F (el fiscal), pero la cantidad que fluye hasta la economía es independiente de las contribuciones relativas de M y F. Ese mismo estímulo agregado (es decir, la demanda nominal) puede generarse con dinero en efectivo y un presupuesto ajustado, o lo contrario. El valor social de las expansiones fiscales anticíclicas es mayor allí donde las tasas de política monetaria se encuentran atrapadas en el límite inferior efectivo y la inflación se mantiene persistentemente por debajo de la meta fijada. Por lo tanto, disponer de un amplio margen de maniobra fiscal para aplicar los presupuestos en una situación tal es indispensable para que la estabilización sea efectiva. Esto es lo que incentiva el ahorro presupuestario precautorio —controlar el gasto y/o mantener los ingresos tributarios— durante la fase expansiva del ciclo.

La teoría reciente brinda una nueva perspectiva sobre la forma en que las interacciones F y M pueden estabilizar conjuntamente una economía en riesgo de espiral deflacionaria. Con las tasas de interés situadas en el límite inferior efectivo, cuando una demanda reducida genera deflación, provoca la subida de las tasas de interés reales, lo cual deprime todavía más la demanda. Supongamos que, para eludir esta espiral, la autoridad fiscal amplía temporalmente el déficit, comprometiéndose a no subir los impuestos ni recortar el gasto. Esto significa que, en igualdad de condiciones, la deuda deja de ser sostenible y los mercados financieros podrían empezar a cobrar una prima de riesgo. Supongamos, no obstante, que ante un déficit tal el banco central, también de forma temporal, se compromete a garantizar el valor facial del saldo de los pasivos del gobierno, en términos nominales (para descartar el riesgo de quiebra total) y no reacciona a las variaciones en la inflación. De esta forma, el banco central permite de facto que la economía siga adelante sin disminuir el déficit. Siempre y cuando el sector privado no anticipe estas políticas y/o el plazo de vencimiento del saldo nominal total de pasivos del gobierno sea suficientemente largo, el subsiguiente incremento del nivel de precios reducirá el valor real de la deuda pública, de acuerdo con el valor actualizado del superávit primario.

Cabe señalar aquí la complejidad de esta estrategia, cuyo éxito se basa en la idea de que, en circunstancias especiales, las autoridades fiscales y monetarias pueden beneficiarse de una acción concertada, de maneras que, en circunstancias normales, resultarían especialmente inapropiadas. El presupuesto genera una deuda insostenible; el banco central la monetiza de facto. Sin embargo, para que esta combinación funcione, la suspensión de las normas de buena conducta debe ser temporal y limitarse a circunstancias excepcionales. No es un camino de rosas: las políticas lograrán su cometido solo allí donde las normas constitucionales sean estrictas y las instituciones monetarias y fiscales sean fuertes e independientes. Aun así, cabe señalar que estas deberían funcionar también a la inversa: por el mismo mecanismo, registrar un superávit presupuestario que incremente el valor real de la deuda ayudaría a reducir la inflación.

Restablecer la moderación

Por las razones expuestas anteriormente, la estabilidad financiera, macroeconómica y de precios aplica un estricto requisito conjunto a la política monetaria y presupuestaria. Los bancos centrales deben perseguir la estabilidad de precios a mediano y largo plazo. Las autoridades fiscales deben garantizar la sostenibilidad de la deuda, ajustando sus políticas con arreglo a los objetivos de inflación del banco central. En la práctica, el gobierno debe elevar de forma confiable —y con suficiente intensidad— el superávit primario estructural en respuesta a cualquier aumento del saldo de deuda.

Son muchos los argumentos a favor de ceñirse a estas normas políticas en el actual entorno de inflación y deuda elevadas. En primer lugar, incluso si una inflación inesperada puede proporcionar cierto alivio fiscal a corto plazo, ceder a un régimen de inflación alta y variable termina obligando a los mercados a cobrar una prima por inflación, es decir, tasas de interés superiores. Por tanto, es seguro que elevará los costos del endeudamiento público y empeorará las perspectivas fiscales. En segundo lugar, como la consolidación fiscal (recortes del gasto o subida de impuestos) contribuye a contener la demanda agregada, facilita el trabajo al banco central; la contracción monetaria puede ser menos grave.

De todos modos, la explosión de los pasivos públicos durante los años de COVID-19 pone a prueba la resiliencia del modelo. Es posible que el ajuste necesario de los superávits primarios resulte complicado de conseguir y mantener, por motivos tanto políticos como económicos. Es posible que, una vez la actual crisis inflacionaria se haya desvanecido, el mundo recupere un escenario de estancamiento secular, con tasas de interés reales (r) reducidas, inferiores a la tasa de crecimiento (c). Esto, sin embargo, no sirve de consuelo. Si r menos c es negativo, contribuiría a contener la dinámica deuda/PIB, pero probablemente tendría otras consecuencias negativas, como un reducido crecimiento de la productividad. Los gobiernos podrían sentirse presionados a tener déficits muy amplios, por motivos económicos o sociales; el alto nivel de deuda todavía podría dar lugar a primas por riesgo elevadas, que desestabilizarían sistemáticamente las perspectivas fiscales.

Un banco de pruebas para el modelo

Después de la crisis financiera mundial, la mayoría de los bancos centrales proporcionaron un mecanismo de apoyo monetario a la deuda pública. Es decir, ya sea de forma implícita o explícita, estaban preparados para intervenir en el mercado de deuda pública y evitar las subidas de los costos de endeudamiento vinculadas a las expectativas de incremento de las tasas de interés. Un claro ejemplo de ello es el programa de Operaciones Monetarias de Compraventa creado por el Banco Central Europeo en 2012.

El éxito de un mecanismo de apoyo monetario no depende de que el banco central adquiera realmente bonos púbicos. Su mejor función es la de amenazar de forma creíble con una intervención, para disuadir la especulación en el mercado (en jerga económica, evita que los inversionistas coordinen sus expectativas sobre un equilibrio de tasas de interés elevadas). No obstante, la credibilidad de esta amenaza está supeditada a varias condiciones, la más importante de las cuales es la cooperación de las autoridades fiscales. ¿Por qué? Pues porque las compras de bonos exponen al banco central al riesgo de pérdidas de balance. Tales pérdidas obligarían a las autoridades monetarias a poner en marcha la impresión de moneda y, por tanto, desviarse del mandato de estabilidad de precios. A menos que el Tesoro ofrezca garantías fiscales contingentes sobre el balance del banco central (es decir, que transfiera dinero a este en caso de pérdidas), los inversionistas podrían poner en duda que las autoridades monetarias realmente asumiesen el riesgo e interviniesen en el mercado.

Si está bien diseñado, un mecanismo de apoyo monetario puede imposibilitar las crisis de riesgo soberano autocumplido, pero, en última instancia, la estabilidad depende de la política fiscal. A menos que la deuda, condicionada al mecanismo de apoyo, siga una trayectoria sostenible, la intervención del banco central en el mercado de deuda pública solo logrará desestabilizar las expectativas de inflación. La economía seguiría siendo vulnerable a las expectativas de inflación autocumplidas que impulsan al alza los costos de endeudamiento tanto nominales como reales para el gobierno.

Son riesgos importantes los que enfrentan las economías avanzadas y algunas economías de mercados emergentes, cuya deuda está denominada (principalmente) en moneda nacional y el banco central goza de independencia. Un entendimiento creíble entre las autoridades fiscales y monetarias en cuanto a la forma de actuar consensuadamente para contener la vulnerabilidad a las crisis provocadas por las expectativas es uno de los elementos básicos de un régimen de política económica confiable.

GIANCARLO CORSETTI es titular de la cátedra Pierre Werner y profesor de Economía del Instituto Universitario Europeo.

Las opiniones expresadas en artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.

Lecturas complementarias :

Bartsch, Elga, Agnès Bénassy-Quéré, Giancarlo Corsetti, and Xavier Debrun, eds. 2020. Geneva 23: It's All in the Mix: How Monetary and Fiscal Policies Can Work or Fail Together. London: CEPR Press.

Corsetti, Giancarlo, Luca Dedola, Marek Jarociński, Bartosz Maćkowiak, and Sebastian Schmidt. 2019. “Macroeconomic Stabilization, Monetary-Fiscal Interactions, and Europe’s Monetary Union.” European Journal of Political Economy 57 (March): 22–33. See also references within.

Corsetti, Giancarlo, and Luca Dedola. 2016. "The Mystery of the Printing Press: Monetary Policy and Self-Fulfilling Debt Crises." Journal of the European Economic Association 14 (6): 1329–371.

Zhang, Tongli. 2021. “Monetary Backstop and Sovereign Default on Domestic Debt.’’ Johns Hopkins University Department of Economics, Baltimore, MD.